Miyuki
Genji hubiese querido resolver el poblema de Tamakazura, pero su amor secreto se interponía invariablemente en cuanto estaba a punto de tomar una decisión. Todo apuntaba a que los temores de Murasaki no carecían de fundamento, y que pronto estallaría un sinfín de rumores escandalosos sobre la «última pasión» del canciller. A pesar de sus defectos, To no Chujo era un hombre que se había caracterizado siempre por su coraje a la hora de afrontar la opinión pública. Odiaba los subterfugios y el disimulo. ¡Qué papel más ridículo le tocaría hacer, pensaba Genji, el día que su amigo y cuñado se enterara de todo!
Estaba previsto celebrar una cacería imperial en Oharano426 durante el mes duodécimo. Las damas del palacio de la Sexta Avenida partieron en un carruaje, como todas las demás, a presenciarla. El cortejo —realmente espléndido, incluso tratándose de una excursión imperial— salió muy temprano, y avanzó primero hacia el sur, por la avenida Suzaku, y luego hacia el oeste, por la de Gojo. El camino que conducía al río Katsura se llenó de coches. Príncipes y altos funcionarios se habían puesto sus mejores galas. Lo mismo podía decirse de los guardias y pajes, y se había procurado que todos fueran de talla similar para que el efecto general resultase más estético.
Ministros, consejeros y toda la corte casi sin excepción se habían volcado en el acontecimiento, y los que pertenecían a los rangos más elevados llevaban túnicas amarillas y casacas espléndidas de color lavanda. Incluso el cielo parecía querer estar a la altura del acontecimiento, y sólo caían algunos copos de nieve. Los príncipes y cortesanos que portaban los halcones llevaban atuendos de caza hermosísimos, y los halconeros de la guardia que los acompañaban no les iban a la zaga, con sus ropas espectaculares de estampados llenos de fantasía. El espectáculo resultaba grandioso y poco corriente, y los espectadores se peleaban por hallar un sitio desde el cual contemplarlo a placer. Algunos carruajes de damas de poca monta acabaron con las ruedas rotas, mientras que los ocupados por las personalidades más relevantes se congregaron junto al puente flotante.
También Tamakazura, la dama «nueva» del ala occidental, estaba entre los espectadores. Al contemplar las indumentarias espléndidas del cortejo y compararlas con las del emperador, que se había vestido de rojo para la ocasión y, evitando mirar tanto a la derecha como a la izquierda, parecía la encarnación de la dignidad, llegó a la conclusión de que nadie podía rivalizar con él en porte y elegancia. También se hallaba presente To no Chujo. Su apostura y majeza estaban fuera de duda, y, aunque había tenido que vestirse conforme a su cargo de ministro del centro, resultaba con mucho el más hermoso de los cortesanos. En cambio, los generales y altos oficiales de la guardia por los que casi todas las mujeres que asistían al acto suspiraban sin cesar, la dejaban indiferente. A su juicio, pues, el emperador era con mucho el hombre más hermoso de todos, por más que Genji, que se sentaba a su lado en el coche imperial, se le parecía tanto que hubiese sido fácil confundirlos.427
Comparados con el emperador y el canciller, los demás hombres del cortejo resultaban absolutamente vulgares. También estaban allí sus admiradores el príncipe Hotaru y el general Higekuro, este último tan solemne como siempre con su uniforme de gala, casco y aljaba llena de flechas. Tenía la piel de la cara oscura y una barba muy poblada: había algo de excesivamente viril en él que disgustaba a la muchacha, aunque no podía esperarse que aquel militar rudo (ni seguramente militar alguno) pudiera satisfacer las exigencias de su exquisita femineidad. Al verlo pasar, lo miró con desprecio. Pocos días antes Genji había sugerido que fuese al palacio imperial, y Tamakazura, aunque era consciente de las humillaciones e insultos que suele tener que soportar una dama de la corte, empezó a pensar que, bien mirado, tal vez no resultara tan desagradable servir al emperador, aunque en modo alguno como una concubina más.
El desfile llegó a Oharano, y los cortesanos se encontraron con las tiendas ya instaladas. En su interior cambiaron su indumentaria de aparato por atuendos más sencillos y adecuados a una cacería. La mansión de la Sexta Avenida los invitó a todos a vino y frutas. Aunque su majestad había invitado al canciller a unirse a los cazadores, Genji le hizo saber que se hallaba bajo los efectos de una contaminación,428 y, por tanto, no estimaba conveniente acompañar a los demás. A la vista de su negativa, el soberano le envió una rama llena de hojas a la que habían atado unos cuantos faisanes. No transcribiré punto por punto el contenido de la carta imperial, y me limitaré al poema:
Entre las nieves que cubren el monte Oshio
anduviste otras veces siguiendo las huellas
del faisán silvestre.
¿Por qué no ahora?
Es muy probable que por vez primera en la historia un emperador invitara a un canciller a unirse a una cacería imperial. Me atrevería a jurar que el hecho no tiene precedentes en nuestras crónicas. Genji recibió el mensaje con gran ceremonia, y contestó en estos términos:
La nieve que cubre el suelo
plantado de pinos del monte Oshio,
no ha tenido hasta hoy la fortuna
de ver algo tan magnífico.
