Wakamurasaki
Poco tiempo después de los acontecimientos narrados Genji cayó enfermo de malaria, y, por más ceremonias que, cumpliendo órdenes del emperador, se celebraron en palacio para obtener su curación, la enfermedad se negó a remitir. Los médicos de la corte estaban desconcertados y no daban con el remedio adecuado. Un día alguien les hizo saber que en un templo del norte del país vivía un sabio eremita especialista en curaciones.
—Durante la epidemia que asoló el país el verano pasado, gentes de todas clases fueron a visitarlo, y él los curaba inmediatamente, gentes que los médicos habían deshauciado… Llámalo enseguida —le aconsejaban.
Genji le envió un mensajero, pero el chamán le contestó que era muy viejo y se sentía débil para abandonar su cueva. Si el príncipe necesitaba sus servicios, tendría que ir él a su encuentro. Genji se puso en camino de madrugada con cuatro o cinco hombres de su confianza.
El templo estaba escondido entre las montañas del norte. Aunque los cerezos de la capital ya habían perdido sus flores —el tercer mes tocaba a su fin—, los de las montañas estaban todavía espléndidos. Cuando los viajeros llegaron a la comarca montañosa, la niebla se hizo más espesa, y todo ganó en hermosura a los ojos del príncipe que, por culpa de su rango, no gozaba de libertad de movimiento y no solía hacer excursiones como aquélla. El lugar en que se hallaba el templo era muy triste, y la cueva del eremita estaba en un punto más elevado, rodeada de rocas.
Aunque Genji no se dio a conocer e iba vestido con gran sencillez, el hombre adivinó enseguida que se trataba de un personaje importante.
—Es un gran honor para mí. ¿Eres tú el príncipe que solicitó mis servicios? Mi espíritu no está ya en este mundo y he practicado tan poco mis ritos en esos últimos tiempos que no sirvo de gran cosa. Mucho me temo que has hecho el viaje en balde.
Pero se puso a trabajar, sonriendo de placer por la augusta visita. Preparó la medicina y Genji la tomó mientras el sabio recitaba ensalmos y el sol se levantaba en el cielo. Genji salió de la cueva a contemplar la escena. El templo estaba en la cima de un monte y había otros a su alrededor. Un caminito serpenteaba cuesta abajo, y al pie de la colina distinguió una casita muy digna rodeada por una valla. Las galerías y el interior parecían espaciosos y el jardín estaba lleno de árboles esbeltos.
—¿Quién vive en esa casa?
—Dicen que un abad desde hace un par de años.
—Ante un abad no puedo presentarme de cualquier manera. Prefiero que no sepa que estoy aquí.
Cuando menos lo esperaba, salió un grupo de muchachas al jardín a cortar flores y sacar agua del pozo para el altar.
—Me han dicho que también vive aquí una dama. Me cuesta imaginar que sea una amiguita de su reverencia. ¿Quién puede ser?
Sus hombres fueron a investigar y le contaron lo que acababan de ver:
—Hay muchachas muy bellas, alguna mujer mayor y también niñas de corta edad…
A pesar de los esfuerzos del chamán, que no había dejado de rezar y gesticular, Genji temió un nuevo ataque de fiebre al acercarse el mediodía.
—Piensas demasiado en tu mal —le dijo el santón—. Deberías pensar en alguna otra cosa.
Genji subió a la colina que había detrás del templo y dirigió su mirada a la ciudad. Una neblina primaveral envolvía el bosque.
—Parece una pintura —dijo—. La gente que vive en este lugar no puede pensar en mudarse a otra parte.
—Eso no son montañas —comentó uno de sus hombres—. Son las montañas y los mares que se vislumbran a lo lejos, como el Fuji, lo que nos hace pensar en un cuadro.
Un hombre se puso a entretenerlo con una descripción de las montañas y las costas de la parte occidental del país.
—Entre los lugares cercanos destaca por su belleza la costa de Akashi, en Harima. Sin tener nada de excepcional, el panorama sobre el mar ofrece a la vista un reposo incomparable. Hay allí la casa de un ex gobernador —acaba de hacer votos y se ocupa mucho de su única hija—, una mansión realmente espléndida. El hombre es hijo o nieto de un ministro, y hubiese podido hacer carrera en la administración, pero tiene un carácter muy raro y evita el trato con la gente. Dimitió de su empleo en la guardia imperial y pidió la provincia de Harima. Pero la gente de la provincia no lo tomaba muy en serio, y, como él consideraba que regresar a la capital equivalía a reconocer su fracaso, se hizo diácono. Tal vez te preguntes por qué ha elegido vivir en la costa y entre montañas. Seguramente piensa que así olvidará sus frustraciones. Estuve en su provincia no hace mucho y me dejé caer por su casa. Quizás no tuvo éxito en la capital, pero el terreno y los edificios que ocupa allí son espléndidos. Al fin y al cabo era todo un señor gobernador, e hizo cuanto pudo para asegurarse una buena jubilación. Se pasa la vida recitando plegarias, y eso, al parecer, ha mejorado su carácter.
—¿Y su hija?102
—Bonita y agradable. Todos los gobernadores que han pasado por allí han pedido su mano, pero el padre no se deja convencer. Se retiró como gobernador de una provincia sin importancia, afirma, pero alberga grandes proyectos en relación con su hija. ¡Si muere sin haber culminado sus proyectos, ha dado instrucciones a la joven de que se arroje al mar!
Genji sonrió.
—¡Una muchacha encerrada y reservada al dios del mar! —comentó, riendo, a sus hombres—. ¡Qué extravagancia!
El que acababa de explicar la historia era hijo del gobernador actual de Harima, y había sido promovido al quinto rango por los servicios prestados a la secretaría imperial. Famoso por sus aventuras amorosas, se decía que había ido a la costa de Akashi para convencer a la muchacha de que debía desobedecer las absurdas instrucciones de su padre.
Alguien comentó:
—Mucho me temo que la joven resulte un tanto rústica, una campesinita o poco más… Ha pasado toda su vida en el campo y al lado de un padre que lo ignora todo del tiempo en que vivimos y de sus modas.
—Su madre supo evitarlo. Usó sus influencias en la capital para que la muchacha creciera rodeada de damas pertenecientes a las mejores familias. Si llegáis a verla, su belleza os turbará…
—Si la ve un hombre de pocos escrúpulos, ni la maldición de su padre evitará que haga todo lo posible por conquistarla…
Genji bromeó:
—He aquí una ambición grande y profunda como el mar, pero me temo que no podremos ver a la muchacha por culpa de las algas…
Sabiendo cuánto le fascinaban las historias extrañas, sus hombres estaban convencidos de que la que acababa de escuchar estimularía su fantasía.
—Como ya ha pasado el mediodía y no he sufrido ningún ataque de fiebre, quiero salir a pasear un rato —dijo el príncipe, harto de tantas ceremonias.
Pero el chamán se opuso.
—Te ha poseído un poder hostil, señor. Continuaremos con el rito por la noche y procuraremos no hacer ruido…
Los hombres de Genji, sin embargo, se apuntaron a la idea de su amo —también ellos necesitaban un poco de diversión—, y se despidieron del chamán.
—Volveremos a casa al anochecer —le tranquilizó el príncipe, y pidió a Koremitsu que lo acompañara.
Tenían toda la tarde por delante, y los dos amigos aprovecharon la espesa niebla para observar la casa del abad desde el otro lado de la valla. Para poder ver sin ser vistos, se ocultaron junto a la estacada. Las persianas medio levantadas permitían ver en la estancia del oeste una monja postrada ante una imagen a la que ofrecía flores. Apoyada en un pilar, la mujer parecía totalmente concentrada en el esfuerzo de leer un texto sagrado extendido sobre un escabel. Tenía alrededor de cuarenta años, la piel blanca y delicada y un rostro agradable aunque hollado por la enfermedad. Sus rasgos proclamaban una cuna de alcurnia y una esmerada educación. Llevaba los cabellos cortados a la altura de los hombros, pero la hacían parecer más hermosa que una larga melena.
