Aoi
El acceso al trono del nuevo emperador no resultó favorable a los intereses de Genji,157 y, como había subido de rango, se veía obligado a ser más discreto y a divertirse menos. A pesar de todo, se le criticaba por doquier por negligente. Una dama lo atormentaba especialmente con su indiferencia: Fujitsubo. Ahora pasaba la vida al lado del emperador que acababa de abdicar como si fuese su única esposa. Kokiden, molesta al sentirse injustamente relegada, no le siguió cuando abandonó el palacio imperial con gran alegría de Fujitsubo. Los conciertos que se ofrecían en el palacio del ex emperador llamaban la atención de toda la corte, y la pareja se sentía mucho más feliz que cuando él reinaba. Sólo echaban de menos una cosa: al hijo de Fujitsubo, que había sido nombrado heredero aparente y debía alojarse en palacio. Al carecer de protectores en la corte, el emperador designó a Genji como su tutor, decisión que agradó y a la vez confundió al príncipe.
A ello había que añadir la historia de la princesa Rokujo. Con el cambio de emperador, su hija, que lo era también del príncipe Zembo, difunto hermano del ex emperador, fue elegida gran vestal del santuario de Ise.158 Desconfiando del afecto de Genji, Rokujo decidió acompañar a su hija a Ise. Cuando el ex emperador oyó hablar del proyecto, dijo a Genji de mal humor:
—¡Mi hermano la quería tanto! ¡Es una vergüenza que la hayas tratado como a una cualquiera! Amo a mi sobrina como a una hija, y exijo que trates bien a su madre en atención a su dignidad y a la de su difunto esposo, el príncipe Zembo. No te honra en absoluto que te dejes arrastrar por tu frivolidad sin respetar los sentimientos ajenos.
Como le sobraba razón, Genji prefirió callar.
—Debes tratar a las damas con tacto y cortesía, y asegurarte de que no se sienten humilladas por tu comportamiento. No hagas enfadar nunca a una mujer.
¿Qué diría el ex emperador si llegase a enterarse del mayor de sus pecados? La idea hizo temblar a Genji, que se inclinó ante su padre y se retiró.
Lo que su padre le había dicho acerca de Rokujo era verdad: aquella historia era la comidilla de toda la corte. En los primeros tiempos pensaba mucho en ella, pero nunca se había decidido a tomarla por esposa. Poco a poco la relación se había ido enfriando, y, con el paso del tiempo, la diferencia de edades resultaba cada vez más notoria.159 Genji fingía que no iba a visitarla porque ella se lo había prohibido, pero lo cierto es que la princesa no le perdonaba que no la hubiese amado con mayor entrega y constancia. También había otra dama: su prima hermana Asagao. No queriendo compartir la suerte de Rokujo, siempre se había negado a contestar a las cartas de Genji. A pesar de todo, tuvo siempre buen cuidado de no herirlo y él se lo agradecía.
En el palacio de Sanjo, Aoi y su familia padecían mucho por culpa de sus infidelidades, pero —tal vez porque él no las negaba— procuraban no hacer pública su humillación. Aoi estaba esperando un hijo, y su estado de salud dejaba mucho que desear. Genji se sentía completamente desconcertado, pero su familia política esperaba con ilusión el nacimiento inmimnente. «Tal vez la paternidad cambie el carácter del príncipe y lo convierta en un hombre responsable», pensaban, pero, al mismo tiempo, intuían un peligro vago que los mantenía inquietos, de manera que la dama vivía retirada y sujeta a las abstinencias rituales. Genji disponía de muy poco tiempo para hacer lo que quería y, aunque no tenía especiales ganas de ver a Rokujo y ni a sus demás amantes, seguía visitándolas de vez en cuando.
En aquel tiempo la gran vestal del monasterio del Kamo160 renunció a su cargo. La sustituyó la tercera hija del emperador, cuya madre era Kokiden. El nuevo soberano amaba mucho a la sacerdotisa, su hermana, y todos pensaban que era una auténtica lástima que la muchacha se hubiera de ver privada de los placeres de la vida en la corte, pero lo cierto es que no había ninguna otra candidata con méritos suficientes para ocupar un cargo tan importante.
Las ceremonias de iniciación, celebradas según las austeras tradiciones sintoístas, fueron especialmente solemnes. Quiso su majestad que se añadiesen detalles nuevos al festival del Kamo del cuarto mes para que resultase el más hermoso de la estación. Aunque el número de cortesanos que habían de acompañar a la sacerdotisa venía prescrito en el ritual, eligieron hombres apuestos y de buena fama. También escogieron con sumo cuidado las guarniciones de los caballos. El nuevo emperador ordenó que su hermanastro Genji participase en la ceremonia.