Eso es, más o menos, todo lo que recuerdo de aquel día, y pido perdón a los lectores si mi transcripción de los poemas no es estrictamente fiel a los originales.
Al día siguiente Genji escribió a Tamakazura:
Ayer viste al emperador. ¿Estarías dispuesta a servirle, tal como te propuse no hace mucho?
La carta era abierta, familiar y amistosa, y había sido escrita en una hoja de papel blanco. A diferencia de las que estaba acostumbrada a recibir de su tutor, el texto era claro y directo y no contenía insinuaciones de clase alguna. La dama la leyó varias veces, sonrió y murmuró para sí: «¡Qué disparate!», aunque se admiró una vez más de lo bien que, durante la ceremonia del día anterior, había adivinado sus pensamientos el canciller. Respondió:
Lo cierto es que aún estoy bastante confusa…
Había niebla y el cielo matinal
estaba cubierto de nubes.
La nieve no dejaba de caer. En tales circunstancias,
¿cómo iba a distinguir el resplandor del cielo?429
A Genji le faltó tiempo para enseñar la carta a Murasaki.
—Ya ves que le he sugerido que se fuese a la corte —le dijo—, aunque ya tengo allí a la emperatriz, y quizás resulte imprudente enviar otra dama tan pronto. Por otra parte, si revelo el secreto a su padre, piensa en las complicaciones que le crearé teniendo en cuenta que acaba de encontrar otra hija hace cuatro días. Las muchachas que se sienten libres de actuar a su gusto suelen desear ardientemente ir a la corte en cuanto han contemplado el rostro del emperador.
—¿No crees que, por más hermoso que sea el emperador, las muchachas serias deberían mostrarse más recatadas? —observó Murasaki.
—Te aseguro que, si lo vieras, tú serías la primera en sucumbir a sus encantos —le contestó Genji, de buen humor.
Y escribió a Tamakazura este poema:
El resplandor que emana de su persona
oscurecería un cielo sin nubes.
¿Acaso fuiste cegada
por la blancura de la nieve?
¡Decídete de una vez!
Genji pensaba que se saldría con la suya una vez concluida la ceremonia de iniciación de la joven, y empezó a hacer los preparativos. Para que nada faltase, se puso a coleccionar obras maestras de los mejores artesanos del país. Todas las ceremonias en que participaba el canciller solían resultar espectaculares, incluso si no se había ocupado él personalmente de los preparativos, y ahora no hacía otra cosa que atender a los detalles más nimios. Había decidido que aprovecharía la ocasión para revelar el secreto a To no Chujo.
Eligió para ella el segundo mes. El mero hecho de que una dama alcance la edad adulta y haya despertado el interés de la sociedad no exige forzosamente que sea presentada a los dioses si sigue viviendo en su casa. En esta situación un tanto ambigua se encontraba por aquel entonces Tamakazura. Pero si el proyecto de hacerla entrar en palacio que Genji estaba acariciando seguía adelante, el dios de Kasuga, patrón de los Fujiwara, podía sentirse molesto. Había, pues, que dar a conocer quién era realmente la joven. El canciller se sentía incómodo, porque temía que, una vez se supiera la verdad, se ganaría fama de embustero e hipócrita por haber tardado tanto en revelarla. Para evitarlo, empezó a pensar en medidas alternativas, entre ellas la de adoptarla formalmente. Pero llegó a la conclusión de que el vínculo de sangre que une a padres e hijos no debe cortarse así como así. Había que contárselo todo a To no Chujo.
Empezó por invitarlo a la ceremonia, y le propuso que se encargara de un acto concreto de la misma: la imposición del delantal ritual a la muchacha, pero se le respondió que la princesa Omiya estaba muy enferma desde el año anterior y que no parecía mejorar. En tales circunstancias, no procedía que su hijo mayor, To no Chujo, compareciera en ceremonias de ninguna clase. También Yugiri estaba viviendo en Sanjo, completamente entregado al cuidado de la anciana. ¿Qué hacer? Todo es incierto en esta vida. Por otra parte, si la princesa fallecía, y su nieta Tamakazura no tomaba parte en las ceremonias fúnebres ni llevaba luto por ella, sería culpable de sacrilegio ante los dioses. Era preciso informar a la princesa, y Genji partió a Sanjo con este propósito. Ahora ya no podía desplazarse de incógnito, y sus visitas iban acompañadas de tanto fasto como una cacería imperial. En cuanto lo vio, tan hermoso que parecía un dios, la princesa Omiya dejó de sentir dolores y se levantó de la cama para darle la bienvenida. Aunque se sentía muy débil y hubo de apoyarse en un reposabrazos, aún se expresaba con claridad.
—¡Cuánto me alegro de ver que no estás tan enferma como yo pensaba! —le dijo Genji—. Seguramente me ha informado gente timorata y alarmista. Debo confesar que temía lo peor. En los últimos tiempos llevo una vida que muchos tildarían, con razón, de indolente y ociosa. Casi no voy a la corte y no salgo de casa, como si no tuviera obligaciones para con el país. Hay hombres a los que los años y los achaques no impiden seguir trabajando. Yo, en cambio, que ya nací con pocos méritos, he añadido últimamente la pereza a mis múltiples defectos.
