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Luciérnagas

Hotaru

Aquéllos fueron los años del apogeo de Genji, que vivía despreocupado de los asuntos de gobierno, mientras los que de él dependían se sentían felices y seguros. Todos, salvo Tamakazura. La joven se debatía en una crisis profunda y, desconcertada, no sabía qué partido tomar. Genji no le inspiraba el terror que le causara el hombre de Higo, pero como muy pocos sabían lo ocurrido entre ambos, tenía que guardar la historia para sí misma y se sentía cada vez más aislada. Aunque tenía edad suficiente para empezar a saber algo del mundo, notaba a faltar más que nunca una madre a la que confiarse.

Genji había confesado sus sentimientos y con ello la intensidad de los mismos no hizo sino aumentar. Temiendo que alguna imprudencia lo delatara, no sabía cómo afrontar una situación que también resultaba nueva para él. Seguía visitando asiduamente a la dama eligiendo momentos en que Tamakazura tenía poca gente a su alrededor. Pero, por más que se esforzaba en ocultarlos, siempre se le escapaba alguna referencia a sus sentimientos que ella escuchaba con invariable azoramiento. Como no podía echarlo, sólo le quedaba el recurso de hacer como que no se enteraba. La joven era una persona de natural alegre y afectuoso, pero la vida que había llevado hasta entonces y, sobre todo, los últimos acontecimientos le habían enseñado a ser cauta y desconfiada.

El príncipe Hotaru seguía haciéndole la corte con mucha determinación. Sin embargo, cuando llegaron las primeras lluvias de verano, no puede decirse que hubiera llegado muy lejos. Le escribió:

Deja que me acerque a ti. Me sentiré mejor si puedo vaciar en tu presencia una parte de lo que llevo en mi corazón.

Cuando Genji vio la carta, dijo a la dama:

—Hay que escuchar a los príncipes. No está bien mostrarse distante con ellos. Envíale una respuesta de vez en cuando.

Hablando así sólo consiguió empeorar la situación porque Tamakazura alegó que no se encontraba bien y no respondió. Entre las pocas mujeres de una cierta alcurnia que tenía con ella había una prima suya llamada Saisho, hija de un tío materno que había ocupado un puesto en el consejo imperial. Genji se enteró de que, al morir su padre, se encontraba en una situación muy apurada y la destinó al servicio de Tamakazura. No tenía mala caligrafía y había sido correctamente educada, de modo que el canciller le encomendó la tarea de escribir respuestas para los pretendientes que a su juicio las merecían.

Al oír la contestación de Tamakazura acerca de Hotaru, llamó inmediatamente a Saisho y la interrogó sobre el tema. Se hubiese dicho que ardía en deseos de leer todas las cartas que su hermano le enviara. La mujer le confió que en los últimos tiempos Tamakazura parecía leerlas con más interés que antes. La explicación de ello (que la mujer ignoraba) no había que buscarla en que la joven se hubiese enamorado de Hotaru sino en el hecho de que, ante la tensión insufrible creada por la conducta de su «tutor», una eventual aceptación de la proposición de Hotaru parecía un medio para escapar de Genji. Poco a poco Tamakazura empezaba a aprender.

Sin saber que era Genji quien lo estaba esperando, el príncipe se sintió encantado de recibir una invitación y acudió presuroso a la cita con la dama. Habían puesto un asiento para él junto a la puerta de la esquina y lo recibió desde detrás de un kichó. El canciller había insistido mucho (extraña insistencia tratándose de un tutor) en que no faltara el incienso, pues las nubes espesas y olorosas que se escapan de los pebeteros crean por regla general un ambiente misterioso e ilusorio…

Todo resultó mejor de lo esperado. En un principio Saisho no sabía qué responder a las confidencias de Hotaru, y Genji hubo de pellizcarla para recordarle que se suponía que era una dama instruida y sensible y no una criada tonta e ignorante. La luna estaba en cuarto creciente, y de la figura del visitante, envuelta en semipenumbra, emanaban dignidad y encanto. El perfume que desprendían las ropas de Genji se mezclaba con el incienso que impregnaba el aire de la estancia. Hotaru se sentía anonadado. Controlando sus sentimientos lo mejor que supo, declaró su amor a Tamakazura. La dama se había retirado a la parte más oriental del ala y seguía postrada en cama. Saisho, seguida de Genji, se dirigió a su estancia para transmitirle el mensaje del príncipe.