Junto a ella había dos damas muy atractivas y unas cuantas niñas que jugaban. Destacaba entre ellas una muchachita de unos diez años vestida con una túnica azul y un uchiki de color púrpura. A juzgar por como era ya entonces, prometía convertirse con el paso del tiempo en una belleza excepcional. Le cubría los hombros una cabellera espesa como un abanico de azabache. Se notaba que había llorado, y sus ojos aún estaban rojos.
—¿Qué ha sucedido? —inquirió la monja—. ¿Os habéis vuelto a pelear?
Genji notó que la monja y la niña se parecían mucho: ¿serían madre e hija?
—Inuki ha dejado escapar a mis gorriones —la criatura estaba furiosa—. Yo los había metido en una cesta…
—¡Niña estúpida! —dijo una guapa mujer a la que llamaban Shonagon y que parecía ser ama de la niña—. Siempre hace lo que no debe, y me paso la vida regañándola. ¿Dónde estarán los gorriones? Si el cuervo ha dado con ellos, no quiero ni pensar en las consecuencias…
—¡Qué boba eres! —la reprendió la monja—. No sé si sobreviviré hasta mañana, y tú sólo piensas en los gorriones. Estoy harta de decirte que es un gran pecado enjaular pájaros…102Acércate.
La criatura se arrodilló a su lado. Con sus gruesas cejas y su frente despejada, resultaba francamente encantadora. Genji pensó que le gustaría volverla a encontrar cuando hubiese crecido un poco más. Súbitamente descubrió algo que le turbó profundamente hasta hacerle llorar: se parecía muchísimo a Fujitsubo.
La monja le acariciaba los cabellos.
—Aunque no te peinas nunca, tienes una melena preciosa… Debo confesar que me preocupas: eres aún tan infantil… A tu edad la mayoría de las niñas son mucho más maduras. Tu madre, por ejemplo, que sólo tenía doce años cuando murió su padre, sabía ya gobernarse perfectamente. ¿Qué será de ti cuando yo falte?
La mujer estaba llorando, y Genji, aunque las contemplaba desde lejos, se puso triste. La niña miró a la monja y bajó los ojos. Una cascada espesa y brillante de cabellos cayó sobre su frente, mientras la monja improvisaba un poema:
—Nadie sabe aún dónde echará raíces esta plantita,
y ni el mismo rocío,103
que pronto habrá de abandonarla,
tiene idea de adónde irá a parar.
Y una criada le contestó:
—¿De modo que el rocío piensa desaparecer
antes de tener conocimiento
de dónde crecerá la planta
hasta hacerse mayor?
Entonces entró el abad.
—¿Qué significa eso? ¿Tenéis las persianas levantadas? ¿Y justamente hoy os habéis apostado junto a la ventana? Me han dicho que el general Genji está con el eremita, que procura curarlo de cierta enfermedad. Viaja de incógnito, y no se me ha avisado para que fuera a presentarle mis respetos.
—¿Crees que puede habernos visto? —dijo la monja, e hizo bajar las persianas.
—Es «el príncipe resplandeciente»: todo el mundo habla de él… ¿No os gustaría verlo? Dicen que es un hombre tan hermoso que incluso los santos se olvidan de sus pecados y penas al verlo y desean vivir unos cuantos años más para seguir admirándolo…
El abad salió de la estancia, y Genji, siempre con Koremitsu detrás, regresó a la cueva del chamán. ¡Qué criatura tan maravillosa acababa de descubrir! ¿Acaso no decían sus amigos que los mejores hallazgos se hacen en días de lluvia y en medio de excursiones extrañas? ¿Quiénes eran sus padres? Y empezó a imaginar que aquella criatura adorable podría acabar sustituyendo a la dama a la que tanto se parecía…
Cuando estuvieron acostados, se presentó en la celda un acólito del abad y preguntó por Koremitsu. Como la celda era pequeña, Genji pudo oír la conversación.
—Su reverencia se ha enterado de que el príncipe Genji se aloja muy cerca de su casa, y, aunque está dolido porque no le ha hecho el honor de visitarlo, hubiese acudido a presentarle sus respetos de no pensar que seguramente prefiere pasar desapercibido. Pero quiere haceros saber que tenéis lechos a vuestra disposición en su casa.
Genji contestó desde el interior que estaba enfermo de malaria y que había acudido allí para que el chamán le curase.
—Temiendo que, si fracasaba conmigo, su reputación sería puesta en entredicho —dijo—, he preferido mantener en secreto mi visita. Ruega a su reverencia que acepte mis excusas y, si quiere acudir a mi cueva, será muy bien recibido.
El abad se presentó de inmediato: era un hombre culto y extremadamente cortés, de modo que Genji se avergonzó de su disfraz plebeyo. El religioso le habló de su vida solitaria entre las montañas, e insistió en que Genji visitase su morada.
—Es poco más que un humilde chamizo de madera, pero por nuestro jardín discurre un arroyuelo de agua fresca muy digno de verse…
Genji no se hizo de rogar y lo acompañó ardiendo secretamente en deseos de averiguar más cosas sobre aquella niña que le había fascinado.
Las plantas y las flores del jardín del eclesiástico, aun no siendo nada del otro mundo, tenían un encanto particular. Como la noche era oscura, habían colocado antorchas a lo largo del arroyo y colgado farolillos de los aleros. Una delicada fragancia perfumaba el aire y se mezclaba con el olor, más fuerte, del incienso que quemaba en el altar y las esencias que impregnaban la ropa de Genji. Aquella fortuita combinación de aromas sorprendió gratamente a las mujeres que vivían en la casa.
El abad habló de este mundo efímero y del otro que nos espera. Mientras le escuchaba, Genji empezó a reflexionar sobre sus faltas: se había visto tentado por una relación ilícita de la que no había extraído grandes satisfacciones… ¡Toda la vida lo lamentaría y también en sus vidas posteriores! ¡Cuánto le alegraría retirarse a un lugar como aquél! Pero esta idea le hizo evocar la carita que acababa de ver aquella misma tarde…
—¿Vive alguien contigo aquí? Lo cierto es que he tenido un sueño que empieza a cobrar sentido…
—¡Poco te cuesta soñar, alteza! Pero me temo que mi respuesta te decepcionará. El inspector general del imperio Azechi no Dainagon (seguramente habrás oído hablar de él) murió no hace mucho. Era el marido de mi hermana. Al enviudar, renunció al mundo, y, como tiene mala salud, ha venido a vivir conmigo. Fue ella la que me pidió que la acogiera.
—Creo haber oído decir que tu hermana tenía una hija…
—Sí, una sola hija que también murió hace diez años. El inspector general se tomó muchas molestias para educarla, pero murió antes de conseguir lo que se proponía hacer de la muchacha,104 de modo que mi hermana hubo de encargarse de ella. Ignoro por qué razón el príncipe Hyobu empezó a visitarla en secreto. Por desgracia su esposa pertenece a una familia muy principal y orgullosa, y, en cuanto se enteró del asunto, se revolvió contra mi pobre sobrina. No puedes imaginar los efectos que el dolor causa en las personas…
Si Genji había entendido bien la historia, la niña que había visto era hija del príncipe Hyobu y la infortunada hija del inspector imperial. No tenía, pues, nada de extraño que se pareciera tanto a Fujitsubo porque Fujitsubo y Hyobu eran hermanos. ¡Ahora deseaba más que nunca volver a verla! Decidió que se la llevaría a su casa como fuese y haría de ella la encarnación de su ideal…
—Una historia muy triste —comentó.
Y para estar más seguro, añadió:
—¿Y llegó a tener descendencia?
—Poco antes de morir tuvo una niña, que es fuente de continuas preocupaciones para su abuela, mi pobre hermana…
No cabía ya duda alguna.
—Tal vez te sorprenda lo que voy a decirte: ¿quieres que me haga cargo yo de la criatura? —sugirió Genji—. Aunque mi proposición pueda parecer irreflexiva, tengo buenos motivos para hacerla. Si piensas que soy demasiado joven, eres injusto conmigo. Tal vez otros hombres ocultarían motivos poco confesables, pero yo no.
—Tus palabras me hacen un grandísimo honor, pero todavía eres muy joven, tan joven que no podemos asumir ni en broma la responsabilidad de dejar la niña a tu cargo —contestó el abad, sorprendido—. Sólo el hombre destinado a ser su esposo podría hacerse cargo de ella. Sea como fuere, no puedo responder a una cuestión tan importante sin hablar previamente con mi hermana.
