Hahaki-gi68
Poco cambiaron las cosas después del matrimonio de Genji y Aoi. El joven esposo pasaba mucho más tiempo en el palacio de su padre que en el de su suegro. Aunque procuraba esconder sus indiscreciones para no ganarse fama de frívolo, todo acababa sabiéndose en un mundo tan cerrado como el de la corte de Heian. Tampoco deseaba que, si en un exceso de pudibundez evitaba todas las aventurillas que le salían al paso, sus amigos se mofasen de él a sus espaldas. Corría la voz de que el joven capitán de la guardia vivía en el más puro desenfreno. En realidad, aunque no aprobaba la promiscuidad de sus compañeros, no podía evitar a veces sucumbir a los encantos de ciertas personitas que pululaban a su alrededor sin que le importara provocar con ello la infelicidad de la familia de su esposa.
Cuando llegaron las lluvias de estío, la vida en la corte resultaba muy aburrida y, sin embargo, Genji permanecía lejos de la mansión de Sanjo69 durante semanas enteras. Aunque ello causaba un profundo dolor a su familia política, en cuanto el príncipe iba a visitarlos se deshacían en atenciones para que se encontrase a gusto en su casa. Los hijos del ministro lo querían más que al emperador y, muy en especial, To no Chujo, con el cual compartía la afición por la música y otras distracciones menos inocentes. To no Chujo era muy rijoso y no se sentía bien en la casa que su suegro, el ministro de la derecha, había puesto a su disposición sin reparar en gastos. Prefería alojarse en el palacio de su padre, y, cuando Genji se presentaba, no se separaban ni un instante compartiendo sin reservas estudio y placer.
Había estado lloviendo toda la mañana y la tarde se presentaba húmeda. No había casi nadie en la sala principal, y Genji leía tranquilamente en su aposento de palacio. Súbitamente se presentó su cuñado, el capitán de la guardia To no Chujo, se acercó a un armarito y, señalando una colección de cartas escritas en papeles de colores que allí estaban, le pidió que se las mostrara. He aquí la conversación que siguió:
GENJI: Te dejaré ver algunas, pero hay otras que preferiría que no vieras…
TO NO CHUJO: ¡Justamente las que más me interesan! Todas las cartas de amor se parecen (lamento decir que suelen ser de una vulgaridad extrema), y he tenido montones en mis manos. De manera que sólo me interesan las realmente apasionadas, las misivas que ha escrito al anochecer una dama llena de resentimiento por no haber sido visitada en todo el día por su hombre tal como ella esperaba…
Genji cogió un puñado de cartas y las puso en manos de su cuñado, que empezó a examinarlas. Seguramente habían sido escritas por damas de poca monta, que nunca llegaron a interesarle de verdad. De lo contrario, no las habría dejado tan a la vista.
TO NO CHUJO: ¡Las hay de todas clases! ¿Quieres que pruebe a adivinar quiénes son sus autoras? Aquí hay una cuya caligrafía me resulta extremadamente familiar…
GENJI: Porque la autora también te ha escrito a ti… y a cincuenta más. ¡Quizás a todos los oficiales de la guardia de palacio! No sería la única… ¡Seguro que tu colección de cartas no es inferior a la mía! Cuando me la hayas mostrado, te dejaré ver el resto. De momento me las reservo.
TO NO CHUJO: Mucho me temo que no tengo nada que pueda interesarte. Ocurre con las mujeres como con todo: muy pocas merecen ser puestas en la categoría de «perfectas». Puede parecer triste pero es la única conclusión a la que he llegado después de muchos años de trato. A primera vista todas parecen interesantes. Sus cartas, sus respuestas… todo parece indicar que la dama en cuestión es un prodigio de sensibilidad y de cultura. Pero cuando la cosa avanza, ¡qué pocas son capaces de pasar la prueba definitiva! Todas tienen sus recursos, su repertorio de truquitos para hacernos caer en la trampa… Todas se admiran a ellas mismas como si tuviesen el talento de un genio y hablan mal de sus rivales con una grosería que a veces abochorna. Muchas viven guardadas por progenitores que sueñan con un futuro brillante para sus pollitas, y les celebran todas las gracias que son capaces de escribir o pronunciar… Son jóvenes, moninas, afectuosas y despreocupadas, y para no aburrirse empiezan a imitar algún modelo que tienen a mano hasta que acaban aprendiendo mejor o peor alguna técnica o arte menor. Luego, cuando sus amigas hablan de ellas, sólo se refieren a lo favorable, y ensalzan sus habilidades como si de veras fueran algo excepcional… Tampoco puede decirse que mientan descaradamente, pero lo cierto es que, cuando empezamos a juzgarlas con nuestros propios ojos, la realidad no tiene nunca nada que ver con lo que la fama nos ha vendido…
GENJI: ¿Has conocido alguna mujer que no tuviera ninguna gracia?
TO NO CHUJO: ¿Quién iba a fijarse en ella? Pienso, además, que hay tan pocas mujeres sin mérito alguno como mujeres perfectas. A mi entender existen tres clases de mujeres: las damas de alcurnia, que todo el mundo alaba haciendo caso omiso de sus defectos, hasta el extremo de que nos parecen seres de otro mundo; las de categoría intermedia, sobre las cuales todos dicen lo que quieren de manera que, para llegar a una conclusión, no nos queda más remedio que perdernos en comparaciones, y las de categoría inferior, que a nadie interesan.
GENJI: Tal vez tengas razón, pero no resulta nada fácil establecer las líneas divisorias… Las hay de alta cuna que acaban en burdeles. Otras, en cambio, empiezan por lo más bajo para acabar en la cúspide de la sociedad… ¿Dónde las colocarías dentro de tu sistema?
Huyendo de la lluvia, entraron en la estancia dos jóvenes más: el oficial de la guardia Una no Kami y el funcionario del Gabinete de los Ritos Shikibu no Yo. To no Chujo les dio la bienvenida pues sabía que ambos eran buenos aficionados a las intrigas amorosas y les puso al corriente del asunto que se debatía, al que se lanzaron acaloradamente. Aquella tarde se escucharon historias sorprendentes.
UNA NO KAMI: Las damas que han alcanzado una categoría elevada no despiertan el mismo interés que las que la ostentan desde la cuna. En cuanto a las que, nacidas en las alturas, la fortuna se ha ensañado con ellas o les falta una protección adecuada, por muy orgullosas que se muestren, siempre acaban poniéndose en evidencia, de manera que yo las colocaría en la clase de en medio. En cuanto a las que pertenecen a la familia de un gobernador de provincias,70 no se las puede considerar en rigor de un rango excelso, lo cual no quiere decir que no tengan un sitio dentro de la sociedad, que variará con arreglo a sus méritos. Las hay dignas de figurar en la lista de cualquier hombre de buen gusto. Yo mismo me inclinaría sin dudarlo un instante por una mujer de esta clase, y la preferiría a otras de rango más elevado. Pienso en la hija de un consejero imperial sin categoría de ministro,71 una muchacha de buena reputación con una familia decente y capaz de vivir sin lujos excesivos. Esas damas resultan francamente recomendables… Podría citar unos cuantos nombres, pero prefiero no hacerlo. Cuando se instalan en la corte, son las que acaban acumulando más favores. Conozco muchos casos.
