Momiji no Ga
La excursión imperial al palacio de Suzaku debía tener lugar el día diez del décimo mes. Las esposas y concubinas del emperador lamentaban no poder presenciar un concierto que se anunciaba como extraordinario, porque no se les permitía abandonar la residencia principal. No pudiendo soportar la idea de que Fujitsubo se viese también privada del espectáculo, su majestad ordenó que se celebrase un ensayo general en palacio.
Genji y To no Chujo bailaron Las olas del océano azul. To no Chujo era un joven de buena presencia y sabía moverse con gracia pero, comparado con Genji, parecía un arbusto insignificante al lado de un cerezo en flor. En un momento especialmente mágico, la luz del atardecer se concentró sobre la figura del príncipe mientras la música crecía en intensidad: aunque la danza era muy conocida, bailada per Genji parecía algo auténticamente sobrenatural. Cuando le tocó cantar, los que lo escuchaban creían estar oyendo la voz dulcísima de Kalavinka, el ave del paraíso de Buda. El emperador se secaba las lágrimas de alegría, y todos los príncipes y cortesanos lloraban de emoción. Cuando Genji, una vez terminada la canción, se arregló el vestido, y la orquesta retomó la melodía, la belleza del joven resplandecía como nunca.
Kokiden, madre del príncipe heredero, comentó en un tono sarcástico que disgustó a sus damas de compañía:
—¡Estoy segura de que incluso los dioses se han quedado mudos de admiración! ¿Qué duda cabe de que Genji es realmente incomparable?
Fujitsubo lo miraba todo como si estuviese soñando. ¡Ojalá no hubiesen tenido lugar ciertas cosas que procuraba no recordar! Se habría sentido infinitamente más feliz… Pasó la noche con el emperador.
—Lo mejor ha sido la danza de Las olas del océano azul —comentó él—. ¿Estás de acuerdo?
—Me ha parecido sorprendente —contestó ella.
—To no Chujo es un buen bailarín. Sus gestos más nimios traicionan su cuna elevada. Los danzarines profesionales son muy buenos (¿a qué negarlo?), pero suele faltarles frescura y espontaneidad. Cuando el ensayo general ha resultado tan bien, siempre cunde el temor de que la excursión y el espectáculo definitivo no estén a la altura. ¡Pero hoy he disfrutado mucho, y por nada del mundo me lo hubiese dejado perder!
Al día siguiente Fujitsubo recibió una carta de Genji.
¿Qué te ha parecido? Yo me sentía muy confuso. Me temo que mi pregunta no te va a gustar, pero…
¿Supiste vislumbrar a través de las mangas
que se movían imitando las olas,
un corazón desgraciado
que sólo quería dejar de palpitar?
La imagen evocada por el danzarín resultaba tan irresistible que Fujitsubo no pudo evitar responderle:
¡No soy quién para juzgar
unas mangas chinas que dibujaban olas!
Pero no hubo paso ni gesto
que no me pareciera maravilloso.
Te aseguro que mis pensamientos no eran los de siempre.
Genji recibió la carta como un auténtico tesoro. Sonrió al pensar que la dama tenía unos conocimientos de danza, de música y de las artes de China dignos de una emperatriz, y pasaba los días con la carta delante de los ojos como si de un sutra mágico se tratase.
El día de la excursión el heredero aparente, los príncipes y toda la corte acompañaron al emperador. El lago se llenó de botes de remos con orquestas que tocaban, y había representaciones de danzas chinas y coreanas por doquier mientras el aire se llenaba de los sones de la flauta y tambor. El conjunto de flautistas estaba compuesto por miembros de los dos rangos más elevados, y los directores de las danzas chinas y coreanas eran oficiales de la guardia imperial con escaño en el consejo.
Durante semanas los bailarines habían estado recluidos en un monasterio como monjes para que ensayasen todos y cada uno de sus movimientos hasta alcanzar la perfección absoluta. El emperador estaba convencido de que la danza de Genji en el ensayo general había sido un prodigio casi milagroso, y ordenó que se leyesen sutras en los santuarios más importantes. La mayor parte de la corte lo aplaudió, pero a Kokiden le pareció absolutamente ridículo.
El conjunto de cuarenta flautistas, dispuestos formando un círculo, tocaba maravillosamente, y el sonido de los instrumentos, al mezclarse con los suspiros que parecían desprenderse de las ramas de los pinos, evocaba un viento fantástico surgido de un valle profundo. En medio del círculo formado por los músicos y bajo una lluvia de hojas pardas, doradas y rojizas que los árboles dejaban caer, volvióse a representar Las olas del océano azul, y el resultado fue de una belleza insuperable. Como la rama de arce que ceñía la frente de Genji había perdido sus hojas y parecía un poco triste y desnuda sobre su rostro maravilloso, el ministro de la izquierda la sustituyó por una corona de crisantemos, que no hacía sino añadir gracia y atractivo a los movimientos del bailarín.
