Makibashira
—No se lo cuentes al emperador —dijo Genji al príncipe Higekuro unos meses más tarde—. Sería el fin de todos mis planes… Por el momento es preferible mantenerlo en secreto…
Pero el hombre estaba haciendo justamente todo lo contrario: la tentación de presumir de su éxito resultaba demasiado fuerte. Ya habían pasado unos días desde que Tamakazura lo aceptara, anteponiéndolo a todos los demás pretendientes. Aunque seguía sin gustarle, la muchacha llegó al convencimiento de que en aquel hombre recio e hirsuto, cuyo contacto le producía horror, no debía ver tanto a un amante como un instrumento del destino que ella tenía que aceptar del mismo modo que había aceptado otros a lo largo de su azarosa vida.
Al principio Higekuro fingió ignorar la ostensible falta de entusiasmo de la dama, convencido de que con el paso del tiempo se acostumbraría a él. Y, sin embargo, a medida que pasaban los días y ella seguía igual de triste, empezó a desesperar. Pero cuando tuvo conocimiento de que Tamakazura estaba embarazada, el general recuperó su coraje e hizo acopio de paciencia para soportar su frialdad y desapego. El cielo había sancionado su unión, una unión que él atribuía casi tanto a la astucia de Ben no Omoto como a la compasión de Buda, al que no se había hartado de rezar desde el día que conoció a Tamakazura. Pero la sirvienta de confianza, que tanto le había ayudado a salirse con la suya, estaba ahora purgando sus buenos oficios de alcahueta con un destierro «interior», pues su nueva señora no parecía dispuesta a perdonárselos.
También Genji se sentía desgraciado. Lamentaba la decisión de Tamakazura, pero no podía cambiarla. Puesto que todo el mundo parecía satisfecho con la unión, si él se negaba a dar su consentimiento, tan sólo conseguiría incurrir en la cólera de Higekuro. De modo que se resignó y se hizo cargo de los preparativos de la boda, que fue magnífica.
Higekuro quería que Tamakazura se trasladase a su casa lo antes posible, pero el canciller sugirió que una prisa excesiva no se correspondería con el rango y posición de la novia. Por otra parte, era un hecho que en el palacio del general había ya otra dama que difícilmente recibiría a la nueva con los brazos abiertos.
—Si queremos que el mundo no nos critique —dijo el canciller—, habrá que aplicar grandes dosis de tacto.
—De todos modos, seguramente sea la mejor solución —le respondió To no Chujo—. La idea de enviarla a la corte despertaba en mí serios reparos. Una dama carente de apoyos y sin parentela influyente no lo tiene allí nada fácil, por más que el emperador la distinga con su afecto. Dirás que yo podría ayudarla, pero recuerda que ya tengo otra hija en la corte. ¿Cómo iba a favorecer a una sin perjudicar a la otra? Hiciera lo que hiciese, estaría mal hecho.
Ambos sabían que, de haber ido a la corte, le hubiese tocado un puesto entre las damas de escasa importancia, y habría tenido pocas ocasiones de tratar con el soberano.
Aunque no se dio publicidad al matrimonio, en la corte no se hablaba de otra cosa. En la carta de rigor que To no Chujo envió a su yerno al tercer día de la ceremonia, ponía de relieve cuánto debía agradecer a Genji la buena educación que había proporcionado a la dama mientras estuvo bajo su tutela, y expresaba en los términos más cálidos su gratitud hacia el canciller. Estaba seguro de que Genji vería la carta, y de que sus palabras contribuirían a mejorar las relaciones entre ambos.
Cuando el emperador se enteró del enlace, se mostró encantado.
—Lamento sinceramente que hayamos de prescindir de ella en palacio —dijo—, pero comprendo que haya elegido otra posición. En su situación actual, no creo que esté dispuesta a aceptar un puesto de responsabilidad en la corte. De todos modos, siempre será bien recibida…
Cuando llegaron los festivales del undécimo mes, en el palacio de la Sexta Avenida encargaron su organización a Tamakazura y le tocó dar instrucciones a un sinfín de chambelanes y azafatas que acudían a pedirle consejo a todas horas. «Su excelencia» el general, convencido de que no estaba de más, se pasaba la vida a su lado, con gran disgusto de la dama. Mientras tanto, Hotaru y los demás pretendientes se sentían profundamente desgraciados por su fracaso. El que más lo lamentaba era el hermano de Murasaki, pues la decisión de Tamakazura le afectaba por partida doble: no sólo representaba su derrota, sino que introducía una rival de su otra hermana en el hogar del general. Pero prefirió callar y no enemistarse con Higekuro, convencido de que nada ganaría con ello.
Ya se ha dicho que Higekuro era un modelo de sobriedad, un hombre que jamás había hecho locuras por ninguna mujer. ¡Y ahora se sentía feliz como un niño y no hacía nada por disimularlo! Entraba y salía sin parar de los aposentos de su esposa de la mañana a la noche con una sonrisa inmensa de felicidad pintada en el rostro, y parecía, a pesar de su espesa barba negra, la viva imagen del joven enamorado. Las mujeres se reían de él a sus espaldas, pues ninguna de ellas envidiaba a Tamakazura.
Poco quedaba ahora de aquel temperamento alegre que la había caracterizado en tiempos. Se encerró tras un silencio sombrío, como si quisiera dar a entender al mundo que no se había casado precisamente por amor. Y cada vez trataba a su esposo de un modo más desagradable. ¿Qué pensaba Genji de la nueva situación? ¿Y el príncipe Hotaru, antes siempre tan atento y jovial? El canciller se avergonzaba del mal gusto de la muchacha, pero se alegraba de que su unión con Higekuro lo colocara a él por encima de toda sospecha. Cuando pensaba en ciertos sentimientos que aún se mantenían frescos en su ánimo, procuraba conjurarlos visitando a Murasaki, a la que recriminaba dulcemente por no haber tenido a veces suficiente confianza en él.
Si ahora volviera a sucumbir a la tentación, se decía, el escándalo sería mayúsculo. Hubo un tiempo en que hubiese hecho cualquier cosa por tener a la joven, y no resultaba tan sencillo renunciar a ella de una vez por todas. Un día que Higekuro había salido fue a visitarla. Deprimida hasta la enfermedad física, la dama se negó al principio a recibirlo. Finalmente accedió de mala gana a una entrevista desde el otro lado de las cortinas del kichó. El canciller le dirigió la palabra muy ceremoniosamente, y hablaron un rato de asuntos de poca monta. La dama no pudo dejar de comparar la hermosura y la elegancia de Genji con la falta de atractivo de su marido, y se sintió más desolada que nunca. Hizo todo lo posible para que el canciller no se diera cuenta de que lloraba. Poco a poco y a medida que la conversación tomaba un tono más íntimo, el canciller se inclinó hacia delante y, a través de los cortinas, entrevió a Tamakazura. Aunque había adelgazado mucho, le pareció más bella que nunca, y se acusó severamente de haberla dejado escapar. Improvisó:
—Nada pude hacer para estar junto a ti
cuando debas cruzar el río de la muerte,
pero jamás pensé
que sería otro quien te ayudaría a atravesarlo.440
»Todo es muy extraño…
Ella se dio la vuelta, cubriéndose el rostro, y recitó:
—Preferiría fundirme como la espuma
en un río de lágrimas,
a llegar a la orilla
del Mitsuse mal acompañada.
—No se trata precisamente de mi río favorito… —dijo Genji, procurando sonreír—. Ya que no podré ayudarte a cruzarlo, permite al menos que, llegado el momento, te acompañe hasta su orilla tomándote de la punta de los dedos… Estoy bromeando, aunque espero que ahora veas las cosas de otra manera. Muy pocos hombres se hubiesen portado de un modo tan estúpido como yo… Claro que tu actitud…
Al ver que ella empezaba a sentirse incómoda, cambió de tema.
