Kocho
El día veinte del tercer mes,380 cuando en otras partes del palacio los huertos y jardines de las damas no estaban ya en su apogeo y el canto de los pájaros silvestres había perdido gran parte de su frescura, el jardín de primavera de Murasaki parecía cada día más hermoso. Genji lamentaba que las mujeres jóvenes sólo pudieran admirar de lejos el musgo que cubría la isla, cada vez más verde, de modo que encargó a sus artesanos una flotilla de botes de placer chinos, y el día que se estrenaron llamó a un grupo de músicos para que interpretaran melodías acuáticas.381 Príncipes y cortesanos de alto rango concurrieron al acto.
Akikonomu estaba en el palacio de la Sexta Avenida. Había llegado el momento, pensó Murasaki, de preparar una respuesta adecuada al poema que la emperatriz le enviara sobre el jardín que «esperaba la llegada de la primavera». Hubiese valido la pena mostrar el esplendor floral a la emperatriz, pero, dada su posición, no cabía hacerla acudir en persona. En cambio, numerosas azafatas y servidoras jóvenes que la atendían fueron invitadas a un paseo en bote que las llevó hasta el lago del sur, que se extendía desde el pabellón del suroeste al del sureste, ocupado por Murasaki. Una colina artificial los separaba. Las mujeres de Murasaki se instalaron en el pabellón de los Pescadores, que estaba entre los otros dos.
Los botes, cuyas formas imitaban el dragón y el fénix, habían sido ricamente ornamentados a la manera china y los pajecitos que hacían las veces de remeros y timoneles llevaban el cabello recogido también al modo chino e indumentarias exóticas que evocaban los fastos del continente. Las mujeres fueron invitadas a embarcar, y, a continuación, con ellas a bordo, los botes pasaron por debajo de un puente de rocas colgantes que había en la isla. El espectáculo parecía un cuadro.
Las ramas de los árboles se mecían envueltas en una sutil bruma que hacía pensar en una gasa bordada de oro. A lo lejos, en los jardines de Murasaki, un sauce dejaba colgar sus ramas cubiertas de hojitas verde oscuro mientras los cerezos floridos eran un estallido de sensualidad gracias al color blanco de sus pétalos. Aunque en otras partes ya habían perdido sus flores, allí las conservaban todavía y destacaban entre las glicinias y la lavanda plantadas a lo largo de las galerías. Yamabuki amarillos382 se reflejaban en el lago como si quisieran besar su propia imagen. Patos de todas clases surcaban las aguas solos o en parejas y a veces se echaban a volar con una ramita en el pico. ¿Qué pintor no se hubiese sentido fascinado por aquellos patos mandarines de tan variados colores? Si el leñador del cuento japonés se hubiese encontrado allí, habría estado contemplando aquella visión sublime hasta que el mango de su hacha se hubiera cubierto de hojas. Con la llegada del anochecer, los presentes empezaron a componer poemas, de los que consignamos algunos ejemplos:
Cuando sopla la brisa,
esparce los pétalos por encima del agua
y las olas mismas parecen florecer.
¿Será éste el cabo de los yamabuki?
¿Es éste el lago en que desemboca
el río de Ide,383
de modo que los yamabuki
surgen de sus profundidades?
No hace falta visitar
la isla famosa de la Tortuga.384
Nuestros botes de placer
acabarán siendo igualmente míticos.
Nuestros botes surcan el lago bajo el sol de primavera,
y las gotas de agua
se desprenden de los remos
como pétalos de cristal.
Y siguieron componiendo y recitando poemas hasta que se quedaron sin inspiración. Tan entusiasmados estaban que hubo que recordar a las jóvenes que ya era hora de retirarse a sus aposentos respectivos.
Con la llegada de la noche, los botes se dirigieron otra vez al pabellón de los Pescadores a los sones de la marcha china del Ciervo real, y las mujeres hubieron de desembarcar allí muy a su pesar. Se trataba de una construcción muy sencilla pero extraordinariamente elegante. Cuando las mujeres, vestidas con sus mejores galas, volvieron a ocuparlo, parecía una tapicería sobre la que hubiese caído una lluvia de pétalos de colores. La música no paraba ni aburría porque Genji había elegido músicos que dominaban un repertorio largo y variado.