—Hace tiempo que me di cuenta de que estaba enferma de vejez —respondió la anciana—, pero desde principios de año espero morir de un momento a otro. He llorado mucho pensando que quizás nunca más volvería a verte, pero ahora estás conmigo, y se diría que mi propia muerte me parece más lejana. He vivido muchos años, y no tengo ganas de vivir muchos más. Poco a poco he ido preparándolo todo. Sólo Yugiri me mantiene todavía unida al mundo: siempre se ha mostrado extraordinariamente amable y atento conmigo, y sus problemas son lo único que de veras me preocupa.
Le temblaba la voz, y sus lamentos no eran los que suelen proferir todos los viejos del mundo, sino que parecían brotar de lo más profundo de su corazón, de modo que, al oírlos, Genji se conmovió profundamente. Estuvieron conversando largo rato del presente y del pasado.
—Supongo que tu hijo te visita con frecuencia —le dijo Genji—. Me hubiese gustado mucho encontrarle hoy aquí a tu la do. Hace tiempo que quiero hablar con él de cierto asunto, pero no resulta fácil hallarlo si no es para tratar de temas verdaderamente importantes.
—Lo veo poco —se quejó la anciana—, quizás porque no es precisamente un modelo de devoción filial, aunque él lo negaría si estuviese presente. ¿De qué quieres hablar con él? Yugiri tiene razones de sobra para estar molesto. Como yo misma le he dicho mil veces: «No deberíamos seguir hablando del asunto, quiero decir de lo que ocurrió entre los niños, pero los rumores que corrieron por la corte y que os han convertido en enemigos están aquí, y no hay quien los haga desaparecer. ¡Todos te lo reprocharán!». No tiene sentido empecinarse en mantener separados a Yugiri y Kumoi no Kari: To no Chujo sólo conseguirá hacer más el ridículo. Pero no es fácil de tratar, y todavía no se ha dado cuenta de lo débil de su posición.
Al comprobar que aquella buena mujer no podía quitarse a Yugiri de la cabeza, el canciller sonrió.
—Tenía entendido que tu hijo era partidario de aceptar los hechos consumados, pero no parece que sea así. En cierta ocasión le lancé algunas indirectas sobre el tema, pero luego me arrepentí porque sólo sirvieron para que descargara sus iras sobre mi hijo. Si queremos las cosas limpias, no hay como lavarlas, dice el refrán, y me asombra que no haya dejado que el agua se encargara de ponerlo todo en su sitio. Claro que el refrán sólo es una verdad a medias. Existen cosas que se resisten a ser lavadas, pero que empeoran con el tiempo si nadie toma la decisión adecuada. Lamento profundamente lo que has tenido que sufrir por culpa de esta historia.
»Cambiando de tema, hay una muchacha de cuya existencia en el mundo tu hijo es el único responsable, y que, por razones que no vienen al caso, me ha tocado a mí ocuparme de ella. Al principio desconocía la verdad, pero reconozco que no actué con la diligencia debida para llegar a descubrirla. Tengo muy pocos hijos y quise convencerla de que, si ella quería y se sentía cómoda en mi casa, la consideraría una hija más. Seguramente no me esforcé lo bastante para que se sintiera como un miembro más de mi familia, y el tiempo fue pasando. Un día —ignoro cómo ocurrió—, su majestad me hizo llamar.
»El soberano me dijo confidencialmente que estaba muy preocupado por lo mal que funcionaban las cosas en su palacio. Cuando faltaba en el gineceo una persona competente y con carácter, las mujeres vivían en perpetuo estado de desorientación. De ahí que el cargo de intendente de la cámara imperial, vacante en los últimos tiempos, tenga una importancia decisiva. Y no es que falten candidatas, pero son demasiado mayores o no acaban de gustar al emperador. Siempre se dio preferencia a damas de alcurnia con pocas cargas familiares. Claro está que también cuentan la inteligencia y los méritos de la aspirante así como el hecho de que haya servido fielmente en cargos de menor importancia, pero ninguna de las candidatas actuales reúne todos estos requisitos, de modo que estaría dispuesto a aceptar una dama joven que empezase a destacar en la corte.
»Inmediatamente pensé que la joven de que te acabo de hablar resultaba idónea para ocupar este puesto, y me pregunté qué le parecería a tu hijo proponerla al emperador. Todas las damas que van a la corte albergan la secreta esperanza de ganarse el afecto del soberano, pero, en su mayoría, no quieren saber nada del trabajo que supone ocuparse de algo tan importante como la supervisión del funcionamiento de la vida de palacio. La muchacha de que te he hablado reúne todas las condiciones necesarias para triunfar en el cargo. Con esta idea en la cabeza, me puse a hacer más averiguaciones sobre su origen, y, atendida su edad y otras circunstancias que te ahorro, llegué a la conclusión de que es hija del ministro del centro. Quisiera tratar del asunto abiertamente con él. No le estoy pidiendo una conferencia formal y solemne, sino algo mucho más sencillo. Cuando le escribí para que señalara día y hora para una entrevista, me contestó alegando que tu enfermedad lo mantenía demasiado ocupado. Con gran satisfacción compruebo ahora que no estás tan enferma como se me dio a entender, e insisto en que quiero hablar con él. ¿Te importaría hacérselo saber, por favor?