De repente la voz de su reverencia empezó a sonar fría y remota. Genji había hablado con toda la impetuosidad de sus pocos años, y ahora no sabía qué añadir.
—Suelo recitar mis servicios en la capilla de Amida —dijo el religioso, levantándose para irse—, y ahora toca el de vísperas. Regresaré en cuanto acabe.
Genji no se encontraba bien. Entonces se puso a llover a cántaros mientras soplaba un viento helado desde las montañas que casi apagaba el ruido de la catarata. De vez en cuando le llegaba a los oídos una voz monótona y ominosa que leía un texto sagrado. Aunque el oficio de vísperas era muy largo y se hacía tarde, el príncipe no se durmió.
Mientras, las mujeres que vivían en casa del abad seguían levantadas. Aunque se mantenían en silencio, se oía el sonido que producen las cuentas de un rosario al golpear un reclinatorio y un frufrú de sedas. Unas mamparas dividían la estancia formando dos espacios. Genji apartó un poco la de en medio, e hizo sonar su abanico abriéndolo violentamente. Era imposible que las mujeres no le oyeran. Una de ellas se acercó, retrocedió unos pasos y dijo:
—¡Es muy extraño! Si no estoy equivocada, diría que…
—La mano de Buda que nos guía no se equivoca ni en la más oscura de las noches —le contestó la voz juvenil de Genji.
—¿Y en qué dirección nos guía? —preguntó ella, como si albergara dudas—. ¡Qué situación más confusa!
—¡Muy confusa!
En cuanto el viajero ha descubierto
las tiernas hojas de la plantita,
el rocío no ha dejado
de empapar sus mangas.
»¿Podrías repetir mis palabras a tu señora?
—Este mensaje no parece dirigido a ninguno de los habitantes de esta casa.
—Tengo mis razones, puedes creerme.
La mujer entró en la casa. Cuando la monja hubo escuchado el poema que Genji acababa de improvisar, se sorprendió mucho. Obviamente alguien la había oído recitar los versos en que comparaba a su nieta con la hierba privada de rocío, y le contestaba.
—¡Qué hombre más osado! Estoy segura de que piensa que la niña es mayor de lo que es. ¿Cómo habrá interpretado mi poema sobre la hierba y el rocío?
Pensando que resultaría grosero diferir la respuesta, le envió estos versos:
¡Rocío que empapa por una noche las mangas de un viajero!
No pretendas compararlo
con el rocío amargo que humedece
las mangas de los que viven en la montaña…
—No estoy acostumbrado a comunicarme por medio de mensajes —le mandó decir Genji—. Quiero hablar con ella de un asunto muy serio.
La monja volvió a dudar.
—Temo que haya un malentendido. No tengo nada que tratar con ese caballero.
Pero las mujeres insistieron: parecería de mala educación no recibirlo.
—Tal vez tengáis razón. La reacción de los jóvenes es imprevisible —dijo ella, y lo recibió.
—Seguramente me tomarás por un hombre frívolo porque me he dirigido a ti sin presentarme debidamente —le dijo Genji tras saludarla—, pero el Iluminado sabe que mis intenciones nada tienen de frívolo.
La tranquila dignidad de la religiosa le intimidó un poco.
—Quién sabe si una vida anterior ha determinado que esta conversación tenga lugar —aventuró la mujer.
—He oído la triste historia de tu nieta —explicó finalmente el príncipe—. También era yo muy joven cuando perdí lo que más quería en este mundo, y desde entonces la vida me ha parecido carente de sentido… Comparto con ella un mismo destino, y me pregunto si no podríamos hacernos compañía mutuamente. No volverá a presentarse una ocasión como ésta. Ya ves que no te oculto nada.
—Mucho me agradaría acceder a tu petición, pero me temo que es un error. Cierto que la criatura vive aquí privada de la protección que se merece, pero todavía es muy joven, y no puedo obligar a otro a soportar sus faltas. Por consiguiente, debo declinar tu proposición aun agradeciéndola en lo que vale.
—Te repito que conozco toda la historia. Supongo que no resulta fácil entender unos sentimientos tan especiales como los míos…
La monja los encontraba sencillamente indecentes, aunque no se atrevió a decirlo. Entonces regresó el abad.
«Muy bien. Todo es empezar: tarde o temprano lo conseguiré», pensó el príncipe y corrió el biombo.
En la capilla del Loto las voces se alzaban en un acto solemne de contrición mezclándose con el estrépito de la cascada y el viento que llegaba de las montañas.
He aquí el poema que Genji dirigió al abad:
Un ventarrón llega de las montañas
para arrebatarme mi sueño,
y mis lágrimas caen sobre el agua
al oír su voz.
Pero su reverencia le respondió:
Mientras el torrente empapa tus mangas,
las nuestras están secas
y nuestros corazones en paz,
pues sólo los ha lavado el tranquilo arroyuelo.
Una espesa bruma cubría el cielo matinal, e incluso el canto de los pájaros había perdido su habitual alegría. Ante los ojos maravillados de Genji se extendía un tapiz sembrado de árboles y plantas que era incapaz de identificar. Los ciervos que se acercaban a la cueva a comer y luego seguían su paseo le llenaban de tanta curiosidad que casi olvidó su dolencia. Aunque el chamán no acostumbraba a salir de su refugio, esta vez lo hizo para celebrar el último servicio del día. Su voz oscura manando de la boca sin dientes hacía pensar en largos años de disciplina, y los místicos ensalmos que pronunciaba sugerían poderes profundos y terribles.
Entonces se presentó un grupo de amigos de la ciudad, y, al comprobar la ostensible mejoría de Genji, se alegraron mucho. También acudió un mensajero de su padre. Desde el fondo del valle el abad les hizo llegar unas cuantas cestas llenas de frutas y bayas exóticas para obsequiarles.
—He prometido permanecer entre estas montañas hasta fin de año —se excusó su reverencia, mientras servía vino a Genji—, y no podré acompañarte a casa… He aquí como un voto sagrado puede dar lugar al efecto perverso del arrepentimiento…
—No me queda otra alternativa que abandonar estas montañas y estos arroyos porque mi padre está muy preocupado y debo obedecer sus órdenes. Con todo, te prometo que regresaré antes de que los cerezos hayan perdido su flor…
Diré a mis amigos de la ciudad:
«Apresuraos si queréis ver los cerezos
de las montañas en flor,105
no sea que los vientos los visiten antes».
Se expresaba de un modo muy hermoso y el abad le respondió:
—El áloe florece
una vez cada tres mil años.
Mis ojos lo han visto
y desprecian los cerezos silvestres.
—¡Qué cosa más extraña! —dijo Genji, sonriendo—. ¡No sabía que las flores de este árbol se hacían esperar tanto!
El chamán improvisó unos versos de agradecimiento, mientras Genji le llenaba la copa:
—Mi puerta de rústico pino
se ha entreabierto
y me ha dejado atisbar
una flor radiante que nunca había visto antes.
Con lágrimas en los ojos, le regaló un mazo sagrado con poderes especiales. También el abad le hizo presentes de despedida: un rosario de ébano labrado que el príncipe Shotoku había adquirido en Corea en su caja china original, envuelta a su vez en una red y adornada con una ramita de pino, frascos de medicina de cristal decorados con ramas de cerezo y glicinias, y otros objetos que evocaban las montañas. Los amigos de Genji habían traído regalos para el chamán, sus colaboradores y el servicio. Mientras su alteza empezaba a hacer los preparativos para marcharse, el clérigo entró en su casa a comunicar a su hermana la proposición del príncipe.
—Es prematura —dijo ella—. Si dentro de cuatro o cinco años no se ha echado atrás, podemos volver a tomarla en consideración.
Su reverencia se mostró de acuerdo. Genji, muy decepcionado, envió un poema a la monja por medio de un acólito.
Una vez visto el color de la flor
a través de la bruma del atardecer,
me resisto a partir
hasta que las brumas matinales escampen.
Ella contestó con caligrafía soberbia:
¿Será cierto que no quieres dejar atrás
la flor que tanto alabas?