El día de las lustraciones todos sacaron sus carruajes a la calle, y el tráfico en Ichijo resultaba auténticamente diabólico: ni introduciéndolo con calzador hubiese cabido un coche más. En todas partes se levantaban catafalcos suntuosos, y las largas mangas de las espectadoras que colgaban de las galerías parecían banderolas de fiesta.
La esposa de Genji no salía casi nunca a ver espectáculos, y su estado era una razón de peso para mantenerla encerrada en su casa, pero sus azafatas protestaron:
—¡No tendrá gracia alguna si vamos solas, señora! ¡Piensa que han acudido forasteros, gente del campo y de otras ciudades y provincias con el único objeto de admirar a nuestro Genji! ¿Qué dirán si tú no estás?
Su madre, la princesa Omiya, les dio la razón.
—Te encuentras bastante bien de salud, y, si no acudes, decepcionarás a muchos.
Finalmente ordenó que engancharan los carruajes,161 y todas las damas se pusieron en marcha sin cambiarse de ropa (no tenían tiempo) cuando el sol estaba ya en su cenit. Los coches que llenaban la explanada impedían el paso a la comitiva que salía del palacio de Sanjo. Algunas damas reconocieron a Aoi, y ordenaron a sus lacayos y cocheros que retrocedieran un poco para dejarle paso. En medio de aquella multitud destacaban dos coches construidos con mimbre un tanto pasados de moda aunque adornados con cortinas propias de un personaje importante. Detrás de las cortinas se recortaban las siluetas de damas vestidas con ropajes magníficos, seguramente el cortejo de una figura principal que no deseaba ser reconocida.
Cuando les tocó el turno de desplazarse para dejar paso a la esposa de Genji, los dos cocheros no movieron un dedo como si estuvieran al margen del asunto. Los pajes que rodeaban ambos grupos habían bebido más de la cuenta y buscaban un pretexto para pelearse y, aunque los lacayos procuraron controlarlos, los otros no les hicieron el menor caso. Los dos coches de mimbre pertenecían a la princesa Rokujo, que había decidido ir al festival a distraerse un poco. A pesar de sus esfuerzos por mantener en secreto su identidad, unos criados de Aoi acabaron por descubrirla, pero fingieron que la ignoraban.
—¡No pueden obligarnos a hacer marcha adelante o atrás según su conveniencia! ¿Qué se han creído? ¿Será que la esposa del príncipe se cree con más derechos que los demás? —gritaban los hombres de Rokujo.
Entonces unos hombres de Genji se pusieron del lado de los de Aoi, y al fin fue el cortejo de la hija del ministro de la izquierda el que se salió con la suya y avanzó hasta colocarse en primera fila, mientras la otra dama quedaba abandonada en medio de un laberinto de coches, carretas y palanquines que no dejaban ver nada. Rokujo se sintió profundamente humillada, no sólo porque se perdió el espectáculo sino porque estaba convencida de que Aoi la había reconocido e insultado premeditadamente. Además los caballetes en que se apoyaban las varas de sus carruajes se rompieron, y no tuvo más remedio que apuntalarlas de cualquier manera sobre las ruedas de coches de plebeyos.
Se preguntaba, furiosa, por qué había ido y a punto estuvo de regresar a casa sin ver el desfile, pero todos los caminos estaban bloqueados. Cuando todavía luchaba por partir, apareció el desfile. Al fin consiguió distinguir a Genji, pero Genji no la vio a ella. El joven pasó montado a caballo, y la mujer se sintió mucho más desgraciada que si hubiese permanecido en casa. El príncipe parecía indiferente a todos aquellos carruajes tan adornados y a las mangas largas de colores que colgaban por debajo de las cortinas de sus ventanas. A veces dedicaba una mirada o una sonrisa a algún conocido, y, al pasar por delante de su esposa, adoptó un aire respetuoso y solemne mientras sus hombres se inclinaban ante ella. Rokujo se sintió completamente derrotada y recitó, llena de rabia:
—Una mirada casual
como la de una cara reflejada en un arroyo
me repite con crueldad
que ya nada le importo.