—He oído decir que el emperador no ha renunciado aún a tus servicios. Quizás deberías anticiparte y hacer una breve aparición en la corte. El general está convencido de que le perteneces y de que puede hacer contigo según le plazca, y no creo que acepte de buena gana la idea de que ostentes un cargo en palacio. Debo reconocer con pesar que las cosas no han salido tal como yo hubiera deseado, aunque To no Chujo parece muy satisfecho, lo cual no es poco.
Tamakazura callaba y escuchaba. A veces, las reflexiones de Genji la divertían muy a su pesar; otras la angustiaban. Él la compadecía en el alma, pero no se refirió a sus anhelos más íntimos, unos anhelos que no había conseguido todavía eliminar completamente. Hizo unas cuantas sugerencias útiles por si tenía que desenvolverse en la corte. Aunque no lo decía claramente, parecía querer aplazar lo más posible su traslado definitivo a la mansión de Higekuro.
El general no era partidario de que su esposa sirviera al emperador, pero finalmente llegó a la conclusión de que resultaría más sencillo trasladarla de la corte a su propia casa que de la mansión de Genji, de modo que dio su consentimiento a que Tamakazura pasara una temporada en el palacio imperial. Mientras tanto, Higekuro vivía en un rincón de los aposentos asignados a su nueva esposa, pero se encontraba muy incómodo. De todos modos, si quería llevar a su nueva consorte a su casa, previamente tenía que acondicionarla, pues, en su estado actual, dejaba mucho que desear.
Durante el último año había permitido que se arruinase, y no existía elemento arquitectónico o decorativo que no clamase por una reparación. Obsesionado por Tamakazura, durante largos meses no preguntó ni una sola vez por el estado de la frágil salud mental de su esposa, e incluso parecía que sus hijos, a los que siempre quiso tanto, habían dejado de interesarle.
En cuanto hubo decidido llevar a la dama a su hogar, dio las órdenes oportunas para que se procediera a las reparaciones y a los trabajos de limpieza necesarios. Poco le importaba que con ello agravara las penas de su primera esposa o causara sufrimientos a sus hijos. Los hombres sensibles piensan primero en los demás, pero Higekuro era un tipo obstinado e inflexible, cuya agresividad molestaba a muchos.
Makibashira, primera esposa del general, era una mujer de cierta relevancia. Nacida de un príncipe imperial, destacó en su juventud por su belleza y fue objeto en tiempos del aplauso y la admiración de la corte. Desgraciadamente, en los últimos años su carácter había sufrido un cambio notable a peor, hasta el extremo de que aseguraban que se había vuelto loca o que la había poseído un mal espíritu. Se comportaba de un modo muy extraño —a veces, terriblemente violento—, y solía dar la impresión de vivir completamente aislada del mundo exterior.441 Aunque Higekuro había dejado de amarla (suponiendo que alguna vez la hubiese amado) y ya no vivían como marido y mujer, seguía tratándola con arreglo a su rango y la consideraba su esposa principal.
Cuando el príncipe Hyobu, padre de la dama, tuvo conocimiento de que existía otra mujer, superior en todo a su hija, cuyos orígenes no acababan de estar claros, y de que su yerno estaba cada día más loco por ella, montó en cólera.
—¿De manera que tu marido piensa relegarte al rincón más mísero de la casa —dijo a su hija—, mientras otra mujer, joven y elegante, se apodera del resto? ¿Qué dirá la gente cuando se entere de ese arreglo vergonzoso? ¡No! ¡Jamás permitiré que ocurra! En el peor de los casos, siempre puedes regresar a mi palacio…
Con esta idea, hizo redecorar el ala este de su casa, y, cuando estuvo concluida, exigió que se la trasladara allí. Pero Makibashira llevaba muchos años de casada y había dejado de considerar la casa paterna como su hogar, de modo que, cuando tuvo conocimiento de las órdenes de su padre, su mente enferma sufrió una nueva crisis. Sus primeras manifestaciones, de carácter violento como casi siempre, dieron paso luego a una postración anormal que la retuvo en cama largo tiempo.
Antes de su enfermedad había sido una mujer plácida y agradable, un poco infantil, pero dócil y de trato fácil, y así se mostraba aún cuando los ataques remitían y volvía temporalmente a ser la que fue. Incapaz de gobernarse, se había abandonado mucho, y su aspecto macilento y desaliñado no podía ya agradar a hombre alguno. Pero, a pesar de todo, Higekuro no estaba dispuesto a dejarla marchar. Eran demasiados años de vida en común, y, si no la amaba, le inspiraba una gran piedad. En sus intervalos de lucidez, se esforzaba por mantener una conversación con ella y obligarla a razonar.
—Incluso matrimonios que llevan poco tiempo casados —le dijo un día—, si ambos son personas educadas y de buena familia, saben controlarse, y ésta es la condición principal para que la unión resulte duradera y pueda considerarse feliz. Como estás enferma, no voy a confiarte todo lo que llevo en el corazón, pero hay cosas que ya no puedo callar. ¿Acaso no hemos vivido juntos durante muchos años, confiando el uno en el otro? Estaba firmemente decidido a ocuparme de ti hasta el final, a pesar del extraño mal que te aqueja, y soporté pacientemente tus ataques violentos y tus continuos cambios de humor durante años. Pero las cosas han llegado a un extremo imposible de tolerar. He llegado a la dolorosa conclusión de que me odias.
»Siempre te dije que, en atención a que nuestros hijos todavía eran pequeños, nunca rompería definitivamente contigo, pero en los últimos tiempos has perdido completamente la razón y hablas de mí con el mayor desprecio. Creo que te estás precipitando. Mientras no sepas cuáles son mis auténticos propósitos, entiendo que estés furiosa, pero procura mostrarte más paciente y deja nuestra situación de mi cuenta. Tu padre ha hecho demasiado caso de los rumores, y, furioso contra mí, quería llevarte con él a la fuerza. A eso le llamo yo actuar impremeditadamente. A menos que todo sea una farsa, y lo haya hecho sólo para intimidarme…
Higekuro esbozó una sonrisa para quitar hierro al asunto, pero su esposa tomó muy a mal sus palabras y se le quedó mirando con una expresión de reproche y angustia en el rostro. Incluso azafatas de la dama como Moku o Chujo, que tanto tenían que agradecer a la generosidad del príncipe, se pusieron contra él y le hicieron saber su indignación por la próxima llegada de Tamakazura. Makibashira, que atravesaba un momento de relativa lucidez, lloraba quedamente.
—Puedo entender que no apruebes mi estupidez y excentricidades —le dijo—, pero no insultes a mi padre, que no tiene la culpa de que yo sea como soy. Pero con el tiempo me he habituado a tu conducta arbitraria, y no me hago ya ilusiones de cambiarla…
Por unos instantes, la cólera que chisporroteaba en sus pupilas la hizo parecer casi hermosa. Siempre fue una mujer pequeña, pero su dolencia la había dejado en la piel y los huesos. Su cabellera, antes larga y gruesa, parecía ahora rala y descolorida. Y, sin embargo, algo conservaba aún de la gentileza heredada de su padre, muy estropeada lamentablemente por la enfermedad y el abandono. Parecía mucho mayor de lo que era.