Cuando la danza hubo concluido, los espectadores experimentaron un raro escalofrío que parecía llegar del más allá. Incluso los criados analfabetos que habían tenido la suerte de contemplar el espectáculo entre las rocas y los árboles —al menos, aquellos que tenían un mínimo de sensibilidad— se emocionaron hasta el llanto. El cuarto príncipe, hijo de Shokyoden,129 bailó Vientos de otoño, y fue la mejor de las danzas después de Las olas del océano azul, aunque no faltó quien dijo que había estropeado lo que hubiese podido ser un día perfecto. Aquella tarde misma Genji fue elevado al primer orden del tercer rango y To no Chujo al segundo del cuarto, juntamente con otros cortesanos que también habían hecho un buen papel a lo largo del festival, aunque, a decir verdad, todas las promociones fueron consecuencia del éxito personal de Genji, que había sabido dar placer a los ojos de los espectadores y llenar de serenidad los corazones de toda la corte.
Fujitsubo estaba con su familia, y Genji seguía viviendo lejos del palacio de su suegro para escándalo de todos sus parientes políticos. Empezaron a correr rumores sobre Murasaki: las mujeres de Sanjo comentaban que Genji había llevado una dama «nueva» a su mansión de Nijo, rumor que disgustó profundamente a su esposa Aoi, pues ignoraba que aquella «dama» era solamente una niña. Si se hubiese quejado como cualquier otra esposa, su marido le habría explicado la verdad y la habría tranquilizado, pero su terrible frialdad la mantenía muda. Aquella frialdad extrema era la razón principal de las aventuras de Genji. Aoi tenía pocos defectos —Genji era el primero en reconocerlo—, y había sido la primera mujer de su vida. El príncipe la admiraba y respetaba profundamente, y esperaba que algún día se humanizaría y sería capaz de exteriorizar sus auténticos sentimientos. Como era una mujer inteligente, el joven estaba convencido que tarde o temprano su actitud cambiaría. Murasaki, en cambio, era la compañera perfecta. Aunque era obvio que estaba madurando tanto por fuera como por dentro, no había perdido aquella confianza inocente con que lo acogiera desde el primer día. Pensando que aún no había llegado el momento de presentarla al mundo, Genji la mantenía en un ala lateral del palacio que había arreglado especialmente para ella sin reparar en gastos. Pasaba la vida a su lado, educándola, y, sobre todo, mejorando su caligrafía.
Se sentía como el padre que recupera a una hija de la que ha estado separado durante largo tiempo. Había examinado hasta el último detalle los méritos de las mujeres que estaban a su servicio, y procuraba que no le faltase de nada. Como es natural, todas aquellas mujeres —con la excepción de Shonagon— morían de curiosidad por saber quién era aquella afortunada criatura.
A veces Murasaki lloraba por su abuela, pero cuando Genji estaba a su lado, olvidaba todas sus penas. El príncipe no solía quedarse en casa por las noches, pues se le esperaba en otros lugares, y Murasaki se despedía de él con una sonrisa triste. No era raro que pasara dos o tres días seguidos en Nijo, y luego fuera a la mansión de Sanjo a visitar a su esposa. Al regresar hallaba a Murasaki esperándolo en silencio como una huerfanita. Con el paso del tiempo, cada vez se sentía menos tentado por sus habituales aventuras nocturnas. Informaba puntualmente al abad sobre el estado de salud y progresos de la niña, y el anciano se sentía a la vez halagado y desconcertado por las noticias. También le enviaba generosas ofrendas para que celebrase funerales en memoria de la monja difunta.
Deseoso de saber algo sobre Fujitsubo, el príncipe fue a visitarla. Salieron a su encuentro Omyobu, Chunagon, Nakatsukasa y otras damas, pero la que había ido a ver no apareció. Mientras hablaba con ellas, se presentó el príncipe Hyobu, hermano de Fujitsubo y padre de Murasaki, para saludarlo. Tuvo que reconocer que era un hombre culto y elegante, y que, de haber pertenecido al otro sexo, le habría interesado profundamente. Hablaron mucho, y Hyobu observó que el otro lo trataba con una afectuosa deferencia que nunca antes le había demostrado y que agradeció en su interior. ¡No podía imaginar que Genji lo contemplaba ya como su futuro suegro! También él pensó cuánto le habría interesado Genji, de ser mujer.
Cuando, al caer la tarde, Hyobu se despidió para ir a ver a su hermana, Genji tuvo un ataque de celos. En tiempos había acompañado a su padre cuando el emperador visitaba a Fujitsubo, y en estas visitas dirigía la palabra a la dama con toda naturalidad. Pero ahora ella se había vuelto inaccesible, y no le quedaba más remedio que aceptarlo porque no tenía nada que reprocharle.
—Me temo que esta visita no ha sido una buena idea —dijo en tono formal a Hyobu, antes de partir precipitadamente—. No se me ha perdido nada en este palacio, y no quisiera que me tomarais por un impertinente. Sea como fuere, si crees que puedo serviros en algo, no dudéis en pedírmelo.
Omyobu, la criada que había propiciado el encuentro fatal de Genji y Fujitsubo, hacía cuanto estaba a su alcance para que la dama le devolviese su favor, pero sin resultado. Se hubiese dicho que Fujitsubo encontraba su presencia más insoportable que nunca, y no daba señal alguna de apaciguamiento. Los días pasaban, tristes. ¡Qué efímera y frágil había resultado la relación entre ambos!
Shonagon, el ama de Murasaki, no paraba de maravillarse ante la forma en que estaban evolucionando sus vidas, gracias quizás a alguna divinidad benigna que la abuela había invocado en sus plegarias. A pesar de todo, la situación distaba mucho de ser perfecta, pues la esposa de Genji, tan altiva y glacial, empujaba a su marido a perder el tiempo en aventuras frívolas. ¿Qué ocurriría el día que Murasaki se convirtiese en mujer? De momento, el príncipe parecía quererla más que a ninguna otra, y se podía dar casi por seguro que la convertiría en su segunda consorte.