Aunque ya era noche cerrada, nadie parecía dispuesto a abandonar. El lugar había sido iluminado con antorchas y los invitados más ilustres fueron invitados a pisar la alfombra de musgo que bordeaba la galería, mientras los más expertos tocaban el koto o la flauta en unos estrados dispuestos para la ocasión haciendo gala de su virtuosismo. El mejor de los flautistas hizo sonar una melodía en la tonalidad de sojo,385 y los cortesanos se pusieron a acompañarla con sus kotos, y cuando pasaron a tocar ¡Qué día glorioso!, incluso los lacayos más ignorantes que tenían a su cargo los carruajes y los caballos se sintieron embargados por la emoción del momento. El cielo, la música, la primavera y los ecos… todo parecía mejor en el palacio de la Sexta Avenida que en ninguna otra parte. Con Alegría de primavera386 la tonalidad mayor dio paso a otra menor.387 El príncipe Hotaru cantó Sauce verde con tanto acierto y voz tan bella que fue obligado a repetirlo. De vez en cuando el mismo canciller se dignaba unir su canto al de los demás.
Cuando llegó la mañana, Akikonomu oyó el canto de los pájaros al otro lado de las cercas que delimitaban el espacio de su jardín otoñal, y tuvo la impresión de que había sido derrotada.
Aunque el palacio de la Sexta Avenida era famoso por su magnificencia y fiestas continuas, muchos jóvenes se quejaban de que faltaban en él damas realmente interesantes. Sin embargo, en los últimos tiempos habían empezado a circular rumores sobre cierta damita que vivía en el pabellón noreste bajo la tutela personal de Genji y que pasaba por ser hermosísima. Como era de esperar, empezaron a llegar cartas dirigidas a ella. Incluso algunos que, por su rango y fortuna, se creían con derecho a aspirar a su mano, habían movilizado ya intermediarios y casamenteras. Otros se mostraban más discretos, sin dejar por ello de estar profundamente intrigados. Los hijos de To no Chujo pensaban, como la mayoría de los cortesanos, que se trataba de una hija de Genji y se interesaron muchísimo por ella.
El príncipe Hotaru, hermanastro de Genji, había enviudado hacía tres años y no se le conocían amantes ni concubinas estables. En cuanto supo de la existencia y méritos de Tamakazura, decidió casarse con ella lo antes posible. La mañana que siguió a la fiesta, aún bajo los efectos de la bebida, no paraba de cantar lánguidas canciones de amor abrazado a un sauce y con la cabeza coronada de glicinias, para regocijo de quienes lo estaban observando. Genji ya se lo esperaba, pero hizo ver que no se daba cuenta.
Volvieron a pasarle la jarra de vino, y el príncipe fingió hallarse completamente confuso.
—Si no hubiera aquí algo muy especial que me ata a este lugar —dijo exagerando su borrachera—, trataría de escapar cuanto más lejos mejor. Todo eso es demasiado para mí…
Negándose a seguir bebiendo, se arrancó parte de la guirnalda de glicinias que le ceñía las sienes y la puso encima de la cabeza de Genji, recitando:
—Precisamente porque ella
está tan vinculada a ti, 388
la quiero tanto, y se me han quitado las ganas
de arrojarme al abismo.
Genji sonrió y le respondió, devolviéndole las glicinias:
—¿Crees que vale la pena
arrojarse al abismo?
Mejor gozar aquí de las delicias de la primavera.
¡Guarda para ti esas flores purpúreas!
El príncipe aceptó la sugerencia y se quedó con los demás, y el concierto de la mañana aún resultó más animado que el de la noche anterior.
Aquel día tocaba proceder a la lectura del Sutra Prajnaparamita encargada por la emperatriz Akikonomu. Habían puesto a disposición de los huéspedes algunas estancias del palacio para que pudieran cambiarse de ropa. Aunque algunos se excusaron alegando compromisos previamente adquiridos, el prestigio de Genji no dejaba lugar a dudas de que se trataría de una ceremonia tan grandiosa como solemne. Al mediodía el canciller les acompañó a los aposentos de Akikonomu.