—¿Piensas de veras que quiero pelearme con tu padre? —prosiguió Higekuro—. Si sigues sosteniendo esas cosas, sólo conseguirás sembrar cizaña entre ambos. Además, puedes estar segura de que es completamente falso… Lo cierto es que nunca me he encontrado realmente a gusto en el palacio nuevo de la Sexta Avenida. ¡Tanta magnificencia acaba por hartar a un hombre sencillo como yo! Deseo tener a mi segunda esposa aquí para sentirme más cómodo… Ya sé que Genji es un personaje muy importante, pero a mí me tiene sin cuidado. Aquí viviremos mucho mejor los tres.442 Piensa que todos esos rumores que circulan por culpa de tus quejas a las criadas no nos hacen ningún favor… De todos modos, si el canciller se entera de que eres poco amable con la que fue su pupila, se enfadará mucho contigo y conmigo. Intenta, pues, controlarte y ser afectuosa con Tamakazura. Si te muestras cariñosa, todo irá bien, y yo seguiré amándote y respetándote hasta el final. Seamos fieles a nuestros votos y ayudémonos mutuamente.
Le hablaba como a una niña y ella le contestó:
—No estoy preocupada por mí, y me tienen sin cuidado tus amoríos. Haz lo que te dé la gana. Pero no puedo evitar pensar en mi padre. El anciano sabe cuán enferma estoy, y le avergüenza profundamente que, después de tantos años de matrimonio, tú y yo nos hayamos convertido en la comidilla de la corte. ¿Cómo voy a mirarlo a la cara? Y no olvides que la mujer de Genji tampoco es una extraña para mí. Cierto que mi padre no se ocupó de ella durante su infancia, pero le duele mucho que ahora haya aceptado el papel de valedora de Tamakazura… No es que a mí me importe mucho. Digamos que me limito a constatarlo.
El general se apresuró a tomar la defensa de la mujer del canciller.
—Te muestras muy injusta con Murasaki, pero, una vez más, temo que también en este punto te hayan informado mal. Murasaki vive encerrada en su pabellón como una princesa encantada de cuento de hadas, y jamás se metería en la vida de personas como tú y como yo… o como Tamakazura. Si tu padre piensa lo contrario, no conoce a su hija Murasaki, y sentiría mucho que sus opiniones llegasen a oídos del canciller…
Estuvieron hablando toda la tarde, pero cuando Higekuro empezó a impacientarse y se disponía ya a partir, se puso a nevar. La nevada era tan espesa que lo retuvo en la estancia. Si ella hubiese sucumbido a un ataque de celos, su marido habría llamado a la servidumbre para desaparecer a continuación. Pero aquella tarde Makibashira no perdió su lucidez y consiguió mantener la calma, de modo que su esposo hubo de quedarse a su lado y compadecerla. ¿Qué otra cosa iba a hacer? Al fin se levantó y se dirigió a la galería, donde las persianas estaban todavía levantadas. Ella lo siguió con la vista. A juzgar por sus palabras, se hubiese dicho que quería que se fuese.
—Vete cuanto antes —le animaba, dándole prisa—. Debe de ser muy tarde. Seguro que, con tanta nieve, te costará encontrar el camino… Y tal vez el tiempo empeore todavía más…
Higekuro fingía resistirse, aunque deseaba partir.
—Creo que esperaré hasta que deje de nevar… —murmuraba como hablando consigo mismo—. Parece que el tiempo está a punto de cambiar para mejor… Como te decía, la gente habla mucho porque desconoce mis verdaderas intenciones, y lo que se dice en la corte llega a los oídos de Genji y de To no Chujo… Ésta es la razón de que ambos se muestren a veces molestos conmigo. No hace falta que te dé más explicaciones…
La dama volvió a insistir en que se fuera, pues se daba cuenta de que el hombre no deseaba otra cosa.
—Tienes razón: ya es muy tarde —dijo al fin el general, como si, muy a su pesar, diera su brazo a torcer—. No puedo quedarme aquí por más tiempo, pero eres tan buena y paciente que me perdonarás si me voy… Cuando Tamakazura viva con nosotros, todo resultará más fácil… Aunque, si siempre te mostraras tan razonable como esta noche, no tendría sentido traer a otra mujer a esta casa…
—Sé que no tienes ganas de pasar la noche aquí —le reprochó suavemente Makibashira—. No puedo soportar tenerte a mi lado cuando me consta que tus pensamientos están en otra parte… Me basta con que me dediques un recuerdo de vez en cuando… Te prometo que no he de llorar. Mira mi manga: está completamente seca.
Entonces la dama fue a buscar un pebetero, lo llenó de hierbas aromáticas y se puso a perfumar con sus propias manos la casaca de montar de su esposo. Aunque estaba delgadísima y sus ropas arrugadas parecían colgar de un palo, Higekuro se sintió profundamente afectado por la profunda melancolía que desprendía la figura de la mujer. Y, aunque los círculos rojos que rodeaban sus ojos no la favorecían en absoluto, se dejó ganar por la ternura y procuró ignorarlos. No tenía nada que reprocharle, y durante años habían sido muy felices. Como en otras ocasiones, se sintió culpable. ¿Acaso no debía haber esperado más a embarcarse en una nueva unión que sólo podía acarrear sufrimientos a su primera esposa? Pero, en cuanto pensó en Tamakazura, no fue capaz de permanecer allí por más tiempo. Suspirando profundamente, se puso la casaca de montar y, con un pebetero minúsculo, perfumó el interior de las mangas. Aunque no era hermoso como Genji, era un hombre alto y robusto de presencia imponente. Sus servidores se impacientaban.
—Parece que la nevada está remitiendo —dijo uno de ellos—. Ya es tardísimo…
Las criadas Moku y Chujo estaban tumbadas en un rincón contándose historias y suspiraban, movidas a compasión por las penas de su señora. Makibashira se había instalado en el suelo, frente al lugar donde estuviera su esposo, y apoyaba su cabeza en un taburete. De pronto se levantó de un salto, cogió un gran pebetero, le quitó la tapa y vació su contenido sobre la cabeza de Higekuro, que se hallaba en el umbral a punto de salir. Una lluvia de cenizas cayó sobre el general, cegándolo.
Higekuro empezó a sacudirse la ceniza de su casaca, su túnica, sus calzas y su pelo, mientras tosía y se restregaba los ojos. La mujer actuó con tanta rapidez que las criadas no tuvieron tiempo de frenarla. Una vez más, el espíritu que la poseía había dado muestras de su enorme perversidad. El hombre tuvo que cambiarse de ropa, pero seguía con el pelo lleno de ceniza. Estaba furioso y, de no haber actuado la culpable bajo los efectos de una dolencia que todos conocían, se hubiese ido de sus aposentos para no regresar jamás. Pero tal como estaba, no podía presentarse ante Tamakazura.
«Está enferma, muy enferma», se repetía, de pésimo humor, «pero hay muchas maneras de estar enfermo». Aquello fue la gota que colmó el vaso, y lo que quedaba de su afecto hacia su esposa desapareció para siempre. De todos modos, procuró calmarse porque quería evitar un escándalo a toda costa. A pesar de lo avanzado de la hora, hizo llamar a unos exorcistas, ordenándoles que se pusieran manos a la obra, y, mientras los bonzos se entregaban a sus ritos y ensalmos, la enferma gruñía y chillaba como si la estuviesen matando. El exorcismo duró toda la noche. En un momento de relativa calma, el príncipe redactó una carta muy seria para Tamakazura:
Una enfermedad terrible ha visitado mi casa, y el tiempo infernal tampoco ha contribuido a que la abandonara. Mientras esperaba una mejoría, la nieve me ha congelado en cuerpo y alma. Puedes imaginar cuánto me inquieta lo que podáis pensar tú y tus mujeres, pues no quisiera que mi ausencia fuese mal interpretada.
Estoy echado, y sólo me abrazan
mis propias mangas con su frialdad.
Hay ventisca en el cielo,
y también en mi corazón.
¿Puede exigirse a un hombre que soporte tanto sufrimiento?
La carta había sido escrita en fino papel blanco, y su caligrafía era la de un carácter impetuoso, pero, tomada en su conjunto, resultaba del todo aceptable, pues, a pesar de su rudeza, Higekuro era un hombre bastante cultivado. Tamakazura, que no había lamentado en absoluto su ausencia, ni siquiera se tomó la molestia de abrir la carta, por no hablar de contestarla.