El luto por la abuela duró tres meses, y al llegar el año nuevo Murasaki se quitó los vestidos de duelo. Con todo, como la monja había sido casi una madre para ella, se limitó a llevar túnicas y uchikis lisos de tonos pálidos: rosa, azul o amarillo.
—¡De hoy en adelante serás toda una dama! —le dijo el príncipe, contemplándola con una sonrisa radiante en los labios.
Estaba a punto de partir a la corte para participar en las celebraciones del nuevo año. La niña había sacado sus muñecas y las estaba ordenando. Su estancia estaba llena de casas de juguete, biombos, taburetes, jarrones y kotos en miniatura.
—Inuki rompió este escabel ayer por la noche mientras expulsaba a los demonios,130 y yo lo estoy pegando —dijo la niña, a punto de echarse a llorar.
—¡Sí, Inuki es una boba! Vamos a pedir que alguien te lo arregle. Pero no llores… ¡Llorar es la peor manera de empezar el año! Trae mala suerte.
Genji, espléndidamente ataviado, se encaminó a la corte, y su servicio se asomó a la galería para verlo marchar como si de un auténtico espectáculo se tratase. También estaba allí Murasaki. De regreso a sus estancias, la niña tomó una de sus muñecas, a la que llamaba «Genji», y la movió como si se fuese a palacio.
—¡Este año debes dejar atrás todas esas distracciones tan infantiles! —le aconsejó Shonagon—. Tienes casi once años y aún juegas con muñecas. Eso no está bien. Tu marido es un hombre encantador, y deberías mostrarte más adulta con él. Si no, quizás se harte de ti antes de empezar. ¡Todavía te pones furiosa cuando pretendemos cepillarte el pelo!
De manera que tenía «un marido encantador», pensó Murasaki. Los maridos de las demás mujeres no eran precisamente «encantadores» —repasó mentalmente los que recordaba, y todos le parecieron feos y poco interesantes—, pero el suyo era joven y guapísimo. Nunca antes había reflexionado sobre ello, prueba evidente de que, a pesar de sus muñecas y sus juegos, estaba haciéndose mayor. Las criadas que la rodeaban se sorprendían de su comportamiento infantil sin pensar que, gracias a él, su presencia en la mansión de Genji no despertaba sospechas que hubiesen podido hacer peligrar el matrimonio.
Al salir de palacio Genji fue a felicitar el año nuevo a su familia política, que lo esperaba en el palacio de Sanjo. Una vez más su esposa Aoi se abstuvo de mostrar ternura o afecto alguno hacia él, y Genji se sintió tan incómodo como siempre.
—¡Cuánto me gustaría que algún día fueses un poco más amable conmigo!
Pero Aoi había oído ya rumores sobre la «nueva dama» que el príncipe ocultaba, según se decía, en su casa de Nijo, y lo recibió con un aire aún más distante, severo y adusto que en ocasiones anteriores. Estaba convencida de que aquella mujer era su actual favorita, y esta idea la humillaba profundamente. Él procuraba hablarle medio en broma, como si no se diese cuenta de su mal humor, pero sin resultado. La dama tenía cuatro años más que él, era muy inteligente y hablaba como un erudito: todo ello no hacía sino reforzar la impresión del esposo de que lo tenía por un don nadie. Aquel cúmulo de perfecciones le anonadaba, y se vengaba de ella y de sus continuas humillaciones con sus deslices. Aoi era una dama orgullosa, hija de una princesa y de un ministro que, por su origen e influencia, estaba por encima de toda la nobleza cortesana,131 y no toleraba la más mínima descortesía hacia su persona. Genji pensaba, en cambio, que Aoi exageraba su importancia y se atribuía unos méritos que seguramente no tenía. No debe extrañarnos, pues, que su vida en común fuese un desastre.
Aunque su suegro también lamentaba profundamente sus travesuras, en cuanto Genji pisaba su casa, olvidaba su resentimiento y se deshacía por complacerlo. Al día siguiente, cuando Genji se disponía a ir a la corte, el ministro le hizo llevar un cinturón antiguo valiosísimo, un auténtico tesoro de familia, para que se ciñese su casaca oficial con él, y lo ayudó a calzarse. Había mucho de patético en la manera de comportarse del anciano con Genji: seguramente un deseo excesivo de complacerle.
—Me lo pondré para asistir a la cena de la familia imperial que se anuncia para fin de mes —dijo Genji.
—He visto cinturones más ricos y más dignos de ceñirte las ropas en una ocasión así —repuso el ministro—, pero debe reconocerse que éste es muy especial.
A veces daba la impresión de que servir a Genji constituía su máxima aspiración, y no imaginaba mayor honor que tener un hijo o un hermano parecidos al príncipe, por poco que éste se dejase ver por Sanjo.
Genji hizo pocas visitas de año nuevo. Fue a ver a su padre, al príncipe heredero y, finalmente, a Fujitsubo, a cuyas criadas pareció más hermoso y arrogante que nunca. Con el paso de los años, Genji se había desarrollado y hecho más hombre, ganando en atractivo. Sin embargo, sólo pudo ver a la princesa desde lejos, y partió con los peores presagios en el corazón.