GENJI: ¿No sería mejor olvidar las categorías y cortejar muchachas capaces de aportar buenas dotes?
TO NO CHUJO: Ese comentario no te hace ningún honor.
UNA NO KAMI: No pongo en duda que la mujer perfecta existe, pero esta clase de damas está fuera del alcance de un hombre humilde como yo. Por ello prefiero colocarlas en una categoría aparte, al margen de la clasificación que nos ocupa. Lo cierto es que hay damitas preciosas pudriéndose detrás de muros cubiertos de enredaderas que ningún jardinero ha podado jamás. Si las conociéramos, tendríamos una gran sorpresa, y todas nuestras clasificaciones se irían al traste. Voy a hablaros de una de ellas. Imaginad a la hija de un padre bobo y gordo, que vive con un par de hermanos carentes de toda educación en una casita que, siendo generosos, podría describirse como vulgar. Pero ella ha ido aprendiendo un poco de todas partes hasta convertirse en una criatura capaz de hacernos soñar. No es la perfección, pero le sobra encanto. Si os sale al paso una muchacha así, os aseguro que no pasaréis de largo.
Genji empezó a dar cabezadas. Vestía una túnica de seda blanca con una fina casaca de verano encima que no se había tomado la molestia de abrochar. Sus compañeros lo observaron a hurtadillas: estaba recostado en un escabel y la linterna iluminaba su perfil. Ni las más bellas entre las bellas merecían sentarse a su lado. ¡Cuánto lo habrían deseado de haber sido una mujer!72
UNA NO KAMI: El problema se plantea a la hora de buscar esposa. Es tan difícil como cuando el emperador quiere nombrar un ministro que cumpla todos los requisitos para el cargo. Y, con todo, su majestad lo tiene más fácil, porque los asuntos de estado no se ponen en manos de un solo hombre, por más sabio que sea, o de dos o tres, sino de todo un sistema jerárquico en el que el superior se apoya en un inferior y así sucesivamente… Cuando se trata, en cambio, de elegir una consorte para que se haga cargo del gobierno de una casa, todas las virtudes nos han de parecer pocas.
»Conocemos muchachas jóvenes y bonitas que saben aparentar que nunca han roto un plato… Cuando escriben cartas, eligen palabras sencillas para no hacer faltas de ortografía o temas inocuos que no las comprometan. Suelen, además, servirse de una tinta pálida que dificulta la lectura. Cuando un hombre va a visitarlas y les pide una respuesta definitiva, le hacen esperar y al fin le sueltan un par de observaciones casi inaudibles. Dominan el arte de ocultar sus defectos. Las que parecen más delicadas y femeninas son las que más engañan. Procuramos complacerlas en todo y ellas miran hacia otro lado.
»En cuanto al arte de llevar una casa, hay mujeres que padecen un exceso de sensibilidad, y creen que lo importante es tener siempre en la punta de la lengua una expresión elegante para quedar bien. A veces resulta preferible una mujer de temperamento más frío, menos inclinada a hacer ostentación de sus sentimientos… Por otro lado, ¿qué os parecen las que son excesivamente “domésticas”? Me refiero a las que se pasan el día en casa yendo de un lado a otro con los cabellos en desorden y sin maquillaje para asegurarse de que todo esté en orden. El marido necesita algo más que un ama de llaves desaliñada. Suele llegar a casa con la cabeza llena de lo que ha visto y oído en la corte o en la calle, por regla general anécdotas públicas o privadas, tristes algunas, otras divertidas… ¿Tendrá que hablar de todo ello con un extraño? De ningún modo. Lo que desea es tener una persona al lado capaz de entenderle. Imaginemos que llega de mal humor porque en la corte ha ocurrido algo que le ha desagradado o herido profundamente… ¿Cómo va a abrir su corazón a una mujer de esa clase? Forzosamente se la ha de mirar como a una sirvienta más, de modo que se apartará de ella, furioso o resignado, y guardará su historia o sus cuitas para sí.
»Si se inclina por una muchacha inocente y gentil (una criatura sin experiencia alguna, para entendernos), deberá hacerla educar y mostrarse indulgente con sus faltas. Aunque le parezca insegura, habrá de pensar, si no quiere perder la paciencia, que sus esfuerzos se verán recompensados algún día. Cuando esté a su lado, sus encantos le harán olvidar seguramente sus defectos. Pero cuando se encuentre de viaje y le ordene por carta que haga esto o lo otro, por sencillo que parezca el encargo, es muy probable que sea mal ejecutado por falta de experiencia.
»No, mejor dejar de lado rango y belleza… Conformémonos con una mujer que no sea excesivamente exigente ni excéntrica. Elijamos una muchacha tranquila y seria. Si luego resulta que está dotada de algún talento o habilidad poco usuales, considerémoslo un premio inesperado. No perdamos el tiempo corrigiendo sus defectos. Si se muestra mínimamente razonable y no hace disparates, las demás cualidades se darán por añadidura.
»Las hay que parecen la encarnación de la placidez, que ignoran el significado de la palabra “lamentarse”, pero que un buen día, sin motivo aparente, desaparecen de su hogar dejando sobre el lecho una nota horrible o un poema extravagante para que su pobre marido se sienta culpable, y huyen a las montañas o a una playa remota. Esas damas pertenecen a la categoría de las “lunáticas”. Supongamos que la fugitiva ha abandonado a un esposo que todavía la quiere, y le ha provocado una agonía quizás con la única intención de ponerle a prueba. Todo ha empezado como una broma, casi como una farsa… Pero he aquí que luego le sale al paso un alma gemela que le dice, llena de admiración: “¡Qué corazón tienes! ¡Qué profundidad de sentimientos!”. Estimulada por tanto elogio, la mujer empieza a tomarse en serio lo que al principio era mero teatro, se vuelve lúgubre y solemne y acaba encerrándose en un monasterio como una heroína de novela.
»Cuando el esposo se entera de que su mujer ha ingresado en un convento, se deshace en llanto hasta que un ama o una anciana sirvienta se apiadan de él y corren a explicarlo todo a la interesada que ha provocado la catástrofe. Entonces la monja, que ya no recuerda qué ha hecho ni por qué lo ha hecho, levanta la mano para acariciarse los cabellos y descubre con horror que la han rapado al cero… Se desploma al suelo y empieza a llorar amargamente. ¡Todo está perdido! Luego empieza a pensar que hizo mal tomando los hábitos, y ya no puede quitarse de la cabeza esta idea maldita hasta que Buda mismo empieza a juzgarla peor persona que antes de que entrara en religión. Sólo si tiene la suerte de contar con un buen karma gracias a méritos acumulados en vidas anteriores, el marido la encontrará antes de que haya hecho los votos definitivos y podrá dar marcha atrás.