Observaremos las brumas del cielo matinal
en busca de indicios.
Cuando estaba a punto de subir al carruaje, llegaron unos compañeros de casa de su suegro. Había entre ellos algunos cuñados del príncipe, y no faltaba el mayor, To no Chujo.
—¡Sabes que son precisamente estas excursiones las que más placer nos causan! ¿Por qué no nos has dicho nada? Aquí estamos… Queremos disfrutar de las «cerezas» que has encontrado…
Y sin más ceremonias se sentaron sobre la alfombra de musgo junto a la pared de roca, y pidieron vino. Era un lugar muy ameno al pie de la cascada. To no Chujo desenfundó la flauta, y uno de sus hermanos se puso a cantar Al oeste del templo de Toyora llevando el compás con el abanico. Todos eran jóvenes y hermosos, pero ninguno igualaba en belleza a Genji, que escuchaba la música recostado en la roca. En ninguna de estas fiestas faltan los aficionados al flautín y al sho. El abad hizo traer un koto de siete cuerdas,106 y pidió a Genji que tocase.
—Basta con una melodía… para sorprender a las aves de la montaña…
Genji se excusó, alegando que aún no se encontraba bien del todo, pero acabó por tocar algo que no estuvo mal antes de partir. Bonzos y acólitos lloraban, y las monjas más ancianas, que nunca habían visto un joven tan bello, se preguntaban si era realmente una criatura de este mundo. «¿Cómo se explica», pensaba su reverencia, enjuagándose una lágrima, «que haya nacido en un mundo tan corrupto y confuso como el nuestro?»
La niña también lo admiró.
—Aún es más hermoso que mi padre…
—Entonces ¿por qué no quieres ser su «niñita»? —le preguntó su ama.
La idea entusiasmó a la criatura, y empezó a llamar «Genji» a sus muñecas más bonitas y a los hombres más apuestos que aparecían en las pinturas.
Al llegar a la capital, Genji se presentó ante su padre y le contó su viaje. El emperador, que nunca lo había visto tan desaliñado, se sorprendió mucho y le preguntó acerca de los méritos del chamán. Genji le contestó con mucho detalle.
—Hace tiempo que debimos conferirle algún título… Un hombre tan extraordinario, y es la primera vez que oigo hablar de él.
El suegro de Genji y ministro de la izquierda estaba en la estancia.
—Me hubiese gustado mucho acompañarte, pero te fuiste en secreto. ¿Por qué no descansas unos días en mi casa? ¡Deja que te lleve!
El proyecto no entusiasmó a Genji, pero se fue con su suegro. El ministro hizo traer su coche e insistió en que Genji subiese primero. ¡Tantas atenciones ponían enfermo al príncipe!
La casa del ministro resplandecía de lujo. La obras que acababa de hacer la habían convertido en una auténtica joya, perfecta hasta el último detalle. La esposa de Genji se encerró en sus aposentos como siempre y sólo se dejó ver cuando su padre se lo ordenó. Entonces se presentó ante su esposo inmóvil como la princesa de una ilustración antigua. El príncipe esperaba oír de sus labios algún comentario sobre su viaje a las montañas, aunque fuese desfavorable, pero no lo oyó: estuvo tiesa y lejana como si perteneciese a otro mundo. Era extraño que aquel distanciamiento no hiciera sino crecer con el paso del tiempo.
—Me encantaría —le dijo él— que alguna vez te mostrases un poco más afectuosa conmigo. He estado muy enfermo, y me duele, aunque no me sorprende, que no te hayas interesado ni una vez siquiera por mi salud.
—¿Es como el dolor que produce esperar una visita que no llega nunca?
Mientras le contestaba, le miró de reojo, y su fría belleza intimidaba no poco.
—Nunca me dices nada, y, cuando lo haces, sólo me toca escuchar injurias. ¡«Una visita que nunca llega»! ¡Extraña manera de describir a un marido, y ciertamente poco gentil! Hago todo lo posible por acercarme a ti, y tú me das la espalda. Supongo que algún día conseguiré algo, si vivo lo suficiente.
El príncipe se encerró en su estancia, pero ella no le siguió. Aunque le hubiese gustado decirle muchas cosas, Genji se echó en cama, suspirando. Cerró los ojos, pero le dolía mucho la cabeza y no pudo dormir. Pensaba en aquella niña deliciosa de las montañas, y en cuánto le agradaría volver a verla convertida en toda una mujer. Su abuela tenía razón al decir que aún era demasiado joven para él, y seguramente no estaba bien mostrarse demasiado interesado. Sin embargo, ¿tan difícil era hallar un pretexto para llevársela a su palacio de Nijo sin llamar la atención y tenerla cerca para que le consolara y le hiciera compañía? El príncipe Hyobu era un perfecto dandy pero nadie lo hubiese descrito como un hombre hermoso. ¿Cómo era posible que la niña se pareciera tanto a su tía? Tal vez porque su tía y su padre eran hijos de la misma emperatriz… Con estos pensamientos en la cabeza, cada hora que pasaba deseaba con más fuerza tenerla a su lado.
Al día siguiente no pudo resistir más y escribió a la monja y al abad. He aquí lo que escribió a la religiosa:
Creo que, temiendo tu severidad, no supe explicarme bien. ¡Qué feliz sería si pudiese hacerte entender que no se trata de un simple capricho!.
Acompañaba a la carta una nota para la niña:
Aún siento a mi lado
los cerezos en flor de la montaña.
Y yo me quedé allí
en prenda de mí mismo…
Temo el daño que pueden haber provocado los vientos nocturnos…
Como es natural, la caligrafía y la elegancia con que había sido doblada la carta asombraron a la anciana. Le compadeció, pero su respuesta fue la siguiente:
No me tomé en serio lo que dijiste al partir. Recuerda que la niña aún hace faltas de ortografía. ¿Cómo quieres que te conteste como es debido? Permite que te conteste yo en su lugar:
Pocos meses separan
el florecimiento de los cerezos de las tormentas de otoño
que destruyen sus flores…
¡He aquí el tiempo que pensarás en mí!
¡Estoy profundamente turbada!
El abad le respondió en el mismo tono. Dos o tres días después Genji envió a Koremitsu a las montañas del norte.
—Hay allí un ama, una mujer llamada Shonagon. Habla con ella.
—¡Qué hombre más sensible! —se dijo Koremitsu, pensando en la niña que habían visto aquella tarde. El religioso consideró un gran honor recibir una carta de Genji. Luego Koremitsu fue a buscar a Shonagon, y le confió el estado de ánimo de Genji. Era un joven muy persuasivo, y defendió con bravura las pretensiones de su amo, pero la monja y todos los demás seguían hallándolas descabelladas y fruto de un capricho pasajero. También tenía un mensaje para la niña:
Déjame ver tus ejercicios de pincel…
¡Ay, monte Asaka! Mi amor
no es un charco carente de profundidad…
¿Por qué se borra la cara en la fuente
cada vez que me acerco?107
Y la monja le contestó:
Hay una fuente en la montaña
de aguas tan superficiales que el que bebe
de ellas, acaba por lamentarlo.
¿Cómo esperas ver su imagen reflejada allí?
De regreso a la capital, Koremitsu no dio al príncipe esperanza alguna. Shonagon le había dicho que, en cuanto la monja recobrara sus fuerzas, regresaría a la ciudad y le daría una respuesta definitiva. Eso era todo.
Fujitsubo estaba enferma y había abandonado el palacio para ir a vivir con su familia. Aunque el dolor del soberano le conmovía, Genji sólo anhelaba volver a ver a Fujitsubo. Dejó de visitar a todas las demás mujeres por las que se había interesado hasta entonces, y pasaba la vida en su casa o en la corte viendo flotar las nubes. Después de mucho porfiar consiguió que una criada llamada Omyobu llevase un mensaje suyo a la favorita de su padre, y un día, gracias a la capacidad persuasoria de la misma mujer, obtuvo la promesa de una cita. Fujitsubo recordaba las atenciones que hasta entonces habìa recibido de Genji como una pesadilla que quería relegar al olvido a toda costa.108
Firmemente decidida a no recibirlo nunca más, le admitió por última vez a su presencia. Se mostró seria y dolorida, pero su actitud hostil no hizo desaparecer sus encantos. «No conozco a nadie que se le pueda comparar», se repetía Genji con desesperación. De haber notado en la dama el menor atisbo de vulgaridad, no se habría sentido tan ligado a ella. A pesar de sus esfuerzos para impedirlo, su corazón se llenó de pensamientos y emociones que hubiese preferido consignar al País de la Oscuridad Eterna. Quizás hubiera sido mejor renunciar a aquella última visita… ¡Qué corta le pareció la noche! Antes de despedirse improvisó este poema:
—¡Tan pocas han sido las noches compartidas,
tan pocos los sueños!
