Yugao
Cierto día Genji, de camino a la casa de su amante Rokujo,86 se detuvo en la que tenía en el barrio de Gojo87 la madre de su escudero Koremitsu, una buena mujer que había sido su nodriza en los años no tan lejanos de su infancia. Gravemente enferma, se había hecho monja. Como la puerta de los coches estaba cerrada, el príncipe llamó a Koremitsu, y, mientras le esperaba, se puso a observar el entorno, un barrio sucio y lleno de gente. Al lado de la casa de su ama había una cerca nueva construida con una celosía de ciprés, y detrás de las persianas, blancas y limpias, vislumbró hermosas frentes que parecían corresponder a mujeres. ¿Qué clase de damas podían vivir en aquel lugar tan mísero?
Llevaba un coche muy sencillo, y no le acompañaban pajes ni heraldos. Convencido de que no iba a ser reconocido, asomó la cabeza y examinó la casita detenidamente. La puerta principal —otra celosía de ciprés— estaba abierta de par en par, y pudo comprobar que se trataba de una mansión pequeña y modesta. Por un momento compadeció a sus habitantes, pero enseguida recordó el poema que nos enseña que todas las mansiones de este mundo, palacios o barracas, son provisionales, y al fin vienen a ser lo mismo. Había otra pared que recubría una trepadora, y Genji observó que los pétalos blancos de las flores parecían labios que sonreían entre las hojas.
—Las llaman flores de luna88 —le explicó su criado—, y sorprende ver tantas en la misma pared.
Tenía razón: resultaba extraño y delicioso a la vez ver tantas flores blancas sobre las paredes, los techos y las vallas de aquel barrio miserable.
—Una flor poco afortunada —observó Genji—. Coge una para mí.
El hombre atravesó la puerta y cogió un par de flores. Una muchacha vestida con calzas de seda amarilla salió por una de las puertas correderas de la casa, hizo una señal al hombre y le dijo, alargándole un abanico:
—Colócalas encima del abanico. No puede afirmarse que sean flores extraordinarias, pero el abanico tampoco lo es.
Entonces se presentó Koremitsu, el hijo del ama, y se excusó por haber hecho esperar al príncipe.
—No daba con la llave. Afortunadamente la gente de este barrio no te conoce, y no creo que te hayan molestado. Pero admito que no es un lugar agradable para esperar delante de una puerta…
Abrieron el portalón de los coches de par en par, y el de Genji entró en el patio. Le esperaban el hermano de Koremitsu, que era un bonzo, su cuñado el gobernador de Mikawa y su hermana, y todos se mostraron encantados con aquella visita inesperada. No sabían cómo agradecerle el honor, y la pobre mujer se levantó de la cama para abrazarlo.
—No me importaba abandonar el mundo salvo por el deseo que tenía de volver a verte. Pero tú no aparecías por aquí, y acabé perdiendo las esperanzas. Entonces hice los votos, unos votos que me han alargado la vida, y tu visita de hoy me anuncia que la luz del señor Amida89 me sonreirá cuando llegue el fin.
La pobre anciana se puso a llorar. Genji, hondamente emocionado, le respondió:
—Me contaron no hace mucho que estabas muy enferma y la noticia me llenó de angustia. También he lamentado profundamente que hayas abandonado el mundo al tomar los hábitos. Quiero que vivas muchos años y seas testigo de mi carrera. Estoy convencido de que, si lo consigues, renacerás en las cumbres más altas de la Tierra Pura, pues he oído decir que los que mueren sin ver satisfechos todos sus deseos se van con un mal karma que perjudica su futura encarnación.
El amor que sienten las nodrizas por los niños que han alimentado con su leche determina que los tengan por unos seres extraordinarios por muy estúpidos que sean. No ha de parecer extraño, pues, que el ama de Genji, que había representado un papel tan importante durante su infancia, hubiese considerado siempre su servicio en la corte como la etapa más importante de su vida. Como no era capaz de dejar de llorar, sus hijos se avergonzaron de que su madre, que se había hecho monja, se sintiese todavía tan atada a su pasado en el mundo, y se miraban, confusos. Pero Genji se emocionó.
—Todos los que me amaban me abandonaron cuando yo era todavía muy joven. Luego llegaron otros a ocuparse de mí, pero tú fuiste la única que amé de veras. Cuando crecí, no pude estar a tu lado todo el tiempo que hubiese deseado y tampoco he podido acudir a tu casa hasta hoy. Y, sin embargo, nunca he dejado de pensar en ti de la mañana a la noche, ni de desear, como el poeta, que nuestra separación en la tierra no fuese definitiva.
Habló con gran solemnidad, y el perfume que despedía la manga de su túnica llenó la estancia. Incluso los hijos del ama, que le habían reprochado tácitamente su falta de control, se pusieron a llorar al comprender los sentimientos de su madre.
Genji ordenó que se celebrasen servicios y se rezasen plegarias por su salud, y se despidió de ella y de su familia. Al irse pidió una antorcha y se puso a examinar el abanico sobre el cual le habían entregado las flores blancas. En la seda alguien había escrito disfrazando la letra —una letra que, aun tergiversada, revelaba elegancia y buen gusto— este poema:
La flor que te ha seducido
es sólo la flor de luna,
la más rara entre todas, con su túnica
resplandeciente de rocío.
—¿Quién vive en la casa de la izquierda? —preguntó a Koremitsu—. ¿Lo sabes?
Koremitsu, que detestaba el papel de alcahuete, le contestó que sólo había pasado los últimos cinco o seis días en casa de su madre, y que, preocupado por su salud, no había hecho preguntas sobre el vecindario.
—No te enfades conmigo pero este abanico me intriga. Pregunta a alguien que conozca a los vecinos.
Koremitsu entró en casa e interrogó a un criado. He aquí lo que sacó de él: la casita contigua pertenecía a un subprefecto. El marido pasaba la vida de viaje y la mujer, una dama joven y educada, tenía hermanas que la visitaban con frecuencia. No sabía nada más.
«Seguro que la autora del poema es una de las hermanas», se dijo Genji, e imaginó una persona despierta y con experiencia, quizás incluso un poco vulgar, pero la sencillez familiar de los versos no le había parecido mal. Enseguida supo que le costaría quitársela de la cabeza. Disfrazando su caligrafía, escribió una nota y la hizo llevar a la casa por el mismo hombre que había cogido las flores.
Deja que me acerque
y compruebe
si eres la bella flor de luna
que el crepúsculo me dejó apenas entrever.
El mensajero regresó con las manos vacías, y Genji se fue, francamente decepcionado, iluminando sus pasos con un par de antorchas. Las persianas de la casa estaban ahora cerradas, y a través de las rendijas se adivinaba una luz mortecina.
Cuando llegó a la mansión de la princesa Rokujo, le esperaba una escena muy distinta: un magnífico parque y un jardín plantado con un gusto exquisito, todo ello muy espacioso y digno. Pero la dama se mostró extrañamente fría y taciturna. El príncipe olvidó pronto la casita de las flores blancas y se durmió enseguida. Como pasó más tiempo junto a su amante del que pensaba, en cuanto se puso en marcha para regresar a su casa el sol ya estaba alto. Parecía tan hermoso a la luz de la mañana que las mujeres entendieron las razones de tanta admiración.
Al regresar a su residencia de Nijo, volvió a pasar por delante de la casita de las flores de luna como había hecho tantas veces sin darle mayor importancia. Pero el incidente de la noche anterior había despertado su curiosidad y quería averiguar a cualquier precio quién vivía bajo aquel techo.