Le daba vergüenza llorar pero, a pesar de todo, pensaba cuánto hubiera lamentado perderse la hermosa figura de su amante destacando entre la multitud. Los cortesanos principales iban espléndidamente vestidos y lucían ricas armaduras, pero el esplendor de Genji hacía palidecer cuanto tenía a su alrededor. Entre sus hombres había un oficial de la guardia de sexto rango, aunque los funcionarios de este nivel solían reservarse para las procesiones imperiales más importantes. Su cortejo particular era tan magnífico que incluso los árboles y los arbustos que crecían junto al camino parecían inclinarse ante él, rendidos de admiración.
No parece decente ni razonable que damas pertenecientes a rangos dignos de ser tenidos en cuenta o monjas que han abandonado el mundo se peleen por ocupar un punto desde el cual poder admirar el desfile, pero aquel día resultaba de lo más normal. Mujeres del pueblo, con las manos haciendo visera sobre sus ojos, saltaban como langostas para atrapar alguna imagen del acontecimiento. Caras plebeyas mostraban sonrisas bobaliconas, cuyos titulares no hubiesen querido ver reproducidas en ningún espejo. Incontables hijas de funcionarios de provincias, cuyos nombres Genji no había oído pronunciar siquiera, se habían presentado en carricoches adornados y luchaban por ocupar un lugar desde donde contemplar al príncipe resplandeciente. Lo cierto es que el espectáculo de los espectadores resultaba casi tan fascinante como el desfile mismo.
Entre la muchedumbre congregada, no faltaban damas que Genji había visitado en secreto y que ahora suspiraban más que nunca al comprobar cuánta distancia las separaba de él. El príncipe Shikibu162 contemplaba el desfile desde un palco: su sobrino había madurado y ahora era un joven que destacaba entre todos por sus gracias. Al verlo tan hermoso, temió que despertara la envidia de algún dios y muriese prematuramente. Su hija, la princesa Asagao, que durante años había estado recibiendo sus cartas, conocía los sentimientos de su primo, pero hasta entonces se había resistido a sus solicitudes. Las sirvientas que la acompañaban lo alabaron también con los adjetivos más exagerados.
Genji, informado de la pelea callejera, se apiadó de Rokujo y se enfadó con su esposa. Lamentablemente la perfecta y educada Aoi desconocía el significado de la palabra «compasión» y se negaba a aceptar que damas de su categoría y de la de Rokujo tenían la obligación de tratarse con tolerancia y cortesía, al menos en público. Estaba seguro de que había sido Aoi la que, de algún modo, había inducido a sus hombres a actuar con tanta violencia. Genji, que había sufrido las consecuencias del orgullo de Rokujo, imaginaba la rabia que debía de sentir la dama al haberse visto humillada delante de todos.
Fue a visitarla para hacerse perdonar, pero como su hija, la futura vestal de Ise, aún estaba en casa, la dama se negó a recibirlo, pretextando que estaban celebrando juntas el rito de la adoración del árbol sagrado. Rokujo tenía razón, pero Genji se dijo:
«¿Por qué han de ser así? ¿No podrían mostrarse ambas un poco menos susceptibles?»
Llegó el día del festival del Kamo,163 y el príncipe se dirigió a su palacio de Nijo. Allí ordenó a Koremitsu que le hiciese preparar el carruaje.
—¿Nos acompañarán las damitas? —preguntó Genji, sonriendo al contemplar a Murasaki vestida con un atuendo precioso—. Nos lo miraremos juntos.
Entonces se puso a acariciar los largos cabellos de la niña, que parecían más lustrosos que nunca, y añadió:
—Hace tiempo que no te los cortas. Hoy sería un buen día para hacerlo.
Hizo llamar a un astrólogo y, en cuanto el hombre hubo hecho su trabajo, ordenó que se empezase por «las damitas de honor». Una azafata les recortó las trenzas que caían por encima de sus calzas bordadas. Genji se encargó personalmente de los cabellos de Murasaki, y mientras trabajaba, dijo:
—¡Qué melena tan espesa! Va a mellarme las tijeras… ¡Imagina cómo será cuando seas mayor! Incluso las damas de cabelleras larguísimas se recortan el flequillo que les cubre la frente de vez en cuando, pero tú no haces ni eso. ¿Quieres que se diga que te abandonas?
—No nos merecemos tantos honores —apuntó Shonagon, su ama.
—No, no me siento con fuerzas para seguir cortando… —dijo el príncipe y dejó las tijeras—. ¡Que crezcan cuanto quieran!…
Sólo yo contemplaré cómo crecen
día a día tus cabellos, espesos como las algas
de las profundidades marinas,
las algas del fondo del insondable océano.