Por más que la corte esperaba que Fujitsubo diese a luz en el duodécimo mes, el mes transcurrió entero sin novedad. Las mujeres apostaban por los primeros días del año nuevo, y todo estaba a punto para el gran acontecimiento. Y, sin embargo, el primer mes también pasó sin que llegase el momento. Fujitsubo vivía atormentada por rumores de que se hallaba bajo una influencia maligna. Sus depresiones pasajeras habían degenerado en enfermedad, y se preguntaba con frecuencia si no estaría acercándose a su fin.
A medida que los días pasaban, la sospecha de Genji de que él era el padre de la criatura ganaba firmeza, y encargó en secreto ceremonias en varios templos. Estaba tan convencido de que, con independencia de lo que ocurriese con el niño, la muerte de Fujitsubo era inevitable, que, cuando la princesa dio a luz un niño en el décimo día del segundo mes, no se lo podía creer.
El palacio imperial y el de la familia de la favorita estallaron de alegría. Pero mientras se sucedían fiestas y celebraciones, Fujitsubo, angustiada por la certeza de que Genji era el padre, no fue capaz de unir su voz a las plegarias del emperador, que impetraban una larga vida para la madre y el niño. A pesar de todo, no quería dar una alegría a Kokiden, cuyas maldiciones contra su persona le eran sobradamente conocidas, de modo que pronto recuperó las ganas de vivir y poco a poco se fue rehaciendo. El emperador quería ver al niño lo antes posible y Genji también, aunque el príncipe procuraba ocultar su impaciencia. Pero llegó un día en que ya no pudo aguantar más, y se presentó en casa de Fujitsubo con la esperanza de hallar pocas visitas.
—El padre se muere de ganas de conocer a la criatura. Dejádmelo ver, y yo le llevaré noticias del niño que le tranquilizarán.
Fujitsubo rehusó su solicitud y le hizo contestar que el niño estaba todavía muy arrugado. El recién nacido se parecía muchísimo a Genji, y ello no hacía sino aumentar el terror y el complejo de culpa que devoraban el corazón de la madre. Estaba convencida de que cuantos viesen la criatura adivinarían la verdad y la condenarían, porque nada hace tan feliz a la gente como descubrir y condenar las faltas ajenas, por leves que sean, y la suya era inmensa. Seguro que ya corrían por Heian los rumores más espantosos…
Genji veía a Omyobu de vez en cuando, y le rogaba que intercediese por él, pero ella decía que su señora se negaba a escucharla.
—Tu insistencia, señor, me resulta muy molesta —se quejaba la criada ante los apremios del príncipe, aunque lo compadecía sinceramente—. Tendrás tiempo de sobras para verlo.
—Me pregunto en qué mundo me será otorgado volver a ver a su madre…
¿Qué legado arrastramos
de existencias anteriores
para que vivir separados
sea en ésta nuestro destino?
—No te entiendo, no te entiendo y prefiero no entenderte…
Las lágrimas del príncipe hacían llorar a Omyobu que, sabiendo cuán infeliz era su señora, no se decidía a quitárselo de encima de una vez por todas. Entonces improvisó un poema:
Resulta triste no ver al niño,
pero también resulta triste verlo:
los corazones del padre y de la madre
se han extraviado en las tinieblas.
Y añadió en voz baja:
—Por el momento no vislumbro el fin de vuestros sufrimientos…
Y contempló cómo se marchaba, sintiéndose impotente para ayudarlo. Su señora había declarado que no volvería a verlo nunca más para conjurar los peligros de la maledicencia, y ya no trataba a Omyobu con el afecto de antes. Seguía comportándose correctamente con ella y evitaba cualquier expresión o gesto que pudiesen dar a entender que había caído en desgracia, pero Omyobu era responsable de cosas que ella no podía aprobar. Esta nueva frialdad de Fujitsubo hacía sentir a la sirvienta más desgraciada que nunca.
El niño fue llevado a palacio en el cuarto mes. Era una criatura alta, robusta y vivaracha para su edad, y se parecía muchísimo a Genji, aunque este detalle no despertó suspicacia alguna en el emperador, convencido de que todos los recién nacidos se parecen. Estaba tan loco por el niño como lo había estado en tiempos por Genji. Entonces, sólo la terrible oposición con que chocó le impidió designarlo heredero aparente —hecho que cada día lamentaba más, pues Genji superaba a todos sus demás vástagos en apostura y méritos—. Y he aquí que otra dama principal le había obsequiado con un hijo casi tan «resplandeciente» como el de Kiritsubo. Pero si el niño era fuente constante de alegría y orgullo para el emperador, su existencia llenaba a Fujitsubo de sentimientos de culpabilidad y de temor al futuro.
Un día que Genji estaba tocando la flauta en el pabellón de Fujitsubo, el emperador entró con el niño en brazos. Parecía el hombre más feliz del mundo.
—He tenido muchos hijos —le confesó—, pero sólo a ti he querido como ahora quiero a éste. Quizás es el recuerdo de aquellos días que me induce a creer que se te parece. ¿O será que todas las criaturas del mundo se parecen mientras son pequeñas?
Genji se sonrojó, a la vez complacido, emocionado, avergonzado y asustado, y sus ojos se llenaron de lágrimas. El niño, que no paraba de reír y balbucear, era tan bello que los cortesanos temían que viviría poco. Fujitsubo no se encontraba bien, y un sudor frío empapaba su cuerpo continuamente. Genji se decidió a partir con el ánimo más agitado que nunca.