—Mi madre no está bien y he ido a verla —le dijo Koremitsu, pasados unos días—. Al ver que te interesaba, hice llamar a un hombre que conoce bien al vecindario y le interrogué. Parece que en el quinto mes cierta dama fue a vivir en secreto a la casa de las flores blancas y que ha estado viviendo allí hasta hoy, pero ignora su identidad. Espiando a través de la celosía, he podido comprobar la existencia de muchachas jóvenes detrás de las persianas. Sus ropas indican que sirven a alguien de cierta relevancia. Ayer mismo, al anochecer, pude ver a la señora escribiendo una carta. Es francamente hermosa, y parecía perdida en sus pensamientos mientras las mujeres que tenía a su alrededor lloraban.
La historia no sorprendió a Genji, pero no se conformó con ella: aún quería saber más. Koremitsu pensaba que, por muy importante que fuera Genji, teniendo en cuenta su juventud y la admiración que despertaba entre las mujeres, parecía cruel impedirle que se embarcara en alguna aventura de vez en cuando. El rango no coloca a nadie por encima de las tentaciones.
—Escribí a la dama para obtener más información —prosiguió el escudero—, y me hizo llegar una respuesta llena de seso y muy bien escrita. La mayor parte de las mujeres que tiene a su alrededor parecen muy presentables, aunque la familia no sea obviamente de alcurnia.
—Investiga todo lo que puedas. No me consideraré satisfecho hasta saberlo todo.
Volvamos ahora a la sensata Utsusemi.
La frialdad de la dama había desconcertado a Genji. Si le hubiese dado alas, seguro que se habría hartado de ella en poco tiempo y la hubiera abandonado, pero su evidente fracaso determinó que no se la pudiese quitar de la cabeza, de modo que pasaba la vida trazando planes para volverla a ver. La discusión con To no Chujo y sus compañeros durante aquella memorable tarde lluviosa en palacio había despertado su interés por las mujeres de todo tipo. Antes una mujer como Utsusemi no le habría atraído lo más mínimo, pero aquella conversación había ampliado notoriamente su interés por el sexo contrario. Incluso se había interesado por la hija del gobernador de Iyo, aquella muchacha que parecía tan frívola y fácil de conseguir a poco esfuerzo que uno pusiera. Y, sin embargo, la sospecha de que su madrastra había sido testigo oculto de su «conversación» con la otra lo atormentaba. Con todo, el príncipe resplandeciente confiaba todavía tanto en sus encantos que no había descartado aún recibir alguna señal de parte de la dama cuyo adorado chal mantenía en su poder.
El gobernador de Iyo regresó a la capital y se presentó en casa de Genji. Su tez quemada por el sol y el desaliño de su indumentaria le daban un aspecto francamente desagradable. Y, sin embargo, era un hombre de buena familia al que los años no habían hecho olvidar cómo hay que comportarse ante un superior. Se pusieron a hablar de las peculiaridades de la provincia de Iyo y sus fuentes termales, y Genji se permitió algunas bromas. De pronto, el príncipe calló, confuso. Tenía compasión del pobre gobernador. Aunque seguía dolido por la frialdad de la mujer, pensó que, si se ponía por un momento en la piel del marido —un pobre anciano patético y aburrido—, no se podía pedir más.
El funcionario le comunicó que estaba buscando un marido para su hija y que pensaba llevarse a su esposa a la provincia que gobernaba. Genji acusó el golpe y le faltó tiempo para volver a llamar a su joven alcahuete y pedirle que le consiguiera otra entrevista con su hermana. Ella volvió a negarse, pero consintió en mantener una discreta correspondencia ocasional con el príncipe siempre que él estuviera dispuesto a «guardar las formas» y a no exigir imposibles.
Y así fue. Como ella no quería que la olvidase del todo, ponía en las respuestas que le enviaba observaciones y detalles que llenaban a Genji de admiración. A pesar de la distancia el joven seguía mostrándose interesado en la dama «del caparazón de la cigarra». En cuanto a su hijastra, estaba absolutamente convencido de que lo recibiría en su lecho con los brazos abiertos cualquiera que fuese el marido con el que la casaran, de manera que el matrimonio anunciado por su padre no le quitó ni un instante de sueño.
Cuando llegó el otoño, Genji se había complicado tanto la vida que cada vez pasaba menos tiempo en la mansión de Sanjo con gran dolor de su suegro. En cuanto a su relación con Rokujo, una vez que, vencida la resistencia de la dama, se hubo salido con la suya, la pasión del joven empezó a enfriarse. La mujer, en cambio, empezó a sufrir depresiones y angustias, sobre todo durante las largas noches que pasaba sin dormir esperando su visita en vano.
Una mañana brumosa, Genji, despertado por sus criados, abandonó el dormitorio de la princesa bostezando y de mal humor. Una de las sirvientas levantó una persiana para que su señora le viera partir. Rokujo se incorporó, hincando el codo en el lecho, y miró en dirección al jardín. ¡Qué hermoso le pareció su joven amante, de pie delante de las flores que crecían al otro lado de la galería! Cuando estaba a punto de salir, se le acercó una criadita esbelta y graciosa vestida con una túnica verde claro llena de flores bordadas que hacía resaltar la elegancia natural de su figura. El príncipe miró hacia atrás, la vio y le pidió que se sentase a su lado. Al ver el efecto de los largos cabellos que caían sobre la túnica, la tomó de la mano y le recitó este poema:
—Aunque no quisiera que me acusaran
de ir de flor en flor,
lamentaría no coger esta mañana
este dondiego de día.90
Ella le contestó con la mayor naturalidad como si estuviese hablando con su señora:
—Está claro que quieres desaparecer
antes de que se levanten las brumas matinales.
Se diría que no tienes corazón
para con las flores que pisas.
Salió entonces al jardín un paje muy elegante vestido con calzas de seda que el rocío empapó enseguida, y se puso a hacer un ramo de dondiegos para Genji, que hubiese deseado poder pintar la escena.
En cuanto a la misteriosa vecina de la madre de Koremitsu, el escudero había llegado casi hasta el final en su labor investigadora y comunicó los resultados a Genji.
—No he sido capaz de averiguar quién es exactamente la mujer que te interesa —hubo de confesar al príncipe—. Parece decidida a ocultarse del mundo. Sus sirvientas y compañeras matan el tiempo sentadas en la galería, viendo pasar los carruajes. A veces la dama que parece ser su señora se sienta entre ellas. Aunque no he podido verla bien, parece muy hermosa. No hace mucho pasó un coche con un cortejo de pajes, y las mujeres se pusieron a llamar a una tal Ukon, diciéndole que saliera deprisa porque pasaba «el capitán». Entonces entró una anciana y las hizo callar. ¿Cómo podían estar tan seguras?, les preguntó. El jardín y la calle se comunican mediante una especie de puente levadizo. La pobre mujer tropezó y cayó de cabeza en la cloaca. «¡Maldito sea el dios de los puentes!», exclamó, y se desentendió del carruaje. Le dijeron que «el capitán» no iba vestido de gala, pero que lo acompañaban pajes. Alguien dejó caer el nombre de To no Chujo…
—¡Me gustaría ver el coche con mis propios ojos! —dijo Genji, y se preguntó si se trataría de la misma dama de que había hablado su cuñado en aquella tarde lluviosa, diciendo que temía haberla perdido para siempre. Koremitsu prosiguió sonriendo al notar la curiosidad del príncipe.