La muchacha cogió un pincel y escribió la respuesta:
¿Cómo llegaré a saber con qué profundidad
amas esas algas de las profundidades,
cuando las mareas
suben y se retiran sin parar? 164
La multitud se había vuelto a echar a la calle, y Genji, seguido por su cortejo, pugnaba por acercarse a los establos reales.
—¡Qué complicado resulta desplazarse en un día como hoy! —se quejaba—. ¡Hay demasiada gente importante!
De pronto, un elegante carruaje lleno de damas se acercó a la comitiva y una mano hizo una señal a los hombres de Genji con un abanico.
—¿Por qué no os ponéis aquí? No nos importaría dejaros un poco de sitio.
El ofrecimiento resultaba un tanto descarado, pero el lugar que les ofrecía no parecía malo, y Genji aceptó la invitación.
—Creo que no está bien que ocupemos este lugar… —empezó a decir—. ¿Cómo has dado con él?
La dama escribió la respuesta sobre el abanico:
¡Ay, la inconstancia de los hombres!
Hoy el acebo me aseguró que un dios
bendeciría nuestro encuentro,
pero observo la guirnalda en la cabeza de otra.165
¡Quién iba a pensarlo…!
Genji reconoció la caligrafía de Naishi, la vieja rijosa, que no se resignaba a darse por vencida, y le respondió con otro poema en el que se burlaba de la edad provecta de la dama y de su largo historial de aventuras galantes.
¡Te atreves a hablar de inconstancia!
¡La guirnalda de acebo que tú me prometes
ya ha adornado la cabeza
de las ochenta tribus!166
La mujer no pudo evitar replicarle y lo hizo llena de resentimiento:
¡La corona de acebo!
¡Una planta insustancial,
cuyo nombre evoca sólo
promesas vanas!167
Los carruajes estaban uno al lado del otro, pero Genji no se dignó levantar las cortinas, y muchas damas quedaron profundamente decepcionadas al no poder admirarlo. Todos recordaban su última aparición pública el día de las lustraciones, y muchos atribuyeron su discreción a que acompañaba a alguna beldad de la corte que no quería dejarse ver. Genji temía que su vecina le pusiese en evidencia, pero las compañeras de Naishi fueron más discretas y la hicieron callar.
El dolor de Rokujo no había amainado: sabía que no podía esperar de Genji que dejase de mostrarse frío con ella, pero si se armaba de valor y partía a Ise con su hija, se encontraría muy sola y la gente se reiría de ella. Pero también se burlarían de su amor desdeñado si permanecía en la capital. Su humor cambiaba continuamente como el rastro de las olas sobre la arena en la playa de Ise hasta que acabó por enfermar. «Comprendo que tengas ganas de perder de vista a un réprobo como yo y pienses en abandonarme», le escribió Genji, «pero si te quedas a mi lado, demostrarás la grandeza de tus sentimientos.» Con todo, esta carta y otras de parecido tenor no sirvieron de gran cosa y la cólera de Rokujo aumentó.
Mientras, en el palacio de Sanjo la esposa de Genji parecía dominada por un espíritu maligno. No era un buen momento para pasear de noche,168 y Genji sólo iba a su casa de Nijo de vez en cuando. No podía decirse que su matrimonio hubiese sido feliz, pero Aoi era importante para su carrera política y ahora, además, estaba a punto de dar a luz. El joven dio órdenes de que se recitasen plegarias y se celebrasen exorcismos en casa de su suegro, y, gracias a ellos, algunos malos espíritus fueron desviados a una médium y pudieron ser identificados. Pero había uno que se negaba a abandonar el cuerpo de Aoi. Aunque la posesión no resultaba muy dolorosa, no dejaba tranquila a la víctima ni un solo instante.
Aquel espíritu que se resistía tenazmente al esfuerzo de los exorcistas más experimentados tenía mucho de siniestro. Los habitantes de Sanjo repasaban en voz baja la lista de las amantes de Genji. De entre ellas, sólo Rokujo y la misteriosa dama que vivía con él en el palacio de Nijo habían sido especialmente distinguidas por el príncipe y tenían motivos para sentirse celosas. Preguntados los exorcistas sobre esta cuestión, no supieron qué contestar. Ninguno de los espíritus interrogados parecía sentir un resentimiento especial contra Aoi, y todo apuntaba a que, al introducirse en su cuerpo, habían actuado obedeciendo al azar y no a un propósito concreto. Entre ellos pudo identificarse el espíritu de su difunta nodriza, como es natural, y otros que habían convivido con la familia a lo largo de generaciones y que se habían limitado a aprovecharse de su debilidad física. Pero la pobre dama pasaba los días llorando ruidosamente y era continuamente presa de ataques de náuseas y de ahogos. Por ello en Sanjo reinaban la confusión y la tristeza.