Murasaki había preparado las ofrendas florales y eligió las ocho niñas más bonitas que encontró para entregarlas, disfrazando a cuatro de ellas de aves y a las otras cuatro de mariposas. Las «aves» llevaban ramas floridas de cerezo en jarras de plata y las «mariposas» yamabuki en jarras de oro. Sentadas en los botes, fueron transportadas desde la colina al pabellón de Akikonomu junto al lago. Aunque el día era magnífico y las muchachitas un verdadero encanto, al desembarcar sopló una leve brisa y esparció unos cuantos pétalos por el suelo. Akikonomu había rechazado el ofrecimiento de Murasaki de una tienda para los músicos y hecho instalar asientos para ellos en una de las galerías que rodeaban la estancia principal. Las niñas subieron las escaleras con las ofrendas en las manos, que fueron recibidas por los encargados del incienso y colocadas delante de las imágenes sagradas.
Yugiri entregó a la emperatriz un poema de Murasaki. Decía así:
Lloriqueando entre las hierbas,
espera el grillo la llegada del otoño,
y mira con desprecio
las mariposas que revolotean entre las flores.
Akikonomu sonrió al reconocer en aquellos versos una respuesta a su poema sobre las hojas de otoño.
—No, majestad, no hay nada que supere la belleza del jardín primaveral de la esposa del canciller —dijo una de sus azafatas, todavía bajo los efectos de las experiencias vividas el día anterior.
Una vez entregadas las ofrendas, las «aves» bailaron la danza del Kalavinka, el pájaro mágico del paraíso de Buda Amida. La música que las acompañaba se mezcló con el canto de los ruiseñores, y de vez en cuando resonaba en el aire el chillido o el graznido de alguna ave acuática. El efecto era realmente prodigioso. El rápido pasaje que precede al final llegó antes de lo que la audiencia fascinada hubiese querido.
Luego fue el turno de las «mariposas». Con mayor ligereza si cabe que las «aves», danzaron moviendo sus grandes alas de colores a la sombra de un seto y bajo una auténtica cascada de yamabuki. El chambelán de Akikonomu indicó a los cortesanos que había llegado el momento de distribuir los regalos: las «aves» recibieron túnicas blancas forradas de rojo y las «mariposas» túnicas rosa pálido forradas de amarillo. También la emperatriz se había preparado para la ocasión y estuvo a la altura de los demás. Los músicos fueron obsequiados con blusas de seda blanca y piezas de tela. Yugiri obtuvo una casaca azul para él y un conjunto de mujer para su guardarropa y se encargó de llevar la respuesta de la emperatriz a Murasaki. Decía así:
De buena gana me dejaría guiar
por tus mariposas hasta ti,
pero me lo impide un espeso seto
de radiantes yamabuki.
Tal vez penséis que el poema que acabo de reproducir no está a la altura de lo que debería esperarse de una emperatriz, pero cuando se improvisa, las cosas no salen siempre como uno quisiera. Tampoco Akikonomu quedó muy satisfecha de sus versos.
Desde aquel día Tamakazura y Murasaki empezaron a cartearse. «Todavía es pronto», pensaba la esposa de Genji, «para decidir si la nueva dama es digna de mi confianza, pero aparentemente se trata de una persona afectuosa y poco amante de querellas.» Lo cierto es que la hija de Yugao se había ganado la simpatía de mucha gente y tenía ya un montón de pretendientes, pero Genji no parecía tener prisa en decidirse. Inseguro de sus propios sentimientos —a veces le costaba mucho representar junto a ella sólo el papel de «un buen padre»—, empezó a pensar en decir toda la verdad a To no Chujo.