—¡Qué curioso! —dijo la anciana—. ¡Me resisto a creerlo! Me consta que en los últimos tiempos se ha dedicado a recoger niñas que aseguraban ser sus hijas, con muy poca fortuna, por cierto. Me sorprende que ésta «se equivocase» de padre. O que fuera a parar al padre equivocado, que viene a ser lo mismo. ¿Acaso ignoraba la verdad?
—Todo tiene su explicación —contestó el canciller—. Estoy convencido de que él sabe mucho más que todos nosotros. Son cosas que suelen pasar cuando uno se mezcla con gentes de clases inferiores, y se ha escrito mucho sobre casos parecidos. Ni siquiera se lo he contado a Yugiri, y espero que tú también seas discreta.
En cuanto To no Chujo fue informado de la visita de Genji, se sorprendió no poco.
—No hay gente bastante en Sanjo para recibir a un huésped como él. ¿Quién se ocupará de sus hombres y de que se le atienda adecuadamente? Confío en que Yugiri esté a su lado…
Sin más dilaciones envió a dos o tres de sus hijos y unos cuantos amigos a la mansión de Sanjo. Estuvo a punto de acudir en persona, pero al fin se echó atrás, para que la cosa no pareciera tan solemne. Al poco recibió una carta de su madre, que decía:
El canciller se ha presentado en casa para interesarse por mi salud. Tenemos poca servidumbre. y me temo que estamos causando una pobre impresión en nuestro huésped. ¿Puedo pedirte que vengas con la máxima discreción, sin dar a entender que te he mandado llamar?»
El ministro no sabía qué pensar. ¿La tocaría volver a escuchar la historia de Yugiri y Kumoi? La princesa Omiya se pasaba lo poco que le quedaba de vida intercediendo por su nieto Yugiri, de modo que, si Genji presentaba una petición en regla, To no Chujo se encontraría en una posición francamente delicada. Temía una confabulación de ambos, pero era un hombre muy testarudo (y añadamos que muy poco escrupuloso), de modo que no estaba dispuesto a rendirse sin presentar batalla. Su madre y Genji lo estaban esperando. Muy bien. Iría a su encuentro. Por nada del mundo quería ofender a ninguno de los dos, y estaba dispuesto a oír cuanto tuvieran que decirle, de manera que se vistió con sumo cuidado y, para causar mejor impresión, se hizo acompañar por unos cuantos amigos y casi todos sus hijos.
Era alto y robusto, se movía con enorme dignidad y se presentó en la casa con calzas de púrpura y una casaca de larga cola blanca forrada de rojo. Comparado con la elegancia casi excesiva del atuendo del ministro, el de Genji, más propio de un príncipe consagrado a cultivar su propia sensibilidad que de un auténtico gobernante, sorprendía por su sencillez. Llevaba una casaca de brocado chino blanco forrada de granate sobre un uchiki verde. También sus hijos eran apuestos, y se había hecho acompañar por dos hermanos que ocupaban cargos relevantes: un consejero y un chambelán del heredero aparente. Aunque, según dijo, no quería parecer ostentoso, llevaba en su cortejo nada menos que diez cortesanos de rango intermedio, reconocida buena fama y mejor gusto, entre los que se contaban dos secretarios, dos oficiales de la guardia y un moderador.
El banquete discurrió plácidamente mientras el vino corría sin tasa, y todos (unos más, otros menos) sufrieron sus efectos. La conversación giró alrededor de la vieja princesa, a cuya salud brindaron los presentes hasta hartarse. Como hacía mucho tiempo que el canciller y el ministro no se veían, hablaron con nostalgia de los «viejos tiempos». Curiosamente cuando estaban lejos uno del otro, afloraban las rencillas y rivalidades que los separaban, pero, en cuanto se sentaban a la misma mesa, volvían a ser los mejores amigos del mundo. Mientras hablaban sin parar del pasado y del presente, se les hizo de noche.
To no Chujo insistía en que los huéspedes de su madre bebieran más.
—Hubiese sentido mucho no estar aquí con vosotros —dijo—, pero no me decidía a acudir porque no se me había invitado. ¿Qué hubieras dicho tú, Genji, si no acudo?
—Nada en absoluto —replicó su cuñado—, pero lo hubiese lamentado profundamente. Y, sin embargo, debo confesar que hay algo que me sabe muy mal.
«Ahora empezará con la historia de su hijo y mi hija», pensó To no Chujo, y guardó silencio.