El ex emperador enviaba un mensajero tras otro a preguntar por la salud de la esposa de su hijo e hizo celebrar servicios religiosos para su curación. El hecho de que una personalidad tan augusta considerase a Aoi digna de tantas atenciones hacía todavía más lamentable la posibilidad de su muerte. Rokujo oyó hablar de los sufrimientos de Aoi con gran preocupación, pues, aunque siempre la hubiese considerado su rival en los favores del príncipe y el desgraciado incidente de los carruajes no hubiera hecho sino amargarla más todavía, nunca deseó conscientemente daño alguno a la dama. Tampoco ella se encontraba bien, y decidió dejar la casa en que vivía con su hija para instalarse en otra donde poder celebrar ritos budistas.169 En cuanto Genji lo supo, se apresuró a ir a visitarla. El refugio de la dama se hallaba fuera de los muros de la capital, y Genji se presentó allí disfrazado. Una vez admitido a su presencia, procuró justificar su negligencia de los últimos tiempos y le pidió perdón. También le habló de la extraña dolencia que sufría Aoi y de cuánto le preocupaba.
—No te ocultaré mi angustia, pero debes saber que la de sus padres es mucho mayor aún… Por esto he creído prudente instalarme en su casa. Me sentiría mucho más tranquilo si supiera que tu actitud hacia ella es más generosa…
Genji conocía la causa real de la enfermedad de Aoi y la compadecía, pero sus palabras sirvieron de poco: aunque Rokujo se mostró aún más hostil que antes, el príncipe no se enfadó ni se sorprendió, pues la conocía bien. Pero cuando se separaron al amanecer, Rokujo abandonó su proyecto de dejar la capital: estaba demasiado enamorada de Genji para alejarse de su lado… Su rival pertenecía al rango más elevado de la nobleza y estaba a punto de darle un hijo: el afecto del hombre acabaría volcándose por fuerza en su mujer, y ella sería definitivamente abandonada. La última visita del príncipe la había hecho aún más desgraciada. Aquella noche le llegó una carta:
Aunque parecía que Aoi había mejorado, la situación ha cambiado y ahora está peor que nunca. No puedo dejarla sola.
«Las excusas de siempre», pensó Rokujo, pero le escribió:
Ahora me toca a mí desandar el camino del amor
con las mangas húmedas,
y marchar más allá,
hacia los campos embarrados…
¡Lástima que tu pozo tenga tan poca agua!
Tenía la mejor caligrafía que Genji había visto nunca. El joven se debatía en una red de sentimientos encontrados. ¿A cuál de las damas que había amado le faltaba alguna gracia que la hiciese interesante y deseable? Por otra parte, ¿cuál de ellas merecía todo su amor y que se lo negara a las demás? Aunque ya era muy tarde, compuso una respuesta:
Tú sólo te mojas
en aguas superficiales,
mientras a mí
me traga el marjal del lodo del amor.
¿Crees que te contestaría con una carta y no personalmente, si no se encontrase tan enferma?
En el palacio de Sanjo el espíritu maligno se mostraba cada vez más activo y Aoi empeoraba de día en día. No faltaban rumores que apuntaban a Rokujo, insinuando que el espíritu torturador era el de ella o el de su padre. Mientras, la acusada trataba de analizar minuciosamente sus sentimientos hacia Aoi: aunque se sintiera muy desgraciada, nunca había deseado conscientemente daño a nadie. ¿Era posible que el espíritu de una persona tan postrada como Rokujo abandonase su cuerpo para ir a molestar a los vivos?170 A lo largo de los años en que había amado y sufrido, Genji no se había sentido nunca tan infeliz y maltratada como en los últimos tiempos… Y no dejaba de ser cierto que la otra la había insultado gravemente al pasar por alto su existencia y su dignidad el día de las lustraciones…
Empezó a tener un sueño recurrente: en la estancia magníficamente amueblada de una dama que Rokujo identificaba con su rival, ella la sacudía y la golpeaba violentamente… ¡Era terrible! A veces se preguntaba, desconcertada, si su espíritu había salido de su cuerpo y estaba actuando por su cuenta. El mundo no solía hablar bien de gente que había hecho cosas mucho menos graves que ella. Si Aoi moría, todos la acusarían a ella. No era infrecuente que los espíritus de los muertos, ofendidos en vida, continuaran arrastrándose por el mundo para vengarse. Siempre le había parecido algo odioso, pero he aquí que ahora le tocaba protagonizar una situación como aquélla antes de morir… No, no podía permitirlo… ¡Tenía que dejar de pensar en el hombre que tan cruel se había mostrado con ella, pero el esfuerzo de no pensar en él la llevaba a no quitárselo de la cabeza!