Regresó a su mansión de Nijo pensando que, en cuanto hubiese conseguido vencer la inquietud de espíritu que le embargaba, iría a Sanjo a visitar a su esposa. Al pasar por delante del jardín que bordeaba la galería, observó que la hierba empezaba a verdear y los claveles silvestres a florecer. Cortó unos cuantos y los envió a Omyobu junto con una carta muy larga dirigida a su señora:
¡Cómo se parece al clavel silvestre
regado por mis lágrimas!
¿O se trata del rocío?
Pero nada me consuela…
Sé que cuando florezca en mi jardín, pensaré en ti…132
¿Hay en el mundo entero dos corazones tan próximos y a la vez tan distantes como los nuestros?
Omyobu mostró la carta a su señora, quizás porque la halló de buen humor.
—Respóndele —le animó—, aunque tu contestación no pese más que el polvo sobre el pétalo de una flor.133
Fujitsubo le envió una nota escrita con pulso tembloroso.
De poco te servirá el clavel silvestre,
culpable del rocío
que empapa mis mangas.
Pero no permitiré que se mustie.
Satisfecha de su éxito, Omyobu entregó la nota. Genji estaba en el jardín con la cabeza gacha y perdido en ideas melancólicas porque creía que sólo le esperaba un nuevo silencio de la dama. Cuando divisó a Omyobu, su corazón dio un salto y sus ojos se llenaron de lágrimas de gozo. Entonces decidió que no era bueno entregarse a la depresión, y se fue al ala oeste en busca de diversión y compañía. Despeinado y vestido de cualquier manera, entró en la estancia de Murasaki tocando la flauta. La niña descansaba sobre un tatami, reservada y hermosa como un clavel silvestre húmedo de rocío. Le pareció encantadora. Muy dolida porque se había retrasado, se dio la vuelta y le mostró la espalda.
—Ven conmigo —dijo él, arrodillándose junto a la galería, pero ella no se movió.
—Como las aguas cuando sube la marea…134 —murmuró ella dulcemente, cubriéndose la boca con la manga al citar el poema.
—No te has mostrado especialmente amable… —le reprochó Genji—. ¿De modo que ya has aprendido a quejarte? No quisiera que te hartases de mí, como dice el poeta que los pescadores se hartan de las algas de Ise…135
Y ordenó que le trajesen un koto.136
—¡Ándate con cuidado, que la segunda cuerda se rompe con facilidad, y no quisiera tenerla que cambiar!
Genji tomó el instrumento, lo afinó bajándolo de tono, hizo sonar unos cuantos acordes y lo pasó a la niña. Incapaz de mantenerse enfurruñada mucho tiempo, Murasaki tocó con enorme destreza una melodía breve pero muy difícil. Al verla inclinada sobre el instrumento para pulsar las cuerdas con la mano izquierda (pues no le bastaba con la derecha), el príncipe la halló absolutamente fascinante. Entonces se sacó la flauta de la manga y le dio una lección de música. Murasaki era muy lista y podía repetir cualquier melodía por complicada que fuera con sólo haberla oído una vez. ¡Sí, pensaba Genji, es dulce y brillante y todo lo que se pueda desear! Cuando él tocó el exótico Hosoroguseri, ella lo acompañó a la perfección. A pesar de su extrema juventud, ya se veía que estaba excepcionalmente dotada para la música.
El servicio aportó lámparas de aceite y linternas, y ambos se pusieron a mirar pinturas. Pero Genji había dicho que aquella noche saldría, y sus hombres se pusieron a toser nerviosamente para recordarle que ya era hora de partir. Si no se apresuraba, se pondría a llover. Súbitamente Murasaki volvió a ser una criatura solitaria e infeliz. Dejó las pinturas y se echó en la cama, enterrando la cabeza debajo de las almohadas.
—¿Debo pensar que me echas de menos cuando me voy? —le preguntó Genji, acariciando los cabellos que cubrían la espalda de la niña.
Ella afirmó con un movimiento enfático de la cabeza.
—¡Yo también te echo de menos! No puedo soportar dejar de verte ni un solo día. Pero, de momento, debemos resignarnos. Todavía eres una niña, y hay una dama celosa y difícil, a la que debo seguir visitando para que no nos haga daño.137 Pero cuando seas mayor, no te dejaré nunca. Quiero evitar incurrir en su odio para que podamos vivir juntos los muchos años felices que todavía nos aguardan.
La solemnidad con que Genji se expresó hizo desaparecer la tristeza de Murasaki, aunque lo que acababa de oír la hubiera inquietado. No contestó, y se durmió con la cabeza recostada en las rodillas del príncipe.
—Ya es demasiado tarde para salir —dijo a las criadas, despidió a sus hombres, pidió la cena y despertó a la niña.
Murasaki se sentó a su lado, más feliz que nunca, pero comió poco.
—¿Y si nos fuésemos a la cama, ya que has decidido quedarte? —dijo, pues temía que la abandonase.
Mientras se retiraba de mala gana a sus aposentos, Genji deseó que el tiempo volara. Era del dominio público que pasaba muchas noches en su casa, y su suegro tuvo conocimiento de ello. «¡Qué cosa tan rara!», comentaban las mujeres de Sanjo. «¿Quién debe de ser la afortunada? Seguro que no es mujer de alcurnia, a juzgar por la manera en que se aferra a él y no lo quiere soltar. Alguna damita de poca monta que le ha sorbido el seso… Si la mantiene tan escondida, será porque le da vergüenza mostrarla… ¡Pero lo más curioso del asunto es que dicen que parece una cría!»