Yugiri tenía permiso para acercarse a su kichó, y ella contestaba dócilmente a sus preguntas aunque la confianza con que el muchacho entraba y salía de sus aposentos la hacía sentirse bastante incómoda. A sus mujeres les parecía, en cambio, lo más natural del mundo porque todas daban por seguro que eran medio hermanos. Yugiri se mostraba siempre muy solemne y educado cuando estaba con ella. En cambio, los hijos de To no Chujo no paraban de rondar por la mansión de la Sexta Avenida suspirando como condenados a muerte, y, siempre que había ocasión, dejaban entrever el vivo interés que la joven despertaba en ellos. Aquella actitud la hacía sufrir y no precisamente porque le disgustaran sino porque sabía que eran víctimas de un espejismo. Sin embargo, no se atrevía a discutir con el canciller sobre la cuestión. La certeza de que aquella muchacha tímida veía en él a su tutor y único protector en la tierra encantaba a Genji. No podía decirse que se pareciera mucho a su madre, aunque a veces se la recordaba por el tono de su voz o alguno de sus gestos, pero era mucho más inteligente.
Llegó el cuarto mes y reaparecieron los atuendos ligeros de colores claros propios del verano. También el tiempo se comportó como se esperaba. Genji tenía muy poco trabajo en el palacio imperial, y su nueva mansión se llenó de música y diversiones de todo tipo. Tal como esperaba, no paraban de llegar cartas de amor dirigidas a su pupila. Cuando iba a visitarla, las examinaba minuciosamente y le aconsejaba a cuáles debía contestar y a cuáles no. Tamakazura le escuchaba con suma frialdad.
El príncipe Hotaru describía en una inflamada misiva los sufrimientos del amor no correspondido.
—Era mi hermano predilecto cuando éramos niños —comentó Genji, sin tomárselo demasiado en serio—. No teníamos secretos el uno para el otro. Sólo se callaba su «vida amorosa». En estas cuestiones era discretísimo… Resulta interesante (y también un poco patético) comprobar que todavía es capaz de arder con la pasión juvenil de aquellos tiempos. Debes contestarle. Cuando una mujer le interesa de verdad, no hay nadie que se le pueda comparar a la hora de hacérselo saber. Por otra parte, puede resultar un compañero muy divertido…
El canciller parecía querer pintarle una imagen muy atractiva de su hermano Hotaru, pero ella desvió la mirada como si el tema no le interesase lo más mínimo. También estaba en la lista el general Higekuro, hombre severo y serio como el que más. Y, sin embargo, a juzgar por el tono de sus cartas parecía ilustrar la vieja teoría de que los mejores hombres, empezando por Confucio,389 pueden tropezar al abrirse camino a través de la jungla del amor. Pero sus cartas tenían un interés indudable. Genji se sintió especialmente atraído por una de ellas, escrita en papel chino de color azul muy perfumado que su autor había doblado de un modo muy ingenioso formando una especie de nudo.
—Ni siquiera la has abierto —dijo a la dama, abriéndola—. ¡Hay que reconocer que su caligrafía es potente y muy acorde con el gusto moderno!
Éste era su poema:
No puedes adivinar
cuán profundos son mis sentimientos hacia ti,
porque están ocultos como el arroyo
que, furtivo, se desliza entre las rocas.
—¿Y cuáles son sus sentimientos? —preguntó a la joven.
Tamakazura respondió con evasivas. A la vista de ello, llamó a Ukon para aleccionarla sobre los pretendientes.
—Debes considerarlos uno por uno detenidamente y permitirle contestar sólo a los que se lo merecen —le ordenó—. Los libertinos y disolutos que pululan hoy por la corte son capaces de todo, aunque no siempre son los únicos culpables de sus tropelías. Muchas veces un poco de severidad por parte de la dama evitaría los quebraderos de cabeza que nos toca sufrir a los que hacemos del amor nuestro principal pasatiempo. Al principio (hablo por experiencia) el galán frustrado maldice la severidad de la dama que lo castiga, y la riñe y trata de «cruel» e «insensible» de palabra y por escrito. Pero llega un día en que el hombre mira el pasado con otros ojos y le queda sinceramente agradecido por haber evitado que la relación fuera más allá de lo razonable.