—No te estás mostrando muy afectuosa —la riñó el canciller—. Las personas deben comportarse según las circunstancias. ¿Por qué mostrarse tan tímida? ¿Acaso no te parece cruel hacer recorrer caminos tan largos a los mensajeros? Si no quieres que el príncipe oiga tu voz, estás en tu derecho, pero por lo menos acércate un poco a él para que te pueda hablar.

Para no enfurecer a Genji, Tamakazura, temiendo que el canciller aprovechase su actitud para volver a las andadas, se levantó de mala gana, lo acompañó hasta el kichó que la separaba de Hotaru y tomó asiento. Allí permaneció de momento, perdida en sus pensamientos, incapaz de responder a las apasionadas declaraciones de Hotaru. Genji se le acercó, levantó la cortina del kichó, y la colgó de la parte superior del marco de madera. Súbitamente Tamakazura se vio envuelta en un extraño resplandor que la cogió por sorpresa. Su hubiese dicho que alguien acababa de encender una antorcha, pero no era eso: Genji había llenado previamente un saquito de tela de luciérnagas y las acababa de soltar. Tamakazura se tapó el rostro con el abanico, pero no tuvo tiempo de ocultar su perfil bellísimo. El canciller lo había preparado todo con sumo cuidado para asegurar el efecto.

Hotaru395 se volvió para contemplarla. Genji sospechaba que la pasión de su hermano tenía su origen en el hecho de que tomaba a Tamakazura por su hija y no en la belleza de la muchacha. «Sólo cuando la vea», se había dicho muchas veces, «se sentirá realmente atrapado.» Seguramente no se hubiese tomado tantas molestias de haber sido la dama su hija. De hecho, había algo refinadamente perverso en toda su manera de actuar. En cuanto hubo logrado el efecto buscado, se deslizó de la habitación en dirección a sus propios aposentos, dejándolos solos.

Hotaru había adivinado dónde estaba la dama: ahora le parecía tenerla más cerca que nunca. Apenas los separaba un ma.396 Con el corazón en un puño, contempló aquella belleza sublime que una luz maravillosa de origen desconocido estaba iluminando. Transcurridos unos instantes de desconcierto, Tamakazura volvió a dejar caer la cortina que Genji había levantado mientras las criadas recogían las luciérnagas y la estancia quedaba de nuevo sumida en la oscuridad. Y, sin embargo, la visión que acababa de herir los ojos del príncipe fue más que suficiente para encender la llama de la pasión auténtica en su pecho. Dio por seguro que era Tamakazura (y no Saisho) la dama a la que se había estado dirigiendo desde su llegada al palacio de la Sexta Avenida. Apenas la había visto unos instantes, pero su perfil insuperable, su cabellera espesa y grácil talle hicieron profunda mella en su corazón y sólo pensaba en poder contemplarla durante más tiempo. ¡La añagaza de Genji había triunfado!

Improvisó:

—Por más que apagues el resplandor

de esos insectos mudos,

¿crees que podrás extinguir

el fuego del amor en mi corazón?

»Supongo que me entiendes…

Tamakazura respondió enseguida con lo primero que se le ocurrió:

—Más sincero es el amor de la luciérnaga muda

que se traduce sólo en chispitas de luz,

que los ociosos votos de pasión

de los cortesanos lisonjeros.