—He de confesarte que tengo mis propios motivos para estar interesado en las habitantes de la casa de las flores de luna y, a fuerza de preguntar, me he enterado de que la señora se dirige a las mujeres que la rodean como si fuesen sus iguales. Pero cuando empecé a visitarlas, pude comprobar que, aunque las viejas fingen muy bien, las más jóvenes suelen referirse a la dama que te interesa como «la señora».
—La próxima vez que vaya a visitar a tu madre echaré un vistazo —dijo Genji, recordando la imagen de aquella casucha medio en ruinas.
Estaba seguro de que la dama pertenecía a la más baja de las clases, aquella clase que su cuñado había asegurado despreciar tanto. Al cabo de unos días Koremitsu le hizo saber que le había conseguido una cita con Yugao, la señora de la casa de las flores blancas. Genji no sabía quién era la dama ni quería que ella le reconociese, así que se presentó sin coche ni cabalgadura y vestido con enorme sencillez. «Ha de estar terriblemente interesado», pensó el escudero, e insistió hasta que el príncipe aceptó montar en su caballo mientras él andaba a su vera. Para mantener en secreto la expedición, Genji se hizo acompañar por el mismo servidor que había sido su intermediario en la aventura de las flores de luna y un paje que nadie conocía, evitando detenerse en casa de su ama. Tantas precauciones desconcertaron a Yugao y, en cuanto el príncipe se despidió al despuntar el alba, lo hizo seguir para averiguar dónde vivía, pero sin resultado.
El joven91 se aficionó mucho a ella y decidió que la seguiría visitando a pesar de la diferencia de rangos, de modo que iba a verla con enorme frecuencia. En aventuras anteriores —unas aventuras capaces de confundir al hombre más serio del mundo—, Genji había sabido conservar siempre el dominio de la situación para evitar la censura de los de su clase. Ahora, por primera vez en su vida, en cuanto, tras una visita nocturna, abandonaba la casa de Yugao por la mañana, empezaba a preguntarse si sería capaz de aguantar un día entero hasta regresar a ella. Por más que se riñera casi con violencia, no podía actuar de otro modo. «Es una locura, no hay razón alguna para obsesionarse tanto…», se reprochaba, incapaz de entenderse a sí mismo. Pero la muchacha tenía un carácter amable y reposado y, aunque a veces podía parecer un poco apática o infantil, resultaba evidente que sabía más de lo que aparentaba sobre los hombres. No parecía de muy buena familia… ¿Qué tenía, pues, que tanto lo fascinaba? ¿Por qué no era capaz de prescindir de ella?
Procuraba ocultar su rango por todos los medios y vestía siempre ropas de viaje. Llegaba de noche, cuando todos dormían, y Yugao se asustaba como si fuese el aparecido de una conseja antigua. No necesitaba ver su cara para saber que era noble. Pero ¿quién podía ser? Empezó a sospechar de Koremitsu. Era él quien le había metido en casa el misterioso visitante… Koremitsu se ocupaba de su propio idilio, indiferente a la otra historia. ¿Qué significaba todo aquello? La pobre muchacha se pasaba la vida haciendo cábalas.
También Genji vivía continuamente angustiado: si un día aquella mujer huía o se ocultaba, ¿dónde iría a buscarla? Aquella casita era a todas luces un domicilio provisional, y temía que, en cualquier momento y sin avisarle, se mudara a otra parte. ¿Sería capaz de olvidarla? No estaba muy seguro. Las noches que, para no llamar la atención, se abstenía de visitarla eran un infierno. Al fin decidió que la llevaría a su mansión de Nijo, aunque sabía que si la descubrían allí, se armaría un escándalo, por más que él proclamase que todo estaba predeterminado por sus vidas anteriores.
—Te llevaré a un lugar precioso donde nadie nos molestará —le dijo.
—¡De ningún modo! —contestó ella—. La idea de seguir a un hombre tan misterioso como tú me da terror.
Le sobraban motivos para tener miedo, pero su terror infantil hizo sonreír a su amante.
—Seguro que uno de nosotros dos es un zorro disfrazado, pero ¿cuál? —dijo el príncipe—. No tengas miedo y hazme caso.
Vencida su resistencia, Yugao se sometió a la voluntad de Genji y pareció dispuesta a aceptar las proposiciones más disparatadas. El príncipe no pudo evitar el recuerdo de la dama a la que To no Chujo se había referido como «clavel silvestre» durante aquella larga tarde de lluvia. Prefirió, sin embargo, no hacer preguntas, convencido de que ella no tenía ningunas ganas de recordar su pasado. Por otra parte, no parecía una mujer aficionada a la sensiblería y a desaparecer súbitamente, de modo que si su relación con su cuñado había acabado mal, la culpa debía achacarse con toda seguridad a To no Chujo. No, él no se mostraría tan negligente, y haría todo lo posible por serle relativamente fiel…
La luna espléndida del octavo mes brillaba a través de las grietas de la techumbre. No estaba acostumbrado a casas tan destartaladas, pero aquel ambiente le fascinaba. Al alba le despertaron voces estridentes y plebeyas procedentes de las barracas de la callejuela. Escuchó cosas como ésta: «¡Qué frío hace! Tengo los pies helados. No sé qué pasará este año con las cosechas y, si no podemos viajar, todo se torcerá… Esperemos lo peor… ¿Me escuchas, compadre?».
Se oía todo: el estrépito que causaban los vecinos —pobres gentes que marchaban de mala gana a sus tareas cotidianas— hubiese debido avergonzar a Yugao, y, de haber sido una mujer vanidosa, habría querido morir. Pero, siendo de temperamento plácido, no se tomaba nada demasiado en serio por muy desagradable que fuese. Sus maneras elegantes y un tanto infantiles proclamaban que pasaba por alto el jaleo que llegaba de la calle como si no lo oyese. Él prefería aquella actitud sosegada a un rubor exagerado de las mejillas o a cualquier otra muestra de consternación. Súbitamente explotó el estruendo del molino de grano, más terrible que el trueno, que parecía surgir de la almohada sobre la que reposaba su cabeza, y le dejó sordo. Genji desconocía el origen de aquel estrépito, pero se dijo que podía despertar a los muertos. El aire fue llenándose de rumores: la maza del tintorero que golpeaba el tejido chorreante, los gritos de los patos que pasaban volando sobre sus cabezas…
Abrieron las persianas y miraron al exterior. Habían estado durmiendo junto a la galería, y delante de sus ojos las cañas de bambú negro aparecían llenas de gotas de rocío. Los insectos de otoño hacían sonar sus instrumentos y, aunque el príncipe había oído ya el canto de los grillos en otras ocasiones, nunca lo había percibido desde tan cerca. El mundo le pareció lleno de sonoridades maravillosas, y su admiración por la muchacha borraba los detalles menos agradables que la rodeaban. Vestida con una sencilla túnica blanca y un uchiki de color espliego, parecía una personita bella y frágil. Ninguno de sus rasgos era excepcionalmente hermoso, pero sus formas esbeltas la hacían tan delicada y atractiva que Genji temía oír su voz. Aunque le faltaba un punto de ingenio, le parecía irresistible y quería llevársela a un lugar donde no fuesen molestados.
—Te llevaré a un lugar cercano, y allí pasaremos lo que queda de la noche.
—¿Qué quieres decir? —dijo Yugao—. ¿Pretendes raptarme por sorpresa?