Su hija debería haber ocupado ya el cargo de gran vestal de Ise, para el cual había sido elegida el año anterior, pero se habían presentado complicaciones. Decidieron trasladarla al Palacio de los Campos, residencia temporal de la sacerdotisa durante el noveno mes. Entonces la casa de Rokujo entró en efervescencia para completar en poco tiempo los preparativos necesarios para la ceremonia de purificación de la muchacha, pero la madre se mostraba indiferente a todo y no se levantaba del lecho. Y, sin embargo, no mostraba síntomas de enfermedad concreta alguna, limitándose a repetir, cuando alguien le preguntaba, que no se encontraba bien del todo. Profundamente inquieto, Genji enviaba continuamente mensajeros a la casa de Rokujo.
Tampoco su esposa, que le preocupaba mucho más, notaba síntomas de mejoría. Todavía era pronto para que Aoi diese a luz, y las mujeres que la servían no estaban preparadas, cuando, súbitamente, se presentaron los dolores del parto. Inmediatamente se aumentó el número de sacerdotes que rezaban por ella, pero el espíritu maligno seguía negándose a abandonarla. Los exorcistas repetían que aquella obstinación no era normal, pero que no se sentían capaces de expulsarlo. Al fin, después de una sesión de exorcismos más intensa que las habituales, el espíritu rompió a llorar, como si sintiese un gran dolor.
—Deteneos un momento, por favor —suplicó—. Quiero hablar con el general Genji.
Era tal como habían imaginado. Las mujeres indicaron un lugar a Genji detrás de las cortinas que protegían el lecho de Aoi. Pensando (porque la enferma parecía a punto de morir) que quería despedirse de su esposo con unas últimas palabras, sus familiares abandonaron la estancia. El momento respiraba solemnidad porque los bonzos leían el Sutra del Loto en voz baja. Genji separó las cortinas y miró a su esposa: se la veía muy deformada por el embarazo, pero, a la vez, muy hermosa. Incluso un hombre sin vínculo alguno con ella se hubiese sentido profundamente triste al verla en aquel estado. La trenza larga y gruesa que caía por un lado de su rostro destacaba sobre el blanco de su camisa y la ropa de la cama. En aquella ocasión le pareció mucho más bella que cuando se presentaba ante él perfectamente vestida, pero glacial como un témpano, y le cogió la mano.
—¡Qué terrible! —susurró la moribunda—. ¡Qué terrible resulta todo eso para ti!
No pudo decir más. Ella, que siempre se había mostrado tan altiva y distante, le miró con ojos lánguidos llenos de lágrimas. ¿Podía Genji dejar de conmoverse? Aquel llanto estaba dedicado, pensaba, a los padres de Aoi, que pronto tendría que abandonar definitivamente, y quizás también a él…
—¡No hay razón para que sufras tanto! —trató de consolarla—. Y si llega a suceder lo peor, volveremos a encontrarnos. Y también volverás a encontrar a tu padre y a tu madre, pues el vínculo que une a padres e hijos se prolonga a lo largo de muchas vidas. Repítete a ti misma que volveremos a vernos…
—No, no… Ordena que detengan las plegarias que de nada me sirven. Nunca hubiese imaginado que me acercaría a ti de este modo… Las almas angustiadas huyen de sus cuerpos…
Y con voz suave y afectuosa recitó:
—¡Anudad fuertemente mis dos camisas
para que no escape
mi espíritu dolorido
que quiere lanzarse a vagar por los cielos!
Aquélla no era la voz de Aoi ni su modo de hablar. Genji advirtió súbitamente que aquella voz pertenecía a Rokujo, y quedó petrificado. Había oído decir que aquellas cosas ocurrían, pero siempre le parecieron supersticiones sólo aceptadas entre gente vulgar e ignorante. Y ahora, ante sus propios ojos, tenía una prueba palpable de que aquel fenómeno monstruoso que le habían contado resultaba perfectamente posible. Estaba horrorizado: todo aquello le superaba y repelía.
—No sé con quién estoy hablando. No me dejes en la duda… —dijo él.
