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La rama de ciruelo

Umegae

Aunque aún faltaba bastante, Genji se concentró en la preparación de la ceremonia de iniciación de su hija.459 Otra ceremonia parecida aguardaba al heredero aparente en el segundo mes. Luego la niña pasaría a vivir en la corte. Por aquel entonces el primer mes tocaba a su fin. En sus ratos libres el canciller se ocupaba de la confección de los inciensos que la niña habría de llevar consigo a su nueva morada. No le gustaban las fragancias «modernas» que había traído consigo el gobernador delegado de Kiushu, y prefirió echar mano de viejos inciensos chinos que se guardaban en los almacenes de su casa de Nijo.

—Ocurre con los aromas como con los brocados —decía—. Cuanto más antiguos, mejor.

También empezó a hacer acopio de piezas de brocado de oro y de seda bordada para los cojines, los cobertores y las alfombras necesarios para la ceremonia de presentación en palacio. Llegó a la misma conclusión: los tejidos recién fabricados no podían compararse con los que había traído a la capital un embajador de Corea en los primeros años del gobierno de su padre. Seleccionó los mejores, y dio el resto a la servidumbre.

Repartió asimismo los inciensos entre sus azafatas con órdenes de que cada una de ellas preparara dos mezclas. En el palacio de la Sexta Avenida todos estaban ocupados preparando obsequios para los sacerdotes que habían de oficiar y los huéspedes más importantes. Todo tenía que ser perfecto, insistía Genji, mientras las mujeres se afanaban preparando sus combinaciones aromáticas, y el estrépito de las manos de mortero se oía por doquier. El canciller abandonó los aposentos de Murasaki, se instaló en el salón principal y se puso a confeccionar con enorme concentración dos inciensos cuyas fórmulas (por lo demás, secretas) se remontaban a los días del emperador Nimmyo. Mientras tanto, en el ala este, Murasaki, encerrada en una estancia protegida por numerosas cortinas, se dedicaba a la confección de sus propias fragancias según la tradición secreta que derivaba del príncipe Hachijo no Shikibu no Kyo, perfeccionada por Motoyasu, hijo del ya citado Nimmyo. Todos daban gran importancia a la competición, y las medidas de seguridad para evitar filtraciones eran muy estrictas.

—¡Cuando todo esté a punto —proclamó solemnemente Genji—, juzgaremos las excelencias de todas las mixturas antes de tomar una decisión!

Se le veía tan entusiasmado con aquella actividad que parecía un niño. Nadie hubiese dicho que era el padre de la dama que iba a ser iniciada. Las azafatas procuraron rodearse de pocas colaboradoras para evitar traiciones, e hicieron saber que, además de inciensos, también estaban preparando otros accesorios para la fiesta. Sólo se admitirían los mejores jarrones, incensarios y cajas. Cuando todo estuviera a punto, el canciller «pasaría revista» a los perfumes y sellaría los frascos.

El día diez del segundo mes el príncipe Hotaru se presentó en el palacio nuevo. Caía una lluvia fina y el ciruelo que crecía junto a la galería exterior, en plena floración, perfumaba el aire. Las ceremonias tendrían lugar al día siguiente. Ambos hermanos, muy unidos desde su infancia, admiraban las flores de color rosa cuando llegó una misiva de parte de la princesa Asagao, atada a una ramita de ciruelo que había perdido casi todas sus flores. El príncipe Hotaru, que había oído contar algo acerca de las relaciones de Genji con su prima, le preguntó sobre el asunto.

—Es una carta de negocios —dijo Genji, sonriendo—. Ha oído decir que estamos fabricando perfumes, y, como tiene un gran dominio de este arte, me brinda unos consejos…

El príncipe escondió la carta. A continuación, la mensajera le entregó una caja de cedro que contenía dos frascos, ambos llenos de bolas de incienso. Uno era azul, y había sido decorado con agujas de pino, y el otro, blanco, con una ramita de ciruelo florida. Aunque los cordones y los nudos eran de tipo convencional, se apreciaba la mano de una dama de buen gusto. Al inspeccionar el obsequio, Genji encontró un poema escrito con tinta muy tenue. Decía:

El aroma de las flores no se queda

sobre las ramas desnudas,

pero puede perfumar profundamente

las mangas que pronto impregnará.