Al día siguiente el estado de Makibashira no había mejorado en absoluto. Su marido encargó nuevos exorcismos y pasó el día rezando para que recuperara su lucidez aunque sólo fuese por un par de días, lo suficiente para instalar a Tamakazura en su casa. Recordaba cuán mansa y dulce había sido su esposa antes de que la atacara aquella horrible dolencia, y el recuerdo de aquellos tiempos, que ya no volverían jamás, lo mantenía a su pesar todavía ligado a ella. Un extraño hubiese huido de ella como de un demonio.
Al anochecer se dirigió a casa de Tamakazura. Por culpa de la enfermedad de su mujer nadie se ocupaba de la ropa en casa de Higekuro, y el general se quejaba continuamente de que las prendas de sus atuendos estaban mal cortadas, mal cosidas, mal lavadas y mal planchadas, de modo que, cuando se vestía para salir, presentaba invariablemente un aspecto ridículo. Su traje de corte, el único que tenía, estaba lleno de agujeros producidos por quemaduras de las cenizas que su esposa había arrojado sobre él, y el conjunto apestaba a humo. Seguro que Tamakazura no aprobaría aquel atuendo… Para mejorar de aspecto, se bañó de nuevo y cambió de camisa. Le sacaron una casaca nueva, pero su corte y acabados dejaban mucho que desear. La pobre Moku procuró mejorarla quemando nuevos perfumes, mientras recitaba en voz baja, cubriéndose la cara con una manga:
—Tu nuevo atuendo
se quemó por culpa de la llama
que consume un corazón
víctima de la pasión y la soledad.
»Ni siquiera nosotras podemos contemplar indiferentes cómo la tratas…
Higekuro se preguntaba qué podía haber visto en aquella azafata con la se había permitido alguna familiaridad, pues no era un prodigio de sensibilidad. Pero no quiso dejar su poema sin responder, y recitó:
—Si pienso en los terribles sucesos
que acaban de ocurrir,
me arrepiento profundamente
de haberla tomado por esposa.
»Si Tamakazura se entera, también la perderé a ella, y entonces estaré completamente destrozado…
Tras suspirar por última vez, fue al encuentro de Tamakazura. Su primera impresión al volver a verla fue que había mejorado mucho durante la noche de su ausencia. Cuando estaba con ella, no pensaba en nada más, y pasó varios días a su lado tratando de olvidar los desgraciados sucesos vividos en su propia casa. No pudo, sin embargo, conjurar el temor de que se produjeran nuevos incidentes que perjudicaran su fama todavía más. A todas horas le llegaban noticias de que los exorcistas seguían actuando de la mañana a la noche, y de que no paraban de salir espíritus malignos del cuerpo de la posesa. Las pocas veces que fue a su casa, evitó acercarse a la enferma, y vio a sus hijos, una niña de doce años y dos hijos más jóvenes, en otra parte de la mansión.
Hacía tiempo que visitaba poco a Makibashira, pero su posición como esposa principal seguía indiscutida, aunque sus azafatas y criadas estaban convencidas de que se estaba acercando el rompimiento definitivo. Esta posibilidad, cada vez más cercana, les dolía mucho. Su suegro volvió a reclamarla y en una carta decía a su hija:
Es un hecho que te tiene abandonada. Si no quieres que toda la corte se burle de ti, debes abandonar su casa cuanto antes. No tienes ninguna necesidad de aguantar esta situación, mientras yo viva y pueda ayudarte.
Con el paso de los días Makibashira recuperó algo de su lucidez. Se dio cuenta de que su matrimonio era una catástrofe, y que, si permanecía en casa de su esposo hasta que éste la echara, mataría a su padre de vergüenza. Después de todo, su hermano mayor estaba al mando de uno de los cuerpos de la guardia imperial, y era una persona muy conocida. Una mañana se presentaron en tres carruajes sus tres hermanos más jóvenes, un capitán de la guardia, un chambelán y un funcionario ministerial, con el firme propósito de llevársela.
Aunque no cogieron a sus mujeres por sorpresa, azafatas y criadas se pusieron a llorar desconsoladamente. Iba a regresar a una casa que había dejado muchos años atrás, donde la esperaban unos aposentos mucho menos espaciosos que los que ocupaba en la de Higekuro. No podía, pues, llevarse a toda su servidumbre. Algunas criadas dijeron que, de momento, partirían a sus casas respectivas, pero que, en cuanto la situación se hubiese normalizado, regresarían a su servicio. Al irse, las mujerucas se llevaron sus pobres equipajes. La preparación del de la enferma dio lugar a notables discrepancias entre las encargadas del mismo. Mientras tanto, sus hijos deambulaban por la casa como almas en pena, incapaces de entender qué estaba pasando.
—Poco importa lo que sea de mí —les dijo Makibashira, deshecha en llanto—, y me da lo mismo vivir que morir. Si estoy triste es por vosotros. Sois aún muy jóvenes, y ahora os separarán y desperdigarán. Tú, querida mía —dijo a su hija—, debes permanecer a mi lado pase lo que pase. Pero quizás os espere a vosotros una suerte aún peor —dijo a sus hijos—. No creo que vuestro padre evite veros, pero se ocupará muy poco de vosotros. Mientras mi padre viva, tendréis a alguien que os ayudará en lo que pueda, pero Genji y To no Chujo son los que de veras tienen el poder. De poco os servirá ser hijos míos… Podríamos escapar juntos y convertirnos en vagabundos, pero no me lo podría perdonar ni en mis vidas futuras…
Mientras los niños sollozaban, la madre llamó a sus amas y les dijo:
—Aquí tenéis un ejemplo de las cosas que se leen en los libros. El día menos pensado un buen padre de familia pierde la cabeza por una nueva esposa, y se deja dominar por ella hasta olvidarse de sus propios hijos. Pero hace tiempo que Higekuro ha dejado de actuar como un auténtico padre. Hace años que los tiene completamente abandonados, y dudo mucho que esté dispuesto a hacer algo por ellos…
Como era una noche de ventisca, y todos temían que se acercaba una gran nevada, sus hermanos le metían prisa.
—En cualquier momento nos puede caer encima una tempestad espantosa… —repetían.
Los niños lloraban contemplando el jardín. Higekuro había tenido siempre un cariño especial por su hija, y ésta, temiendo que quizás no volvería a verlo nunca más, estaba perpleja, y se preguntaba, entre lágrimas, si de verdad tenía la obligación de abandonar aquella casa.
—¿No te gusta la idea de irte conmigo? —le preguntó su madre.
La niña hacía todo lo posible por retrasar la partida, pues esperaba la llegada de su padre, pero nadie creía que el general estuviera dispuesto a abandonar a Tamakazura a aquellas horas de la noche. Había un pilar de ciprés a la derecha,443 según se accedía a las estancias de las mujeres. La niña solía sentarse junto a él: era su lugar favorito. Al pensar que pronto lo abandonaría para siempre y que una extraña ocuparía aquel aposento, tomó una hoja doblada de papel marrón oscuro, y, tras escribir algo en ella, la introdujo llorando en una rendija del pilar. Allí lo dejó, clavado con una aguja que llevaba en la cabeza. He aquí el poema de la niña:
Aunque deba abandonar
esta casa en que tanto tiempo he vivido,
te ruego, amado pilar de ciprés,
que no me olvides nunca.
Le costó llegar al final, y volvió a echarse a llorar.
—Vayámonos de una vez —dijo su madre, y añadió este poema:
Por más que recuerdes nuestro amor,
fiel pilar de ciprés,
¿qué estamos dejando atrás
que pudiera obligarnos a permanecer?