—En el pasado —prosiguió Genji—, no tomaba decisión alguna (tanto en cuestiones públicas como privadas y por nimias que fuesen) sin contar con tu opinión. Uno y otro servíamos al emperador como las dos alas de un mismo pájaro. Con el paso del tiempo, sin embargo, ocurrieron algunas cosas que no se acordaban con mis deseos. Claro que se trataba siempre de asuntos privados. En materia de política general hemos estado siempre de acuerdo, y creo que la situación no ha cambiado. Reconozco que en los últimos tiempos seguramente me he encerrado un poco en el pasado, y es quizás por ello que hemos dejado de tratarnos con la asiduidad que sería de esperar. Pienso de veras que desempeñas tu cargo de forma irreprochable, pero en cuestiones de familia valdría la pena a veces dejar de lado las ceremonias. ¿Por qué no me has visitado con más frecuencia?
—No te falta razón —le contestó su ex cuñado—. Supongo que en el pasado mis visitas y consultas constantes te llegaron a parecer casi un abuso de confianza. Pero aprendí mucho de ti y tus consejos me resultaron siempre de gran ayuda. Por otra parte, exageras cuando me alabas hasta el extremo de afirmar que tú y yo éramos como «las dos alas de un mismo pájaro». Más cierto sería decir que yo me aproveché de tus méritos y conocimientos para compensar mis deficiencias, y así poder servir a su majestad de manera satisfactoria. No quiero que pienses que lo he olvidado y que soy un desagradecido. Pero tienes razón en lo principal: en los últimos tiempos nos hemos visto poco.
Genji creyó que había llegado el momento de sacar a relucir el tema que le interesaba: la hija de Yugao. En cuanto lo apuntó, To no Chujo rompió a llorar.
—¡Qué acontecimiento extraordinario! —exclamó el ministro—. ¡La vida da vueltas insospechadas! En aquella conversación inolvidable que mantuvimos en palacio hace un montón de años durante una tarde de lluvia, te hablé de madre e hija y de cuánto había hecho por encontrarlas. Pues bien, a medida que mi posición en la corte ha ido mejorando, no puedes imaginarte la de hijos e hijas, pretendidamente fruto de antiguas relaciones mías, que han ido apareciendo como por arte de magia, todos con la pretensión de que los reconociera y promocionase, pero nada he sabido hasta hoy de la única que de veras me importaba. La última que ha llamado a mi puerta es la criatura más necia que te puedas imaginar, y, a pesar de todo, he cargado con ella… Si pienso en las pérdidas, ninguna me importa tanto como aquel «clavel silvestre»…
Genji y To no Chujo empezaron a evocar las confesiones y conclusiones a que llegaron en aquella tarde famosa, y rieron y lloraron juntos, enterrando las diferencias surgidas en los últimos tiempos entre ambos. Se separaron muy a su pesar a altas horas de la noche.
—¡Estar a tu lado me trae tantos recuerdos! —dijo el ministro, secándose las lágrimas—. De buena gana permanecería aquí contigo unas cuantas horas más…
También Genji lloriqueaba: seguramente había bebido demasiado. Pero quien más lloraba de todos era la princesa Omiya: contemplar a Genji en la cúspide de su belleza e importancia en la corte le hizo pensar en su hija Aoi. De todos modos, se dice que las monjas lloran con extrema facilidad.
Genji evitó de momento tocar el asunto de Yugiri. Le pareció de mal gusto introducir un tema que hacía aparecer a su amigo como un hombre injusto, y To no Chujo también calló, pues esperaba que fuera Genji quien lo pusiera sobre la mesa. De modo que la tensión existente entre ambos sólo se suavizó a medias.
—Sé que me tocaría acompañarte a casa —dijo el ministro al canciller—, pero llevo conmigo tanta gente que forzosamente molestaríamos a los pobres ciudadanos que pretenden descansar. Te agradezco mucho tu visita y espero devolvértela pronto.
Genji contestó subrayando que se alegraba mucho de haber encontrado a la anciana princesa mucho mejor de lo que temía. Antes de separarse, le recordó una vez más que contaba con él para la ceremonia de iniciación de Tamakazura. Aparentemente se habían reconciliado. Sus respectivos cortejos —ambos muy numerosos— hubiesen dado cualquier cosa por saber de qué habían estado hablando. ¿Por qué se les veía de tan buen humor? ¿Qué había obtenido Genji del ministro o To no Chujo del canciller? ¿Quizás algún cargo para alguno de sus numerosos hijos? Nadie sospechó que Tamakazura había sido la razón de su encuentro y el tema principal de su conversación.
To no Chujo estaba muy inquieto y quería ver a la muchacha cuanto antes, pero no era sencillo llevarla a su casa inmediatamente. Conocía perfectamente a su ex cuñado, y le costaba creer que hubiese tenido a la dama en su palacio durante tanto tiempo sin que ella hubiese sufrido las consecuencias de su voluptuosidad. En atención a las otras, se había guardado mucho de incorporarla públicamente a su colección de concubinas, pero ello no cerraba la probabilidad de una relación clandestina entre ambos, que To no Chujo daba casi por segura. Seguramente la situación se había hecho insostenible y empezaban a correr rumores, de manera que, para quitarse el problema de encima, había decidido revelar la verdad al ministro. Aunque era lamentable, ello no significaba que la fama de la muchacha hubiese quedado mancillada irremediablemente. ¿Quién iba a criticar a To no Chujo por permitir que su hija viviera en casa del canciller? Genji había sugerido que la joven fuese enviada a la corte, idea que desagradaba profundamente al ministro, pues ya tenía una hija allí y no consideraba oportuno ponerle al lado una posible rival. Y, sin embargo, también en este punto estaba dispuesto a someterse a los deseos de Genji.