¡Ojalá el de esta noche
se me llevara para siempre!
Luego calló y se deshizo en lágrimas, y ella no pudo evitar compadecerle:
—Si yo desapareciese
con el último de tus sueños,
¿acaso no dejaría en el mundo
un nombre infame?
Fujitsubo tenía pleno derecho a sentirse infeliz, y él también la compadecía. Concluida la entrevista, Omyobu recogió la ropa del príncipe y la llevó a su casa.
Refugiado en Nijo, Genji pasó una triste jornada postrado en el lecho. La fiel criada le hizo saber que la dama se había negado como de costumbre a leer su carta: siempre ocurría lo mismo, pero el príncipe se sentía tan desgraciado como la primera vez. Durante semanas no quiso salir del dormitorio, y la idea de que su padre podía estarse haciendo preguntas sobre su ausencia lo aterrorizaba.109
Mientras, Fujitsubo, sintiéndose aplastada por el peso de un pecado que no podía quitarse de encima, iba de mal en peor y no osaba regresar a palacio aunque el emperador la reclamaba casi a diario. No era ella misma… Cuando llegó la estación del calor, casi no se movía del lecho. Habían pasado tres meses desde su encuentro con Genji, y tenía perfecto conocimiento de cuál era su verdadero problema. Pronto se descubriría su falta, y todos hablarían de ella. Pero sus azafatas, convencidas de que no había motivo alguno para ocultar el embarazo de su señora, se preguntaban por qué razón no se había informado aún al emperador.
Ben, hija de su ama, y Omyobu, que solía ayudarla a bañarse, fueron las primeras en advertir su estado. La alcahueta se quedó horrorizada al comprobar que su pobre señora había sido víctima del más cruel de los destinos. Cargada de buenas intenciones, le aconsejó anunciar al emperador que había sido poseída por un mal espíritu y hacer todo lo posible para que la corte se tragara la historia. El soberano estaba preocupadísimo y enviaba mensajeros a diario para informarse de la salud de su consorte.
Por aquel tiempo Genji tuvo un sueño extraño y terrible. Consultó a un augur, y el hombre le respondió que estaban a punto de suceder acontecimientos tan extraordinarios que parecerían increíbles.
—Tampoco faltan elementos de mal augurio en tu sueño. Debes ir con sumo cuidado.
—No te he contado un sueño mío, sino el de un amigo —le tranquilizó el príncipe—. Ya veremos qué pasa. Mientras tanto no digas nada.
¿Qué había querido decir el augur?
En cuanto el príncipe tuvo noticia del estado de Fujitsubo, recordó la noche que habían pasado juntos y empezó a preguntarse si habría alguna relación entre ambos hechos. Lleno de angustia, solicitó otra cita, pero Omyobu no fue capaz de obtenerla. En los días siguientes le llegaron algunos mensajes de dos o tres líneas, pero también se acabaron.
Fujitsubo regresó a la corte en el séptimo mes. Al comprobar su estado, el emperador todavía la amó más. Había adelgazado un poco, y su belleza rayaba por aquel entonces la perfección. Los cielos del otoño que se acercaba parecían reclamar música, y el soberano solía pedir a Genji que tocase algún instrumento. El príncipe sacaba fuerzas de flaqueza para no perder el control, pero a veces no podía evitar recordar a la dama lo que ella quería olvidar a toda costa.
También había vuelto a la capital la monja que conoció en la casa de las montañas, muy recobrada. Genji consiguió averiguar dónde vivía, y le escribía de vez en cuando. Las respuestas daban a entender que la oposición de la mujer a la idea de confiarle a su nieta no había disminuido, pero ahora hacían menos mella en el joven, atormentado por problemas de mayor enjundia. A fines de otoño cayó en un estado de postración tristísimo, hasta que una hermosa noche de luna llena consiguió reunir las fuerzas necesarias para visitar, muy a pesar suyo, una mansión que había estado visitando en secreto durante años.110 Se hallaba al este de la ciudad, cerca de la muralla, y el camino que había que hacer para llegar hasta ella le pareció larguísimo. De pronto se puso a llover a cántaros y, buscando un refugio para protegerse, advirtió que se encontraba delante de una casa medio en ruinas rodeada de árboles centenarios.
—Era la mansión del inspector imperial Asechi no Dainagon —le explicó Koremitsu, que le acompañaba—. Hace un par de días que me enviaste aquí con un mensaje, y me dijeron que la monja había empeorado mucho y no sabían qué hacer.
—¡Debías habérmelo dicho y yo hubiese tomado cartas en el asunto! Llama ahora, y pregunta si me quiere recibir.
Koremitsu envió a un hombre con el mensaje. Hacía días que la monja parecía al borde de la muerte, y las sirvientas pensaban que no estaba para recibir a nadie. No se atrevieron, sin embargo, a cerrar la puerta a un personaje de la importancia del príncipe, y le hicieron poner un cojín en el suelo en una estancia del ala sur.
—La señora teme que todo te parecerá sucio y desordenado, pero quiere agradecerte la visita. Te ruega que que nos perdones por el estado lamentable de la mansión… Seguro que estás acostumbrado a casas mejores…
—No he dejado de pensar nunca en vosotras —dijo el príncipe a las muchachas—, pero la actitud reservada de vuestra señora me imponía respeto y me mantenía alejado… Lamento no haberme enterado antes de su estado de salud.
—Hace mucho tiempo que estoy enferma, pero en esta situación… Está bien: debo reconocer que su visita me alegra —declaró la monja en cuanto fue informada de la presencia de Genji—. Decidle que lamento no poder recibirlo como quisiera. En cuanto al asunto que le trae aquí, espero que la niña siga interesándole cuando deje de serlo. Transmitidle también que agradezco sus atenciones y que quisiera que la niña tuviera edad para agradecerlas también …
En cuanto se le informó de las manifestaciones de la anciana, el príncipe le hizo repetir este mensaje:
—¿Crees que me colocaría en una posición tan desairada si mis intenciones no fuesen serias? Seguro que existe algún vínculo entre la niña y yo. Si no, ¿cómo se explica la atracción que desde el primer momento he sentido por ella? Todo procede de una vida anterior… Quizás te parezca un capricho absurdo, pero deseo volver a escuchar la voz de tu nieta…111
—La criatura duerme. No podíamos imaginar que iba a tener visita.
Entonces alguien entró corriendo en la estancia de la enferma.
—Ea, decid a la abuela que ha venido aquel señor tan guapo que conocimos en el templo. ¿Por qué no sale a hablar con él?
Las mujeres procuraron hacerla callar.
—¿Por qué no lo hace? ¿No decía, cuando estábamos en la montaña, que le bastaba con mirarlo para encontrarse mejor?
Genji, muy divertido, hizo como que no la oía. Después de expresar su simpatía por todos, se despidió y partió hacia su casa pensando que la conducta de la niña había sido la propia de una criatura de su edad. ¡Cuántas ganas tenía de convertirse en su maestro!
Al día siguiente envió una carta a la monja y añadió una notita, cuidadosamente doblada, para la niña:
Después de oír
el grito de la grulla joven,
mi pobre bote
embarrancó entre las cañas.
La escribió con una letra grande e infantil que hizo las delicias de las criadas. Tanto les gustó que obligaron a la niña a copiarla en su álbum de poemas sin cambiar un solo trazo. Pero Shonagon le envió una respuesta muy triste:
Dudamos que mi señora, sobre la que has tenido la gentileza de informarte, sobreviva al día de hoy. Estamos a punto de volverla a enviar a las montañas. Estoy segura de que te dará las gracias desde el otro mundo.