Las mujeres se despedían de los árboles y las flores deshechas en llanto: mientras vivieron en la casa, no les prestaron atención, pero ahora que se veían en el trance de abandonarla, descubrieron cuán importantes resultaban para ellas. Moku permaneció al servicio de Higekuro. Éste fue el poema de Chujo:
—El arroyo, aunque superficial, se desliza,
límpido, entre las rocas todavía,
mientras la señora de la casa
se ve forzada a partir.
»Nunca hubiese dicho que un día tendría que dejar esta casa…
—¿Qué quieres que te diga? —contestó Moku, e improvisó este poema:
—El arroyo, entre las rocas del estanque,
ha enmudecido. No tengo palabras…
Aquí ya no hay vida
capaz de retenerme…
»¡Qué triste!
Los carruajes arrancaron, y Makibashira no paraba de mirar hacia atrás, convencida de que nunca más volvería a ver aquella mansión. Contempló todas y cada una de las ramas de los árboles hasta que el jardín se perdió de vista. Aunque no hubiera podido afirmarse que amaba el hogar que dejaba atrás, siempre apena abandonar un lugar que ha sido tan familiar duran te años.
Mientras tanto, en casa de su padre se la esperaba con enorme agitación: si su padre estaba furioso, más lo estaba su madre, una mujer que siempre se caracterizó por su mal genio. Cubría a su marido de reproches, convencida de que había sido la hostilidad que mostrara con Genji cuando éste cayó en desgracia la causa última de todo lo que había ocurrido luego.
—Se diría que estás muy orgulloso de tener a Genji por yerno —le increpaba en todos los tonos—, y aún no te has enterado de que te odia. Observa que no ha perdido ocasión de hacer cuanto ha podido para perjudicar a la hija que tenemos en la corte. A él debemos que no se la nombrara emperatriz en su día… Se nota que no te ha perdonado tu cobardía cuando fue exiliado a Suma… Muchos pensaban que con el triunfo de Akikonomu se daría por satisfecho, pero no ha sido así. Hace tiempo que te rogué que hicieses lo imposible por recuperar su favor. Pero no moviste un dedo, y ahora tenemos al señor canciller completamente dominado por tu bastarda Murasaki. Lo razonable hubiese sido congraciar a Murasaki con sus hermanas en beneficio de todos nosotros. ¡Al fin y al cabo, todos somos parientes! ¡Y para rizar el rizo de nuestra humillación, el insaciable Genji se mete en casa a una zorra que no sabemos de dónde viene, y, por no pelearse con Murasaki, la casa con un hombre decente e idóneo para el papel de consentido! ¡Un hombre que ya era nuestro yerno!
—Cállate de una vez, mujer —dijo el príncipe—. Todo el mundo habla bien de Genji y no tienes derecho alguno a criticarlo. No pongo en duda que quería saldar sus cuentas conmigo, pero fue la mala suerte lo que me indispuso con él. A su manera me ha hecho objeto hasta el día de hoy de castigos y recompensas con discreción e inteligencia. Supongo que si me castigó tan duramente fue porque se sintió traicionado en su amistad. Pero recuerda cómo celebró mi cincuenta aniversario hace algunos años. Hizo mucho más de lo que merecía, toda la corte me felicitó por ello y lo considero uno de los honores más grandes que se me han tributado nunca.
La postura contemporizadora del príncipe no hizo sino exacerbar la cólera de su esposa, y siguió dirigiendo a Genji los insultos más groseros que le venían a la lengua. Mientras, en cuanto el príncipe Hogekuro se enteró de que su esposa lo había abandonado, se sorprendió mucho. «Esas cosas las hacen las esposas jóvenes, pero Makibashira ya es demasiado mayor para ello…», repetía sin cesar. Desde el primer momento atribuyó toda la culpa a su suegro, el príncipe Hyobu. Estaba convencido de que su mujer hubiese preferido seguir en su casa y guardar las apariencias en interés de sus hijos.
—¡No me lo esperaba! —comentó a Tamakazura—. Claro que a ti y a mí nos facilitará las cosas, pero sigo pensando que ha sido un craso error. Makibashira es hoy, por culpa de su dolencia, una pobre infeliz, y yo estaba convencido de que hubiese podido continuar viviendo en algún lugar de la casa. Pienso que su padre, hombre testarudo donde los haya, está detrás de todo este asunto. He de ir a su casa y ver qué ha pasado. Si no, me consideraré un irresponsable.
Higekuro llevaba calzas de seda de un gris azulado y una casaca muy elegante blanca y forrada de verde. Con su altura imponente y digno porte, muchas mujeres de la casa pensaban que no estaba tan mal, pero Tamakazura seguía sin ver en él atractivo alguno. Antes de llegar al palacio de Hyobu, Higekuro pasó por su casa, y allí Moku y las sirvientas que quedaban le contaron lo ocurrido. Por más que procuró contenerse, al oír lo que había hecho su hija, se echó a llorar.
—Vuestra señora no se da cuenta del esfuerzo que me ha supuesto aguantar sus extravagancias durante tantos años —dijo a las mujeres—. Un hombre menos indulgente no hubiese sido capaz… Pero no vale la pena perder el tiempo hablando de ello. La dama no tiene arreglo. El problema es ver qué se hace con los niños…
Le mostraron el papel que sobresalía del pilar de ciprés. Aunque la caligrafía era aún infantil, aquellos versos le afectaron profundamente, y no dejó de llorar hasta que llegó al palacio de su suegro. Estaba convencido de que no le dejarían ver a la niña. No se equivocaba, pues ni siquiera el príncipe y su esposa se dignaron recibirle.
Hyobu dijo a su hija:
—Tu marido es un buen hombre, pero siempre ha mostrado cierta predisposición a adular a los poderosos. No debe, pues, sorprendernos lo que acaba de ocurrir. Hace años que oigo contar que se había vuelto loco por esa muchacha. ¿Piensas que cambiará de actitud algún día? ¡Imposible! Si permaneces a su lado, sólo te tocará escuchar nuevos insultos. Tampoco tiene sentido que lo recibamos.
En vista de que no se le permitía dirigirse personalmente a su suegro, Higekuro le hizo entregar un mensaje que decía así:
No creo que tu conducta sea la que se espera de un hombre civilizado. Deja, ante todo, que te pida disculpas por mis faltas, pues soy el primero en reconocerlas. Siempre creí que tu hija permanecería a mi lado por los niños, y parece que me equivoqué como un estúpido. Sin embargo, creo que deberías mostrarte un poco más tolerante y esperar a que resulte evidente que no tiene otra alternativa.
Pidió una vez más que le dejasen ver a su hija, pero nadie pareció dispuesto a traérsela. Su hijo mayor tenía a la sazón diez años y servía en la corte en calidad de paje. Aunque no era excepcionalmente hermoso, era listo y popular entre los de su edad, y tenía conciencia de la situación que atravesaba su familia. Su otro hijo tenía ocho años y era muy guapo. Al verlo, Higekuro se puso a acariciarle el pelo y le dijo que debía regresar a su casa para ayudarle a recordar a su hermana, con la cual guardaba un gran parecido. Como insistiera en ver a su suegro, Hyobu le hizo decir que padecía un fuerte resfriado y no podía recibirlo.
Higekuro no quiso insistir y partió, llevándose consigo a sus dos hijos varones. Mientras se dirigían a su casa, donde pensaba dejarles, pues no le pareció bien llevarlos a la de Genji, les contó la historia de su matrimonio desde su punto de vista.
—Vosotros seguiréis viviendo donde siempre habéis vivido —les dijo al final, para tranquilizarlos—, y yo procuraré visitaros cuantas veces pueda. Todo irá bien…
Tanta pena sintió al dejarlos para irse a dormir con su nueva esposa, que pensó que acababa de crearse una nueva fuente de inquietudes, pero las gracias de Tamakazura, comparadas con los sinsabores que la otra le ocasionara en los últimos años, le consolaron una vez más. En los días que siguieron hizo de la afrenta que, según él, se le había infligido, un pretexto para romper todo tipo de relaciones con su suegro, el cual aseguraba, profundamente disgustado, que no había para tanto.