La fecha de la ceremonia de iniciación había sido fijada para principios del segundo mes. La festividad de Higan, que celebraba el equinoccio, caía en el día dieciséis, y se consideraba muy propicia para las ceremonias de este tipo, según corroboraron los adivinos. Incluso la vida de la princesa Omiya parecía de momento fuera de peligro. Mientras se hacían los preparativos, Genji narró detalladamente a Tamakazura su conversación con To no Chujo. No se hubiese podido mostrar más afectuoso de haber sido su padre, se decía la joven, pero estaba encantada con la idea de encontrarse al fin con su verdadero progenitor. El príncipe puso también a Yugiri al corriente de la historia, abriéndole los ojos. ¡Cuántos enigmas quedaron aclarados de una vez por todas! Al constatar que no era su hermana, Yugiri empezó a pensar que era una dama mucho más agradable que la fría y distante concubina de su padre, y se extrañó de no haber sospechado antes la verdad. Pero Yugiri era un joven honesto y sensato, y enseguida se quitó de la cabeza las posibilidades que, en principio, la nueva situación parecía ofrecerle.
El día de la ceremonia llegó un mensajero de la princesa Omiya con regalos. A pesar de que apenas tuvo tiempo, la anciana fue capaz de reunir una hermosa colección de cajas de peines y objetos parecidos. Los acompañaba una nota, que decía:
Las monjas no suelen escribir cartas, de manera que será breve: me gustaría que me imitaras y gozaras, como yo, de una vida larga y provechosa. Tal vez no debiera confesar cuánto me emocioné al conocer los detalles de tu historia. No quisiera en modo alguno que te lo tomases a mal, pero…
Se mire por donde se mire,430
siempre serás mi nieta,
y hago votos para que estemos unidas
mientras el señor Buda lo permita.
Cuando la nota, escrita con caligrafía anticuada por una mano poco firme, llegó a la estancia de Tamakazura, Genji estaba allí.
—Un poco pasada de moda —dijo—, pero resulta un detalle entrañable. La princesa ha envejecido: en tiempos tenía una caligrafía admirable. ¡Observa ahora qué trazos más inseguros!
La emperatriz le envió un conjunto espléndido, formado por un uchiki blanco y una chaqueta china,431 y no se olvidó de añadir peines y una pequeña colección de frascos de perfume. Todas las damas que vivían en el palacio de la Sexta Avenida enviaron también a la joven magníficas prendas de vestir, y peines y abanicos para sus criadas, cada cual según su gusto particular. Era difícil elegir entre tantos objetos exquisitos. Las damas que aún vivían en el pabellón oriental de Nijo —Utsusemi y Suetsumuhana— oyeron hablar también de los preparativos de la ceremonia, pero una de ellas consideró fuera de lugar unirse a las felicitaciones. La hija del príncipe Hitachi, en cambio, tan puntillosa y partidaria de guardar las formas como siempre, no dejó pasar la ocasión ni fingió no haberse enterado. Remitió a Tamakazura una túnica de color marrón verdoso, unas calzas forradas de rosa pálido, color muy admirado en otras épocas, y un uchiki púrpura, que el tiempo había descolorido considerablemente, todo muy bien envuelto y dentro de una gran cesta. No faltaba la consabida carta, que decía así:
Como nadie me conoce, siento un poco de vergüenza, pero, ante la ceremonia que se aproxima, no puedo mantenerme en silencio y al margen. Soy la primera en reconocer que son prendas sin valor alguno, pero puedes repartirlas entre tus criadas.
Cuando Genji leyó la carta, pensó que era muy propia de su autora, y se sonrojó un poco por ella.
—¡Es muy anticuada, la pobre! —dijo—. El que no quiere mostrarse a los demás, vale más que se oculte cuidadosamente. Todo eso resulta francamente penoso. De todos modos, deberías enviarle una respuesta. Si no lo haces, se ofenderá mucho. Cuando recuerdo cuánto la quería su padre, me resulta imposible no perdonarle sus ridiculeces.
Al examinar las prendas, observó que la princesa había sujetado a la manga del uchiki un poemita, que decía:
¡Qué infeliz me siento
con mis mangas chinas,
si pienso que nunca les harán compañía
las de tu chaqueta china!
La caligrafía era tan detestable como siempre, pero Genji prefirió tomárselo a broma.
—Se nota que ha puesto los cinco sentidos a la hora de escribir. Claro que no tiene a quien hacérselo hacer.
Y añadió:
—Yo mismo me encargaré de la contestación —y redactó la siguiente nota:
¡Qué observadora eres! Adviertes cosas que escapan a los ojos del común de los mortales. Casi preferiría que lo fueras un poco menos.
Una chaqueta china,
y otra chaqueta china,
y luego, por si fueran pocas,
dos chaquetas chinas más.
—Cuando una expresión le gusta, la repite hasta el aburrimiento —explicó a Tamakazura.