En las tardes de otoño, mientras pensaba en la inalcanzable Fujitsubo, Genji deseaba ardientemente la compañía de aquella niña que llevaba su misma sangre. Recordaba el día que la vio por vez primera, y el poema que su abuela recitara, en el que la comparaba con la hierba privada de rocío, y su impaciencia no paraba de crecer. Temía, sin embargo, que si llegaba a llevarse a su casa a aquella niña que llamaba Murasaki por el uchiki de púrpura que vestía cuando la descubrió,112 seguramente acabaría por decepcionarlo. Entonces improvisó este poema:
Quiero coger y tener a mi lado
la matita de espliego silvestre
de raíces rojizas,
que hasta hoy ha vivido en los marjales.
En el mes décimo estaba previsto que el emperador visitara el pabellón Suzaku con motivo del Festival de las Hojas Encarnadas. Eligieron los mejores músicos y bailarines entre todas las familias que frecuentaban la corte para que le acompañasen, y príncipes y nobles empezaron a ensayar los espectáculos. Con tantas obligaciones encima, Genji olvidó preguntar por la monja, y cuando finalmente envió un mensajero a las montañas, el abad le hizo llegar una sombría respuesta:
La perdimos a finales del último mes. Así es la vida, lo sé, pero estoy desolado.
La noticia llenó a Genji de un sentimiento amargo y extraño de futilidad: ¡cuán breve e inconsistente resulta la existencia humana! ¿Qué debía de pensar la niña de todo ello?, se preguntaba. Siendo tan joven, daba por seguro que se sentía totalmente perdida. Recordaba vagamente cómo se había sentido él al morir su madre, y le remitió una nota muy formal de pésame. La contestación de Shonagon fue esta vez más cálida.
Cuando el funeral y el luto hubieron concluido, trajeron de nuevo a la niña a la capital. En cuanto Genji se enteró, dejó pasar unos cuantos días y decidió presentarse de nuevo en la casa solitaria. Al verla tan destartalada y oscura, pensó que la pobre criatura debía de sentirse por fuerza muy desamparada entre sus paredes. Las criadas lo acompañaron a la estancia que ya conocía. Una vez allí, Shonagon, deshecha en llanto, le relató los últimos días de la religiosa.
—La dama pensaba enviarla a casa de su padre, el príncipe Hyobu, pero no se decidía. Recordaba con cuánta crueldad trataron allí a su madre. Ya no es una niña, pero todavía no es una adolescente. La idea de que la tutele la misma dama que se mostró tan implacable con su madre me espanta. Y sus hermanas también harán todo lo posible para amargarle la vida. Mi pobre señora se llevó este temor al otro mundo y no le faltaba razón. Agradecemos tu interés, y nos quitarías un gran peso de encima haciéndote cargo de ella aunque sólo fuese por una temporada. No voy a preguntar qué será de ella luego, pues sonaría a descortesía. Pero debo advertirte de que la niña dista mucho de ser perfecta. Todavía es muy infantil y no ha recibido la mejor de las educaciones…
—Deja de lado tus excusas… Conozco mis propios sentimientos, y es precisamente esta deliciosa ingenuidad a la que tú llamas infantilismo lo que me ha arrebatado el corazón y me ha decidido a llevármela a casa. Estoy seguro de que en una vida anterior ya existió un lazo entre ambos. Permíteme que hable con ella.
Una cortina de juncos
oculta las algas en la playa de Waka:
¿Deberán hacer marcha atrás
las olas que van en su busca?
»¿No sería pedir demasiado?
Y Shonagon le contestó:
—Muy imprudentes serían
las algas de la playa de Waka,
si se dejasen arrastrar por las olas
sin saber adónde las llevan.
»Pero quizá estoy preguntando demasiado…
La habilidad admirable con que Shonagon improvisó su poema determinó que Genji pasase por alto su sentido, en absoluto favorable a sus designios. Las criadas fueron a informar a la niña, que yacía en la cama llorando por su abuela, y le dijeron que un caballero en traje de corte —¿su padre?— estaba hablando con Shonagon.
—No soy tu padre, pero soy casi tan importante como él —le dijo Genji.
La niña lo reconoció enseguida, y, a pesar de sus pocos años, se sonrojó.
—Vámonos —dijo a Shonagon en voz baja, tirándole de la manga—. Tengo sueño.
—¿Por qué te escondes de mí? Acércate. Puedes dormir sobre mis rodillas si quieres —le dijo el príncipe.
—Todavía es muy joven, señor —la excusó Shonagon, pero pidió a Murasaki que se arrodillase delante de su «futuro tutor».
Genji acarició el vestido arrugado y la cabellera larga y espesa de la niña. Luego le cogió la mano, pero ella la retiró porque, aunque ya lo había visto otras veces, no dejaba de ser un extraño.
—He dicho que tenía sueño —murmuró Murasaki, acercándose a Shonagon.
El príncipe la siguió.
—De hoy en adelante has de mirarme a mí. Y no has de ser tan tímida.
—Perdónala, señor —repetía Shonagon—. ¿Cómo puedes decirle esas cosas? No tiene edad para entender tus pensamientos.
—Eres tú quien no los entiende. No le haré daño alguno, te lo aseguro. Mis sentimientos hacia ella son tan profundos como puros.
Aquella noche estalló una tempestad, y el granizo caía sobre el tejado de la casa como una lluvia de flechas.
—¿Cómo puedes obligarla a vivir en un lugar tan sombrío? ¡Ha de ser terrible!
La niña temblaba, atemorizada por la tormenta, y los ojos del príncipe se llenaron de lágrimas. No, no estaba dispuesto a dejarla allí.
—Seré tu guardián —proclamó con voz firme—. Y en noches tan terribles como ésta agradecerás tenerme a tu lado. ¡Venid todas conmigo!
Y, ante el desconcierto de las sirvientas, se metió en el dormitorio de la criatura. La pobre Shonagon parecía la más confusa de todas. ¿Y si aquel hombre estaba loco? Pero no osó protestar. Genji cubrió con la colcha a la niña, que se estremecía como una hoja a merced del viento. Se daba cuenta de que su comportamiento podía parecer extraño, pero se puso a hablarle de cosas que pensaba que podían interesarle procurando no asustarla.
—Has de venir a mi casa. Tengo pinturas de todas clases y muñecas para que juegues con ellas.
Murasaki ya no estaba tan asustada pero no podía dormir. La tempestad duró toda la noche y Shonagon no se movió de su lado. Tenían que reconocer que, si el príncipe no hubiese estado allí, habrían muerto de miedo. ¡Cómo lamentaba la mujer que su señora no fuese un poco más mayor!
Todavía era de noche cuando la tormenta empezó a amainar, y Genji se despidió de Murasaki como si de una de sus amantes se tratara.
—Lo que he visto ha acabado de decidirme —declaró a Shonagon por última vez—. No puedo perderla de vista. Quiero que venga a mi casa y viva conmigo. Este lugar es espantoso.
—Su padre ha dicho que pasaría a recogerla —le recordó la mujer—. Me temo que lo hará en cuanto terminen los funerales de la abuela.
—Sí, debemos pensar en él —concluyó Genji—. Pero no han vivido nunca juntos, y le resultará tan extraño como yo. Además, estoy convencido de que mis sentimientos son infinitamente más intensos…
Mientras hablaba, sonreía y acariciaba la cabeza de la niña. La niebla era muy espesa y el suelo estaba blanco del granizo que acababa de caer. Si hubiera estado acercándose a la mansión de alguna de sus damas, la escena le habría parecido intensamente romántica, pero las especiales circunstancias del momento le hacían sentirse deprimido. Al pasar por delante de la casa de una dama que había visitado en tiempos, ordenó llamar a la puerta, pero nadie respondió. Entonces mandó a un hombre que le acompañaba, famoso por su hermosa voz, que cantase dos veces este poema, de manera que llamara la atención de sus habitantes:
Aunque me siento perdido
entre las brumas matinales que confunden la vista,
tropiezo con tu puerta
y no soy capaz de pasar de largo.