—Me parece muy mal que mi madrastra se enfade tanto conmigo —dijo Murasaki a Genji—. Según ella, nunca debiste inmiscuirte en los problemas matrimoniales de mi hermana y el general.
—Es una situación incómoda para todos —le contestó él—. Tamakazura siempre fue difícil de manejar, y ahora incluso ha conseguido indisponerme con el emperador. El príncipe Hyobu es muy quisquilloso y se ha enfadado mucho con nosotros dos, pero es razonable, y al fin he conseguido que aceptara mis explicaciones. Las relaciones sentimentales son difíciles de ocultar, por más precauciones que se tomen, y estoy muy contento de no tener nada que reprocharme.
Aunque Tamakazura era a todas luces el origen de aquella situación tan enojosa, su propio humor empeoraba de día en día. Su esposo Higekuro estaba muy preocupado: seguramente el soberano lo haría responsable del cambio de planes de su nueva esposa, que no parecía dispuesta ahora a aceptar el cargo de intendente de la cámara imperial que le había sido propuesto. Por otra parte, daba por seguro que Genji y To no Chujo se pondrían del lado del emperador. Volviéndolo a pensar, el general llegó a la conclusión de que existían precedentes de esposas de altos funcionarios que habían prestado sus servicios en la corte, de manera que presentó a la suya en palacio poco antes de la fiesta del Otokotoka, que se celebra a mediados del primer mes.
La ceremonia de presentación fue muy solemne, pues la patrocinaban, además de Higekuro, el canciller y el ministro, padres adoptivo y verdadero de la protagonista. También Yugiri y los hijos de To no Chujo contribuyeron en la medida de sus fuerzas al éxito del festejo. Una vez en palacio, se le asignaron aposentos en la parte oriental del pabellón Shokyoden, unos aposentos que sólo separaba de los de la hija del príncipe Hyobu, situados al oeste del mismo edificio, un corredor cubierto. Pero aunque físicamente ambas damas se hallaban muy cerca la una de la otra, sus simpatías e intereses no podían estar más alejados y no se trataban en absoluto.
Por aquel entonces la vida en la corte era relativamente sencilla porque el emperador había prescindido de favoritas de baja categoría y de amantes clandestinas. Además de la emperatriz Akikonomu, no había más esposas y concubinas imperiales que la hija de To no Chujo, la del príncipe Hyobu y otra del ministro de la izquierda. Por debajo de ellas, destacaban dos jovencitas, hijas del secretario de estado y de un consejero, respectivamente. De todos modos, el hecho de que hubiera pocas damas444 en el gineceo imperial no impedía que la rivalidad reinante entre ellas fuera grande.
Aquel año los comparsas del Ototoka se superaron en bromas y algazara: todas las damas habían invitado a sus familiares a la fiesta y ninguna fue olvidada a la hora de las visitas y los conciertos. Los pabellones habían sido adornados con banderolas multicolores y no había dama que no quisiera sobrepasar en elegancia y magnificencia a las demás. El heredero aparente era aún muy joven, pero su madre, una hermana de Higekuro,445 hizo todo lo posible para que sus estancias no parecieran menos adornadas que las demás. Los comparsas visitaron al emperador, a la emperatriz y al ex emperador Suzaku siguiendo este orden. Por voluntad expresa de Genji, no acudieron al palacio de la Sexta Avenida. Al regresar del aposento del ex emperador, se dirigieron a los aposentos del heredero aparente para divertirlo con sus canciones y chanzas. Algunos miembros del grupo estaban ya considerablemente bebidos cuando entonaron El río de los bambúes. Destacaban entre ellos por su apostura y talento musical cuatro o cinco hijos de To no Chujo. Su octavo hijo, habido de su esposa principal, era uno de los favoritos de su padre y el atuendo de paje le sentaba maravillosamente. Tamakazura lo encontró encantador. Acompañaba al hijo mayor de Higekuro.
Aunque llevaba muy poco tiempo en la corte, la dama ya había sabido dar a sus aposentos un tono de elegancia y buen gusto difícilmente superable por las demás mujeres que allí vivían. No se aventuró a utilizar colores nuevos y extravagantes, pero, aun limitándose a los tradicionales, supo dotarlos de una frescura refinada que los hacía parecer novedosos. Tanto ella como sus mujeres se sentían como pez en el agua en la corte, pues su nueva forma de vida les ofrecía continua diversión. No debe extrañar, pues, que todas desearan que se prolongara indefinidamente.
Por donde pasaban los comparsas se les obsequiaba con ropas, bebida y manjares. Aunque el banquete final no debía celebrarse en los aposentos de Tamakazura, la dama, con la colaboración de su marido, les ofreció regalos y manjares de enorme calidad, que superaban largamente el «modesto refrigerio» que de ella se esperaba, sin que pudiera decirse tampoco que había actuado en contra de las normas que regulaban este tipo de cosas. El príncipe Higekuro estaba también de servicio en palacio para la ocasión, y durante el día no dejó de enviar numerosos mensajes a su esposa, que decían, con pocas variaciones: «No hace falta que duermas aquí otra noche. Podría interpretarse en el sentido de que has cambiado de parecer y estás dispuesta a fijar en palacio tu residencia permanente».
Tamakazura no contestó.
—El canciller Genji —argumentaban sus mujeres— dice que no debemos tener prisa, porque el soberano nos ha visto poco y tiene derecho a gozar de nuestra compañía un poco más. ¿No crees que estaría muy mal visto que partiéramos esta misma noche?
Higekuro se dio cuenta de que su esposa era muy reacia a irse y lamentaba profundamente que prefiriera quedarse en un lugar cuyo principal atractivo para ella (al menos, eso sospechaba él) consistía en ponerla a salvo de sus abrazos.
Aunque el príncipe Hotaru había hecho acto de presencia para disfrutar del Ototoka, la razón principal de su asistencia era ver a Tamakazura. Convencido de que, si le enviaba una nota identificándose, la dama se negaría a abrirla, le escribió fingiendo que la carta había sido expedida por su marido, el cual se encontraba a la sazón en el pabellón de la guardia. Sólo cuando la hubo abierto se dio ella cuenta, por la caligrafía, de quién era el auténtico remitente. Decía así:
Al veros con las alas juntas
en lo alto de un vulgar pino de la montaña,446
¡cómo envidio desde mi nido solitario
el vuelo de los dos por el cielo primaveral!
Me parece oír trinos de felicidad desde muy lejos…
Tamakazura se sonrojó: empezó a temer que no se había portado bien con el pobre príncipe. ¿Qué iba a responderle? En aquel momento el emperador vino a visitarla. Reizei estaba rutilante a la luz de la luna: se hubiese dicho que era un segundo Genji, y el hecho de que coexistieran en la tierra dos hombres como aquéllos parecía un auténtico milagro. El canciller la había querido de verdad, pero su relación con él resultaba muy complicada. No había, en cambio, complicación alguna con el emperador. El soberano le reprochó con enorme delicadeza que, al contraer matrimonio, hubiese rechazado permanecer en palacio, y ella ocultó su rostro detrás de un abanico, incapaz de articular palabra.
—¡Cuánto silencio! —dijo su majestad—. No sé por qué estoy aquí… Pensé que, cuando te conferí el tercer rango de la corte, habrías adivinado cuáles eran mis auténticos deseos… Se dice que te caracteriza la independencia de carácter, y quizás sea verdad.
Y añadió:
—¿Cómo pudo ocurrir
que, a pesar del tono lila de tu vestido,
que es el color de la indiferencia,447
me cautivaras tan profundamente?