—¡Se diría que pretendes burlarte de la dama! —dijo ella.
Pero me temo que llevo demasiado tiempo contando bobadas. Quede la cosa aquí.
To no Chujo no se había interesado mucho por la ceremonia, pero se moría de ganas de ver a la muchacha. Llegó a primera hora y, al comprobar cuántas molestias se había tomado Genji para que resultara fastuosa, se sintió profundamente sorprendido y no poco avergonzado. A última hora de la tarde se le invitó a pasar a los aposentos de su hija, en donde se estaba sirviendo un refrigerio. Había más luz de la habitual, y el lujo resultaba visible por doquier. El rito sólo le permitía echar un vistazo a la joven, pero no pudo evitar contemplarla a placer mientras le ceñía y ataba la faja ceremonial.
Genji le dijo:
—Como todavía no he hablado con nadie del pasado, compórtate al menos durante esta noche como si tú tampoco supieras nada. Para los espectadores, que nada sospechan, se trata de una ceremonia de iniciación más.
—No sé cómo darte las gracias —respondió el ministro—. Tu bondad no tiene parangón. Con todo, me da mucha rabia que la hayas mantenido oculta durante tanto tiempo. ¿Era realmente necesario?
¡Cómo reprocho al cangrejo
que, en su refugio de algas,
haya ocultado a los pescadores
la joya más bella del océano!
El poema fluyó acompañado de lágrimas. La presencia de ambos gentilhombres, soberbiamente ataviados para la ocasión, mantenía a la muchacha muda, pero Genji se encargó personalmente de contestar al poema del otro:
—Abandonada como una alga
indefensa en la playa,
ningún pescador se dignó durante años
agacharse para recogerla.
»Ya ves que tu rabia no tiene razón de ser…
To no Chujo hubo de reconocer que tenía razón, y calló. Toda la corte asistía a la ceremonia, y muchos se extrañaron de que el ministro pasara tanto tiempo detrás de la cortina que ocultaba a Tamakazura. Sólo Kashiwagi y Kobai habían adivinado la verdad, y la revelación les había alegrado y decepcionado a la vez, pues les obligaba a abandonar sus pretensiones en relación con la joven.
—Me alegro de no haberle llegado a confesar mi amor —susurró Kobai a su hermano.
—Genji es un hombre muy especial —respondió Kashiwagi—, y de él se puede esperar cualquier cosa. No me extrañaría que hubiese reservado a la joven un futuro tan brillante como el de la emperatriz Akikonomu.
Genji los oyó, y observó:
—Conviene que esta historia no redunde en perjuicio nuestro. La gente sin rango ni cargos puede hacer lo que le dé la gana sin preocuparse de las consecuencias, pero nosotros debemos andar con cuidado porque los chismosos tienen siempre un rumor a punto para hacernos mucho daño. Tengamos paciencia, pues, y no demos publicidad a la nueva situación hasta que el mundo esté dispuesto a aceptarla.
—Tienes razón —dijo To no Chujo al canciller—. Por fuerza existe algún vínculo procedente de una vida anterior entre tú y la joven. De no ser así, ¿cómo la hubieras encontrado sin mi ayuda? A ti toca, por consiguiente, decidir sobre su futuro.
Genji había hecho, como solía, numerosos regalos a los huéspedes que habían acudido a felicitar a Tamakazura según sus rangos respectivos, y procurando siempre excederse, de modo que todos alababan su generosidad. En atención a la enfermedad de la princesa Omiya hubo menos música de la habitual en tales celebraciones. El que más se alegró fue el príncipe Hotaru, y dijo a Genji:
—Ya no tienes excusa…
—Hemos recibido alguna insinuación de su majestad —le contestó el canciller—, y te contestaremos cuando hayamos hablado con él y sopesado su punto de vista.
To no Chujo ardía de curiosidad. Sólo había podido «echar un vistazo» a su hija, y quería contemplarla sin prisas ni restricciones. Estaba convencido de que, si la muchacha hubiese tenido defectos de consideración, Genji no se habría tomado tantas molestias. Volvió a recordar su sueño de la pasada primavera, y, a la vista de lo ocurrido, comprendió al fin su verdadero significado. Le faltó tiempo para contar el secreto a su hija Kokiden, la esposa imperial, y, por más que le recomendó la máxima discreción, la noticia empezó a circular hasta llegar a los oídos de su penúltimo «hallazgo»: me refiero, claro está, a Omi.
—¡Parece que mi padre ha dado con otro retoño! —dijo la muchacha, con la incontinencia verbal que la caracterizaba—. ¡Qué suerte! Debe de ser persona de valía, pues mi padre y tío Genji se han ocupado tanto de ella. Aunque he oído contar que su madre era una pobre desgraciada, algo así como la mía…
Su hermana no sabía qué decir. Entonces tomó la palabra Kashiwagi.
—Estoy seguro de que merece las atenciones que está recibiendo. Y a ti ¿quién te lo ha hecho saber? Las criadas de oídos afilados, ¿verdad? ¿Y si alguien nos está escuchando?