Apenas hubo concluido su respuesta, abandonó la estancia de prisa. Hotaru se lamentó del frío tratamiento de que acababa de ser objeto, pero no se atrevió a quedarse allí hasta el alba. Las gotas de agua que se deslizaban por encima de las hojas le hicieron saber que la noche era desapacible, de modo que optó por levantarse y despedirse. Yo no dudo que fue un cuco quien le dio la orden de marcha, pero no me preguntéis más detalles.

—¡Qué hermoso, qué elegante y discreto! —exclamaban las mujeres de Tamakazura al día siguiente, recordando a Hotaru—. ¡Cuánto se parece a Genji!

Desconociendo el secreto de la dama, se sentían llenas de gratitud por las atenciones del canciller y repetían que ni una madre se hubiese tomado tantas molestias. La dama no apreciaba en absoluto aquellas «atenciones». Si la hubiese reconocido su padre y su posición hubiera sido la que le correspondía, sus sentimientos habrían sido otros. ¡Qué mala suerte la suya! La pobre muchacha vivía aterrorizada por los rumores. También Genji quería evitarlos a toda costa, pero seguía siendo fiel a sí mismo. ¿Se hubiese podido asegurar, por ejemplo, que había renunciado definitivamente a Akikonomu? Cuando estaba con ella, se comportaba de manera distinta, mostrándose más encantador que cuando estaba en otra compañía, pero Akikonomu había llegado demasiado arriba para que pudiera pensar seriamente en ella. Tamakazura estaba mucho más a su alcance. A veces Genji perdía el control de sí mismo hasta extremos peligrosos y podía llegar a hacer cosas que, de haber trascendido, habrían levantado sospechas. En conjunto, era una relación muy complicada, pero, a pesar de las confianzas que se tomaba a veces, el incidente que sobresaltó tanto a la dama no volvió a repetirse.

El quinto día del quinto mes, la fiesta de los Iris, el canciller se dejó caer por sus aposentos de camino al hipódromo. Con aire inocente le preguntó:

—¿Qué ocurrió la noche de las luciérnagas? ¿Se quedó el príncipe contigo hasta muy tarde? No permitas que se te acerque demasiado porque no es de fiar… ¡Claro que cada día son menos los hombres realmente de fiar!

Y siguió hablando en este tono, ora alabando ora criticando a Hotaru. ¡Tamakazura estaba realmente asombrada —y no poco divertida, aunque muy a su pesar— de la conducta de aquel casamentero sorprendente que tan pronto parecía querer echar la en brazos de Hotaru como apartarla de él, hundiendo la reputación de su candidato! A sus treinta y seis años, el aspecto de Genji no podía ser más juvenil. Vestido de fiesta, su hermosura resplandecía como pocas veces según hubo de reconocer la misma Tamakazura. ¿Quién le había teñido aquel finísimo uchiki para que los tonos se combinaran entre sí de una forma tan extraordinaria? Y eso que no había renunciado a los colores tradicionales de la festividad, pero el arte del estampador había conseguido efectos casi mágicos… Por no hablar del perfume delicioso que emanaba de su indumentaria… En otras circunstancias la dama se hubiese dejado intoxicar hasta perder el sentido…

Un poco más tarde llegó una carta de Hotaru escrita sobre papel de tisú con una caligrafía aristocrática. A primera vista el texto pareció interesante, pero lo cierto es que el príncipe tendía a repetirse. Decía:

Incluso en un día como hoy

me siento tan profundamente solo

como la raíz solitaria del iris hundida en agua

que nadie quiere arrancar.

El príncipe Hotaru había sujetado a la carta una raíz de iris.

—Debes contestarle —dijo Genji antes de irse.

También sus criadas insistieron, y no tuvo más remedio que contestar:

Una vez fuera del agua

¡qué insignificante parece

la raíz del iris,

ignorada por todos!

Temo que tus sentimientos hacia mí sean muy superficiales… A veces es mejor no mostrarse…

No quedó muy satisfecho el príncipe de la respuesta y pensó que incluso la caligrafía de la dama dejaba bastante que desear. Tamakazura, en cambio, se había hecho el propósito de pasar un buen día: aquella mañana había recibido numerosos saquitos de medicina bordados procedentes de diversos admiradores. También el esplendor de la fiesta contribuía a ponerla de buen humor y confiaba superar sin problemas aquella nueva prueba. Mientras, Genji fue a visitar a Hanachirusato.