Genji le prometió que sería su amor en esta vida y en todas las futuras. Lo cierto es que aquella dama le desconcertaba: le costaba creer que hubiese mantenido ya relaciones con otros hombres. Sea como fuere, hacía tiempo que había dejado de preocuparse por la opinión del mundo, de manera que ordenó a Ukon que llamase a sus hombres y a su coche. Las mujeres de la casa se asustaron al ver los preparativos de fuga, pero, convencidas del amor del príncipe, decidieron confiar en él.
Ya era casi de día, y los gallos habían dejado de cantar. Sólo se oía la voz de un anciano que invocaba a Buda antes de emprender un viaje de peregrinación a Mitake. La voz sonaba triste y fatigada. ¿Qué imploraba aquel hombre?
—Gloria al Buda que ha de venir —canturreaba el anciano.
—Escúchale —dijo Genji—. Está pensando en el otro mundo. Es una señal de buen augurio.
Imitemos a este hombre devoto
que nos guiará
mientras nos juramos amor
por todas las vidas que nos esperan.
El voto del emperador chino y Yang Kuei-Fei no parecía el más apropiado —su historia de amor había acabado muy mal—, de modo que Genji prefirió una invocación al señor Maitreya, Buda del futuro, pero ella no se sentía tan segura y recitó:
—He conocido ya tanto dolor
por culpa de otras vidas anteriores,
que pienso que no es sensato
hacer votos de felicidad para el futuro.
La luna rozaba ya las colinas del oeste y Yugao no acababa de decidirse a acompañarlo. Mientras él insistía, la luna desapareció completamente detrás de las nubes que adornaban el cielo matinal. Como Genji quería marchar antes de que la luz de la mañana lo delatara, levantó la mujer del suelo, la metió en el coche y se la llevó a un pabellón cercano medio abandonado, al que había recurrido en alguna aventurilla. Ukon los acompañó.
Cuando llegaron al pabellón, el príncipe reclamó la presencia del guardián. Mientras lo buscaban, Genji observó el mal estado de las puertas y la jungla de helechos que lo había invadido todo. La bruma era espesa y caía tanto rocío que, al sacar el brazo del coche, la manga del príncipe quedó empapada.
—Se diría que me estoy embarcando en una nueva aventura y que no me van a faltar quebraderos de cabeza —murmuró Genji, e improvisó este poema:
—Seguro que este camino nuevo y extraño
que el alba me descubre,
confundió a hombres de otros tiempos
como ahora me confunde a mí.
Yugao contestó:
—Soy como la luna que vaga,
perdida, en el cielo vacío
temiendo desaparecer
entre las montañas que la asedian.
Parecía deprimida y nerviosa, pero Genji lo atribuyó al hecho de que la muchacha había vivido siempre en casas pequeñas y llenas de gente. El coche entró en el jardín y los dejó delante de la galería. Habían dispuesto una estancia para ellos en el ala oeste. Aunque Ukon intentaba fingir inocencia, en su fuero interno comparaba lo que estaba pasando con anteriores aventuras de su señora. El entusiasmo que el servicio ponía en satisfacer a Genji lo delataba. Cuando la pareja bajó del coche, ya era de día. A pesar de las prisas, la estancia que les estaba esperando parecía limpia y ordenada.
—Lo siento, señor, pero no tenemos sirvientas —dijo un criado que había servido en casa del suegro del príncipe—. ¿Quieres que busque alguna?
—No. Deseo estar solo. Prefiero que nadie me conozca.
El hombre improvisó un desayuno, mientras Genji prometía a la muchacha que le demostraría la fuerza de su amor, un amor que, paciente como un río, no se acabaría nunca.
Cuando despertaron, el sol estaba en su cenit. El joven levantó las persianas y contempló el jardín abandonado que rodeaba la casa: los troncos de los árboles estaban podridos y llenos de musgo, y, como ningún jardinero se había ocupado de que plantas y flores destacaran por su variedad, las pocas que había eran tristes como las que crecen en los pantanos durante el otoño. Las malas hierbas se habían adueñado del estanque y el conjunto tenía un aspecto patético. La soledad era total. Un poco más lejos, una construcción sencilla parecía destinada a alojar al guardián.
—¡Un lugar poco estimulante! —observó Genji—. Pero estoy convencido de que si aparece algún demonio, pasará de largo…
Genji llevaba todavía el rostro medio cubierto, y ella se lo había reprochado. Sus relaciones habían llegado a un punto que ya no justificaba aquella discreción. Entonces Genji improvisó un poema:
—La flor que ahora se abre
bajo el rocío del crepúsculo,
brilló no hace mucho
ante tus ojos en una carta.
Yugao le contestó en un susurro:
—La luz que hacía brillar las gotas de rocío
sobre la flor de luna
era sólo un espejismo
de los rayos del sol poniente.
La dama hallaba al joven todavía más hermoso de lo que el poema daba a entender.
—Te he ocultado mi nombre hasta ahora porque tú, ingrata, no has querido revelarme el tuyo. Dímelo ahora. Este silencio parece de mal augurio.
—Soy como la hija del pescador del poema, que no tenía casa ni nombre… —respondió ella, ocultando su nombre como una niña.
—Como tú quieras —dijo él, y la conversación de la pareja prosiguió con un intercambio de reproches y frases tiernas durante horas.
Koremitsu se presentó en la casa con víveres. Como se sentía culpable del modo en que había tratado a Ukon al hacer posible el rapto de su señora, no se entretuvo mucho. Llegó a la conclusión de que la muchacha tenía gracias especiales que él no había sido capaz de descubrir: solamente así se explicaba que Genji se hubiera lanzado de cabeza a aquella aventura disparatada. También se admiró de su propia generosidad, pues acababa de poner en manos de Genji una presa que hubiera podido hacer suya fácilmente.
Genji y Yugao contemplaban el cielo inmaculado del atardecer. La oscuridad del pabellón —una mansión grande y laberíntica— asustaba a la joven, de manera que Genji levantó las persianas de la galería. Yacían el uno junto al otro y se miraban a medida que el cielo iba oscureciendo. Ella estaba asombrada: todo le parecía tan extraño… Poco a poco fue borrando el recuerdo de pasadas faltas y cada vez se sentía mejor al lado de aquel hombre misterioso que la arrullaba como un pájaro a sus crías. Genji la encontraba maravillosa. El rumor más leve hacía que se estremeciese, y el príncipe se burlaba de ella como de una criatura deliciosa. Al fin echó las persianas e hizo traer luces.
—Se diría que empiezas a encontrarte bien a mi lado… Me gustaría saber en qué estás pensando —dijo a la muchacha.
¿Qué comentarios estarían circulando ya en la corte? ¿Dónde empezarían a buscarlo? Seguro que la princesa Rokujo estaba furiosa, aunque le sobraban razones para sentirse ultrajada. Sus ataques de celos no eran en absoluto agradables. En todo eso pensaba Genji mientras contemplaba a la muchacha que yacía a su lado, tan sencilla y poco exigente… Rokujo, en cambio, no le dejaba nunca en paz. ¡A veces deseaba librarse de aquel yugo de una vez por todas!
Pasada la medianoche se le apareció al lado de la almohada una mujer alta y majestuosa que se puso a increparle:92
—¿Por qué no acudes nunca a visitarme cuando me paso la vida pensando en ti? Y mientras tanto pierdes el tiempo al lado de una criatura sin mérito alguno… ¡Es un juego cruel y no voy a tolerarlo!