Era ella, Rokujo, estaba seguro. Aterrorizado, expulsó a las mujeres que había en la estancia. Los padres de la muchacha volvieron a acercarse. Aoi guardaba silencio, y, viéndola más tranquila, su madre le hizo administrar una pócima. En aquel momento dio a luz un niño. Todos saludaron el acontecimiento llenos de alegría, salvo los espíritus que se habían trasladado a la médium. Dolidos por su fracaso, se agitaban y hacían ruido de un modo muy desagradable. Aunque la madre no parecía todavía completamente fuera de peligro, el abad de Hiei y los demás monjes partieron, convencidos de que acababan de obtener un gran triunfo. Querían creer que lo peor ya había pasado. Una vez más la casa se llenó de oraciones y ensalmos, pero la sensación predominante era de confianza: la alegría de contemplar al niño que acababa de nacer hacía olvidar a todos la angustia de las últimas semanas. Celebraron las fiestas del ritual con la máxima solemnidad, y los cortesanos principales enviaron regalos magníficos a la criatura.
Rokujo recibió la noticia con sentimientos encontrados. Había oído decir que su rival estaba muy enferma y ahora aseguraban que la crisis había pasado. Sea como fuere, no se sentía ella misma: lo más extraño del caso era que sus vestidos olían a esencia de cascajo, planta que sólo se utiliza en las ceremonias de exorcismo. Aunque se cambió la ropa y se lavó los cabellos, el olor se negaba a desaparecer. ¿Qué iban a pensar los demás? De momento, no podía comentar la cuestión con nadie y sólo le quedaba sufrir en silencio. Un poco más tranquilo, Genji vivía aún en un estado de profunda angustia debido a la conversación mantenida con el espíritu. Quería enviar una carta a Rokujo o ir a visitarla, aun sabiendo que le costaría comportarse con un mínimo de educación si se encontraban. Tampoco quería herirla con sus reproches por un crimen del que no era responsable. Al fin decidió enviarle una nota.
La enfermedad de Aoi había sido muy grave, y la muchacha seguía bajo estricta vigilancia. Habían convencido a Genji de que pasara las noches en casa de su mujer, pero todavía no había hablado con Aoi porque su estado lo desaconsejaba. El recién nacido era tan hermoso que su familia temía futuras desgracias: con todo, se decidió darle una educación exquisita des de el principio. El ministro se sentía eufórico y únicamente lamentaba que su hija no se hubiese recuperado del todo, pero intentaba convencerse de que no había razones especiales para preocuparse. Al fin y al cabo, el mal había sido muy grave, de manera que la convalecencia había de ser forzosamente lenta.
Los ojos del niño se parecían mucho a los del hijo de Fujitsubo, el heredero aparente, y Genji deseó volver a verlo. No se sentía tranquilo en la mansión de Sanjo y necesitaba regresar a palacio cuanto antes.
—Hace tiempo que no cumplo con mis deberes filiales —dijo a las mujeres—, y me siento culpable. Creo que partiré hoy. Sea como fuere, me gustaría ver a mi esposa antes de marchar. No podéis considerarme un extraño…
—Tienes razón, señor —le contestaron—. Nadie tiene más derecho a verla que tú. Está muy desmejorada pero no es motivo suficiente para que se oculte de ti…
Hicieron poner un escabel junto al lecho de Aoi. La dama contestaba a sus preguntas, cuando lo hacía, con voz débil y trémula. Y, sin embargo, parecía un milagro en una mujer que acababa de regresar de la muerte hacía tan pocos días. El marido le habló de las terribles experiencias que acababan de vivirse en la casa. Mientras la escuchaba, recordó que, no hacía mucho, aquella misma mujer le había hablado de un modo completamente distinto, y sintió un estremecimiento de repugnancia.
—¡Quisiera decirte tantas cosas —le dijo para animarla—, pero aún te veo muy prostrada!
A continuación le administró personalmente el medicamento que había de tomar para admiración de las criadas. ¿Cuándo se le había visto tan atento con su esposa? Aoi, todavía bella como el sol, aunque débil y apagada, yacía inmóvil como a punto de extinguirse. Sus cabellos, esparcidos por encima de las almohadas que le sostenían la cabeza, parecían más negros y relucientes que nunca, y Genji se dijo que nunca había contemplado una melena comparable. La miró largamente y se preguntó cómo había podido sentir tan poco interés por ella durante tantos años.
—He de ver a mi padre —le dijo—, pero no permaneceré mucho tiempo lejos de ti. Si te encuentras mejor, debes procurar que tu madre se serene después de tantos sinsabores. Haz por recobrar tus fuerzas para que te puedan llevar a tus aposentos lo antes posible. Tu madre está demasiado encima tuyo, y eso dificulta tu recuperación.