—Yugiri traerá algunos amigos para las pruebas de tiro con arco —le dijo—. Espero que sea antes de la puesta del sol. También acudirá mucha gente de la corte porque siempre que en palacio se enteran de que aquí vamos a celebrar algo, todos, empezando por los príncipes, parecen tener un interés extraordinario por participar de nuestras prodigiosas diversiones. Hay que estar, pues, preparados para todo.

El hipódromo había sido montado cerca de la galería del ala noreste. Habían pintado de verde las persianas del pabellón y puesto cortinas blancas nuevas según la última moda. Mujeres y niñas se apiñaban en las puertas dificultando entradas y salidas.

—¡Vamos, muchachas! —gritó Genji—. Abrid todas las puertas y divertíos. No perdáis de vista a los guapísimos oficiales que están a punto de llegar. ¡Fijaos en los del cuerpo de guardia de la derecha! Pienso que son mucho más atractivos que todos los funcionarios de la corte juntos…

Las azafatas y sirvientas que rodeaban a Tamakazura se reían a carcajadas. Destacaban entre ellas cuatro jovencitas preciosas vestidas de verde con largas colas de gasa púrpura. Sus azafatas se presentaron, en cambio, con trajes de fiesta sencillos y ligeros, verdes por fuera y forrados del color de la flor del ciruelo. Las jóvenes acompañantes de Hanachirusato tampoco habían descuidado su indumentaria: vestían uchikis de color rosa y arrastraban colas encarnadas forradas de verde. Cada una de ellas parecía querer rivalizar con las demás y los cortesanos jóvenes no quitaban el ojo de encima de las más bellas y elegantes.

Genji hizo acto de presencia a la hora del Cordero,397 cuando todos los príncipes ya habían llegado, tal como había previsto. Todos hubieron de reconocer que los juegos hípicos y de tiro con arco resultaron mucho más variados de lo que solían ser en el palacio imperial. Los oficiales de la guardia que, dejando en casa sus uniformes reglamentarios, se habían vestido con enorme fantasía, tomaron parte en el espectáculo para deleite de las damas, y, aunque el numeroso público femenino no entendía algunos tecnicismos de lo que estaba contemplando, se mostraba extasiado ante los atuendos de los participantes y su dominio de la equitación.

El espacio elegido era muy amplio y lindaba con la zona sureste del parque, reservada al pabellón de Murasaki, desde el cual numerosas adolescentes estaban siguiendo los juegos. Cuando las carreras tocaron a su fin, se jugó un partido de polo acompañado de música china y luego se bailó la danza coreana del dragón. A medida que avanzaba el crepúsculo, la música triunfal sonaba más brillante y estrepitosa, y hubo espléndidos galardones para todos los oficiales de la guardia que se habían distinguido en el certamen. Cuando la fiesta terminó era negra noche.

Genji fue a pasarla junto a Hanachirusato.

—El príncipe Hotaru es un hombre inteligente —le dijo— . Tal vez no sea el más gallardo de los hombres, pero su educación y cultura están muy por encima de las de la mayoría, y puede resultar un compañero muy agradable. ¿Has llegado a verlo? De todos modos, aunque tiene abundantes méritos, pienso que le falta alguna cosa…

—Lo he visto —contestó la dama—. Es más joven que tú y, no obstante, parece más mayor. He oído decir que viene a visitarnos con frecuencia, y, sin embargo, hoy es el primer día que le veo en años. Recuerdo que hace mucho tiempo lo encontré en la corte y debo reconocer que ha mejorado mucho. Por aquel entonces me gustaba más su hermano menor, el que fue gobernador de Kiushu, pero, si los comparo ahora, no me cabe la menor duda de que es Hotaru quien por su porte principesco y maneras delicadas se lleva la palma.