»Luego están las que continuamente temen ser engañadas y pasan la vida espiando a sus maridos. Basta que intuyan en ellos la más mínima predisposición a la infidelidad, aunque no puedan reprocharles ningún acto concreto, para que les hagan una escena terrible y declaren a gritos que no quieren volver a verlos. En estos casos hay que tener en cuenta que, por regla general, aunque la imaginación del marido se haya dejado inflamar por otra mujer, el afecto anterior acabará prevaleciendo, y el amor del esposo permanecerá donde siempre estuvo. En cambio, si ella le monta una escena, corre el peligro de abrir un foso insalvable entre los dos. La experiencia enseña que la mujer que es capaz de cerrar los ojos ante algún “salto” de poca importancia, o, si la ofensa es más grave, sabe reprochársela con inteligencia y sin excesiva dureza, será más amada y respetada por su marido que antes de la aventura.
»De todos modos, las que muestran mucha tolerancia o una disposición ilimitada a perdonar, quizás porque confían demasiado en su belleza y buen carácter, tampoco actúan bien porque su indiferencia aparente puede ser interpretada como una falta de sentimientos auténticos y, como dice el refrán, “la barca que no está atada, acaba arrastrada por la corriente”.
TO NO CHUJO: Se mire por donde se mire, el sentido común, la generosidad y la tolerancia siempre acaban recompensando a la dama que sabe utilizarlos, aunque puedan darse excepciones.
Poco a poco, arrastrados por los recuerdos que el asunto despertaba en ellos, los interlocutores pasaron de lo general a lo particular, y empezaron a contar historias que habían vivido para reforzar o contradecir las teorías expuestas. To no Chujo despertó a Genji, que había estado dormitando durante las últimas disquisiciones, y el oficial de la guardia retomó la palabra.
UNA NO KAMI: Sucedió que cuando yo era aún muy joven, casi un paje, me sentí atraído por una muchacha abnegada, fiel y tirando a feúcha. Llevado por la frivolidad de la juventud, no pensé de momento en convertirla en mi esposa. Era una personita adecuada para visitar de vez en cuando, pero no para consagrarle todas mis atenciones. Tenía a mi alrededor mil cosas que me interesaban mucho más. Pero aquella mujer era celosa hasta la violencia. Ojalá fuese un poco más comprensiva, pensaba yo a veces, y deseaba que se acabaran nuestras continuas peleas. Por otra parte, a veces me extrañaba que se tomara tan en serio un galán de tan poca monta como era yo por aquel entonces, de manera que procuré comportarme mejor y hacerle más caso.
»Para contentarme procuraba hacer cosas que estaban muy por encima de su talento, y pretendía lucirse en habilidades para las que no estaba dotada en absoluto. Hacía cuanto yo le pedía y más, y evitaba contrariar mis deseos por insignificantes que fuesen. Primero la tuve por voluntariosa, pero luego comprobé que era dulce y complaciente, y que, si intentaba ocultar sus defectillos, lo hacía para que no la abandonase. En conjunto, era un modelo de devoción, y no habría tenido queja de ella de no haber sido tan extremadamente celosa.
»Pensé que me quería tanto que si le daba a entender que podría acabar dejándola de una vez por todas, quizás se mostrase menos suspicaz y aficionada a los reproches, de modo que adopté una actitud muy fría. Tal como imaginaba, explotó. Entonces le dije que ni el vínculo que une a unos esposos podría resistir aquella presión, y añadí:
»—Si quieres que tú y yo acabemos así, sigue poniendo en duda mis palabras continuamente. Pero si deseas que pasemos juntos los años que todavía nos esperan, acepta las cosas según se presentan, por difícil que te parezca. Si consigues reprimir tus celos enfermizos, mi amor crecerá. Seguramente obtendré un cargo en alguna provincia y tú me acompañarás.
»El discurso me salió que ni pintado, pero ella se limitó a sonreír, y respondió:
»—No veo razón por la que hayamos de esperar a que obtengas un cargo y te conviertas en una persona importante. La idea de pasar los meses o años que faltan para tu promoción esperando que empieces a comportarte de un modo más responsable no me cabe en la cabeza. Seguramente no te falta razón, y ha llegado la hora de romper definitivamente.
»Estaba furioso, y se lo dije. Ella me contestó en el mismo tono. De pronto, me cogió la mano, y de un mordisco me arrancó un pedacito de dedo. La reñí violentamente, y la dejé para irme a curar la herida jurándole que no me volvería a ver nunca más. A pesar de todo, no era mi intención abandonarla, pero estaba muy ocupado, y durante semanas no le envié mensaje alguno. Un anochecer iba a salir de palacio para ir a casa (el fin del año se acercaba y preparábamos el festival del Kamo), pero caía una nevada terrible. Entonces se me ocurrió que el techo más cercano de que disponía era el de aquella dama. No me ilusionaba la idea de dormir solo en palacio, y, si visitaba alguna “damita sensible”, me tocaría congelarme mientras ella admiraba los copos blancos e improvisaba versos, de modo que decidí dirigirme a su casa a comprobar de qué humor estaba. Confiaba en que, al ver cómo se fundía la nieve sobre mi ropa, también se fundiría su resentimiento.
»Entré en su alcoba sin dificultad: una débil luz iluminaba la pared mientras una túnica vieja de seda gruesa se calentaba en un rincón. Las cortinas del lecho estaban abiertas. Se hubiera dicho que me esperaba… Pero ella no estaba. Su sirvienta me dijo que había ido a visitar a sus padres. Entonces mi seguridad masculina se vino abajo. Me inquietaban su silencio y la ausencia total de cartas y poemas de amor. Llegué a preguntarme si sus ataques de celos no iban dirigidos a que yo me hartase de ella y la dejase, pero descubrí que guardaba algunas prendas de ropa mías, y ello evidenciaba que seguía pensando en mí a pesar del abandono.
»Pese a todo, seguí enviándole mensajes, mientras intentaba convencerme de que la muchacha no tenía el propósito de prescindir de mí. Me contestó: en sus respuestas evitaba lamentarse y parecía no querer herirme, pero se negaba a perdonar mis faltas pasadas. Si yo cambiaba, me decía, estaba dispuesta a ser mi compañera. En un exceso de confianza le hice saber que no era mi intención reformarme ni renunciar a mi independencia. La dama se puso triste, y un día murió de repente. No he dejado de llorarla hasta hoy, porque era una mujer con tantas cualidades que hubiera sido una buena esposa. Era capaz de hablar con la misma soltura de frivolidades y temas profundos, y sabía teñir el brocado con la habilidad de la princesa Tatsuta.73
El orador suspiró y guardó silencio. Tomó entonces la palabra el cuñado de Genji.
TO NO CHUJO: Tu dolor no me causa extrañeza. Cuando los colores de una ropa no están en armonía con los de la estación —las flores de la primavera y los tonos pardos del otoño, por ejemplo— o resultan poco definidos, nuestros esfuerzos no sirven de nada. Lo mismo ocurre con las mujeres. Todos nos pasamos la vida buscando un ideal inencontrable…
UNA NO KAMI: Había otra mujer que yo visitaba por aquella misma época. Era mucho más amable y el colmo del refinamiento. Su caligrafía, sus poemas, su manera de tocar el koto… Todo lo que hacía era perfecto. Y, sin embargo, la casa de la celosa se había convertido en mi hogar, y sólo acudía a visitar a la otra de vez en cuando y en secreto. Al morir la celosa, mis visitas se hicieron más frecuentes, porque no podemos pasarnos la vida llorando. Al conocerla mejor empecé a pensar que su sensualidad era un tanto agresiva. Finalmente descubrí que era un mujer frívola, y que yo no era su único amante. Dejadme que os cuente en qué circunstancias tuvo lugar esta revelación.