Yugiri hizo servir vino a la mensajera y le regaló un conjunto de prendas femeninas, entre las que había una chaqueta china roja forrada de púrpura. Genji escribió su respuesta en una hoja de papel encarnado, y la ató también a una rama de ciruelo rosa.

—¿Se puede saber qué le has dicho? —le preguntó Hotaru—. ¿Por qué has de ser siempre tan secretista?

—Buda me libre de compartir secretos contigo… —respondió Genji.

Parece que éste fue el poema que escribió y mostró a su hermano:

—Tu rama, al florecer, embarga mi corazón

con su suave perfume,

aunque trates de borrar una fragancia

que otros notarían en el aire.

»Tal vez te parezca absurdo que dé tanta importancia a este acontecimiento —prosiguió Genji—, pero cuando un hombre tiene sólo una hija, está condenado a un montón de problemas. Conozco perfectamente su aspecto y agudeza, y no es mi intención llamar a un valedor extraño para que la apadrine en la ceremonia. La emperatriz Akikonomu, que está viviendo temporalmente en mi casa con licencia de palacio, se ha prestado, a mi ruego, a encargarse de esta función. Es en atención a ella que deseo que el resultado sea magnífico. No quiero que falle nada.

—¿Cabe mejor modelo para una muchacha que una emperatriz?

En aquel momento llegaron mensajeros de todos los lugares en que se habían estado preparando inciensos, e hicieron saber a Genji que las tareas habían concluido. El príncipe había dicho que la prueba tendría lugar a última hora de la tarde, cuando el aire empieza a cargarse de humedad, porque es el momento del día en que mejor se aprecian los aromas.

—Tienes que ayudarme a juzgar los resultados —dijo Genji a su hermano—, pues nadie entiende tanto de inciensos como tú. ¿Quién, si no tú?460

Hizo traer los pebeteros, y casi todos eran auténticas joyas en su género, pues las mujeres habían hecho lo imposible para que sus «improvisaciones olfativas» se beneficiaran de la mejor presentación imaginable.

—Creo que exageras… —dijo Hotaru, al oír la alabanza que se le acababa de tributar.

Con todo, obedeció a su hermano y empezó a revisar los aromas aportados, sorprendiendo a todos por sus conocimientos y delicadísimo olfato. «Demasiado áloe», dictaminaba, después de oler un frasco, o «Demasiado clavo», según viniera al caso. Genji hizo traer los dos perfumes que él había preparado personalmente. Siguiendo una tradición cortesana que se remontaba al emperador Nimmyo, del cual se decía que enterraba sus perfumes junto al foso del cuerpo de guardia, Genji había hecho enterrar los suyos junto al arroyuelo que serpenteaba entre el pabellón principal y el ala oeste. Envió al hijo de Koremitsu, que ya era consejero, a sacarlos de la tierra y traerlos. Cuando los hubo puesto delante de Hotaru, éste dijo:

—Me has asignado una tarea muy difícil. Me temo que la estancia esté demasiado llena de humo para apreciarlos…

La tradición reinaba en los productos del esfuerzo de los concursantes, aunque había que reconocer que casi todos supieron añadir un toque de originalidad. A la vista de los inciensos presentados, la posición del árbitro resultaba ciertamente comprometida. A pesar de la modestia del poema que lo acompañaba, el «incienso oscuro e invernal» de Asagao fue elegido como el mejor de todos, pues daba la impresión de ser más delicado y, a la vez, más profundo que los otros. El árbitro llegó asimismo a la conclusión de que, entre los llamados inciensos otoñales, debían prevalecer los «del canciller», pues uno y otro eran mezclas deliciosas y sorprendentes. Murasaki presentó a concurso tres variedades, y fue la de ciruelo la más alabada por su originalidad.

—Nada combina mejor con la brisa primaveral que la fragancia de las flores del ciruelo —sentenció Hotaru.

Hanachirusato, que tenía a su cargo el jardín de estío, tuvo noticia del concurso, pero, una vez más, prefirió pasar casi desapercibida y no encargó a sus azafatas la preparación de mezcla alguna. Se limitó a enviar incienso de una sola clase conocida como de «hoja de loto», pero de una sutileza tan extremada que Genji hubo de maravillarse una vez más de la discreción de la dama.