—Calla, calla… —gritó Omi—. Lo sé todo, y con la máxima exactitud. Y también sé que mi padre la va a enviar a la corte para que sea la intendente de la cámara imperial. ¡Y eso que me he hartado de trabajar y porfiar como una esclava para que el cargo fuese para mí! He hecho con mis propias manos cosas que ni las criadas estaban dispuestas a hacer… ¡Mi hermana se ha mostrado muy poco agradecida conmigo!
Kashiwagi y sus hermanos se echaron a reír.
—Cuando quedó vacante el puesto de intendente de la cámara imperial —le dijo el primero—, estuve considerando la posibilidad de solicitarlo para mí. ¿No te parece poco delicado presentar tu candidatura tan abiertamente?
Omi se sentía muy humillada.
—Sé de sobras que no pertenezco a vuestra clase —se defendió—. Pero yo no vine aquí por mis propios pies. Fuiste tú quien me vino a buscar a mi casa, y, ahora que estoy aquí, te burlas de mí. ¿Cómo se puede vivir en paz en un sitio como éste sin ser perfecto? ¡Es terrible!
La pobre muchacha se refugió en una esquina de la estancia, y desde allí dirigía miradas de reojo a sus hermanos. No podía negarse que tenía un carácter más fuerte de lo que a primera vista parecía. De pronto, Kashiwagi dejó de sentirse divertido: después de todo, Omi tenía mucha razón. ¡Hubiese sido mejor dejarla en su hogar de provincias!
—No creo que nadie se esté burlando de ti —dijo Kobai, disponiéndose a partir—. En cuanto a tus tareas en palacio, nadie se queja. Nos consta que la emperatriz te aprecia mucho. Por lo que se cuenta, tienes tanta fuerza y energía que, con tus manos, eres capaz de convertir en nieve la roca más dura…432 Llegará un día en que verás cumplidas todas tus aspiraciones.
Y Kashiwagi añadió, mientras se levantaba:
—Aunque, mientras tanto, harías bien en no salir de tu cueva…
—Sois terribles, terribles —se lamentaba Omi, sin dejar de llorar—. ¡Y pensar que sois mis hermanos! Pero yo trabajo para ti —dijo, dirigiéndose a Kokiden—, y creo que tú me comprendes, aunque ellos se muestren indiferentes.
Lo cierto es que trabajaba mucho, y no desdeñaba tareas que ni las criadas más humildes estaban dispuestas a hacer. Con pasitos rápidos iba de un lado a otro como un rayo, y servía a su hermana con la mejor voluntad. Un día le rogó encarecidamente que solicitara para ella el cargo de intendente de la cámara imperial. Cuando To no Chujo se enteró, lanzó una carcajada.
—¿Qué te parecería si convocáramos a nuestra querida Omi? —preguntó el ministro a Kokiden, durante una de sus visitas.
—Aquí estoy —dijo la aludida, apareciendo por sorpresa de no se sabe dónde.
—Veo que trabajas mucho, y estoy convencido de que resultarías una magnífica intendente. ¿Por qué no me has hecho saber antes tu deseo de ocupar este cargo?
El ministro habló con tanta solemnidad que Omi se puso contentísima y dijo:
—Quería que me lo propusieses tú. Sabía que podía contar con mi hermana Kokiden, pero en los últimos tiempos he oído decir que existe otra candidata para el cargo. Cuando me enteré, me sentí como el hombre rico que despierta sólo para comprobar que toda su fortuna no era más que un sueño. ¡Pero puse la mano sobre mi corazón!433
—Eres demasiado apocada… —dijo su padre—. Tenías que habérmelo dicho mucho antes, y yo me hubiese ocupado de que tu candidatura fuese la primera en llegar a oídos del emperador. Aunque el canciller tenga una hija, si yo le pido algo al soberano, estoy seguro de que no me lo negará. Aunque tal vez todavía estemos a tiempo… Prepara tu solicitud, y procura que resulte muy formal y bien escrita. Cuida mucho el lenguaje para que «suene» lo más exaltado posible. Incluso podrías redactarla en verso… ¿Quién sería capaz de negarse a una petición contenida en un largo poema? Nuestro emperador es un gran aficionado a la poesía…
Hay que reconocer que, al animarla en aquellos términos, el ministro no se comportó en absoluto como un buen padre. Y, sin embargo, Omi no se desanimó.
—No soy una gran poetisa, pero puedo intentarlo. Claro que sólo me defiendo en japonés. Por tanto te ruego que redactes tú la solicitud en chino, y yo añadiré, por mi cuenta, unos cuantos poemitas que la adornen. De ahora en adelante, seremos cómplices.
Omi juntó las manos y se inclinó levemente ante su progenitor: era su manera de darle a entender que acababan de formalizar un pacto.
Las criadas que los espiaban detrás de la cortina hacían esfuerzos sobrehumanos para no estallar de risa. Algunas hubieron de refugiarse en otra estancia para no traicionarse: Kokiden se sentía avergonzada, pero su padre le dijo:
—Cuando estoy deprimido, me basta charlar un rato con Omi para recuperar el buen humor.
Pero muchos decían que, si aparentemente disfrutaba poniéndola en ridículo, sólo lo hacía para ocultar su propia vergüenza, y lo criticaban mucho más que a ella.