—El ministro de la izquierda está muy descontento de ti, y lo lamento profundamente —dijo el emperador a Genji—. No eres tan joven ni tan ingenuo como para que ignores cuánto ha llegado a hacer tu suegro por favorecerte desde que eras casi un niño. Te ha servido con la mayor abnegación. ¿Te parece bien pagarle el favor con este insulto?
Genji no supo contestar a los reproches del emperador. Entonces su padre cambió de tono y empezó a compadecerlo, porque pensaba que seguramente su hijo no era feliz con su esposa.
—Si he de hablar por mí mismo, lo cierto es que no me ha llegado rumor concreto alguno —dijo, más conciliador—. Hasta el día de hoy nadie me ha venido con el cuento de que eras un libertino y te relacionabas con mujeres de dudosa reputación en la corte o fuera de ella… Seguro que el ministro ha descubierto algún secreto tuyo…
El emperador seguía interesándose por las mujeres bonitas. Siempre había procurado que sus damas de compañía, las criadas que lo servían o las costureras que le hacían la ropa fuesen hermosas, de manera que en todos los empleos de la corte había mujeres atractivas. Si Genji hubiera querido, le habría bastado con un gesto o una mirada para seducir a cualquiera de ellas, y el emperador hubiese cerrado los ojos, pero el príncipe no les hacía el menor caso. Alguna de ellas, humillada por su desinterés, llegó a sugerir que no le gustaban las mujeres. Otras se consolaban haciendo correr el rumor de que «el bello Genji» era también un hombre aburrido, corto de alcances y pudibundo en exceso. ¡Y qué poco digna de alabanza les parecía aquella «pudibundez»!
Vivía en la corte una dama de cierta edad a la que llamaban Naishi por haber desempeñado el empleo de intendente de la cámara imperial, y a pesar de su alcurnia, talento y cultura, que habían ganado para ella el respeto de la corte, en cuestiones sentimentales resultaba terriblemente frívola. Genji, curioso por ver cómo reaccionaría, empezó a fingir que se interesaba por ella, y ella acogió sus avances apasionadamente. Entusiasmado por su éxito, siguió adelante hasta obtener una cita. Cuando hubo conseguido una vez lo que buscaba, y, no queriendo que el mundo viera en él al galán de una vieja rijosa, rehusó las ulteriores invitaciones de la dama. Como era de esperar, Naishi se lo tomó muy mal.
Entre las funciones de Naishi estaba la de peinar al emperador. Una mañana que, concluida la ceremonia del peinado, el emperador había ido a cambiarse de ropa, la dama quedó sola en la estancia con Genji. Naishi iba adornada y pintada a más no poder, y procuró atraer la atención del joven. El príncipe se sorprendió de la coquetería de la anciana, pero tenía ganas de ver hasta dónde era capaz de llegar, de modo que le tiró del vestido por detrás. Naishi se dio la vuelta, cubriéndose la cara con un abanico de colores chillones, y le lanzó una mirada abrasadora desde sus ojos oscuros y hundidos. Su melena, que el abanico no ocultaba, parecía de alambres. «Esta señora carece de gusto en cuestión de abanicos», pensó Genji, le quitó el que llevaba y le dio el suyo. El abanico de la dama era tan encarnado que su reflejo encendió las mejillas del príncipe, y había sido decorado con un bosquecillo de bambúes dorados. En un rincón y con una caligrafía anticuada pero todavía aceptable, alguien había escrito: ¡La hierba de Oaraki está mustia!,138 una cita poética bastante acertada habida cuenta de la edad de la autora.
—¡Supongo que quieres decir —dijo él— que tu bosque es la residencia estival del cuco!139
Conversaron un rato, pero Genji estaba nervioso porque no quería ser visto en compañía de aquel personaje. Ella recitó:
—Por mustia y seca
que esté la hierba,
el poni no tendrá queja
si decide acudir.
¡Aquella mujer no tenía vergüenza! Él le contestó:
—Si decidiese acercarme
a los bambúes de tu bosque,
temería que otros ponis
me echasen a patadas.140
Genji estaba a punto de irse, pero ella le cogió de la manga.
—¡Nunca nadie se había mostrado tan grosero conmigo! —gritó, llorando de furia—. A mi edad tengo derecho a que me traten con un poco de cortesía…
—Ya te escribiré. Ten por seguro que he pensado mucho en ti durante las últimas semanas… —dijo él para quitársela de encima.
—¡Firme como el poste que sostiene el puente pienso en ti… mientras los años pasan!141 —recitó enfáticamente Naishi.
Habiendo acabado de vestirse, el emperador asomó la cabeza y los observó, divertido. ¡Qué pareja tan estrafalaria formaban!
—¡La gente de palacio hace correr que no te interesan las aventuras románticas —dijo en broma a su hijo—, pero juraría que no eres tan tímido como cuenta la fama!