Desde su jardín de invierno, la dama de Akashi no se atrevía a desafiar a las «señoras» del estío y de la primavera. Finalmente recordó una receta que se remontaba a Minamoto no Kintada, nieto del emperador Uda, de quien mucho había aprendido. El resultado hubiese sido por sí solo excelente, pero el hecho de que lo combinara con la variedad de los «cien pasos»461 lo convirtió en algo auténticamente extraordinario. Hotaru hubo de proclamar que aquella contribución merecía también las máximas alabanzas. Finalmente declaró que todas las variedades presentadas, cada una a su manera, eran excepcionales y merecían la máxima puntuación.

—Nuestro árbitro está perdiendo el olfato —se quejó Genji—, y se dedica a ensalzar todos los inciensos indiscriminadamente.

Salió la luna, envuelta en un sudario de bruma, sirvieron vino y algunos de los presentes empezaron a contar historias de otros tiempos. A una breve lluvia siguió una brisa suave que trajo aromas de ciruelos en flor, y la mezcla fortuita de fragancias llenó el pabellón principal de un olor casi mágico. Era la vigilia de la gran ceremonia y los hombres del chambelán habían traído los instrumentos musicales para ensayar. Había numerosos invitados y las galerías se llenaron de ecos del koto y de la flauta.

Persuadieron a Kashiwagi, Kobai y otros hijos de To no Chujo, que sólo habían acudido a presentar sus respetos, para que tomaran parte en el concierto. Hotaru tomó el laúd, Genji el koto chino de trece cuerdas y Kashiwagi se inclinó por el japonés de seis, instrumento que tañía con enorme sutileza. Yugiri se puso a tocar melodías propias de la estación en la flauta travesera, y las notas agudas que salían del instrumento parecían elevarse hacia las nubes para perderse entre ellas. Kobai, que tenía una voz magnífica, cantó Una rama de ciruelo, mientras marcaba el compás con el abanico, y Genji y Hotaru se lanzaron a reforzarlo cuando llegó el estribillo. Muchas recordaban que, años atrás, Kobai había entonado de modo inolvidable la canción Takasago en cierto concurso de poesía. Aunque informal, el concierto fue excelente.

Mientras se servía más vino, Hotaru cantó un poema suyo:

—El trino del ruiseñor

hunde al que ya ha sido encantado

por las ramas en flor del ciruelo,

en un mar de goces aún mayores.

»Creo que podría permanecer aquí mil años seguidos…

Luego pasó la copa de sake a Genji, que recitó:

—Haced el honor de visitarnos

asiduamente esta primavera,

hasta que los colores y el aroma de mis flores

acaben por teñir y perfumar vuestras ropas.

Una vez hubo bebido, Genji cedió la copa a Kashiwagi, que improvisó, dirigiéndose a Yugiri:

—Haz sonar tu flauta de bambú

toda la noche sin cesar,

y sacude la rama del ciruelo

hasta que el ruiseñor despierte.

Era el turno de Yugiri, y, con la copa en la mano, le contestó:

—No me obligues a ahuyentar al ruiseñor

con el aire de mi flauta,

cuando incluso la brisa ha respetado

las flores y las hojas de este árbol.

Todos se pusieron a reír, y fue Kobai quien improvisó a continuación:

—Mientras la bruma no se interponga

entre las flores y la luna del cielo,

el ave que lo habita

seguirá en él, deleitándonos con su canto.

Toda la noche hubo música, y, cuando el príncipe Hotaru se disponía a partir, empezaba ya a amanecer. Genji ordenó que llevaran a su coche un conjunto de ropas de corte y dos jarras de perfume. El príncipe recitó:

—Si mi esposa llega a oler

la fragancia que se escapa de mis mangas,

me va a llenar de reproches

jurando que me he portado mal.

—Lo lamento por ti… —dijo Genji, y prosiguió:

¡Tu esposa en casa

te mirará con asombro

al verte llegar con paso inseguro

y cubierto de un brocado de flores!

»Son cosas que no se ven todos los días…

El príncipe no supo qué contestar.462 Los huéspedes de menos categoría recibieron también regalos, modestos pero de indudable buen gusto.