»Una noche de luna llena abandoné la corte en compañía de un amigo. Me dijo que quería pasar por cierta casa donde alguien lo esperaba, y que aquella casa se hallaba precisamente en nuestro camino. A través de las grietas y agujeros del muro pude ver la luna, que brillaba sobre el estanque. Parecía absurdo pasar de largo ante un lugar tan hermoso, de modo que escalé el muro tras él. Resultaba obvio que no era su primera visita a la casa. ¡Ni la mía tampoco! Enseguida reconocí el hogar de mi amiguita de las mil gracias…
»Mi amigo se acercó corriendo a la terraza, se sentó al lado de la puerta y se puso a contemplar la luna. Los crisantemos, aún intocados por la escarcha, estaban preciosos, y las hojas encarnadas, que la brisa otoñal mecía suavemente, eran una maravilla. Mi amigo desenfundó su flauta, y se puso a tocar y después a cantar El pozo de Asuka y otras melodías. No hube de esperar mucho: muy pronto nos llegó el son de un koto de seis cuerdas que acompañaba a la flauta. Parecía recién afinado y a punto para el dúo que estaba sonando. Mi amigo se lanzó a la ventana. Cogió un crisantemo, y lo introdujo por debajo de la persiana de bambú, recitando:
—Me sorprende
que la música del koto , las flores
y los rayos de la luna
no hayan atraído otros pies a esta casa.
»La dama le contestó en el mismo tono de buen humor:
—Si el viento invernal no se avergüenza
de tapar el rumor de las hojas secas,
¿voy a tener yo que borrar el son de mi flauta
para que se oigan los vientos?
»Ignorando que yo estaba cerca, la dama cambió el koto japonés de seis cuerdas por el chino de trece, y empezó a tocar arpegios. Aunque reconocía el talento de la muchacha, me sentía rabioso. Resulta divertido intercambiar chistes y frases ingeniosas con una dama frívola de vez en cuando, siempre que las cosas no vayan demasiado lejos. Pero en aquel caso las cosas habían ido demasiado lejos, y nunca más volví a visitarla.
»Esas dos historias que acabo de relatar (las más significativas que me han sucedido hasta hoy) me han enseñado a esperar poco del sexo opuesto. Y luego mi opinión sobre las mujeres no ha hecho sino empeorar. A vuestra tierna edad por fuerza hallaréis deliciosas esas gotitas de rocío que se desprenden de las hierbas cuando las tocamos o esos brillantes copitos de nieve que se funden en la palma de la mano que los sostiene.74 Y, sin embargo, tarde o temprano me daréis la razón. Haced caso, pues, de mi consejo de experto, y os ahorraréis muchas desilusiones. Por lo que más queráis, no os fiéis de las zalameras, porque si cedéis ante sus caricias y halagos, tarde o temprano os pondrán en ridículo a los ojos del mundo, y lo lamentaréis el resto de vuestras vidas.
El orador se dirigió ahora a Genji, el más joven de los cuatro, como un maestro a su discípulo.
UNA NO KAMI: Todavía te faltan siete años para alcanzar mi edad. Si no te sabe mal escuchar el consejo de un hombre experimentado, hazme caso y evita las mujeres frívolas. Tarde o temprano acaban poniendo en ridículo a los hombres que las han servido.
Genji sonrió, pero fue To no Chujo quien tomó la palabra.
TO NO CHUJO: Dejad que os cuente la historia de una mujer muy rara que conocí hace algún tiempo. La visitaba en secreto pensando que la aventura no había de durar, pero era muy hermosa, y con el paso de los meses decidí que la seguiría visitando, aunque con menos asiduidad. Como era huérfana, y un día me confesó que yo era todo lo que tenía en este mundo, llegué a creer que dependía de mí y que acabaría por atormentarme con sus celos. Y, sin embargo, nunca mostraba el resentimiento propio de las damas que se visitan de ciento a viento. Mi interés por ella aumentó, quizás porque me enteré de que había otro hombre al que también interesaba, y que estaba dispuesto a todo por hacerla suya.
»Siempre estaba de buen humor, aunque a veces pasara yo semanas sin visitarla. Luego me enteré de que había sufrido mucho, porque mi esposa, que se había enterado de la historia, le había enviado mensajes para asustarla. Estuve mucho tiempo sin decirle nada, aunque no conseguía quitármela de la cabeza. Parece que se encontraba muy sola y desesperada. Había dado a luz una niña que la llenaba de congojas, y un día me envió una carta acompañada de un clavel silvestre.
GENJI: ¿Y qué te decía?
TO NO CHUJO: Nada en especial. Pero recuerdo su poema:
Aunque la cerca del campesino
esté podrida y deshecha,
no dejes de regar suavemente, rocío,
el clavel silvestre.75
»Fui a verla y hablamos de todo sin tapujos, pero ella parecía pensativa mientras contemplaba el jardín de su casa destartalada. Me pareció que había estado llorando “uniendo sus quejas al canto de los insectos de otoño”, como diría una novela anticuada. Me atreví a murmurar un poema:
No quisiera pisar, negligente,
ni una sola flor del húmedo bosque,
pero ninguna me resulta más querida
que el clavel silvestre.
»Al citar el clavel silvestre, ella pensaba en su hija y yo en ella misma. Me contestó con estos versos:
Mientras el clavel silvestre
humedece con sus mangas el bancal solitario,
el otoño se acerca, prematuro,
con sus tempestades.
»Habló plácidamente, como si no estuviera enojada. De vez en cuando dejaba caer una lágrima, pero parecía avergonzarse de su propio llanto y querer evitar una escena. La dejé, reconfortado, y, una vez más, pasé mucho tiempo sin visitarla. Pero cuando quise verla de nuevo, había desaparecido sin dejar rastro. Si vive aún, seguro que es muy desgraciada. Todo habría sido muy distinto si en el tiempo que pasamos juntos se hubiese mostrado más sincera. Nunca debió tolerar mis ausencias, y yo me hubiese ocupado de ella y de su hija sin regatearles nada. Era una criatura preciosa, y ha desaparecido junto con su madre.
»He aquí un ejemplo perfecto de las mujeres del tipo “enigmático”, que son incapaces de exteriorizar sus celos. Nunca tuve la intención de abandonarla. Solamente ahora empiezo a olvidarla… El mundo es así… ¿Dónde hallar una mujer libre de defectos y con todas las virtudes imaginables? Seguramente la solución consistiría en casarse con la diosa Kichiyo, aunque matrimoniar con divinidades conlleva sus riesgos.
Todos celebraron a carcajadas la ocurrencia del orador, que se dirigió al joven funcionario del Gabinete de los Ritos, que aún no había contado nada, y le animó a hacerlo:
TO NO CHUJO: Vamos, amigo, cuéntanos algo… ¡No puede ser que no hayas tenido ni una sola aventurilla en toda tu vida! No me dirás que acabas de caer de la luna…
SHIKIBU NO YO: Sinceramente, no puedo competir con vuestros historiales en materia de galantería… Mis experiencias os aburrirían…
Ante la insistencia de los demás, el joven cedió y contó su historia.