»¿O será que nuestros destinos no quieren juntarnos?
Tamakazura se sintió intimidada por su belleza y apostura, pero se dijo que, en el fondo, era igual que Genji. Al responderle, intentó darle las gracias por haberla promovido al tercer rango sin haber hecho aún verdaderos méritos para ello.
—Nada sabía yo
del significado especial del color lila,
pero parece que el tintorero
no lo eligió al azar.
»Haré lo que pueda para demostrar mi gratitud…
—¿No crees que ya es un poco tarde —dijo el emperador con una sonrisa— para vestir los colores de la gratitud?
Tamakazura no contestó. No quería parecer tímida, pero se sintió algo defraudada al comprobar que, en ciertas cosas, el soberano se parecía demasiado a hombres mucho menos importantes. De momento, la dama no parecía excesivamente receptiva, pensó él, pero confiaba que, con el tiempo, tal vez cambiara de actitud. También Higekuro estaba perdiendo la paciencia: su esposa debía acompañarlo a casa de inmediato, ordenó. Al fin, y con la excusa de que había que guardar las apariencias, Tamakazura obtuvo, gracias al apoyo de su padre, permiso del emperador para abandonar el palacio.
—Adiós, pues —dijo él (y se notaba que lo lamentaba mucho)—. Pero que nadie te diga que, después de esta experiencia, no debes volver a poner los pies en mi palacio. Fui el primero en interesarme por ti y permití que otro me tomase la delantera. No me parece bien que se aproveche en exceso de las ventajas conseguidas. Pero así son las cosas. No es la primera vez que ocurren.448
Tamakazura era mucho más hermosa de lo que contaba la fama. Todos los hombres del mundo hubiesen lamentado verla partir de su lado, y, en este sentido, el emperador se consideraba un pretendiente rechazado. No queriendo que ella lo tomara por frívolo e inconstante, le dirigió siempre la palabra con la máxima seriedad e hizo cuanto pudo para que se sintiera cómoda en palacio. Ella se dio cuenta y, en su interior, deseó permanecer a su lado. Todavía estaban juntos cuando llegó el carruaje que Higekuro había mandado a recogerla. Los escuderos de su padre la estaban aguardando y su marido empezaba a mostrarse francamente molesto.
—Te vigilan demasiado —dijo el soberano, y añadió:
Ahora que nueve velos de niebla
van a mantenernos separados,
¿no va a alcanzarme, flor de ciruelo,
ni siquiera un suspiro de tu fragancia?
La apostura del emperador obró el milagro de que el poema pareciera mejor de lo que era.
—Enamorado de los campos, esperé quedarme allí hasta la noche…449 —prosiguió su majestad, citando un poema muy conocido—, pero he dado con alguien impaciente por coger flores. ¿Cómo podré escribirte?
Tamakazura sentía haberle causado tanta pena, y le respondió improvisando a su vez:
—Aunque me considere indigna
de competir en fragancia con otras flores,
dígnate, te lo ruego, hacerme llegar con la brisa
algo de tu aroma inconfundible.450
Haciendo un gran esfuerzo, el emperador consiguió al fin arrancarse de ella y empezó a retirarse a su palacio, pero en aquel momento Higekuro, seguido por el canciller y el ministro, se presentó ante él y Tamakazura, dispuesto a no esperar más tiempo, le dijo, inventando una excusa para que Genji no se opusiera a sus deseos:
—Estoy notando, majestad, el comienzo de un resfriado. Pienso que debo cuidarme, y no quisiera tener a mi mujer lejos de mí.
La conducta de su yerno pareció a To no Chujo un poco precipitada, pero no quiso ofender a Higekuro.
—Haz lo que quieras —dijo—. Jamás me he inmiscuido en los planes de mi hija.
Tampoco Genji sabía qué decir, y la dama estaba muy sorprendida por la audacia del general y el curso que estaban tomando los acontecimientos. Se hubiese dicho que Higekuro quería interpretar a toda costa el papel de «raptor de mujeres».451 La dama pensó que Higekuro había hecho muy mal exhibiendo sus celos ante el emperador. Sí, se había entregado a un hombre rudo, vulgar y sin mérito alguno, y cada vez estaba más convencida de ello. Y no estaba dispuesta a ocultar al mundo su disgusto.
Mientras tanto, el príncipe Hyobu y su esposa, que tanto habían criticado e injuriado a su yerno, empezaron a desear que fuera a visitarles, pero Higekuro no se dejaba ver por su casa. Estaba demasiado ocupado: cuando no le absorbían sus obligaciones, vivía entregado a su nueva esposa.
Y en esto llegó el segundo mes. También Genji, en su interior, tildaba de cruel a Tamakazura. Pensaba muchísimo en ella y se preguntaba qué estaría comentando la gente. Seguro que todo había sido obra del destino, pero no podía quitarse de la mente la idea de que él era el único culpable de su propia desgracia. Higekuro era un hombre tan impulsivo que el canciller ni siquiera se atrevía a escribir a la dama, por más que la corte la considerara su hija adoptiva, por temor a que el marido se lo tomara a mal si llegaba a enterarse.
Una noche que se hallaba profundamente aburrido (estaba cayendo un auténtico diluvio), recordó que, en otro tiempo, en noches como aquélla había aliviado su tedio visitando a Tamakazura, y garabateó una nota pensando en ella. Luego se la hizo llegar secretamente a Ukon. Ignorando cómo se la tomaría la destinataria, se limitó a las trivialidades. Decía:
En una noche de primavera como ésta,
en la que no cesa de llover,
¿te acuerdas aún del hombre
que dejaste en tu casa al partir?
Son horas de tedio… Me quejo, y nadie me hace caso…
Aprovechando un momento en que estaban solas, Ukon entregó la carta a Tamakazura. La dama se echó a llorar: después de todo, Genji había sido como un padre para ella, pero no hubiese resultado posible seguir manteniendo una relación entre ambos. Nunca había contado a Ukon la verdadera naturaleza de los sentimientos del canciller ni ciertos detalles de su conducta, aunque la anciana sospechaba la verdad. Al ver la expresión del rostro de la dama mientras leía el mensaje, esas sospechas se vieron confirmadas. La única duda que subsistía era hasta dónde habían llegado en su relación…
Tamakazura le contestó con otra carta, que decía:
Escribirte me descompone, pero no quisiera darte pena. Tal como tú dices, las lluvias de primavera sólo estimulan el tedio…
Mientras la lluvia interminable
cae del alero
y empapa mi mangas,
¿cómo podría dejar de pensar en quien echo tanto de menos?
Se despidió de él en el tono de una hija afectuosa. A Genji le costó soportar la lectura de la respuesta con los ojos secos, pero no quiso que las damas que lo rodeaban lo viesen llorar. Para evitar que «la subida de la marea de su alma» lo engullera, se puso a pensar en Oborozukiyo. Durante años Kokiden hizo cuanto pudo para mantenerlos separados. También ella acabó convertida en consorte imperial,452 también a ella se le hizo el honor de nombrarla intendente de la cámara regia y fue llevada y encerrada en un lugar al cual él no tenía acceso. Recordaba que todo ello le afectó en su momento, pero en modo alguno de la misma manera que la historia de Tamakazura. ¿Sería que, con la edad, se había vuelto más sentimental o que los sufrimientos del momento nos parecen siempre peores que los del pasado? Sólo esto sabía con certeza: que de la mayor parte de semillas que había ido plantando a lo largo de su vida sólo había obtenido frutos amargos.