A la hora del Perro463 del día siguiente Genji se dirigió al pabellón del suroeste, elegido para la ceremonia que se avecinaba. Los aposentos principales del ala oeste, que ocupaba Akikonomu, habían sido adornados y las mujeres encargadas de arreglar los cabellos de la damita que iba a ser iniciada ocupaban ya sus puestos. Murasaki también estaba allí, con su cortejo de azafatas, que, sumadas a las que acompañaban a la emperatriz, llenaban prácticamente todo el espacio. La princesita llegó a la hora de la Rata,464 y se procedió a sujetarle la faja ritual. Aunque la iluminación de la estancia era muy tenue, Akikonomu pudo comprobar que la niña era muy bella.

—Es una criatura un tanto desmañada… —le dijo por lo bajo Genji—, y tal vez pueda parecer exagerado tomarse tantas molestias por ella. Y, sin embargo, cuento con tu colaboración para que mejore… Creo que ninguna emperatriz anterior a ti se hubiese prestado a tanto…

—Nunca me importó tomar parte en esta ceremonia —contestó Akikonomu—, aunque pensé que sería algo más sencillo y familiar. Estoy segura de que, si te has excedido en solemnidades y lujos, lo has hecho por mí. Soy yo, pues, quien debe sentirse agradecida…

Genji se sentía en el paraíso al verse rodeado de tantas bellezas, mientras la dama de Akashi lamentaba en su pabellón no poder acompañar a su hija en un momento tan trascendental. El canciller había estado considerando la posibilidad de invitarla, pero llegó a la conclusión de que su presencia provocaría chismorreos que no harían ningún bien a la niña.

Omitiré los detalles, pues demorarse en ceremonias de este tipo suele resultar tedioso, sobre todo si el narrador es tan incompetente como yo.

Unos días más tarde tuvo lugar la iniciación del heredero aparente. Parecía más adulto de lo que era, y no pocos progenitores hubiesen dado cualquier cosa por colocar a una de sus hijas en su casa. Sin embargo, tal como había comentado el ministro de la izquierda, los planes que Genji reservaba para su hija ponían las cosas muy difíciles para las demás muchachas. Muchos le daban la razón y preferían dejar de momento a sus hijas en casa.

—¡Miserables! —decía Genji—. ¿Pretenden que el pobre heredero esté solo? ¿Acaso no saben que la vida en la corte sólo resulta interesante si existe una sana rivalidad entre varias damas?

De todos modos, no envió aún a la muchacha a palacio, circunstancia que aprovechó el ministro de la izquierda para enviar a su tercera hija.

Se fijó el cuarto mes para la presentación en la corte de la princesita «de Akashi», y el heredero de la corona, que la había visto durante la ceremonia de iniciación, ardía de impaciencia. Se le asignaron los aposentos que ocupara en tiempos la madre de Genji, y que el canciller había utilizado temporalmente como sus oficinas en palacio. Para su redecoración fueron convocados los artesanos más hábiles del país, y Genji revisó personalmente los planos y los diseños. Especial atención prestó a la biblioteca, que quiso fuera modélica, no sólo por su diseño sino por los libros y rollos, obra de calígrafos antiguos, que allí se guardaban, todos ellos auténticas maravillas.

—Vivimos en una época sin valor alguno —se quejó a Murasaki—, y lo único que todavía se puede mirar es la caligrafía femenina. En otros tiempos todos escribían con arreglo a normas muy estrictas: nadie se tomaba la libertad de dar a sus trazos la dirección y longitud que más le apetecía, de manera que todos los escritos parecían obra de una misma mano. La variedad de caligrafías hermosas es algo relativamente reciente. Cuando yo mismo estudiaba la escritura kana, logré reunir una colección francamente buena de ejemplos. Las muestras más bellas que llegué a obtener procedían de escritos informales de la madre de nuestra actual emperatriz.465 Pensaba que nunca había visto nada igual, y, movido por mi admiración hacia ella, me comporté de manera que temo haber causado daño a su buen nombre. Aunque jamás fue mi intención herirla, ella se enfadó conmigo. Pero como era muy inteligente, siento que nos está observando desde la tumba y se da cuenta de que trato de reconciliarme con ella sirviendo lealmente a su hija.

»En cuanto a la emperatriz, también escribe bien, y, sin embargo —y aquí bajó algo la voz—, a veces sus trazos resultan un tanto flojos, como carentes de sustancia. Fujitsubo tenía una caligrafía espléndida, aunque a su manera de desplazar el pincel le faltaba algo de “punta”. Oborozukiyo es una auténtica maestra, pero a veces se filtra algo de coquetería en sus trazos, que los hace parecer un tanto amanerados. De todos modos, de entre todas las damas que conozco, sólo tiene dos rivales: mi prima Asagao y tú.