Le pareció que la mujer misteriosa iba a hacer daño a la muchacha, pero en ese instante de su sueño despertó con la sensación de que se había apoderado de él un ser maligno. La lámpara se había apagado. Asustado, puso la espada bajo la almohada y despertó a Ukon, que también parecía alarmada.
—Sal a la galería y despierta al guardián. Que traigan luces.
—¡Qué oscuro está todo! —se lamentó Ukon.
—Hablas como una niña… —dijo él, con una sonrisa en los labios.
Bromeando, dio unas cuantas palmadas que solamente contestó el eco. La muchacha temblaba violentamente, empapada en sudor como si estuviese a punto de desmayarse.
—Es una cosita tan tímida… —comentó Ukon—. Mírala, tan asustada cuando no hay motivo alguno para estarlo…
«Sí, pobrecita», pensó Genji. Se la veía tan frágil y había pasado todo el día contemplando el cielo.
—Iré a buscar a alguien. ¡Qué eco más terrible! Quédate tú con ella.
Dejó a Ukon junto a Yugao. La galería occidental estaba a oscuras y soplaba una brisa agradable. Sus tres acompañantes dormían. Los llamó, y le respondió una voz.
—¡Traednos luces! Despierta a los demás y preparad vuestros arcos. ¿Desde cuándo se ponen a dormir los guardias en una casa desierta? Creía que Koremitsu estaba aquí.
—Ha venido, pero ha dicho que no ha recibido ninguna orden, de modo que se ha ido y volverá por la mañana.
Aquel hombre había sido arquero imperial y, haciendo sonar el arco, corrió hacia la casa del guardián gritando: «¡Fuego! ¡Fuego!». «Si estuviésemos en la corte», se dijo Genji, «los cortesanos de servicio ya habrían desfilado y se estaría cambiando la guardia»… De hecho, no era tan tarde. Luego volvió a entrar y halló a la muchacha como la había dejado. Ukon estaba echada a su lado.
—¿Qué estáis haciendo? —les gritó—. ¡No seáis bobas! ¿Teméis acaso a los espíritus con cuerpo de zorro que hacen travesuras en las casas abandonadas? ¡No tengáis miedo que no se me van a acercar!
De mal humor apartó a Ukon del lecho, arrastrándola por las piernas.
—No me encuentro bien —se quejó la criada—. Y mi pobre señora está muerta de terror.
—Lo está, y no entiendo el motivo.
El príncipe se acercó a Yugao: no respiraba. La levantó de la cama y le pareció un peso muerto. Desde el primer momento vio en ella una criatura indefensa y ahora estaba seguro de que un poder maligno se había apoderado de su cuerpo. Entonces se presentó un hombre con una antorcha. Como Ukon estaba demasiado asustada para hacer algo, Genji desplegó un biombo delante del lecho.
—Acércame la luz —ordenó al hombre que, no teniendo acceso en circunstancias normales a la presencia de Genji, no osaba entrar en la estancia.
—Deprisa, deprisa… dame la luz. Olvida las ceremonias…
A la luz de la tea vislumbró la sombra errática de una figura al lado de la almohada. Correspondía a la mujer de su sueño. Súbitamente, aquella forma vaga se disolvió como las apariciones de las consejas antiguas. Asustado y confuso, sólo le preocupaba la muchacha, de modo que se arrodilló a su lado y se puso a llamarla, pero estaba fría y había dejado de respirar. La situación era espantosa. ¿A quién iba a dirigirse en busca de consejo en aquellas circunstancias? Hubiese dado cualquier cosa por tener un bonzo a mano… Siempre había confiado en sí mismo y en su buena estrella, pero aquella situación le superaba. Al fin, desesperado, se abrazó al cuerpo inerte.
—¡Vuelve, vuelve, querida mía! ¡No me hagas eso!
La muchacha parecía de hielo. Ukon había conseguido dominar el terror que la paralizaba y se retorcía las manos llorando. Genji recordó vagamente la historia de un ministro que había topado con un demonio al pasar por el pabellón del sur.
—No es posible que esté muerta —dijo en voz alta, y luego se dirigió a Ukon—: ¿Qué significan esos llantos a medianoche? Hazme el favor de gritar un poco menos…
Luego volvió a dirigirse al hombre de la antorcha:
—En esta casa hay una persona muy enferma. Dile a tu amigo que averigüe dónde pasa la noche Koremitsu, y que lo haga venir inmediatamente. Si el bonzo está todavía en casa de su madre, hazlo venir también a él con discreción. Pero procura que su madre no se entere, pues desaprueba esta clase de aventuras.
Aunque hablaba con mucha calma, tenía la mente confusa. La convicción de que él había sido el culpable de la muerte de Yugao le pesaba como una losa. Y, por si fuera poco, el lugar y cuanto le rodeaba le llenaban de terror. Había pasado la medianoche, y el viento soplaba entre los pinos con fuerza creciente. Un silbido extraño, que atribuyó a un pájaro invisible, se mezclaba con el fiero ulular del ventarrón. ¿Sería una lechuza? Una siniestra soledad lo embargaba todo. Nunca debió llevarla a un sitio como aquél, pero los reproches ya eran inútiles. La lámpara parecía a punto de apagarse y Genji la despabiló. Tuvo la impresión de que algo se movía detrás del biombo que disimulaba un rincón de la estancia principal, pero seguramente se trataba de un efecto de la luz. Al poco rato el efecto se repitió en otro rincón. Al fin le llegó el rumor de los pasos de alguien que se estaba acercando.
Koremitsu era un ave nocturna sin dormitorio fijo: seguro que resultaba imposible de hallar… ¿Nunca volvería a salir el sol? ¿Había pasado una noche o mil noches? Desde muy lejos le llegó al fin el canto del gallo. ¿Qué horrible falta cometida en una vida anterior le había conducido a aquella situación? Lo castigaban por un amor culpable, por algún pecado suyo y de nadie más, y los hombres recordarían su execrable historia durante siglos. Todos los secretos acaban por salir a la luz. Muy pronto se enteraría todo el mundo, empezando por su padre, y los pajes más humildes de la corte también cuchichearían sobre su desventura. Con el paso del tiempo, Genji se convertiría fatalmente en la imagen inmortal del perfecto imbécil.
Koremitsu se presentó en la casa del dolor: era el servidor ideal, incapaz de oponerse jamás a la voluntad de su amo, pero Genji estaba furioso porque durante aquella noche le había dejado solo y había tardado tanto en regresar. Le hizo pasar, pero no sabía cómo explicarle lo que acababa de ocurrir. Ukon rompió a llorar otra vez de pena y horror, y Genji, que había logrado conservar una cierta claridad de ideas, se desmoronó.
—Ha ocurrido algo muy raro —le dijo—, algo auténticamente increíble… Lo hubiese dado todo por un clérigo, y he pedido a tu hermano el bonzo que venga…
—Ayer se fue a las montañas. ¿Se encuentra mal?
—No.
El dolor hacía a Genji tan bello que Koremitsu casi se echó a llorar. Si hubiera sido un hombre más maduro, quizás habría podido ayudarle, pero ambos eran aún muy jóvenes y se sentían absolutamente desconcertados. Koremitsu habló el primero:
—Hay que procurar que el guardián no se entere. Seguramente es un hombre de fiar, pero su familia no tanto. Hay que huir de aquí como sea.
—¿Y adónde?