»Cabe que algún pretendiente de rango poco elevado (y, por tanto, impensable como esposo), aunque esté profundamente enamorado de la joven, se limite a enviarle cartas convencionales con observaciones sobre los pájaros o la estación de año por temor a verse rechazado de plano si manifiesta sus verdaderos sentimientos. En estos casos, procede una respuesta educada, en términos parecidos a los de la carta recibida, que ponga fin discretamente a las esperanzas del hombre y le induzca a abandonar sus pretensiones. Por otra parte, malinterpretar los cumplidos y atenciones que hoy aliñan cualquier correspondencia entre personas de distinto sexo (¡cuestión de modas!) y tomarlos por manifestaciones de una pasión exaltada resulta bastante más peligroso que ignorarlos completamente. Un error de percepción de este tipo puede llevar a una dama, erróneamente ilusionada por un hombre, a situaciones humillantes.
»Tampoco es infrecuente que una muchachita inexperta deje de lado la reserva que de ella se esperaría en un cortejo trivial para demostrar al mundo que es persona de elevados sentimientos. En los primeros tiempos el hecho de descubrir el placer de sentirse admirada es suficiente para que ella se sienta feliz, pero con el paso de los meses la excitación inicial suele dar paso al tedio cuando no al disgusto. Sea como fuere, creo que tanto el príncipe Hotaru como el general Higekuro son hombres adultos que saben lo que hacen. La dama debería procurar no darles la impresión de que no le resultan simpáticos… En cuanto a los pretendientes menos importantes, júzgalos tú misma según sus méritos y trata de descubrir si van en serio o no. Luego actúa en consecuencia.
Mientras Genji hablaba a Ukon en estos términos, Tamakazura, sentada de espaldas a ellos, escuchaba su discurso desde la otra punta de la estancia. Llevaba un uchiki ceñido según la última moda de color rosa con forro azul y una chaqueta china corta y suelta de los colores de la estación que hacían resaltar su belleza. Cuando llegó a palacio, conservaba aún cierto aire de rusticidad, pero poco a poco este aire había ido dando paso a una actitud que combinaba sutilmente la delicadeza y la calma. No había nada que criticar en su atuendo y su hermosura parecía aumentar a medida que pasaban los días. Genji empezó a pensar que era demasiado bonita como para dejarla marchar.
Ukon miraba a ambos con una sonrisa en los labios: el canciller resultaba muy joven todavía para el papel de padre.390 Cualquiera que los hubiese visto juntos los habría tomado por marido y mujer.
—No le he entregado más cartas —dijo Ukon—. Sólo acepté las que te he mostrado. Me hubiese parecido una grosería rechazarlas. Mi señora sólo ha contestado aquellas que tú le has indicado, y aún muy a su pesar.
—¿De quién es ésta tan curiosa? —preguntó Genji, señalando una de las notas recibidas, que el autor se había tomado la molestia de doblar de un modo muy imaginativo hasta convertirla en algo minúsculo—. La caligrafía es francamente buena.
—De un hombre muy insistente —se quejó Ukon—. Se trata del capitán Kashiwagi, el hijo del ministro. Conoce mucho a Miruko, la criadita de mi señora, y se vale de sus buenos oficios para hacerle llegar sus mensajes.
—¡Un muchacho encantador! —exclamó Genji—. Quizás ahora no sea todavía importante, pero no hay que perderlo de vista. Además se dice que es el más serio y competente de sus hermanos. Algún día descubrirá la verdad,391 pero de momento no hay ninguna necesidad de desengañarlo. Su caligrafía es realmente excepcional.
Y, volviéndose a Tamakazura, prosiguió:
—Tal vez te parezca raro lo que acabo de decir, pero estoy seguro de que lo pasarías muy mal si fueras a caer de un día para otro en la familia de tu verdadero padre. ¡Allí sí que te sentirías una perfecta extraña! Ya llegará el momento, pero será cuando te hayas ganado tu propio lugar en la corte. El príncipe Hotaru está libre de momento, pero tiene fama de promiscuo. Se le relaciona con mujeres de todas clases y no precisamente de lo mejorcito: desde azafatas de tercera categoría a cosas bastante peores. Una dama tolerante y experimentada podría conseguir atraparlo, y apartarlo de malas compañías, pero la primera señal de celos resultaría fatal. Temo mucho que aún te faltan el tacto y la precaución que ello requiere.