—Pensar que estoy en tan ilustre compañía me llena de satisfacción —dijo Murasaki.

—Estás pecando de humilde —la riñó Genji—. Tu caligrafía parece a la vez suave e íntima, sin dejar nunca de ser firme y segura. Sorprende gratamente dar con alguien que, al igual que tú, domine tan bien la escritura china, y que, luego, al escribir en japonés, sea capaz de alcanzar el mismo nivel de excelencia.

Genji tomó entonces un par de cuadernos y los hizo forrar con todo lujo. A continuación los abrió y los puso delante de Hotaru y de cierto oficial de la guardia, que tenía fama de buen calígrafo, pidiéndoles que copiaran en ellos unos versos mientras él escribía en otro.

—Ambos están justamente orgullosos de su técnica —afirmó—, pero dudo mucho que me dejen muy atrás.

Tras elegir las mejores tintas y los pinceles más delicados, envió invitaciones a cuantas damas conocía, pidiéndoles que se sumaran al concurso. Algunas declinaron el honor por no considerarse a la altura. También tuvo en cuenta a los «jóvenes de reconocido buen gusto» como Yugiri o Kashiwagi, e hizo poner a su disposición delicados papeles de Corea de tonalidades maravillosas, con la orden siguiente: «Haced lo que queráis con ellos. Escribid, dibujad o ilustrad poemas, según os plazca».

Muy reñida resultó la competición. El canciller se encerró, como solía, en sus aposentos. Los cerezos habían perdido ya sus flores pero el color verde dominaba la tierra. La memoria prodigiosa de Genji recorría las antologías que más apreciaba a la velocidad del rayo, mientras ensayaba multitud de estilos con resultados diversos: el chino oficial y el cursivo, así como la variedad más radicalmente cursiva del kana nipón. Sólo contaba con la ayuda de tres o cuatro mujeres, que preparaban tinta para él y seleccionaban poemas de las mejores antologías.

Había hecho levantar las persianas para que la brisa circulase y se había instalado junto a la galería con un cuaderno delante. Cuando se puso a mordisquear la punta del pincel mientras se concentraba en lo que iba a escribir, aquellas mujeres pensaron que hubiesen podido estar contemplándolo durante miles de años sin cansarse. Mientras su pincel se desplazaba por la superficie de papeles de tonos claros, en su mayoría rojos o blancos, súbitamente alguien anunció a su hermano:

—¡Su alteza el príncipe Hotaru!

Genji dejó atrás su ensoñación, se puso un vestido de corte relativamente informal y ofreció a su huésped un lugar entre aquella infinidad de libros y papeles esparcidos por el suelo. Su hermano subió las escaleras y las sirvientas lo hallaron también muy hermoso. Ambos se saludaron con grandes cortesías.

—La verdad es que llevaba demasiado tiempo apartado del mundo —dijo Hotaru—. Te agradezco que hayas procurado poner fin a mi aburrimiento…

Hotaru había acudido a entregarle su manuscrito, y Genji lo leyó inmediatamente. Su caligrafía no era muy original, pero destacaba por lo ordenada y regular. Había tomado sus poemas de antologías muy antiguas, y los había copiado configurando cada uno de ellos en tres breves líneas. Se había inclinado por la cursiva, mostrándose muy parco en la utilización de caracteres chinos.

—No esperaba algo tan bueno —dijo Genji—. ¡No me quedará más remedio que romper mis pinceles y echar la tinta al estanque!

—¡Me considero sobradamente recompensado por el hecho de que me hayas dejado tomar parte en el concurso! —repuso Hotaru, bajando la cabeza.

El canciller no pudo ocultar el manuscrito en el que había estado trabajando. Los caracteres en cursiva china, trazados sobre papel también chino y excepcionalmente tieso, eran muy buenos, pero los pasajes en escritura kana, dibujados sobre delicadísimo papel de Corea, le habían salido sencillamente soberbios. Las lágrimas de admiración de su hermano estuvieron a punto de mezclarse con la tinta mientras Hotaru no cesaba de repetir que nunca se hartaría de contemplar aquellas maravillas. En un papel especial hecho de encargo para la corte, Genji había copiado unos poemas en una cursiva caprichosa de su invención, cuya novedad dejó boquiabierto a su admirador.