SHIKIBU NO YO: Dadme tiempo para que piense un poco… En mis días de estudiante conocí a una mujer muy inteligente y culta. Su erudición hubiese hecho palidecer de envidia al hombre más sabio, pues era muy capaz de aconsejar en cuestiones de estado, y con ello no quiero insinuar que no dominara las privadas… En cuanto a mí, me sentía incapaz de articular palabra en su presencia.
»Por aquel entonces yo estudiaba bajo la tutela de un profesor eminente que tenía un montón de hijas, y este portento era una de ellas. Cuando el hombre supo que nos conocíamos, hizo sacar las copas que se utilizan para el rito nupcial, llenó de vino una de ellas, y me la ofreció mientras citaba un poema chino que alaba los méritos de una esposa pobre. Aunque no podía afirmarse que yo estuviera enamorado de la chica, me había aficionado a ella y respetaba mucho a su padre. La muchacha me distinguía con mil atenciones y aprendí mucho a su lado. Sus cartas se caracterizaban por una lucidez ejemplar, y estaban escritas en un chino perfecto. ¡Le parecía una vulgaridad escribir en japonés! Me costaba decidirme a abandonarla, porque gracias a su ayuda era capaz de traducir mis trabajos a un chino decente… No quería parecer ingrato, pero la idea de ser perpetuamente inferior a tu esposa no puede entusiasmar a nadie… ¡Y yo era un auténtico ignorante! ¿Qué podía hacerse con aquella mujer? Intuía que me había embarcado en una relación estúpida, y, sin embargo, era incapaz de cortarla como si ya hubiésemos estado unidos en una vida anterior.
»Cierto día me presenté en su casa. Hacía tiempo que no la visitaba, y se empeñó en recibirme detrás de la cortina de un kichó. Primero pensé que quería castigarme y me pareció una idea absurda. Con todo, si iba a mostrarse tan mezquina, tal vez me daría pie a abandonarla definitivamente. Pero me equivocaba. No era de las celosas porque estaba de vuelta de todo. En pocas palabras: empezó a explicarme (resumo lo que dijo porque el discurso de la dama fue muy largo y enrevesado) que había estado enferma durante semanas, había tomado un cordial preparado con ajo, y tenía muy mal aliento. Ésa era la razón del kichó. Si quería decirle algo importante, estaba dispuesta a escucharme. No se me ocurrió nada, y me despedí con un “quedo a tu servicio” de compromiso. Entonces soltó un grito, y añadió: “En cuanto me haya librado de este hedor, podemos volver a vernos”.
»Parecía cruel echar a correr, pero la situación no prometía nada bueno. Antes de marchar, compuse este poema:
La araña te había anunciado
mi visita. ¿Por qué pretendes
que acuda a hacer compañía
al ajo pasado mañana?76
»Y, mientras huía, la oí recitar:
¡Si significara tanto para ti
que me visitaras todas las noches,
poco molestaría a tu exquisita sensibilidad
un eventual olor a ajo!
»No volví a acercarme a ella. Y así acaba mi historia. Ya veis que no es gran cosa.
UNA NO KAMI: Si de mujeres se trata (y lo mismo podría afirmarse de los hombres), no hay nada peor que la que, con cuatro conocimientos a cuestas, pretende lucirlos a todas horas. Nunca tuve por recomendable una mujer empapada de las Tres Historias y los Cinco Clásicos, aunque he de confesar que la ausencia total de cultura tampoco me atrae. Una mujer sensata y despierta puede saber y entender muchas cosas aunque no sea una erudita. ¡Las hay que emborronan sus cartas con letras chinas hasta el extremo de que parecen escritas por un hombre! Me temo que entre las damas de primer rango de nuestra corte encontraréis más de dos y más de tres de esta clase…77
»Luego están las que se creen poetas, y aprenden de memoria antologías enteras… Cuando redactan sus cartitas, son incapaces de escribir una frase sin aludir a los clásicos, vengan o no a cuento. Y lo peor del caso es que esperan que el que les contesta haga lo mismo. He aquí que el día de la fiesta de los Iris el hombre ha de ir a la corte y, con la mente ocupada por otros asuntos, no piensa en la flor homenajeada, pero ella le hace llegar una misiva llena de sutiles referencias a la raíz incomparable o, si se acerca la fiesta de los Crisantemos, al rocío que cae sobre los crisantemos… Poemas que, en otra ocasión, podrían parecer graciosos o emotivos, resultan fuera de lugar, y sólo provocan la risa. La mujer que versifica en momentos poco oportunos no es persona de buen gusto. Las listas se fingen más ignorantes de lo que son, y dicen la mitad de lo que podrían decir…
No llegaron a ninguna conclusión definitiva, aunque todos parecían dar preferencia a las mujeres «de la clase de en medio» a la hora de embarcarse en una aventurilla. Temiendo que su suegro se enfadase, Genji partió a su mansión de Sanjo. Allí lo esperaban el acogedor pabellón nupcial, su esposa —el colmo de las gracias, según sus amigos— y un orden exquisito. Desgraciadamente aquella dama resultaba demasiado perfecta, demasiado fría, demasiado dueña de sí misma para que Genji se encontrase cómodo a su lado, de manera que prefirió quedarse en la antesala y ponerse a charlar con Chunagon, Nakatsukasa y otras azafatas de su esposa.
El ministro se presentó a saludarlo, y, al encontrarlo con la ropa sin abrochar por el calor, lo saludó desde detrás de una cortina. Aunque la idea de recibir a un personaje tan distinguido no hacía ninguna gracia a Genji, su mirada expresiva hizo callar las risas que empezaban a aflorar en las bocas de sus bellas interlocutoras, divertidas por su embarazo. Ya era casi de noche, y un anciano sirviente muy versado en tabúes de orientación observó que la posición del Señor del Centro78 en el cielo desaconsejaba que el joven pasase la noche en la casa de Sanjo.
—¡Seguro que tienes razón! —dijo el joven—. Pero mi casa está en la misma dirección, y me siento muy fatigado…
Y se echó en la cama, dispuesto a pernoctar allí sin hacer caso de la posición de los astros.
—No lo hagas, señor, pues te traerá muy mala suerte —insistió el anciano.
—El gobernador de Iyo —comentó uno de los pajes de su cortejo— tiene una casita maravillosa. Ha desviado el curso del río del Medio, y ahora riega su jardín… ¿Por qué no te refugias allí?
El príncipe tenía a su disposición muchos lugares agradables para pasar la noche y conjurar el tabú, pero se había presentado en la casa de Sanjo después de una larga ausencia, y el ministro o Aoi podían pensar que lo había hecho en una noche poco propicia justamente con la intención de partir deprisa. Con todo, al fin decidió aceptar el ofrecimiento de Ki no Kami, hijo del gobernador de Iyo. Su padre, le dijo, estaba de viaje y le había encargado que cuidase de su esposa, una mujercita joven con la que había matrimoniado recientemente. Sólo podía ofrecerle sus propios aposentos, que no eran muy grandes, pero los ponía gustosamente a su disposición.