—Si la lleváramos a su casa, las mujeres se pondrían a chillar, y aquel barrio está muy poblado… Pronto habría una cola de gente en la puerta haciendo preguntas… Los templos de la montaña son algo muy distinto. Allí el peligro de llamar la atención no existe.
Calló durante unos instantes para reflexionar y luego prosiguió:
—Conozco a una mujer que acaba de entrar en un monasterio de las montañas del este. Es muy anciana —fue nodriza de mi padre—, y, aunque se encuentra en un distrito muy poblado, el monasterio se halla en un lugar solitario.
Aún no había apuntado el día cuando Koremitsu volvió a presentarse con el coche. Como Genji era incapaz de hacer nada, el escudero se encargó personalmente de envolver el cuerpo de la dama con una colcha y depositarlo en el coche. Era un cuerpo pequeño y hermoso que no daba asco. Los cabellos negros sobresalían de la mortaja como si quisiesen nublar los ojos de Genji.
El príncipe se había propuesto asistir a las ceremonias fúnebres, pero Koremitsu se lo desaconsejó.
—Monta en mi caballo y vete a tu casa de Nijo. A estas horas no encontrarás a nadie en las calles.
Ayudó a Ukon a subir al coche y se puso a andar delante del buey, arremangándose la túnica. Era un cortejo fúnebre muy extraño, pensaba, pero estaba dispuesto a arriesgar su vida con tal de ayudar a su amigo. Mientras, Genji regresó a su casa de Nijo.
—¿Dónde has estado? —le preguntaron sus sirvientas—. Tienes mala cara…
Prefirió no contestar. Solo en su dormitorio, se apretaba el corazón con la mano. ¿Por qué no había ido con los demás? ¿Qué diría ella si resucitaba? Pensaría que la había abandonado. Entonces empezó a lanzarse duros reproches. Le dolía la cabeza y tenía fiebre. ¿Y si también él se estaba muriendo sin saberlo? A la mañana siguiente no se levantó. Al ver que no salía de su aposento, las mujeres le entraron el desayuno, pero no tenía apetito. Un mensajero se presentó a anunciarle que su padre estaba furioso porque no le había visitado el día anterior. Al poco rato llegaron sus cuñados, pero sólo dejó entrar a To no Chujo y lo recibió detrás de una cortina.
—Mi pobre nodriza estaba muy enferma y se hizo monja en el quinto mes —le explicó—. Se afeitó la cabeza y se puso a hacer penitencia. Durante las primeras semanas pareció que mejoraba, pero luego volvió a recaer. Vinieron a buscarme para que fuera a despedirme de ella. No podía negarme a visitarla por última vez. Pero he aquí que uno de sus criados también estaba enfermo y murió de repente mientras yo me encontraba allí. Por deferencia hacia mi persona esperaron hasta la noche para retirar el cadáver, pero luego me enteré de todo. No me pareció correcto presentarme en la corte contaminado por una muerte93 tan reciente cuando están a punto de empezar las fiestas del noveno mes, de modo que he permanecido en casa. Además tengo dolor de cabeza y temo que me he resfriado. Os pido perdón a todos.
—Transmitiré tu mensaje al emperador, pero debes saber que ayer por la noche, durante el concierto, te hizo buscar, y, al no dar contigo, se puso muy furioso.
To no Chujo parecía a punto de irse, pero inesperadamente dio media vuelta y le espetó:
—¡Ea, muchacho! ¿Cuál es tu verdadero problema? No me he tragado ni media palabra de lo que me acabas de contar.
Genji se sorprendió mucho, pero fingió estar tranquilo.
—Ahórrate los detalles —le ordenó—. Diles que estoy contaminado por una muerte.
A pesar de la frialdad que pretendía aparentar, no se veía con ánimo de reunirse con gente. Pidió a un cuñado más joven que explicase a su padre «sus razones» para no presentarse en la corte y envió un mensajero con la misma historia a la mansión de sus suegros. Koremitsu se presentó al anochecer. Como Genji estaba mancillado,94 no permitía la entrada a las visitas, y había muy poca gente en la casa. Con todo, recibió a Koremitsu inmediatamente.
—¿Estás seguro de que ha muerto? —inquirió, cubriéndose los ojos con una manga.
Koremitsu también lloraba.
—Sí, me temo que ha muerto. No podía permanecer encerrado en el templo indefinidamente, de modo que he llegado a un acuerdo con el sacerdote, y la ceremonia de los funerales se celebrará mañana.
—¿Y la otra mujer?
—Parecía a punto de morir. No quería abandonar a su señora bajo ningún pretexto… Esta mañana he llegado a temer que se lanzaría por un precipicio… Quería contarlo todo a la gente de Gojo, pero le he rogado que tuviese un poco de paciencia.
—Me encuentro muy mal y temo lo peor.
—Ten paciencia tú también. Nada puede hacerse, y carece de sentido que te estés torturando. Convéncete de que lo que ha de suceder, sucede. Nadie lo sabrá. Yo me encargo de todo.
—Es cierto. Todos dependemos del destino. No me canso de repetírmelo. Pero resulta espantoso pensar que he enviado una mujer a la muerte. No se lo digas a tu hermana y procura que tu madre no lo sepa. Sus reproches me matarían. He engañado a mi familia con una historia plausible…
Koremitsu era un hombre de recursos. Las criadas de Genji se olían que algo grave estaba ocurriendo, pero no sabían de qué se trataba. El príncipe repetía una y otra vez que, hallándose contaminado por una muerte reciente, debía permanecer alejado de la corte, lo cual, a los ojos de la servidumbre, no explicaba sus lágrimas y gemidos. ¿Tanta desesperación por la muerte de un criado de su vieja nodriza? Parecía absurdo.
Genji dio instrucciones a su escudero para el funeral.
—Asegúrate de que todo salga bien.
—Naturalmente. No hará falta una gran ceremonia.
Cuando Koremitsu estaba a punto de irse, el príncipe le detuvo.
—Sé que te parecerá mal —le dijo con voz dolorida—, pero nunca me perdonaría no volver a verla. Iré a caballo.
—Haz lo que quieras —contestó Koremitsu, aunque consideraba la idea muy desacertada, y añadió—: En todo caso vete deprisa y vuelve antes de que se haga de noche.
Genji se puso en marcha vestido con la ropa que utilizaba para sus escapadas. Estaba desesperado, y el terror que la noche le inspiraba estuvo a punto de hacerle dar la vuelta, pero prevaleció el dolor y se puso en marcha. Si no volvía a verla, ¿cómo podría mantener la esperanza de encontrarla de nuevo en otro mundo? Aunque le acompañaban Koremitsu y un criado, el camino le pareció interminable.
Cuando llegaron al río, salió la luna: habían pasado dos días desde la luna nueva. A la luz escasa de las antorchas la oscuridad que envolvía el monte Toribe resultaba ominosa, pero Genji estaba demasiado triste para sentir miedo. Al fin llegaron al templo.
Era una comarca adusta y desierta. La austeridad de la barraca de madera y la capilla en que la monja practicaba sus devociones resultaban sobrecogedoras. A través de las grietas de las paredes se adivinaba el resplandor de la lámpara que ardía encima del altar. En el interior de la barraca lloraba una mujer mientras, en otra pieza, dos bonzos conversaban e invocaban el nombre sagrado en voz baja. En los demás templos de la zona los oficios habían concluido y un silencio de mal agüero reinaba por doquier. Desde allí se avistaban luces y grupos de gente por el camino de Kiyomizu. Cuando el monje principal, que era el hijo de la nodriza, empezó a recitar los sutras con voz impresionante, Genji rompió en sollozos.