—¡Al lado de esto, todo lo demás no vale nada! —gritaba, lleno de entusiasmo.

También el oficial de la guardia había querido impresionarles con una caligrafía atrevida, pero el resultado pecaba de irresoluto, y a la hora de elegir los poemas se había mostrado de gustos notablemente afectados. Sobre los manuscritos de la mujeres, en especial el de Asagao, Genji estuvo muy discreto. Tampoco le parecieron mal las muestras presentadas por los jóvenes: la caligrafía de Yugiri fluía como el agua, y sus trazos verticales, expansivos y rotundos, evocaban los famosos cañaverales de Naniwa. ¡Cañas y agua: magnífica combinación! Además no rehuía sorprender al lector con cambios bruscos: a veces, al girar la página, el que leía se veía enfrentado a masas irregulares como de rocas abruptas.

—¡Excelente! —le felicitó Hotaru, que era hombre de amplios intereses y discurrir sutil—. Se nota que se lo ha tomado muy en serio y ha trabajado con ahínco.

Como la conversación versaba sobre manuscritos y estilos de letra, Genji hizo traer libros que combinaban muestras de escritura antiguas y modernas. No quiso ser menos el príncipe, y envió a su chambelán a por unos rollos que guardaba en su biblioteca, entre los cuales destacaba una pequeña colección en la que el emperador Saga había copiado fragmentos del Manyoshu, y un Kokinshu del emperador Daigo, escrito de arriba abajo sobre papel chino de tono azulado, con fundas de damasco de un azul más oscuro y cordones multicolores también chinos. Todas las escrituras eran de primer orden, variadas hasta el infinito y siempre elegantes.

El canciller ordenó que trajesen linternas.

—Podría pasar semanas enteras admirando esas obras maestras —dijo—, y siempre encontraría en ellas algo nuevo. Hoy sólo somos capaces de imitarlas mal que bien…

El príncipe dijo que eran un regalo para la hija de Genji.

—Incluso si yo tuviera una hija —añadió—, no se los daría hasta tener el convencimiento de que sabía apreciarlos. No quiero que se pudran en el rincón de una biblioteca sin que nadie las disfrute como se merecen…

Genji obsequió al chambelán con una espléndida flauta coreana y un delicioso muestrario de caligrafías chinas en una caja magnífica de madera de áloe. En los días que siguieron se interesó profundamente por los estilos cursivos japoneses, y, habiendo trabado conocimiento con varios especialistas de fama, encargó a cada uno de ellos un libro o un rollo para la biblioteca de su hija.

Los calígrafos se superaron y los trabajos presentados hubieran constituido la joya de cualquier biblioteca de prestigio. También incorporó dibujos y muestrarios de enorme interés, que suelen agradar mucho a los jóvenes, y, aunque quería que sus dibujos de Suma pasaran a sus descendientes, de momento se abstuvo de deshacerse de ellos, pues pensó que su hija era seguramente demasiado joven todavía.

To no Chujo se enteró del certamen caligráfico, al cual no había sido invitado, y le sentó muy mal. Por aquel entonces su hija Kumoi no Kari estaba más bella que nunca, y verla pasar los días de su juventud encerrada en su casa mientras en todas partes se comentaba el «brillante porvenir» de la hija de la dama de Akashi le resultaba difícil de soportar. Yugiri se mantenía al margen, y no daba muestras de amarla, pero tampoco de haber dejado de hacerlo. Si el ministro se daba por vencido y ofrecía a Genji la mano de Kumoi para Yugiri, sentiría que había hecho el ridículo.

Empezaba a arrepentirse de haberse mostrado tan opuesto al enlace en otro tiempo, cuando el joven estaba tan interesado por su hija. De todos modos, no comentó con nadie sus cuitas y procuró mostrarse amable con el muchacho, pues reconocía que no tenía la culpa de nada. Yugiri conocía la situación, pero la familia de Kumoi no Kari lo había tratado con desprecio, burlándose de su atuendo azul, y no estaba dispuesto a dar ahora el primer paso. No obstante, dejó entrever que seguía interesado en la joven al no interesarse abiertamente por ninguna otra dama de su entorno. El día que ostentara el cargo de consejero y pudiera vestir con arreglo a su rango, decidiría qué actitud tomar.