—Tal vez no te encuentres muy cómodo…
—¡Todo lo contrario! —le tranquilizó Genji—. Me encanta tener gente a mi alrededor y, si hay una damita cerca, aún me parece más estimulante… Búscame un rinconcito detrás de la cortina de su dormitorio…
—Si eso es lo que quieres —le dijeron sus hombres—, la casa del gobernador parece el lugar más adecuado.
Ki no Kami envió un mensajero a su casa con la orden de que se hicieran los preparativos necesarios, y Genji se puso en marcha inmediatamente con unos pocos pajes sin despedirse del ministro. El hijo del gobernador se asustó de las prisas que le habían entrado al príncipe en cuanto había oído mencionar la presencia en la casa de su joven madrastra y se reprochó duramente haberlo invitado en un exceso de celo cortesano.
Los criados limpiaron los aposentos que se hallaban al este del pabellón central. El efecto del riachuelo era delicioso. Una cerca tejida con ramas de acacia, de aspecto muy rústico, marcaba los linderos del jardincillo, y las plantas habían sido elegidas con sumo acierto. Soplaba una brisa fresca, y el zumbido de los insectos, casi invisibles, llenaba el aire de una música rara. El vuelo de las luciérnagas evocaba unos fuegos artificiales improvisados pero difíciles de superar.
Los acompañantes de Genji bebían al aire libre allí donde el riachuelo pasaba por debajo de una galería, mientras el hijo del gobernador iba a buscar la cena. Al observar la casa que lo acababa de acoger, Genji llegó a la conclusión de que estaba en una mansión característica de la clase media, y recordó que, en la conversación del día anterior, había oído encomiar las damas que pertenecían a ella. Le constaba que la madrastra de su huésped, una mujer con fama de espiritual e ingeniosa, se encontraba bajo aquel mismo techo, y empezó a buscar señales de su presencia.
Muy pronto empezaron a llegar a sus oídos rumores procedentes del ala oeste. Distinguió un frufrú de sedas y el son de voces juveniles y alegres… Parecían proceder de un grupo de muchachas que procuraban ahogar sus risas para no ser oídas. El hijo del gobernador ordenó cerrar las persianas. Una luz mortecina atravesaba las paredes de papel del corredor, y Genji se acercó a ellas pero no halló el agujero o la rendija que esperaba. Sólo podía escuchar. Tuvo la impresión de que las damas se habían reunido en la sala principal, que estaba al lado de la que le había sido asignada, y que hablaban de él.
—Se dice que es muy serio y que ha hecho un gran matrimonio —susurró una vocecita—. ¡Tan joven! Por fuerza ha de encontrarse muy solo… También se comenta que de vez en cuando no desdeña embarcarse en aventuritas…
Genji no pudo evitar un sobresalto. En aquel tiempo sólo una dama ocupaba su pensamiento, y la posibilidad de que hubiese trascendido algo de su pasión por Fujitsubo le espantó. Otra muchachita citó —mal— un poema que había escrito y enviado a su prima Asagao junto con unas flores. Llegó a la conclusión de que las muchachas que estaban de cháchara no eran nada del otro mundo, y pensó que si llegaba a conocer a su señora, le decepcionaría con toda seguridad, de modo que se alejó de la pared y dejó de prestarles atención.
El hijo del gobernador se presentó con un farol en la mano, lo colgó de una viga de la galería, y, tras apagar la luz de la habitación, ofreció una bandeja de fruta a Genji.
—¿Ya has colgado todas las cortinas? —le preguntó Genji, citando un poema famoso—. Si no lo has hecho, eres un mal anfitrión.
—¿Qué te apetece comer? —le contestó el otro—. Espero que te conformes con algo sencillo…
Genji eligió un lugar fresco cerca de la galería exterior, y se tendió encima del césped. Sus pajes callaban y contemplaban con curiosidad a un grupito de mocitos muy bellos y magníficamente ataviados que, por su edad y aspecto, sólo podían ser hijos del gobernador o de Ki no Kami. Uno de ellos resultaba particularmente atractivo. Tenía doce o trece años, y Genji fue informado de que era el hermano pequeño de la madrastra de su anfitrión. Su padre, un oficial de la guardia, se había hecho muchas ilusiones sobre su futuro porque era muy listo, pero había muerto cuando su vástago todavía era un crío, de manera que, al casarse su hermana con un funcionario, fue a vivir con ella. Según Ki no Kami, tenía un gran dominio de los clásicos y un carácter muy apacible, pero no le iba a resultar fácil prosperar porque carecía de los apoyos necesarios.
—¡Qué lástima! ¿Y dices que su hermana es tu madrastra?
—Sí.
—Una madrastra muy joven. Tengo entendido que mi padre había pensado invitarla a ir a la corte. El otro día le oí preguntar qué había sido de ella. ¡Qué vueltas da la vida!
—Fue cosa del destino —comentó Ki no Kami—. La fortuna determina la vida de la gente, especialmente la de las mujeres, pues eleva a unas y hunde a otras…
—Tu padre debe de estar muy enamorado…
—Muchísimo. En casa ya no se sabe quién lleva las riendas. Y la situación dista mucho de satisfacernos… Nos quejamos, pero nadie nos hace caso.
—¿Y cómo la ha dejado bajo la tutela de un hombre joven como tú? ¿Es que se ha vuelto loco? Tuve siempre al gobernador por sesudo y razonable. ¿Dónde está la dama?
—Las mujeres tienen órdenes de no salir del gineceo, pero todavía no se han recluido todas.
Bajo los efectos del vino, algunos hombres del cortejo del príncipe se estaban amodorrando en la galería. En cambio, Genji estaba muy despierto: no soportaba la idea de dormir solo. Su olfato le decía que en el ala norte estaba la dama de la que acababan de hablar. Aguantándose la respiración, se acercó a la puerta y se puso a escuchar.
—¿Dónde estás? —preguntó una voz musical y oscura que pertenecía al muchacho que le había llamado la atención.
—¡Estoy aquí!
Genji tuvo la seguridad de que acababa de oír la voz de su hermana. Ambas voces, aunque soñolientas, se parecían mucho.
—¿Y dónde está nuestro huésped? —prosiguió ella—. Creí que estaba cerca, pero debe de haberse alejado.
—Está en el ala este. Lo he visto, y es tan hermoso como dicen.
—Si fuese de día, iría a verlo —dijo la hermana, bostezando.
Al ver que la dama no hacía más preguntas sobre su persona, Genji se sintió decepcionado.
—Dormiré junto a la galería. ¡Qué luz tan débil! —comentó el muchacho y se puso a despabilar la lámpara. Todo inducía a creer que la muchacha dormía en el otro lado del apartamento.
—¿Dónde está Chujo? No me gusta estar sola —dijo la dama.
—Está tomando un baño. Ha dicho que regresaría enseguida.