Entró en el templo. La luz no iluminaba el cadáver, y Ukon yacía detrás de una mampara. «Lo está pasando muy mal», pensó Genji. La cara de Yugao no había cambiado, y parecía más hermosa que nunca.
—¿Por qué no me dejas volver a oír tu voz? —imploró, cogiéndole una mano—. ¿Cómo es que tuve tan poco tiempo para amarte? ¿Por qué te has ido dejándome sumido en el dolor?
Los bonzos no sabían quién era. Con todo, su comportamiento les emocionó, y las lágrimas velaron también los ojos de los hombres santos. La muchacha parecía exactamente igual que aquella noche… Se habían intercambiado las ropas, y Yugao llevaba todavía el uchiki rojizo de Genji.
—Acompáñame a Nijo —dijo a Ukon.
—He estado a su lado desde que era muy joven. Nunca me aparté de ella. ¿Dónde quieres que vaya? Tendré que contar a las demás lo que ha pasado y aceptar sus reproches y acusaciones. ¡Pobrecilla, acababa de cumplir diecinueve años! ¡Quiero ir tras ella!
—Así es la naturaleza. Todas las despedidas son tristes, pero tarde o temprano no hay vida que no se apague. Ten confianza en mí.
El príncipe procuraba consolarla con lugares comunes, pero al fin se le escapó lo que realmente pensaba:
—¡Pobre de mí! ¡Yo también quisiera seguirla!
—Pronto amanecerá —le recordó Koremitsu—. Hay que ponerse en marcha.
Genji salió del templo con el corazón deshecho. El camino estaba empapado de rocío y la niebla matinal era muy espesa. En aquel momento no sabía dónde se encontraba. Aunque Koremitsu sujetaba el animal por la brida, le costaba mantenerse en la silla. Al llegar al río, Genji cayó al suelo y no pudo volver a levantarse.
—¿Moriré aquí, junto al camino? Dudo que pueda seguir adelante…
Koremitsu estaba muy asustado: nunca había sido partidario de aquella expedición y sus más negros presagios se estaban cumpliendo. Metió las manos en el río y se puso a rezar a Nuestra Señora Kannon95 de Kiyomizu. Genji se recobró un poco, y, sin dejar de invocar el nombre sagrado,96 llegó a su casa de Nijo.
Aquel viaje imprevisto pareció a todos el colmo de la imprudencia. En los últimos tiempos se le notaba inquieto. ¿Por qué había vuelto a salir si no se encontraba bien? Enfermo de consideración, Genji se metió en la cama y permaneció en ella unos cuantos días adelgazándose a ojos vista. Cuando el emperador oyó hablar de la enfermedad, se alarmó y ordenó que se celebrasen ceremonias sinto, confucianas y budistas para su pronta recuperación en los principales templos y santuarios.97 La hermosura tan alabada de Genji parecía ahora nefasta, y toda la corte estaba convencida de que duraría poco. A pesar de su enfermedad, hizo llamar a Ukon y la instaló en su casa de Nijo entre sus sirvientas. Koremitsu se encargó de darle las lecciones pertinentes, y los días que Genji se encontraba algo mejor la llamaba a su lado y hablaban de manera que, poco a poco, la pobre Ukon se fue acostumbrando a su nueva residencia. Vestida de riguroso luto, parecía severa y distante, pero su trato resultaba agradable.
—Mientras yo viva —le decía el príncipe con los ojos húmedos—, nada ha de faltarte… Sólo por ti sentiría morir pronto…
El servicio se sentía completamente desorientado y no sabía qué hacer. El hecho de que todos los días se presentase un ejército de mensajeros del palacio imperial no hacía sino aumentar la confusión. Genji procuraba fingir que se estaba recuperando para complacer a su padre, y su suegro iba a visitarlo a diario. Quizás gracias a tantas atenciones, ceremonias y plegarias, la crisis, que había durado veinte días, acabó por pasar sin dejar rastro. La recuperación total de Genji coincidió con el fin de su contaminación, y, consciente de que el emperador estaba muy preocupado, decidió tranquilizar a la corte y regresar al palacio imperial.
Durante los primeros tiempos todo le parecía extraño como si hubiese ido a parar a un mundo desconocido, pero, al llegar el fin del noveno mes ya volvía a ser el mismo. Había perdido peso y ganado en apostura. Como pasaba muchas horas mirando el vacío y se ponía a llorar de repente, no pocos cortesanos pensaban con consternación que le había poseído un espíritu maligno. Un día dijo a Ukon:
—Hay algo que no entiendo… ¿Por qué no quiso revelarme nunca quién era? Aunque hubiese sido, tal como me dijo un día, «la hija de un pescador», me parece francamente cruel mostrarse tan reticente con alguien que te quiere tanto…
—No había ningún motivo para guardar el secreto —respondió Ukon—. Le daba vergüenza confesar su propia insignificancia… Nunca entendió tu actitud hacia ella… Solía decirme que no sabía si soñaba o estaba despierta. Tampoco tú le dijiste quién eras, aunque ella lo adivinó… Se sentía tratada como un juguete, y le dolía…
—Fue una cadena de malentendidos… —dijo Genji—. Yo no quería que nada, empezando por mi rango, se interpusiera entre ambos. Piensa que la posición de las personas como yo no es fácil. Temía la cólera de mi padre y las burlas de un mundo estúpido que nunca entiende nada… ¡No se me permite ni la más leve indiscreción! El incidente de la casa de las flores de luna me afectó extrañamente, e hice cuanto pude por verla. Seguro que ya existía un vínculo entre los dos… Si no, ¿cómo pudo adueñarse de mí de ese modo? ¡Explícame su historia! No tiene sentido guardar los secretos de los muertos… Todas las semanas le dedicaré ofrendas, y tengo derecho a saber a quién las hago.
—Tienes razón. ¿A qué guardar secretos, después de todo? Debes saber que sus padres murieron cuando todavía era muy niña. Él era capitán de la guardia y la adoraba, pero su carrera no prosperó y murió antes de hacer por ella todo lo que se había propuesto. Entonces conoció al teniente To no Chujo. A lo largo de tres años la colmó de atenciones, pero el otoño pasado su suegro tuvo conocimiento de la relación y amenazó a Yugao severamente. La muchacha era muy tímida y se asustó. Huyó de su casa y se fue a la de su ama, un mísero agujero en la parte occidental de la ciudad… Había decidido partir a las montañas, pero la dirección que quería tomar era tabú desde el año nuevo, de manera que se refugió en la casucha donde la hallaste. Era más reservada y taciturna que la mayoría, y, obsesionada por ocultar sus emociones, podía a veces parecer distante…
Una piedad inmensa se apoderó del corazón de Genji.
—Cierto día To no Chujo me habló de una hija que había perdido… ¿Sabes si vive aún?
—Sí. Es una niña preciosa que nació hace dos primaveras.