Las damas de la corte empezaban a comentar la historia, una historia sorprendente, y también To no Chujo oyó algo del asunto. Aunque el cuñado del príncipe había mantenido relaciones con damas de todas clases, nunca había considerado la posibilidad de una aventura con una anciana. Pensándolo bien, una aventura con una vieja verde podía resultar divertida, de modo que también obtuvo una cita. To no Chujo era un hombre francamente apuesto, y la dama consideró que, perdido Genji, el hijo del ministro no sería un mal consuelo, aunque el que de verdad le había robado el corazón era el otro. Como To no Chujo mantuvo su relación en secreto, Genji ignoraba que había sido sustituido en el corazón de la dama. A pesar de todo, siempre que Naishi lo encontraba, lo llenaba de reproches e insultos. El joven la compadecía —¡cada día estaba más estropeada, la pobre!—, y le hubiese gustado hacer algo por ella, siempre que este «algo» no le supusiera un gran esfuerzo.
Un fresco atardecer —había estado lloviendo todo el día— se hallaba paseando junto al pabellón Ummeiden mientras Naishi tocaba el laúd142 con sentimiento arrebatado. Tenía un dominio verdaderamente excepcional del instrumento, y no era raro que la invitasen a tocar con hombres en conciertos que se celebraban delante del emperador. Aquella noche, seguramente bajo la influencia de su amor frustrado, se estaba superando a sí misma.
—¿Me casaré con el muchacho que cultiva melones?143 —cantaba con voz melodiosa.
Aunque la idea de que un «cultivador de melones» lo suplantase en el corazón de la dama no le entusiasmaba, Genji se paró a escuchar. Entonces Naishi enmudeció: quizás meditaba. El príncipe se puso a canturrear La granja del este y se dirigió hacia la entrada. Para su sorpresa, ella se unió a su canto justo cuando la canción dice: Abre la puerta…144 ¡Era la mujer más osada que había conocido en su vida! Y aún fue capaz de añadir unos versos de su propia cosecha:
Nadie espera bajo la lluvia
ante la puerta de la granja del este,
pero las mangas de la que espera dentro
están empapadas.
No era razonable, pensó Genji, que Naishi le dirigiera aquellos reproches. A su edad, ¿aún no había aprendido a ser paciente? Hubiese preferido pasar de largo, pero acabó aceptando la invitación de la dama. Estuvieron conversando un rato medio en broma medio en serio, pero pronto empezaron a tomarse confianzas el uno con el otro. Mas he aquí que To no Chujo, que se sentía molesto por el fingido puritanismo con que Genji le reprochaba sus aventuras y detestaba la falsa imagen de «buen chico» que su cuñado mostraba al mundo, se había propuesto atraparle en una situación comprometida para desenmascararlo públicamente. La ocasión acababa de llegar, y el gran hipócrita iba a recibir la lección que merecía.
Era muy tarde y soplaba un viento helado. Seguramente Genji se había dormido, de modo que To no Chujo entró en el pabellón de puntillas. Pero Genji estaba demasiado nervioso para dormirse del todo, y lo oyó entrar aunque no supo quién era. Seguramente se trata del sobreintendente de palacio, pensó, pero no quería que aquel anciano oficioso lo sorprendiera junto a la provecta Naishi.
—¡Una situación incómoda! Estoy seguro de que la araña te ha anunciado la llegada de tu amante, y tú no me has dicho nada… —dijo a la dama, recogió su ropa y se escondió detrás del biombo.
A punto de estallar de risa, To no Chujo empezó a retirar el biombo que ocultaba a Genji. Pero la mujer no perdió la cabeza: a lo largo de su vida amorosa había vivido numerosas experiencias parecidas, y ya no se asustaba de nada. Ahora bien, ¿qué propósito guiaba al intruso? ¿Qué iba a hacer su Genji? En el fondo sólo quería parar los pies al desconocido sin hacer demasiado escándalo. Ignorante aún de la identidad del recién llegado, Genji sólo pensaba en huir, pero la idea de que iba medio desnudo y con sus ropas bajo el brazo lo paralizaba… To no Chujo esgrimía una larga espada como si estuviese furioso.
—Por favor, señores, por favor… —gritaba la dama.
Naishi se arrodilló delante del intruso, retorciéndose las manos. La carcajada de To no Chujo estaba a punto de estallar. Por más que, de día, pintada y peinada, la dama conservaba un cierto encanto, en aquel momento era una vieja ridícula de sesenta años brincando entre dos jóvenes apuestos. To no Chujo se mostró implacable, pero Genji lo reconoció y se dio cuenta de que todos los esfuerzos de su cuñado iban encaminados a ponerlo en evidencia. ¡Aquello era una farsa para hacer reír a la corte! Entonces pellizcó con fuerza la mano que sostenía la espada, y To no Chujo no pudo reprimir la risa por más tiempo.
—Estás loco —le increpó Genji—. ¡Y esos juegos pueden acabar mal! Déjame vestir…
Pero To no Chujo no quería dejar que se vistiese.
—¡Muy bien! Entonces… ¡todos desnudos! —gritó Genji, y, lanzándose por sorpresa encima del otro, le deshizo el cinturón y procuró arrancarle la casaca de corte.145 Mientras peleaban, se descosió una costura de la casaca de Genji, suceso que To no Chujo celebró con estos versos improvisados:
—¡Tu fama de frívolo
tiene tantas ganas de darse a conocer al mundo
que se ha abierto camino ella sola
a través de tu preciosa casaca!
Genji le contestó:
—¡Poco oculta, señor, esa casaca de verano
que no se sepa ya de cabo a rabo,
pero qué mal amigo demuestras ser
al descubrirme así!