Cuando todos hubieron callado, Genji intentó abrir la puerta. No habían puesto el pestillo, de modo que pudo correrla y avanzó en las tinieblas hasta hallarse en una especie de antecámara dividida por una gran mampara. A pesar de la paupérrima iluminación, pudo ver unos baúles chinos llenos de ropa desordenada. Siguió avanzando a tientas hasta llegar al lado de la dama, una figurita delicada que yacía de lado procurando dormir. La dama lo confundió con su criada Chujo y se incorporó de mal humor.
—¡Te he oído gritar «Capitán»79 —le dijo Genji—, y he pensado que mis plegarias habían sido escuchadas!
La dama soltó un chillido que quedó ahogado por la colcha que la tapaba.
—Si me reprochas no haber actuado correctamente, te doy la razón… Pero quiero que sepas que durante años he vivido admirándote. Y el hecho de que, habiéndoseme presentado una ocasión para confesártelo, no haya callado, indica que mis sentimientos no eran superficiales.
Se expresó de un modo tan gentil y cortés que ni los diablos se hubiesen enfadado con él.
—Creo que te has equivocado de persona —le contestó la dama en tono ultrajado, pero evitando levantar demasiado la voz.
Aquella personita frágil, que parecía a punto de morir de vergüenza, le pareció una preciosidad.
—No, no me he equivocado… Y eres muy cruel conmigo. No voy a hacer nada indigno de los dos. Sólo quiero que me escuches.
Era tan pequeña que la levantó de la cama sin dificultad y se la llevó a su apartamento. Por el camino tropezó con Chujo y se le escapó un grito. También la pobre Chujo se sorprendió y trató de ver qué estaba ocurriendo en las tinieblas que la envolvían. El perfume inconfundible del vestido del príncipe proclamaba con quién había topado, y la sirvienta, muy confusa, no sabía qué hacer. De haberse tratado de un hombre de linaje inferior, hubiera saltado encima de él para defender el honor de su señora y de su amo, pero, al ver con quién se enfrentaba, prefirió no dar pie a un escándalo y se limitó a seguirle.
—Vuelve a buscarla mañana por la mañana —le dijo Genji, y le cerró la puerta en las narices.
El cuerpo de la «gobernadora» estaba húmedo de sudor. Temblaba al imaginar qué pensarían Chujo y las demás sirvientas si llegaban a enterarse de su secuestro. Aunque Genji era un maestro consumado a la hora de improvisar respuestas a toda clase de preguntas, y contestó a los reproches e insultos de la mujer con la mayor ternura, no logró obtener el éxito que esperaba.
—¿Cómo quieres que no piense que te estás burlando de mí? Las mujeres humildes como yo sólo merecen esposos humildes… Además, estoy casada.
Él la compadecía y se avergonzaba de sí mismo, de manera que se explicó con mucha prudencia:
—¿Me tomas por uno de esos libertinos que tienes a tu alrededor? Soy muy joven todavía y no entiendo de rangos ni linajes. Si te han hablado de mí, sabrás que detesto las aventuras frívolas… Soy el primero en ignorar qué poder irresistible me ha obligado a actuar de este modo… Tal vez nos conocimos ya en otra vida…
La dama siempre había destacado por su carácter dulce y complaciente, pero se mostró firme. Al igual que el bambú joven, se dobló pero no se rompió. Lloraba y el príncipe la compadecía, aunque en el fondo de su alma disfrutaba con la escena.
—¿Cómo es posible que no te agrade? —le preguntó, suspirando, impotente ante su llanto—. ¿No sabes que esos encuentros inesperados son obra del destino? Querida mía, se diría que ignoras cómo funciona el mundo.
—Si te hubiera conocido antes (antes de casarme, quiero decir) —respondió ella—, hubiese podido consolarme pensando que quizás algún día llegarías a amarme de verdad. Pero ahora ya no hay esperanza. Cuando te pregunten si me has visto, di que no.
Genji intentó consolarla con la mayor ternura hasta que cantó el gallo y sus hombres se despertaron.
—¿Habéis dormido bien? —decía una voz.
—Preparad el coche —ordenaba otra.
Ki no Kami salió al jardín y preguntó por la razón de tantas prisas.
—¡Si os mueve el tabú del Señor del Centro, proclamo que esas historias son cuentos de mujerucas ignorantes!
Genji se sentía muy desgraciado. No sabía cuándo volvería a ver a la dama y carecía de pretextos para visitarla o hacerle llegar cartas. Cuando Chujo se presentó a reclamar a su señora, Genji se resistía a dejarla partir.
—¿Cómo te voy a escribir? —dijo, levantando la voz para que la sirvienta le oyera—. Ni mi amor ni tu crueldad son vulgares. ¡Nunca me ha sucedido una cosa tan inexplicable!
Genji lloraba, y las lágrimas hacían resplandecer aún más su belleza. Mientras los gallos cantaban insistentemente, el príncipe improvisó un poema:
—¿Por qué turban el alba con este alboroto
cuando aún faltan tantas horas
para que el hielo se funda?
¿No me basta acaso con tu crueldad?
La esposa del gobernador se avergonzaba de haber despertado el deseo de un hombre tan por encima de su rango, y no hacía caso de sus palabras de afecto. Pensaba en su marido, al cual, por cierto, siempre había considerado un payaso y un imbécil, pero temía que un sueño le hubiese revelado los acontecimientos de aquella noche fatal. Contestó a Genji con este poema:
—El día ha llegado
sin poner fin a mi llanto.
Y ahora hay que sumarle el canto de los gallos
repitiendo mis quejas…
Genji la acompañó hasta la puerta porque la gente de la casa empezaba a moverse. De todos modos, el muro que los separaba había desaparecido. Genji, a medio vestir, se puso a mirar el jardín desde la galería del sur mientras se alzaban las persianas del ala oeste. Aparecieron unas mujeres y se pararon a contemplarlo con no poco placer. La luna, que todavía no se había borrado del cielo matinal, contribuía a aumentar la belleza de la escena. Una vez más, el cielo, que no sabe de pasiones, parece alegre o triste según está el ánimo de quien lo contempla. Genji se sentía angustiado… ¿Cómo se las arreglaría para enviarle un mensaje? Con esta idea —que ya empezaba a ser obsesión— en la cabeza, se presentó en casa de su esposa, donde fue recibido con las atenciones de siempre. Tan sólo su mujer continuaba mostrándose distante como el Fuji y fría como la nieve que lo corona.
Encerrado en la mansión de Sanjo, Genji se pasaba las noches en blanco. La idea de que no volvería a ver nunca más a la mujer del gobernador lo atormentaba. La dama no era una belleza excepcional, pero le había parecido atractiva y culta. «De la clase de en medio», se repetía. El tipo de mujer que el oficial de la guardia recomendaba por encima de todas las demás.
Un día decidió llamar a su hijastro.
—Me cayó muy bien el mocito que me presentaste el otro día en tu casa, tu jovencísimo tío… —le dijo—. Un muchacho francamente prometedor. Estoy considerando la posibilidad de tomarlo a mi servicio y presentarlo a mi padre el emperador.
—Te agradezco tus buenos propósitos. ¿Quieres que hable con su hermana?
Al oír hablar de la dama, el corazón del príncipe estuvo a punto de estallar.
—¿Tiene hijos?