Genji sonrió: una vez más hubo de admirarse de la agudeza y buen juicio de Hanachirusato, pero no cambió por ello su opinión sobre el príncipe. Aunque no se lo dijo, encontró de mal gusto tributar tantas alabanzas a un hombre que todavía estaba vivo… ¿o es que se sentía celoso? Tampoco acababa de entender qué gracias encontraba la gente en el general Higekuro, y no le ilusionaba acogerlo en su familia, pero prefirió no tocar el tema.

Como por aquel entonces Genji y Hanachirusato ya eran sólo buenos amigos, se acostaron en lechos separados. El canciller se preguntaba cuándo había empezado a manifestarse este «enfriamiento» y, por un momento, deseó ardientemente que aquella noche fuese distinta. Pero ella daba por sentado que él quería acostarse solo, y, lejos de sentirse deprimida o celosa por el desapego actual del que fuera su amante, estaba profundamente orgullosa de que hubiera elegido los aledaños de su pabellón para celebrar el día de los Iris, una fiesta que no había tenido ocasión de presenciar durante muchos años. Para darle las buenas noches recitó con voz queda:

—La hierba seca ante la cual

incluso el poni pasa de largo,

hoy se ha dejado trenzar en una misma guirnalda

con los frescos iris que crecen en la orilla.

No era una obra maestra, pero Genji se emocionó no poco y recitó a su vez:

—¿Cómo quieres que el poni

y el cisne silvestre que surca el cielo

lleguen a olvidarse de los iris

que alegran las orillas del lago?

Tampoco compuso un poema digno de figurar en una antología.

—No te veo tantas veces como quisiera, pero me gusta estar a tu lado —dijo a Hanachirusato desde su lecho, y sus palabras, aparentemente irónicas, sonaron esta vez cargadas de afecto. Era una dama excepcionalmente gentil: le había cedido su cama y se había improvisado otra con un par de colchas al otro lado de las cortinas del kichó. Con el paso del tiempo, Hanachirusato había acabado aceptando esta situación y Genji no manifestó intención alguna de cambiarla.

Aquel año la estación de las lluvias se prolongó mucho más de lo habitual y los días que se iban sucediendo parecían a todos largos y grises a más no poder. Las mujeres que vivían en el palacio de la Sexta Avenida mataban el tiempo con novelas ilustradas, y la dama de Akashi, que tenía un gran talento para pintar, solía enviar ilustraciones de su propia mano a su hija. Tamakazura resultó ser la lectora más voraz de todas. Puede afirmarse que «se perdía» entre imágenes e historias insólitas y pasaba días enteros como encerrada en ellas. Algunas de sus azafatas más jóvenes estaban muy versadas en literatura y la aconsejaban sobre qué leer. A lo largo de sus lecturas dio con numerosos relatos sorprendentes —a veces le costaba decidir si eran reales o imaginados—, pero nunca leyó nada comparable a la historia de su propia vida. Cuando leía La historia de Sumiyoshi, obra muy popular entonces y que no ha pasado de moda del todo,398 pensaba en su propia fuga del hombretón de Higo.

Un día Genji, al observar la gran cantidad de novelas que había en los aposentos de Tamakazura, dijo a la muchacha, enfrascada como casi siempre en la lectura de su último descubrimiento:

—Realmente te has vuelto incurable… A veces pienso que las jovencitas sólo existen para dejarse engañar porque, aunque saben que en esas narraciones extravagantes no hay ni un ápice de verdad, se dejan atrapar por ellas como las moscas en la miel. Juraría que el libro que te ocupa está lleno de historias a cuál más absurda, y, sin embargo, aquí estás tú, entregada en cuerpo y alma a su lectura sin que parezca importarte el calor que hace y que tienes la cabellera completamente enredada… De todos modos, me consta por experiencia que las novelas han sido siempre algo indispensable cuando llegan las lluvias… ¿Qué haríamos sin esas viejas historias para combatir el aburrimiento?