»En cuanto al general Higekuro, lleva varios años casado, pero parece que no es feliz con su esposa y ahora se ha enamorado de ti. Hay gente que no aprueba su nueva actitud y, aunque comprendo sus argumentos, me resisto a opinar. Aunque no tengas a tu padre verdadero al lado para que te aconseje, pienso que tienes edad suficiente para tomar tus propias decisiones. Mírame como un sustituto de tu madre e imaginemos que hemos retrocedido al pasado. No quiero hacerte desgraciada…
Genji pronunció la última frase en un tono muy solemne y mirando fijamente los ojos de la dama. Tamakazura se sintió terriblemente incómoda y habría preferido no responder, pero, tal como acababa de decir Genji, ya no era una niña.392
—He sido una huérfana hasta donde me alcanza la memoria —dijo en voz baja y suave—, y me temo que no tengo todavía una opinión formada sobre esas cuestiones.
—Muy bien —dijo Genji—. Suele decirse que un padre adoptivo resulta a veces mucho mejor que un padre de verdad. He decidido comportarme contigo como un padre adoptivo extraordinariamente devoto.
El príncipe prefirió callarse lo que estaba pensando. Ya había dejado caer un par de alusiones, pero ella no parecía haberse enterado. Suspiró profundamente y abandonó la estancia. Al salir del pabellón se paró para admirar un bosquecillo lujuriante de bambúes chinos que la brisa mecía. Ante aquel espectáculo improvisó:
—El bambú joven,
tan profundamente enraizado en la tierra de mi jardín,
¿será capaz de vivir por su cuenta
en el futuro?
Tamakazura, que se hallaba detrás de la persiana, lo oyó y, levantándola, repuso:
—¿Cuándo llegará el momento
en que el tierno bambú
encuentre al fin la raíz
de la que creció?
»Sería buscarse complicaciones…
Genji la compadeció. De todos modos, aunque el poema de la joven parecía dar a entender que se encontraba a gusto en su palacio, no era verdad. La joven ardía en deseos de conocer a su padre auténtico, pero todo lo que había visto y oído hasta ahora la llevaban a temer que aquel hombre misterioso, del cual se había visto separada desde su más tierna edad y que no había hecho nada por encontrarla, no resultaría seguramente tan afectuoso con ella como Genji. Por ello prefería callar.
Genji entró en la estancia de Murasaki entusiasmado con la dama que acababa de abandonar.
—Hay algo muy notable en Tamakazura —le confesó—. Recuerdo que su madre era demasiado seria, por no decir que carecía completamente de sentido del humor… En cambio, la hija posee una mente ágil y despierta, y en cuanto alguien la trata, desea inmediatamente tenerla por amiga… Estoy convencido de que no resultará una molestia para los que vivimos en esta casa.
Murasaki conocía demasiado bien a Genji para no darse cuenta de lo que estaba ocurriendo.
—Sea como fuere —dijo—, debe de resultar muy difícil para ella no tener vida propia y depender tanto de ti.
—¿Y por qué no habría de depender de mí? —preguntó Genji, fingiendo sorpresa.
—¿Piensas que he olvidado los suspiros y lágrimas que me costó tu modo de hacer las cosas cuando yo era mucho más joven? —dijo ella, sonriendo amargamente.
Genji se admiró de su perspicacia.
—Te preocupas por cosas que carecen de todo fundamento —le dijo en tono de reproche—. ¿Crees que ella permitiría algo de este tipo?
Inmediatamente cambió de tema, pero Murasaki ya había sacado sus conclusiones y él no podía evitar tener mala conciencia.