No poco avergonzados por la aventura, se fueron juntos, reconciliados una vez más, pero, cuando Genji se metió en la cama, tuvo la impresión de que había sido el perdedor al dejarse sorprender en una situación tan poco airosa. Al día siguiente se presentó en sus apartamentos una Naishi ultrajada a devolverle un cinturón y unas calzas, e hizo llegar a Genji esta nota:
No hace falta que comente mis sentimientos:
las olas que llegaron juntas,
juntas se fueron
dejando el río seco.
El reproche estaba fuera de lugar, pensó Genji, pero podía imaginar la ira de la vieja rijosa. He aquí lo que le respondió:
No me quejaré de la ola
que entró violentamente,
sino de la playa
que resultó demasiado acogedora.146
El cinturón pertenecía a To no Chujo y era de un color demasiado oscuro para combinar con la casaca de Genji. El príncipe había perdido una manga en la pelea, y no sabía dónde ir a buscarla. La gente que se lanza a ciegas por los laberintos del amor suele verse envuelta en situaciones absurdas, y la idea le hizo sonreír.
Al día siguiente, To no Chujo, de guardia en palacio, le envió la manga perdida, cuidadosamente envuelta, sugiriéndole la hiciera coser a la prenda de la que formaba parte. Genji no recordaba cuándo y dónde la había perdido. Como tenía el cinturón del otro, se lo remitió también junto con una nota que decía:
Para que no se diga
que acepto regalos sin devolverlos,
recibe este cinturón azul
sano y salvo.
La respuesta del capitán no se hizo esperar:
Nunca he puesto en duda
que me quitaste el cinturón
y sólo lamento
que una bobada nos haya separado.
¡Tarde o temprano me lo pagarás!
Aquella misma tarde ambos se encontraron en la corte. To no Chujo sonreía, irónico, al ver a Genji que, fingiendo ignorarlo, despachaba órdenes y solicitudes con semblante frío y altivo. También la seriedad marcial con que To no Chujo cumplía sus funciones hacía sonreír a Genji. Finalmente, aprovechando que estaban cerca el uno del otro, To no Chujo se acercó a su cuñado y le dijo, mirándole de reojo con furia mal disimulada:
—¡Supongo que ya has tenido una ración más que suficiente de aventuras clandestinas!
—¿Por qué lo dices? ¡Al fin y al cabo, eras tú el que no estaba invitado a la última de ellas, y eso no deja de tener su importancia si, tal como se comenta, la vieja y tú os queréis tanto!
Finalmente decidieron hacer voto de silencio: no hablarían a nadie de aquella aventura nocturna. A pesar de todo, To no Chujo no dejaba pasar ocasión de recordársela a Genji, y todo por culpa de aquel vejestorio ridículo que aún les perseguía con reproches cuando se cruzaban en los corredores de palacio. Genji se juró que nunca más volvería a caer en tamaño error, y To no Chujo no contó la historia a su hermana.
Como Genji era el hijo predilecto del emperador, incluso los príncipes nacidos de madres de mayor rango lo trataban con gran respeto. Sólo To no Chujo se creía con derecho a regañarlo porque tanto él como Aoi eran hijos de una hermana del soberano. Aunque Genji pertenecía a la familia imperial, el hijo del más poderoso de los ministros y su hermana no tenían por qué sentirse inferiores a él. Lo cierto es que la rivalidad existente entre ambos dio pie a numerosas anécdotas chuscas que sería prolijo explicar aquí.
En el séptimo mes Fujitsubo fue elevada al rango de emperatriz, y Genji fue nombrado consejero.147 El emperador se disponía a abdicar y le hubiese gustado mucho proclamar heredero de la corona al hijo de Fujitsubo, pero el niño no contaba con una facción política capaz de protegerle porque los parientes de Fujitsubo eran miembros de la familia imperial.148 Precisamente por esta razón quería otorgar a Fujitsubo una posición dominante en los asuntos de estado. En cuanto tuvo conocimiento de esta decisión, Kokiden se puso furiosa.
—No lo tomes a mal —la consoló el emperador—. Nuestro hijo está a punto de subir al trono, y entonces tendrás el rango de emperatriz-madre.
La corte hacía sus comentarios. No resultaba fácil de entender que, a la hora de elegir emperatriz, el soberano hubiese pasado por alto a la que durante veinte años había sido su primera esposa y era, además, la madre del heredero aparente. Genji estaba de servicio en la corte el día que Fujitsubo hizo su primera aparición en calidad de emperatriz. Nadie podía negarle méritos ni virtudes: era, a todas luces, una joya incomparable. Sólo un corazón en toda la corte se sentía profundamente desgraciado por aquella elección. Genji pensaba, angustiado, en la dama que se acercaba dentro del palanquín imperial, pues desde aquel día estaría más lejos de su alcance que nunca. Se recitó:
Veo cómo desaparece
para fijar su residencia entre las nubes doradas,149
y mi corazón se siente condenado
a abrirse paso entre las tinieblas.
Pasaron los meses, y el hijo de Fujitsubo se parecía cada vez más a Genji, pero, aunque la madre estaba aterrorizada, nadie más parecía darse cuenta. Era completamente imposible que alguien fuera tan hermoso como Genji y no fuera Genji. ¿Pueden el sol y la luna estar juntos en el mismo cielo?