»Y, sin embargo, debo hacerte una confesión: a pesar de su artificiosidad, yo mismo me dejo ganar con frecuencia por las emociones que aparecen en los libros si están bien descritas, y por las aventuras, si el autor ha sabido tejerlas con destreza. Resulta perfectamente posible tener conciencia de que todo ello es sólo el producto de la invención de un autor, y, al mismo tiempo, sentirnos conmovidos o arrastrados por el interés de la historia. He aquí por qué sufrimos con las penas que debe soportar una pobre princesa… que no existe. El gran autor es capaz de deslumbrarnos hasta borrar nuestra incredulidad primera. Luego, al evocar las emociones experimentadas, quizás nos avergoncemos de haber tomado en serio tantos dislates, pero al escuchar la historia por primera vez, seguramente nos ha parecido la cosa más fascinante del mundo… A veces, cuando las azafatas de mi hija le leen historias, me paro a escucharlas y casi siempre me admiro del talento de nuestros autores. Probablemente escriben tan bien porque han adquirido el hábito de mentir, aunque supongo que hay bastante más que eso.

—Pienso —dijo Tamakazura, apartando el tintero— que son sólo los que tienen el hábito de mentir los que achacan este motivo a los demás. Las personas sinceras toman lo que leen por la verdad.

—Sí —dijo Genji—, y tal vez me he expresado hasta ahora en términos excesivamente simplistas. Las obras de ficción nos relatan lo que ha ocurrido en el mundo desde los tiempos de los dioses. Las Crónicas de Japón, sin ir más lejos, únicamente nos dejan entrever un aspecto del cuadro, mientras que las novelas están llenas de detalles adecuados a cada momento.

El canciller hizo aquí una pausa, sonrió y siguió hablando.

—El autor no nos habla de personajes de carne y hueso con una vida «real» detrás de cada uno de ellos, sino que, habiendo conocido multitud de gentes y sido testigo de las cosas que les han acaecido, lo reelabora todo y lo pone por escrito a su manera para que otros puedan participar y aprender de ello, incluso las generaciones futuras. Ésta es la razón de ser última, pienso, de la novela. A veces el autor quiere escribir cosas agradables de sus héroes y nos los adorna con cuantas cualidades positivas se le ocurren. Otras, en cambio, si de veras quiere dar una visión completa de la naturaleza humana, introduce elementos extraños o incluso maléficos en los caracteres de su obra. Pero siempre se trata de atributos que existen en el mundo real.

»Los narradores chinos son muy distintos de los nuestros, no sólo por su erudición sino también por su estilo. Incluso en Japón la literatura ha evolucionado bastante, sin olvidar que existe una gran diferencia entre las obras que consideramos serias y las de entretenimiento. Rechazar de plano todas las novelas como embustes resulta injusto desde el momento que incluso en la Ley de Buda encontramos pasajes que llamamos «verdades modificadas» o «parábolas».399 En estos puntos encontramos ciertas contradicciones aparentes, sobre todo en el sutra Vaipulya, que siembran dudas en el espíritu de los que no han alcanzado aún la iluminación. Y, sin embargo, esas parábolas persiguen la misma finalidad que los demás sutras. La diferencia que existe entre la iluminación y la confusión búdicas equivale a la que encontramos entre las cualidades y los defectos de los personajes imaginarios de una obra de ficción. Si sabemos acercarnos a las buenas novelas de la manera adecuada, comprobaremos que no hay nada en ellas que deba despreciarse por frívolo o superfluo.

He aquí como Genji reivindicó la utilidad de la ficción novelesca.

—Y ahora dime —prosiguió, acercándose un poco más a Tamakazura—, ¿has encontrado entre las páginas de tus libros algún personaje tan loco como yo? También apostaría cualquier cosa a que, entre las menos humanas de tus heroínas de ficción, no existe ninguna que sea tan insensible como tú. Si pusiéramos por escrito nuestras historias, daríamos al mundo una novela realmente interesante.