—No. Lleva dos años casada con mi padre, pero me temo que no es feliz. Su padre quería enviarla a la corte, pero las cosas se torcieron con su muerte.
—Lo siento. Dicen que es preciosa. ¿Tú qué crees?
—No sé qué decir. Recuerda que hijastros y madrastras nunca se han llevado bien…
—Excepto cuando se llevan demasiado bien —dijo el príncipe a Ki no Kami, guiñándole el ojo.
Al cabo de cinco o seis días le llevó a Kogimi, que así se llamaba el mocito. No era perfecto, pero tampoco carecía de encantos. Genji le habló con suma familiaridad —y ello lo desconcertó—, y le interrogó sobre su hermana sin averiguar gran cosa. ¡Aquel pillo sólo contestaba abiertamente a las preguntas sin interés! El príncipe le dio a entender qué había sucedido entre la dama y él,80 y el mozo se asustó un poco, pero tampoco le dio excesiva importancia. Finalmente Genji puso en sus manos una carta dirigida a su hermana, carta que ella recibió con los ojos arrasados en lágrimas. ¿Qué sabía exactamente su hermano?, se preguntaba, mientras procuraba ocultar detrás del papel el rubor de sus mejillas. Era muy larga, la caligrafía espléndida y acababa así:
Deseo volver a soñar
el sueño de aquella noche…
Mientras, mis noches son un infierno
de insomnio y soledad.
Al día siguiente Genji llamó al muchacho y le exigió la respuesta.
Ella le había dicho: «Dile que no me has encontrado», pero él replicó: «¿Cómo quieres que le diga eso?». La dama estaba horrorizada: daba por seguro que Genji había contado a su hermano todo lo sucedido entre ambos.
—Ayer pasé el día entero esperando tus noticias… —le regañó Genji—. Estoy convencido de que no piensas tanto en mí como yo en ti.
Kogimi se sonrojó.
—¿Dónde está la respuesta? ¿Dices que no hay? ¡Qué mensajero más incompetente! Esperaba otra cosa de ti.
Y le dio más cartas para que las llevase a su hermana.
—Recuérdale que yo la conocí antes que ese vejestorio que se ha casado con ella —añadió—. Entonces le parecí poca cosa, y buscó una protector más poderoso. Tal vez ella me desprecie, pero tú no lo harás. Serás como mi hijo. Tu cuñado es ya muy viejo y no puede durar…
Las explicaciones de Genji parecían divertir al mensajero, y pronto se hicieron inseparables. El príncipe le trataba como a un hijo, le regalaba túnicas y uchikis de su guardarropa y lo llevaba a la corte. Y no dejaba de escribir a la dama. Ella temía que, por culpa de la inexperiencia de su hermano, el secreto acabaría haciéndose público y se la acusaría de promiscuidad.
Sus respuestas (cuando se dignaba contestar) parecían frías por el exceso de formalidades que ponía en ellas. No podía quitarse de la mente la belleza y la elegancia del príncipe, pero pertenecía a otro hombre, y nunca obtendría nada de su relación con Genji. El joven pensaba sin parar en la frágil «gobernadora», y no se hartaba de evocar todos los detalles de la noche que pasaron juntos. Hubiese deseado visitarla en secreto, pero la casa de la dama estaba siempre tan llena de gente que daba por seguro que lo descubrirían.
Una tarde —Genji llevaba semanas viviendo en el palacio imperial— se repitió el tabú astral: una vez más el Señor del Centro se interponía entre su casa y el lugar donde el príncipe se encontraba. Entonces el joven fingió que iba a la mansión de su suegro, pero en realidad se dirigió a la del gobernador de Iyo. Ki no Kami se alegró muchísimo de verlo, pensando que sus jardines y riachuelos le habían impresionado y quería admirarlos de nuevo.
Informada de la visita por su hijastro, la desconcertada dama tuvo que admitir que el afecto de Genji era grande, puesto que le impulsaba a hacer cosas como aquélla, pero la idea de mostrarse abiertamente ante él y que la experiencia de aquella noche fatídica se repitiese la llenaban de angustia. No, no estaba dispuesta a volver a pasar por aquella vergüenza. Su hermano no estaba en casa, de modo que llamó a sus sirvientas.
—Creo que parecería poco delicado instalarnos demasiado cerca de nuestro huésped —les dijo—. No me encuentro bien, y me gustaría que me dieseis un masaje en una habitación alejada de la suya para no molestarlo.
Su criada Chujo dormía al final de la galería, en la otra punta de la mansión: buscaría, pues, refugio en aquel lugar. Todo ocurrió tal como temía: Genji envió a sus hombres a la cama pronto y ordenó al muchacho que fuera a buscarla. Kogimi la buscó por todas partes hasta que la encontró en el aposento de Chujo. Casi con lágrimas en los ojos le repitió el mensaje del príncipe.
—¿Qué dirá de mí si no le haces caso?
—¿Qué pretendes? Eres un crío y no sirves para alcahuete. Cuéntale que no me encuentro bien y que me he retirado con mis sirvientas para recibir un masaje. Y en cuanto a ti, desaparece cuanto antes, que no quiero levantar sospechas.
Aunque hablaba con determinación, en su fuero interno no se sentía tan segura de sí misma como aparentaba. Hubiese dado cualquier cosa por no haber contraído aquel matrimonio infeliz y seguir viviendo en su casa, entre los recuerdos de sus padres. Allí hubiese podido recibir las visitas del príncipe resplandeciente, cuantas visitas hubiera tenido a bien hacerle… Ahora no le quedaba otro remedio que mostrarse fría ante sus atenciones y ocultar sus sentimientos auténticos si llegaba a enamorarse de él. Pero ya no le quedaba elección y debía representar su papel hasta el final.
Genji, en la cama, se preguntaba sobre el éxito de su mensajero. Finalmente el mocito se presentó aunque sólo para admitir su fracaso. ¡Qué mujer más fuerte! Genji hubo de reconocer que, comparado con ella, él parecía la parte más débil… Suspiró profundamente, y le envió este poema:
Perdido
en los marjales de Sonohara,
ignoraba cómo
suele engañarnos el hahaki-gi.81
Ella tampoco dormía, y le respondió con otro poema:
Vivo y no vivo
en mi humilde chamizo.82
¡Ojalá que, al igual que el hahaki-gi,
pudiera aparecer y desaparecer!
El mocito iba de un lado a otro con sus mensajes. Su afán por ser útil le mantenía despierto. Al fin su hermana le prohibió que regresara a molestarla y le ordenó la máxima discreción. Los criados de Genji roncaban mientras el príncipe se compadecía a sí mismo, teniéndose por el hombre más infeliz del mundo.
—Por lo menos llévame junto a su puerta —suplicó a Kogimi.
—Se ha encerrado en una estancia sucia y desordenada y mantiene un montón de mujeres a su alrededor. No sería una buena idea —le dijo su confidente.
—En tal caso quédate tú conmigo.
Genji pidió al mocito que se tumbara junto a él, y Kogimi se alegró de poder estar tan a la vera de un príncipe tan joven y hermoso. Cuentan que aquella noche Genji halló al muchacho mucho más complaciente que su inabordable hermana.83