En los días que siguieron visitó mucho a Tamakazura y le hizo cuantos pequeños favores pudo para que estuviera contenta. Un tranquilo atardecer —había llovido y el verde de arces y robles lucía limpio y suntuoso—, Genji levantó los ojos al cielo, teñido de luz crepuscular, y recitó un verso de Po Chu-I: El mundo es claro y armonioso… Al repetir aquellas palabras estaba pensando mucho más en la belleza de la dama que no podía quitarse de la cabeza que en «el mundo». Luego se deslizó en sus aposentos.
La encontró acuclillada junto a su escritorio. En cuanto le vio, Tamakazura se inclinó cortésmente y se dio la vuelta con timidez. Estaba preciosa: por primera vez le pareció el vivo retrato de su madre. Genji estuvo a punto de echarse a llorar.
—Debes perdonarme —le dijo—, pero no puedo evitarlo. Cuando te vi por primera vez, no me di cuenta de que os parecíais tanto, y ahora hay veces que te confundo con ella. Yugiri no se me parece en nada, de modo que llegué a la conclusión de que los hijos no se parecían a sus padres. Pero en vuestro caso… todo es distinto…
Encima del escritorio había una cesta con una naranja. El príncipe improvisó:
—Hace mucho tiempo
sus mangas me parecieron
perfumadas por la flor del naranjo393
como ahora las tuyas.
»Han pasado muchísimos años y he sido incapaz de olvidarla… A veces creo que estoy soñando y que el sueño me va a matar… Acéptame y no me reproches mi rudeza.
Y la tomó de la mano. Era la primera vez que lo hacía, pero ella no perdió la compostura. La dama improvisó a su vez:
—Me comparas con el perfume
de sus mangas…
Pero este fruto durará tan poco
como aquel olor…
La confusión en que la joven parecía sumida lo conmovió. Ella inclinó la cabeza sin saber exactamente cómo interpretar su conducta ni cómo reaccionar. Genji tenía aún su mano delicada entre las suyas. Le había confesado sus sentimientos movido a la vez por la belleza y el dolor, y ahora Tamakazura estaba temblando.
—¿Merezco ser castigado? —le dijo Genji—. He luchado mucho por mantener nuestro secreto y tienes que ayudarme. Siempre has sido muy importante para mí… Hoy sigues siéndolo… aunque de un modo distinto. No sé si he vivido antes una experiencia como ésta… Creo que no… Pero no veo razón alguna para que hayas de preferir otro hombre a mí. Es imposible que ninguno de tus pretendientes te ame tanto como te amo yo y no puedo soportar la idea de entregarte a un hombre frívolo como mi hermano…
Genji había sobrepasado con mucho lo que suele entenderse por «los deberes de un padre». La noche era maravillosa: la brisa acariciaba suavemente los bambúes, el viento había dejado de soplar y la luna brillaba con todo su esplendor. Las azafatas y criadas de la dama ya se habían retirado. Aunque iba a visitarla con frecuencia, resultaría difícil encontrar otra ocasión más propicia, pensó Genji, y, con experiencia acumulada a lo largo de los años, empezó a quitarse sus ropas (eran de seda muy fina y no hicieron ruido alguno al caer al suelo), y la tumbó a su lado.394 Ella ni siquiera osó gritar: ¿qué iban a pensar sus mujeres si acudían y veían la escena? No obstante, en cuanto la joven rompió a llorar desconsoladamente, Genji cesó en sus avances y se puso a apaciguarla, diciéndole:
—¿De manera que me rechazas? No te entiendo. Hay muchas mujeres que se ven obligadas a depender de hombres que no significan nada para ellas, pero yo estaba convencido de que significaba mucho para ti por todo lo que he venido haciendo hasta ahora… Me cuesta aceptar tanta insensibilidad de tu parte. Pero no se hable más. No volverá a ocurrir. Me consolaré forzándome a comportarme como el más virtuoso de los padres adoptivos.