—Es probable que el mundo se entere de esta curiosa historia aunque no nos tomemos la molestia de ponerla por escrito —dijo ella, ocultando su rostro detrás de sus mangas para disimular su vergüenza.

—¿Nuestra «curiosa historia»? Sí, la más curiosa de todas las historias, diría yo.

Genji se acercó un poco más a la joven y recitó, sonriendo:

—Profundamente atormentado,

rebusco entre las viejas historias,

y no encuentro en ninguna

una hija menos dócil que tú.

»Buda ordenó que los hijos respetaran a sus padres…

Mientras hablaba, se puso a acariciarle los cabellos. A pesar de su azoramiento, la joven replicó:

—Lo mismo me ocurre a mí.

Por más libros que leo,

no hallo en ellos padre alguno

que se comporte menos como un padre que tú.

El poema desconcertó a Genji y dejó de tocarla. La muchacha volvió a preguntarse por enésima vez qué iba a ser de ella.

También Murasaki se había aficionado últimamente a las novelas y pretendía justificarlo diciendo que la hija de Genji insistía en que le leyera cuentos. Le gustaba especialmente La historia de Kumano,400 y, mostrándole a Genji una copia ilustrada, le dijo:

—¿No te parecen espléndidas estas imágenes?

Admiraba profundamente aquellos dibujos porque en uno de ellos se veía a la protagonista de la historia, una niña, durmiendo en una silla, y la imagen recordaba a Murasaki su propia infancia. Genji observó:

—¡Qué precoces y apasionados eran los niños en aquellos tiempos! Si me comparo con ellos, yo fui un auténtico modelo de paciencia y candidez en mi relación contigo.

A pesar de sus palabras, ambos sabían que Genji, cediendo a su sensualidad irreprimible, había protagonizado en tiempos más de un episodio muy parecido a aquellas historias extravagantes.

—No debes leerle historias de amor —aconsejó a Murasaki—. Aunque mi hija desapruebe la conducta de esa niña tan fogosa que aparece en las ilustraciones, no conviene que piense que este tipo de sucesos son corrientes.

¿Qué hubiese pensado Tamakazura de haber oído las observaciones que el canciller estaba haciendo a su esposa, tan diferentes de las que acababa de escuchar ella?

—No quiero ponerle como modelos muchachitas licenciosas —replicó Murasaki—, pero tampoco me entusiasman las demasiado perfectas. Pienso en mujeres como Até, la de El árbol hueco, por ejemplo.401 Se diría que lo tiene todo bajo control y es incapaz de equivocarse en nada, pero hay algo en sus maneras frías y su tajante forma de hablar que resulta muy poco femenino.

—No sólo había mujeres como ésta en aquel tiempo —dijo Genji—, sino que las hay todavía. La culpa la tiene la educación que reciben. Por regla general sus padres y tutores son personas ariscas por no decir inhumanas que les meten en la cabeza ideas demasiado extremadas. No es raro que los enormes esfuerzos que gentes de buena familia invierten en la educación de sus hijas acaben produciendo criaturas del todo carentes de espíritu, tanto más infantiles cuanto más cuidado se ha puesto en su formación. Tarde o temprano su ignorancia y su mediocridad acaban saliendo a la luz, y los que las tratan empiezan a pensar que las muchachas son un fraude y sus padres… otro. Si la niña está dotada de algún talento natural, este tipo de progenitores suelen atribuir sus méritos a la eficacia de su sistema educativo. Se sienten profundamente orgullosos de sí mismos y, a la menor ocasión, derraman los elogios más exagerados sobre su hija. Pero el mundo espera mucho más de aquellas pobres muchachas de lo que son capaces de ofrecer, y, tras hartarse de esperar que hagan o digan algo realmente valioso, acaba despreciándolas…

Genji tenía mucho interés en que la educación de su hija fuese modélica. Hay muchos libros que tratan de los efectos nefastos de la educación de una madrastra, pero ahora estaba comprobando que, en la vida real, no siempre ocurre lo mismo, de modo que, al elegir libros para su hija, procuraba dejar fuera todos aquellos en que la figura de una madrastra era sinónimo de maldad o estupidez. Los que más le gustaban los hacía copiar e ilustrar para la niña.