La dama le envió una sirvienta que, adoptando un tono impertinente, le recitó este mensaje:
¿Tan difícil resulta cruzar una puerta entrevista entre brumas?
Entonces, ¿por qué no entras?
No hay obstáculos en tu camino,
y la puerta ofrece poca resistencia.
Algo le faltaba para rematar la noche a su gusto, pero el alba estaba apuntando y se refugió en su casa de Nijo. Echado en cama, sonreía al pensar en Murasaki. Cuando se levantó, el sol estaba ya muy alto. Lo primero que hizo fue ponerse a escribir una carta a la niña: la ocasión exigía un poema muy especial. Falto de inspiración, dejó el pincel y se limitó a enviarle unas cuantas ilustraciones bonitas.
Al día siguiente el príncipe Hyobu fue a visitar a su hija, y, al ver la casa en que vivía, le pareció más destartalada que nunca: la muerte de la monja no había hecho sino acelerar su ruina.
—¿Cómo puedes soportarla? Debes acompañarme y vivir conmigo —dijo a la niña—. En mi palacio hay lugar de sobras, y tu ama tendrá una habitación para ella sola… Además está llena de niñas que jugarán contigo…
Al oler los cabellos oscuros de la niña, notó el perfume que había dejado Genji la noche anterior, y añadió:
—¡Qué aroma tan delicioso! Lástima que tus ropas estén tan sucias y arrugadas… Nunca me gustó que vivieses con una anciana enferma y quería tenerte conmigo, pero tú te negabas. Tampoco parecía entonces muy conforme la mujer que a partir de ahora deberá hacerte de madre… Pero la muerte de tu abuela lo ha cambiado todo…
—Por favor, señor, preferimos seguir viviendo solas… —le interrumpió Shonagon—. Déjala que crezca y pueda entender las cosas un poco mejor. Aún llora a su abuela y se niega a comer.
Tenía razón, pero la extrema delgadez de la niña aún la hacía parecer más graciosa y elegante.
—¿Por qué ha de llorar? Su abuela se ha ido para siempre, y eso no tiene remedio. Pero tiene la suerte de poder contar conmigo…
Murasaki y su padre lloraron juntos mientras caía la noche.
—No has de estar triste. Mañana mismo enviaré a por ti.
El príncipe Hyobu se marchó, pero la niña seguía hecha un mar de lágrimas al pensar en el futuro que le esperaba. Tenía edad suficiente para entender que la dama que había estado siempre a su lado se había ido para no volver. Sus compañeras de juegos dejaron de interesarle. Pasaba los días como podía, pero, al anochecer, no era capaz de contener el llanto, y las mujeres que la atendían lloraban también al sentirse impotentes para consolarla.
Genji envió a Koremitsu a casa de Murasaki para que presentara allí sus excusas: se moría de ganas de visitarla, pero el palacio le reclamaba.
—Ya no es el de antes —se quejó Shonagon al mensajero del príncipe—. Sé perfectamente que esta historia no tiene la misma importancia para él que para nosotras, pero la costumbre exige que el hombre que desea empezar una relación con una muchacha la visite con regularidad. Si el padre de Murasaki se entera, nos reñirá con toda la razón. ¡No se lo cuentes a nadie, niña mía!
Pero Murasaki no escuchaba con la atención que Shonagon hubiese deseado.
—Quizás, llegado el momento —prosiguió el ama—, deberemos aceptar que lo que el destino tiene decretado ha de cumplirse, y Murasaki se convertirá en la esposa de Genji, pero hoy no cabe ni pensar en ello. Tu señor actúa de un modo muy extraño, y el padre de la niña no facilita las cosas. Dile a tu amo que se muestre un poco más cauteloso a la hora de actuar.
Koremitsu regresó a Nijo y contó a Genji lo que había visto y oído. El príncipe lo lamentó profundamente, pero no se atrevió a hacer la visita que de él se esperaba: le preocupaban los rumores que circulaban sobre su frivolidad. Murasaki tenía que ir a Nijo. Envió más cartas y, al caer la tarde, volvió a enviar a Koremitsu, su hombre de confianza, para que insistiera ante Shonagon: aunque numerosos obstáculos impedían que Genji acudiese en persona, no debía interpretarse como una falta de seriedad.
—El príncipe Hyobu nos ha prometido que vendrá mañana a buscar a su hija —contestó Shonagon—. Ésta es la razón principal de que estemos tan confusas. ¿A quién no entristece abandonar una morada donde se ha vivido tanto tiempo, por más inhóspita que sea? Tiene que perdonarnos.
Por lo demás, contestó a las preguntas de Koremitsu de tan mala gana que el joven se despidió.
Genji estaba en casa de su suegro, en Sanjo, donde Aoi seguía mostrándose tan glacial y reservada como siempre. Muerto de aburrimiento, cogió el koto japonés y se puso a tocar y a canturrear El campo de Hitachi. Mientras hacía música, se presentó Koremitsu y le transmitió las últimas noticias. No le quedaba más remedio que actuar. Si se llevaba a la criatura más adelante, cuando ya estuviese en casa del príncipe Hyobu, le llamarían pervertido y ladrón de niñas. Tenía que anticiparse a su padre y llevársela a Nijo inmediatamente, tras hacer jurar a las mujeres que guardarían el secreto.
—He tomado una decisión. Iré mañana a primera hora. Haz que me preparen el carruaje y envíame un par de hombres para que me acompañen.
Koremitsu siguió las instrucciones del príncipe al pie de la letra. Genji conocía el riesgo que corría: dirían de él que tenía unos gustos muy amplios, que no había fruta demasiado verde para su paladar… Si Murasaki hubiese sido un poco más mayor, se la consideraría una conquista más y la historia se acabaría aquí, pero, habida cuenta de su edad, nadie le libraría de críticas y reproches. Aunque sabía que el príncipe Hyobu se sentiría terriblemente agraviado, Genji no estaba dispuesto a dejar que la pequeña se le escapara de las manos.
Aoi callaba como casi siempre, y él le dijo:
—Tengo asuntos que resolver en Nijo, y debo irme. Volveré pronto.
Sin despedirse de nadie más, pasó por su habitación para cambiarse de ropa y partió en su coche. Koremitsu lo acompañaba, montado a caballo. Al llegar a la casa del difunto inspector imperial, uno de sus hombres llamó a la puerta y el portero dejó entrar el carruaje de Genji sin sospechar nada. Entonces Koremitsu se acercó a la puerta de la esquina y tosió dos veces. Shonagon lo reconoció y salió inmediatamente.
—Mi señor ha llegado —dijo el escudero.
—Y mi señora duerme. ¡Elegís unas horas francamente intempestivas para ir de visita!
Shonagon sospechó que Genji iba de regreso a su casa después de alguna aventura galante, pero el príncipe se acercó a ella y le imploró:
—He de hablar urgentemente con la niña antes de que su padre se la lleve.
Shonagon sonrió.
—Seguro que Murasaki tiene un montón de respuestas interesantes preparadas para ti.
Genji entró en la casa sin pedir permiso.
—¡No esperábamos a nadie, señor! Las viejas están que asustan… —gritó Shonagon.
—Voy a despertarla —dijo él—. La bruma matinal es demasiado hermosa para que la niña no la vea.
Mientras las criadas callaban, horrorizadas, se dirigió al dormitorio, cogió a la niña en brazos y se puso a acariciarle los cabellos. Murasaki, medio dormida, pensó que era su padre.
—Vamos —le dijo para que no se asustase—. Tu padre me envía.
Pero cuando la niña se dio cuenta de que no era su padre, se asustó mucho.
—¡No tengas miedo, preciosa! Ya te he dicho que has de ver en mí a un segundo padre —la instruyó Genji, y se la llevó sin hacer caso de las protestas de Shonagon y de las demás criadas.
»Creo que os lo he explicado bien —prosiguió el presunto raptor, dirigiéndose a las mujeres—. Me resulta muy difícil visitarla aquí. Además quiero que viva en un lugar más confortable y accesible. ¡Y lo único que se os ocurre es enviarla junto a su padre! Que la acompañe una de vosotras…
—¡Ten piedad, señor! —suplicó Shonagon, retorciéndose las manos—. No podrías haber elegido peor momento. ¿Qué le diremos al príncipe Hyobu cuando venga mañana? Nos pones en una situación muy difícil…
—¡Ven tú más tarde, si quieres!