—¿Dónde está? Tráemela sin decírselo a nadie, y me servirá de consuelo… Tal vez debería contárselo todo a To no Chujo, pero sólo serviría para complicar más las cosas. Dudo que nadie pueda reprocharme nada si decido hacerme cargo de la niña. Procura que no se enteren los que la han cuidado hasta ahora…
—Me alegraría que te ocuparas de la niña. No quisiera dejarla donde está ni podríamos tenerla en la casa donde nos encontraste por falta de personal adecuado…98
Bajo el cielo sereno del crepúsculo, las flores que crecían al pie de la galería estaban mustias y el canto de los pájaros y de los insectos apenas se oía. Los arces lucían ya los colores del otoño. Al contemplar la escena, que parecía una pintura, Ukon pensó en la suerte que había tenido al hallar aquel refugio… Quería borrar de su cabeza todos los recuerdos de la casa de las flores blancas. Se oyó el grito de un pájaro —seguramente un iyebato—, procedente del bosquecillo de bambúes. Al recordar que un grito como aquél había asustado a la muchacha de la casa abandonada, Genji imaginó a Yugao como una aparición.
—¿Cuántos años tenía? Parecía tan delicada…
—Unos diecinueve. Mi madre, que había sido su ama, murió y su padre se aficionó a mí, de manera que crecimos juntas. Nunca me separé de ella… Aunque parecía tan débil, era mucho más fuerte de lo que imaginas.
Ukon se echó a llorar. Mientras, el cielo se había llenado de nubes y soplaba un viento gélido. Genji dijo, mirando el horizonte:
—Las nubes parecen
el humo de su pira,
y, de repente, el cielo del crepúsculo
me parece más cercano.
Ukon fue incapaz de contestarle.
Genji, ya en cama, se repitió unos versos de Po Chu-I:
En los meses octavo y noveno,
cuando las noches se alargan,
la maza del tintorero99
resuena una y mil veces.
Kogimi iba a verlo de vez en cuando, pero Genji no le confiaba ya mensajes. Utsusemi se puso triste al escuchar noticias sobre la enfermedad del príncipe. La idea de acompañar a su marido a una provincia lejana no la entusiasmaba en absoluto, de modo que envió una nota al príncipe para averiguar si la había olvidado.
Me dicen que no te has encontrado bien en los últimos tiempos…
Pasan los días, y tú no me preguntas
por qué razón yo no te hago preguntas.
¡Debes entender
cuán confusos son mis pensamientos!
¿Quieres que te hable del estanque de Masuda?
La carta le sorprendió no poco, pero no la había olvidado. Le contestó con una caligrafía que revelaba el temblor de la mano del autor:
Me pregunto a cuál de los dos ha tocado en suerte una vida más absurda…
Por vacío que esté,
el caparazón de la cigarra
me ha dado fuerzas
para sobrevivir en este mundo sombrío.
Al menos de momento…
A pesar de todo, no se había quitado aún a Utsusemi de la cabeza. Su respuesta puso a la dama triste y alegre a la vez. Resultaba hermoso poderse escribir sin rencores, pero no estaba dispuesta a que las cosas fueran más allá ni a ganarse el desprecio del príncipe. A los pocos días Genji tuvo noticia de que la hijastra de la dama se había casado con un teniente de la guardia. Le pareció un enlace extraño, y no pudo evitar compadecer la suerte del oficial. Tenía curiosidad por conocer los sentimientos de la recién casada, y le envió, a través de Kogimi, una nota atada a un junco que decía así:
¿Sabes que tu recuerdo por poco me mata?
Até un haz de juncos
de los que crecen bajo el alero
para hacerme una almohada,
y ahora el nudo se ha deshecho…100
Cuando llegó el mozo a la casa, el marido no estaba. La dama se sintió un tanto herida por la desfachatez de Genji, pero le costó poco perdonarle. Incluso se atrevió a responder con otro poema, ciertamente mediocre, que compuso a vuelapluma disfrazando su escritura:
Los murmullos de una suave brisa,
evocando pasados vínculos,
dejan al pobre junco
lleno de escarcha… y de melancolía.
En el santuario del monte Hiei los servicios fúnebres en memoria de Yugao se prolongaron durante cuarenta y nueve días. Se puso especial cuidado en los ritos, la indumentaria de los oficiantes, los rollos de plegarias y la ornamentación de los altares. El príncipe llamó a un amigo suyo, buen conocedor de la literatura china —un auténtico erudito que le orientaba en cuestiones de poesía—, y le pidió que redactase la plegaria final a partir de un borrador que él mismo había preparado. Con palabras transidas de emoción encomendaba la dama a la misericordia de Buda Amida sin mencionar su nombre.
En cuanto el maestro leyó el borrador, le dijo, profundamente conmovido:
—Es perfecto. No toques ni una palabra.
Al contemplar las lágrimas que Genji derramaba, se preguntó quién podía ser la dama cuya muerte tan desgraciado le había hecho. El príncipe sujetó un poema a una prenda de la muchacha que se disponía a ofrecer.
Lloro desconsoladamente
mientras ato el cordón de sus calzas por última vez.
¿En qué momento aún lejano
podré volver a desatarlo?
Por última vez invocó el nombre sagrado. En las últimas semanas el espíritu de la muchacha había estado vagando en el vacío, y justamente aquel día le tocaba iniciar una nueva existencia en la tierra bajo otra forma.101
Siempre que veía a To no Chujo, estaba a punto de decirle que su hija vivía, pero luego pensaba que la historia no le haría gracia alguna, y acababa callando. Las mujeres de la casa de las flores de luna estaban desconcertadas porque nadie les había comunicado qué había sido de su señora. Con todo, tenían sospechas sobre la identidad de su seductor y se las hicieron saber a Koremitsu, que seguía acudiendo a la casa por motivos personales, pero él fingió una ignorancia absoluta. La vida de aquellas pobres criadas se convirtió en una auténtica pesadilla. ¿Y si el libertino, temiendo a To no Chujo, se la había llevado al campo? La dueña de la casa era parienta lejana de Ukon, pero Ukon tampoco daba señales de vida, y los días se sucedían sin que el misterio se aclarara.
Genji hubiese dado cualquier cosa por volver a ver a la difunta, aunque sólo fuera en sueños. Al día siguiente del último funeral tuvo una visión fugaz de la mujer que se le había aparecido durante la noche fatídica, y llegó a la horrible conclusión de que había sido él quien había atraído un mal espíritu sobre la casita abandonada.
A principios del décimo mes el gobernador de Iyo partió a hacerse cargo de su provincia, llevándose consigo a su esposa. Genji eligió sus regalos de despedida con sumo cuidado. A los abanicos y peines exquisitamente labrados y a las piezas de tela especialmente teñidas para la dama, añadió el chal de seda que se había llevado aquella noche inolvidable junto con este poema:
Confiaba devolverte esta prenda
el día de nuestro reencuentro,
pero las lágrimas incesantes
han podrido las mangas.
Kogimi le hizo llegar la respuesta de la dama:
Después del estío llega el otoño
y la cigarra pierde sus alas,
pero tú me devuelves mi atavío de verano
y lo recibo llorando amargamente.
¡Qué mujer más complicada era Utsusemi!
El primer día de invierno llovió a cántaros, el viento sopló sin parar y el cielo no se iluminó de la mañana a la noche. Genji andaba como un sonámbulo, y escribió:
Una de ellas se ha ido para siempre
y ahora me toca despedir a la otra.
Cada una sigue su propio camino
mientras muere el otoño.
Hubiese querido pasar por alto las tribulaciones de Genji por respeto a sus esfuerzos por ocultarlas, y si al fin he escrito sobre ellas, lo he hecho porque algunas damas y caballeros criticaban mi relato por parecer inventado. ¡Siendo Genji el hijo de un emperador —decían—, sólo podía ser perfecto! Dejad que os pida perdón a todos por haber trazado un retrato tan desfavorable de mi protagonista.