Confiaba que, en el futuro, sabría evitar ciertas tentaciones, y que así su vida sería mucho más tranquila y feliz. Intentó convencerse de que, dadas las circunstancias que la rodeaban, Tamakazura nunca fue un objeto adecuado para sus deseos. De momento, sin embargo, todo estaba aún demasiado cerca y no resultaba fácil embarcarse en una nueva vida de resignación y reposo. Tomó un koto japonés para consolarse y pasar las horas de lluvia, pero, en cuanto le puso la mano encima, empezó a recordar cómo Tamakazura interpretaba cierta melodía o cómo lo miraba cuando él le daba lecciones. Al fin logró tocar unos cuantos arpegios y luego cantó, acompañándose, Kozuke, una canción muy popular a la sazón, que decía: No arranques la hierba preciosa del estanque de Hara, al cual acuden a beber los patos mandarines y las palomas torcaces… No la arranques de cuajo, porque no volverá a crecer… No, no la arranques de cuajo…» Si la dama en que estaba pensando le hubiera visto en aquel momento, con toda seguridad hubiese dado cualquier cosa por regresar a su lado.
Tampoco el emperador era capaz de olvidar la belleza y elegancia de la «diadema preciosa», que por tan breve tiempo le había sido dado contemplar. Se marchó, arrastrando la cola encarnada de su túnica…453, repetía, citando un poema famoso. Era un poema pasado de moda y no muy bueno, pero le sirvió de consuelo. De vez en cuando le enviaba alguna cartita en secreto. Esos mensajes no causaban placer alguno a la dama. Lamentaba su destino, pero se resignaba a él, y decidió no contestarlos. Era Genji quien ocupaba la mayor parte de sus pensamientos.
Finalmente llegó el tercer mes, y el esplendor de las glicinias y los yamabuki invadió parques y jardines en el palacio de la Sexta Avenida. A la luz del atardecer parecían evocar una figura bellísima que, no mucho tiempo atrás, se había paseado entre ellos. Genji se dirigió al pabellón del noreste, donde se había alojado Tamakazura. Allí también florecían, magníficos, los yamabuki junto a un delicioso bosquecillo de bambúes. Me vestiré con ropas del color apagado de las gardenias,454 recitó el canciller para sí. Y luego improvisó:
—Por más que nos separe
el largo camino de Ide,455
adoro —aunque me lo calle—
las flores de los yamabuki.
»Me parece estar viéndolas todavía…
En aquel preciso momento pareció tomar conciencia de que la muchacha se había ido para siempre. Alguien le trajo un cesto de huevos de pato, y él los hizo arreglar de modo que parecieran naranjas, y luego se los envió junto con una nota poco comprometedora. Decía:
En estos meses tan tristes y aburridos sigo pensando en tu extraño comportamiento. Como sea que hay otro que tiene algo que ver con el asunto,456 sólo me queda lamentar la imposibilidad de verte salvo si se presenta alguna ocasión muy especial.
Procuró que pareciera un regalo «paternal», y añadió un poema:
En el nido había otro patito…
Pero, cuando regresé, ya no estaba.
Dime qué manos lo cogieron
y lo hicieron suyo.
Cuando Higekuro vio el regalo y leyó las notas, dijo, sonriendo con displicencia:
—Una dama casada necesita muy buenas razones para visitar a sus propios padres. ¡Y aquí tenemos al señor canciller, dando a entender que tiene derecho a que todavía le prestes atención y rehusando aceptar los hechos consumados!
El comentario molestó a Tamakazura.
—No sé qué responderle —dijo, clavando los ojos en el suelo.
—Ya contestaré yo en tu lugar —dijo él, y la dama temió lo peor.
He aquí el poema del general:
¿A quién reclamas un patito
sin valor alguno y desaparecido del nido?
¿Adónde quisieras llevarlo
o qué lugar crees que le corresponde?
Pienso, señor, que tu pregunta está muy fuera de lugar. Y, por favor, deja de enviar cartas excesivamente afectuosas.
—No le hubiese creído capaz de tanto sentido del humor —comentó Genji al mensajero que trajo la nota, pero en su interior estaba furioso.
La separación había sido un duro golpe para Makibashira, y cada vez tenía menos momentos de lucidez. Su marido seguía, con todo, considerándose responsable de su conducta, y ella dependía cada día más de él, aunque no viviera en su casa. Higekuro no olvidó en ningún momento sus deberes de padre, pero el príncipe Hyobu seguía oponiéndose a que viera a su hija. Aunque la niña era todavía muy joven, desaprobaba la actitud de su abuelo, y no entendía por qué tenían que mantenerla encerrada y vigilada de aquel modo. Sus hermanos iban a visitarla con frecuencia y le hablaban de la «nueva esposa».
—Parece muy agradable… —le decían—. Y siempre está inventando juegos nuevos.
¡Cuánto le hubiese gustado acompañarles! Pero los muchachos eran más afortunados que las chicas, pues se les permitía ir a donde quisieran. Tamakazura era una especialista en el arte de conmocionar vidas ajenas.
En el mes undécimo tuvo un niño, una criatura preciosa. Higekuro no cabía en sí de gozo, pues todos sus deseos se habían materializado. La alegría fue general, y sólo añadiré que To no Chujo no se sorprendió de la buena suerte de su yerno. Le parecía que Tamakazura había resultado mucho más afortunada que sus demás hijas, a pesar de lo mucho que había hecho por favorecer sus intereses. Kashiwagi, incapaz de deshacerse del todo de ciertos sentimientos muy poco «fraternales», hubiese preferido verla integrada en la corte.
—He oído decir que su majestad lamenta mucho no tener hijos varones —dijo en cuanto le mostraron el hijo de su hermanastra e Higekuro, y no dudó en añadir (y fue una impertinencia)—: Es indudablemente hermoso, pero me parecería más bello si fuera príncipe.
Tamakazura seguía desempeñando las funciones de intendente de la cámara imperial, pero nadie esperaba que volviera a mostrarse en la corte, al menos durante un largo período de tiempo.
Había olvidado hablar de Omi, la ambiciosa hija del ministro, que anhelaba para sí el cargo de intendente. Con los años se hacía cada vez más susceptible e inquieta, y su padre no sabía qué hacer con ella. Su hermana y consorte imperial457 vivía siempre con el temor de que organizase un escándalo.
—Debemos evitar por todos los medios que la gente la vea —dijo el ministro.
Pero no resultaba nada fácil mantenerla oculta.
Una noche (no recuerdo exactamente cuándo, aunque debió de ser en lo mejor del otoño) se reunieron unos jóvenes elegantes en los aposentos de su hermana, la consorte imperial, para hacer música. Yugiri estaba entre ellos, de bastante mejor humor que de costumbre. Tanto es así que una de las mujeres dijo por lo bajo a otra:
—Realmente hay que reconocer que es distinto.
Súbitamente Omi se abrió paso a codazos hasta colocarse en primera fila. Aunque trataron de retenerla, se revolvió, desafiante, contra todos y no dejó que le impidieran ponerse donde ella quería. Una vez allí, sin embargo, se limitó a señalar a Yugiri con el dedo, diciendo:
—¡Aquí está! ¡Eso es lo que yo llamo un tipo guapo!
Y, a continuación, le dedicó un poema con voz clara y estridente:
—Si el bote vaga suelto por el mar
y a merced de las olas,
dime dónde piensa atracar
para que vaya a encontrarle.458
»Es terrible pensar que ciertos botes se hartan de dar vueltas y más vueltas en torno a la misma boya…
Yugiri se sorprendió muchísimo, y sus mejillas se tiñeron de grana. No son frecuentes proposiciones de este tenor en medio de una compañía tan refinada. Pero enseguida reconoció en la moza a la hija de To no Chujo, que se había ganado una fama enorme en la corte por sus extravagancias y salidas de tono. Poco le contestó improvisar un poema para contestarle:
—El barquero que ves, aunque sin rumbo fijo
y a merced de los huracanes,
no desea atracar en una costa
que tan pocos alicientes le ofrece.
No puede decirse que el poema diera ánimos a la muchacha, pero prefirió callar.