El carruaje los estaba esperando. Al ver que las mujeres iban de un lado a otro llorando y suplicando, Murasaki también lloraba, pero Genji estaba decidido a salirse con la suya. Entonces Shonagon cambió de idea, recogió unas ropas que había estado cosiendo la noche anterior y se metió en el carruaje de un salto. Cuando llegaron a la casa de Nijo, que no estaba lejos, apuntaba el alba. Genji ordenó parar delante del ala oeste, y sacó a la niña.
—¡Es una pesadilla! —se quejaba Shonagon—. Pero ¿qué puedo hacer yo?
—Te haré acompañar a tu casa, si así lo deseas —le contestó Genji.
La pobre Shonagon bajó del coche desconsolada, pensando en cómo reaccionaría el padre de Murasaki cuando fuese a buscarla. ¿Qué futuro les aguardaba en aquella mansión desconocida? Pero llegó un momento en que ya no pudo derramar más lágrimas, y, haciendo un gran esfuerzo, logró serenarse un poco.
Como nadie vivía en el ala oeste, no había ninguna estancia a punto, de manera que Genji mandó a Koremitsu que hiciese colocar persianas, cortinas y biombos, hizo traer ropa de cama nueva del ala este y se echó a dormir. La niña temblaba violentamente, pero había dejado de llorar.
—Siempre duermo con Shonagon —murmuraba con voz débil.
—¡Una chica tan mayor durmiendo con el ama!
Shonagon se instaló en la misma habitación, entre Genji y Murasaki. En cuanto el alba apuntó, se puso a contemplar el exterior. Pabellones y jardines lucían espléndidos, y la arena parecía una alfombra de piedras preciosas. No estaba acostumbrada a aquella magnificencia, pero el hecho de que no hubiese ninguna otra mujer en el ala, que Genji utilizaba sólo para visitas ocasionales, la tranquilizaba. El príncipe había puesto unos guardias al otro lado de las persianas por motivos de seguridad, y Shonagon pudo oír fragmentos de sus conversaciones: se preguntaban sobre la identidad de la dama que Genji acababa de traer al pabellón.
—¡No sé quién es, pero seguro que es digna de verse! —apuntaba uno de ellos.
Obedeciendo órdenes de su señor, aquellos hombres les llevaron cubos de agua para que se lavasen y arroz hervido para desayunar. Genji no se levantó hasta mediodía.
—Necesitaremos a alguien que se ocupe de ti —dijo a la niña—. ¿Quieres que llamemos a tus criadas favoritas? Dime sus nombres, y esta noche estarán a tu lado. También te enviaré niñas que están viviendo en el ala este113 para que tengas compañeras de juego.
Cuando llegaron las niñas, Murasaki estaba aún envuelta en la colcha con que Genji la había cubierto para llevársela.
—Me sabría muy mal que te mostrases desabrida con ellas— le dijo—. ¿Habría hecho yo todas esas cosas, si no fuese un hombre bueno? Las niñas deben obedecer a los adultos.
Ésta fue su primera lección. La pequeña Murasaki resultaba infinitamente más hermosa de cerca que cuando la vio de lejos. Adoptando aires de padre afectuoso, hizo cuanto pudo para entretenerla con libros ilustrados y juguetes, que hizo traer del ala este, y consiguió que se le acercara y se pusiera a jugar con él. Sus ropas de luto eran frescas y ligeras, y le quedaban muy bien. Cada vez que sonreía, Genji, cautivado por su encanto, le sonreía a su vez. Finalmente hubo de dejarla para ir al ala este.
Murasaki salió al jardín a ver los árboles y el estanque. Las flores, adornadas de escarcha, parecían pintadas. Grupos de cortesanos (ella no sabía aún qué eran) paseaban tranquilamente de un lado a otro. Tomado en su conjunto, le pareció un lugar interesante, de manera que se puso a admirar las pinturas, los biombos y todas las maravillas que la rodeaban hasta que, poco a poco, fue olvidando sus penas como suele ocurrir con los niños.
Genji no pisó la corte durante varios días, un tiempo que consagró a Murasaki para conseguir que se sintiese como en su propia casa. Le escribía poemas que la niña copiaba, le hacía dibujos —a cuál más bonito—, y en una hoja de papel color púrpura escribió unos versos de cierto poema muy conocido sobre la comarca de Musashi, famosa por sus marjales y campos de lavanda:
¡Suspiro al oír tu nombre,
aunque nunca estuve en Musashi!
¡Suspiro como si todo aquel campo,
tan lejos de mi alcance, fuera ya mío!
La niña leyó los versos, y la caligrafía le pareció maravillosa. Genji añadió otro poema, que improvisó para la ocasión:
Espesa es la hierba
húmeda de rocío de Musashi,
y se parece mucho a la hierba
que tengo prohibida.114
—Ahora te toca a ti escribir algo…
—No sé —dijo la niña, y le miró de un modo tan natural y poco afectado que no pudo dejar de sonreír.
—Tal vez no eres aún capaz de escribir lo que te gustaría, pero una cosa u otra has de escribir. Deja que te enseñe.
Incluso la manera torpe con que sujetaba el pincel le fascinaba. Temiendo haber cometido alguna falta, la niña trató de ocultar lo que acababa de escribir, pero él se lo quitó de las manos. Decía:
Ignoro qué te hace suspirar tanto,
y no sé a qué hierba te refieres.
La caligrafía era muy inmadura, pero ya revelaba fuerza y carácter. Hacía pensar en la de su abuela. Si Genji conseguía añadirle un toque de modernidad, el resultado sería más que aceptable. Le hizo construir casas de muñecas, y, jugando con ella, empezó a olvidar sus propias penas.
Cuando el príncipe Hyobu se presentó en casa de la monja tal como había anunciado, las mujeres no supieron qué decirle. Genji quería mantener en secreto la presencia de la niña en su mansión de Nijo, y Shonagon se puso definitivamente de su parte. Para su desconcierto, sólo consiguió averiguar que Shonagon se había llevado a la niña sin decir adónde.
—Su abuela no quería que viviese conmigo —les dijo, procurando hallar una explicación a lo que acababa de oír—, y supongo que Shonagon, en un exceso de celo, la ha ocultado en alguna parte siguiendo instrucciones de la difunta. En cuanto averigüéis algo, hacédmelo saber.
Hyobu les preguntó también por el abad que vivía en las montañas, pero no obtuvo información alguna. Entonces, por primera vez en la vida, tuvo la desagradable sensación de que acababa de perder un tesoro. ¡Había visto muy poco a su hija, y, sin embargo, parecía una criatura tan deliciosa! En cuanto a su mujer, que ya había olvidado el odio que la madre de Murasaki le inspirara, se indignó al saber que, por razones muy poco claras, no se le iba a confiar la educación de la niña.
Poco a poco, todas las criadas que habían servido a Murasaki en casa de su abuela volvieron a reunirse con ella, y las niñas que el príncipe había elegido para que le hiciesen compañía se sentían muy felices a su lado. Cuando él no estaba o en anocheceres sombríos, la criatura echaba de menos a la monja y lloriqueba un poco, pero no pensaba nunca en su padre, al que solamente había visto en contadas ocasiones. Ahora tenía otro padre, y estaba muy orgullosa de él. Cuando Genji llegaba a casa, Murasaki era la primera en lanzarse al jardín a saludarlo. Luego montaba en sus rodillas y le hablaba de mil cosas sin el menor asomo de timidez o desconfianza. A su lado se sentía la niña más dichosa del mundo.
También Genji vivía en una nube de felicidad: las mujeres inteligentes suelen ser complicadas, y, siempre a punto de mostrarse celosas, obligan a los hombres a estar perpetuamente en guardia. En cambio, Murasaki era la compañera perfecta, un juguete maravilloso que siempre le sorprendía con su fantasía y agudezas. No se hubiese sentido tan cómodo y libre de inhibiciones con una hija, porque la intimidad entre un padre y una hija no deja de tener sus límites… ¡A veces tenía la impresión de que el cielo le había regalado una auténtica joya!