El canciller creía que había llegado el momento de que se casara.

—Si no quieres saber ya nada de la hija del ministro —le dijo, recordando las humillaciones de que había sido objeto—, tanto el príncipe Nakatsukasa como el ministro de la derecha estarían encantados de convertirse en tus suegros. ¿Por qué no eliges entre sus hijas?

Yugiri le escuchó respetuosamente, pero no contestó.

—Yo no me distinguí precisamente por hacer caso de los consejos de mi padre —insistió el canciller—, de manera que no estoy en condiciones de darte una lección. Pero ahora pienso que, de haberle hecho caso, las cosas me hubiesen salido bastante mejor. Crecí en la corte y con muy poco margen de libertad. Procuré ser muy cauteloso, pues sabía que el desliz más nimio era suficiente para que se me acusara de frívolo y de promiscuo. Te equivocas si crees que, por el solo hecho de no ostentar todavía cargo de relevancia alguno, tu conducta pasa desapercibida y puedes hacer lo que te venga en gana. El mejor de los hombres (y ésta es una verdad universal) puede malograrse si no tiene una esposa al lado que lo aleje de las tentaciones. Resulta difícil borrar el recuerdo de un escándalo cuando se ha producido, y fatalmente ensuciará también el buen nombre de la dama implicada. Así, más vale un mal matrimonio que ninguno. Aunque un marido no sea feliz con su esposa, siempre podrá contar con sus parientes si necesita ayuda. Y si la mujer carece de familia, por fuerza el marido se compadecerá de su suerte y la tratará con afecto. El hombre inteligente sabe sacar partido de todas las situaciones…

He aquí cómo aleccionaba a su hijo en los ratos de ocio. Pero Yugiri no podía pensar en trasladar sus afectos a otra da ma. En aquellos días Kumoi no Kari no se sentía cómoda ante sus atenciones porque sabía las inquietudes que atormentaban a su padre. Aunque se compadecía de sí misma, pues no había dejado nunca de amarlo profundamente, procuraba ocultar su tristeza. Las cartas que Yugiri lo dirigía de vez en cuando, todas ellas escritas en momentos en que lo dominaba la emoción, resultaban tan apasionadas como las del primer día. Pero ¿reflejaban sus auténticos sentimientos? A veces lo dudaba, y, de haber tenido otros pretendientes, seguramente hubiese llegado a la conclusión de que Yugiri la estaba engañando. Pero Kumoi no Kari era demasiado inexperta para dudar, pues la duda es privilegio de las damas «con mundo». De hecho, vivía para sus cartas, y pasaba los días leyéndolas y volviéndolas a leer sin parar.

Sus mujeres empezaban a hablar:

—Parece que el canciller y el príncipe Nakatsukasa han cerrado un acuerdo… —repetían, agoreras— que muy pronto se hará público.

To no Chujo estaba acongojado. Un día fue a ver a Kumoi y, con lágrimas en los ojos, le confesó:

—No esperaba esto del muchacho, pero supongo que actúa al dictado de su padre, que quiere vengarse de mí. Y yo no puedo dar el primer paso sin ponerme en ridículo…

Kumoi se echó a llorar también, aunque procuraba ocultarlo para no aumentar el sentimiento de culpa de su padre. El ministro estaba completamente desconcertado. No podía soportar la pena de la muchacha por más tiempo, y, decidido a intentar aplacar a Genji como fuera, salió de la estancia. Kumoi se acercó a la galería para verlo partir, preguntándose qué crimen arrastraba de una vida anterior para que todos los días creciera el dolor en su corazón y disminuyeran sus alegrías. Justamente entonces llegó un carta de Yugiri, muy parecida a otras anteriores. Decía:

La extrema frialdad que muestras

parece ser la regla en este mundo.

¿Será mi corazón, incapaz de olvidarte,

la única excepción a la regla general?

Cuando vio que no hablaba de ninguna otra mujer, se sintió algo reconfortada, y le respondió:

Dices que no puedes olvidar,

cuando me has olvidado.

¿No serás tú quien se atiene

a las maneras del mundo?

Esto fue todo. ¿Qué quería dar a entender la muchacha con su poema? Por más que Yugiri lo leía y releía, no era capaz de adivinarlo.