Aunque mantenía a Yugiri apartado de Murasaki,402 procuraba que se tratara con su hija. Mientras él estuviera vivo, pensaba, la cosa no tenía mayor importancia, pero, si llegaba a faltar, prefería que fuesen buenos amigos y pudiesen ayudarse el uno al otro. Por ello Yugiri tenía libre acceso a la estancia exterior, pero la interior le estaba prohibida. Como tenía tan pocos hijos, le sobraba tiempo para ocuparse de Yugiri, que parecía un muchacho serio y de fiar. La niña se pasaba aún la vida jugando con sus muñecas. Al verla, su hermano mayor no podía evitar acordarse de su propia infancia y de sus juegos con Kumoi no Kari.

A veces, «montando guardia» junto a una princesita de juguete, se le llenaban los ojos de lágrimas. Solía entretenerse charlando y bromeando con azafatas de una cierta posición, pero siempre procuraba que las cosas no fueran demasiado lejos. Le obsesionaba la idea de volver al palacio de Sanjo y encararse con la nodriza que se había burlado de sus mangas azules. Estaba seguro de que, si se lo proponía, acabaría venciendo la testarudez de To no Chujo, pero a veces su corazón volvía a llenarse de los odios y dolores de otros días y deseaba que To no Chujo pagara de algún modo por el mal que le había hecho al separarlo de su amada, pero sólo se atrevía a revelar estos sentimientos a Kumoi. A los ojos de todos los demás era un modelo de compostura.

Los hermanos de la joven solían encontrarlo un tanto pagado de sí mismo. A pesar de todo, Kashiwagi, que por aquel tiempo estaba loco por Tamakazura, se le acercó un día suspirando y le pidió que fuese su portavoz frente a la dama. La amistad de la primera generación se repetía en la segunda.

—No sirvo para casamentero —le respondió Yugiri, irritado porque jamás se le hubiese ocurrido confiar sus mensajes para Kumoi no Kari a Kashiwagi o a cualquier otro de sus hermanos.

To no Chujo se había convertido en un hombre muy importante y todos sus hijos estaban haciendo grandes carreras en la corte. Sólo tenía dos hijas, una de las cuales403 había sido enviada a la corte, donde no había obtenido el éxito esperado. La posibilidad de que la segunda fracasase también le amargaba la vida. No había olvidado a Yugao, y a veces hablaba de ella con sus amigos más íntimos. Se preguntaba a veces qué habría sido de la hijita habida con ella. Había confiado en exceso en la gentileza de la madre y había acabado perdiendo a la hija. ¡Qué terrible error! A veces imaginaba que la joven se le presentaba en el momento menos pensado y le hacía saber que era hija suya. De ocurrir aquel milagro, estaba dispuesto a acogerla como tal.

—No os quitéis de delante a ninguna mujer que asegure ser hija mía —había dicho a sus hijos—. Durante mi juventud hice muchas cosas reprobables, de las que ahora me arrepiento. Hubo en tiempos una dama de cuna mediocre que perdió la paciencia conmigo por no recuerdo qué, y junto con ella perdí a una hija… Y ya veis que no tengo tantas.

Pasó unos años sin pensar prácticamente en Yugao, pero, cuando veía lo que estaban haciendo sus amigos por sus hijas, lamentaba tener tan pocas. Una noche tuvo un sueño. Al día siguiente fue a visitar a un vidente famoso y le pidió que se lo interpretara.

—A lo mejor recibirás noticia de una criatura que dabas por perdida y que ha sido acogida y está siendo educada por otro hombre —le dijo el vidente.

La respuesta lo dejó desconcertado porque no recordaba haber dado en adopción a ninguna de sus hijas. Entonces volvió a pensar en la que le diera Yugao.