Tendida en el suelo a su lado, Tamakazura se parecía tanto a su madre que el canciller se sintió incapaz de soportarlo por más tiempo. Era consciente de que su conducta impetuosa resultaba impropia de su edad y de su cargo, de modo que se levantó, se vistió en un momento y se dirigió a la puerta antes de que lo avanzado de la hora hiciera pensar mal a las criadas de la joven. Antes de irse, sin embargo, le dijo:
—Ninguno de los dos olvidaremos fácilmente esta escena, pero no debes pensar mal de mí por lo que acaba de ocurrir. Hay hombres que nunca se dejan arrastrar por sus impulsos, pero yo soy distinto y quiero que sepas que estos arrebatos de pasión no nacen en mí de un impulso frívolo y momentáneo. Cuando alguien, queriéndolo o no, se gana mi afecto, la fuerza de mis sentimientos no conoce límites, pero ten la seguridad de que en el futuro no volveré a actuar nunca de manera que pueda dañar tu buen nombre. El inmenso amor que siento por ti me ayudará a evitarlo. Permite sólo que de vez en cuando venga a hablar tranquilamente contigo como un buen amigo.
Tamakazura se sintió incapaz de contestar.
—Nunca te creí capaz de tanta frialdad. Se diría que me odias de un modo atroz —le dijo Genji, suspirando—. Procuremos que nadie se entere de lo ocurrido.
Y, herido en lo más hondo, salió de la estancia dejando a la joven completamente hundida.
Tamakazura ya no era una niña, pero en cuestiones de sentimientos y amor físico lo ignoraba todo, y, aunque Genji se había limitado a estar echado un rato junto a ella mientras le declaraba su pasión, la dama no podía imaginar peor ultraje ni suerte más horrible que lo que acababa de vivir. Cuando regresaron sus mujeres, pensaron que estaba enferma.
—Nuestro señor ha hecho mucho por todas nosotras —murmuró Ateki—. Seguramente más de lo que merecemos. Dudo mucho que tu verdadero padre hubiese hecho más.
Tamakazura hubiera querido contarle que la pretendida «generosidad» del canciller no le parecía ahora tan noble y desinteresada como antes, pero no halló las palabras adecuadas para expresarlo y prefirió callar.
A la mañana siguiente llegó una carta de Genji. Cuando se la mostraron, la dama estaba todavía en la cama y se excusó diciendo que no se encontraba bien, pero sus criadas la obligaron a tomarla y abrirla. El papel era blanco y muy delicado, pero su contenido era fuego.
Me has herido tan profundamente que nunca más llegaré a sanar… ¿Qué conclusiones han sacado de todo ello tus criadas?
Aunque no llegamos a dormir juntos
como un par de amantes,
se diría que la plantita tierna se encuentra
enferma de muerte. ¿Por qué?
Y no parece en absoluto una actitud razonable.
Le produjo la impresión de la carta de un anciano. De buena gana la hubiese hecho pedazos y los hubiera quemado, pero sus mujeres insistieron en que quedaría muy mal si no le contestaba, de modo que cogió una hoja de papel grueso y ordinario, y se limitó a escribir:
He tomado buena nota del contenido de tu carta, y te pido disculpas por hallarme demasiado postrada para contestar.
Genji sonrió mientras leía la nota, pensando que su autora era un ser maravilloso. Pero el canciller no era de los que se dan fácilmente por vencidos y empezó a enviarle montones de cartas. Como ya le había declarado su amor, se limitaba a dejar caer alusiones de diverso tipo como, por ejemplo, al famoso poema sobre el pino de Ota. Aquella correspondencia inacabable y apremiante acabó por hacer enfermar a la dama y al fin hubo de encamarse. Muy pocos conocían las causas de su dolencia, pues, para la mayoría, Genji era un padre modélico para Tamakazura. ¡Cómo se habrían reído de haber sabido la verdad! ¡Y el que más se hubiese reído habría sido sin lugar a dudas To no Chujo!
Hotaru y Higekuro se habían dado cuenta de que Genji los consideraba «candidatos aceptables» y hacían todo lo posible para obtener el favor del objeto de sus deseos. También el joven Kashiwagi, recordando el poema del agua y las rocas, se sentía esperanzado. Había oído decir que Genji le había perdonado su atrevimiento y, desconociendo los lazos de sangre que lo unían a la dama, ardía de celos y moría de amor.