Cuando Genji, magníficamente ataviado, empezó a retirarse, Aoi se quedó mirándole como no lo había hecho nunca hasta que desapareció de su vista.
Había una conferencia anunciada para tratar de promociones y nombramientos, y el ministro se dirigió a la corte con sus hijos mayores porque todos tenían algo que decir. La mansión de Sanjo quedó casi vacía. Súbitamente, Aoi volvió a sufrir graves ahogos, y su madre envió un mensajero a palacio para anunciar a su familia que la muchacha se estaba muriendo. Al recibir la noticia, Genji, su suegro y sus cuñados abandonaron la conferencia a toda prisa. De repente, las promociones y los nombramientos que se estaban discutiendo habían dejado de interesarles. Cuando llegaron a casa, todo había terminado.
Como la crisis se había producido a media noche, no fue posible llamar al abad ni a ningún clérigo. Todos estaban convencidos de que lo peor ya había pasado, de manera que el terrible acontecimiento les cogió por sorpresa. Los miembros de la familia deambulaban de una estancia a otra mientras llegaban mensajeros de todas partes con cartas y notas de condolencia. Nadie les hacía caso: la mansión vivía unos momentos de confusión total. La intensidad del dolor de los familiares resulta indescriptible. Como la dama había sido atacada por espíritus malignos, su padre ordenó que no se tocara su cuerpo durante dos o tres días por si resucitaba, pero las señales de la muerte resultaban cada vez más patentes en el rostro de Aoi, y su familia tuvo que aceptar al fin que se había ido para siempre.
Genji, que tenía razones personales para experimentar más dolor que los demás, no cesaba de pensar en las desgracias que puede provocar un amor incontrolado, y se hubiese dicho que no se enteraba de las manifestaciones de pésame que le hacían llegar los personajes más importantes del reino. El ex emperador, profundamente afectado, envió un mensaje personal que honró mucho al ministro y alivió un tanto su dolor, aunque no llegó a secarle las lágrimas que resbalaban por sus mejillas.
Aceptaron todas las sugerencias mínimamente razonables para devolver la vida a la dama, pero, al no obtener resultado, se decidió que el cuerpo fuese transportado a la explanada de Toribe para su cremación. A lo largo del desplazamiento tuvieron lugar numerosas escenas profundamente patéticas. La multitud de bonzos y oficiantes del duelo que invocaban el nombre sagrado de Buda ocupaba toda la llanura. Mientras tanto, no paraban de llegar mensajeros del emperador, la emperatriz y el príncipe heredero, por no hablar de los que enviaban todas las familias de la nobleza. El pobre ministro se mostraba inconsolable.
—¡Que a mis años me haya abandonado una hija que hubiese debido sobrevivirme! —se lamentaba.
Era imposible escucharlo sin compartir su dolor. Los oficios religiosos duraron toda la noche, y, a la mañana siguiente, los que habían tomado parte en ellos regresaron a la capital con un puñado de cenizas por todo recuerdo. Como el mes octavo estaba a punto de terminar, se dibujaba en el cielo un cuarto de luna que evocava ideas de de melancolía. La figura de su suegro, que todavía parecía flotar entre tinieblas, inspiró a Genji un poema, que recitó a media voz con los ojos clavados en el cielo de la mañana:
—¿Es posible que esas nubes sean
el humo que se escapa de la pira?
Ahora todos los cielos llenan mi corazón
de tristes sentimientos que soy incapaz de expresar.
Encerrado en la mansión de Sanjo, no podía dormir pensando en los años que habían pasado juntos. ¿Por qué había dado por seguro con tanta ligereza que algún día acabarían por entenderse, y, mientras tanto, se había comportado como un idiota? ¿Por qué se había lanzado de cabeza a aventuras y flirteos absurdos, que constituían una provocación para su esposa y llenaban su corazón de una ira más que justificada? Había permitido que la hostilidad de su mujer contra él la acompañase hasta la tumba: por grande que fuera su arrepentimiento, ahora resultaba totalmente inútil.
Como en una pesadilla, se vistió el hábito gris de luto. Si Aoi le hubiese sobrevivido, el vestido de ella habría sido de un gris más oscuro todavía.171 Se dijo:
Incluso las plantas han de cumplir las leyes.
Mi color es más claro,
pero las lágrimas oscurecerán
el gris de mis mangas.172
Cerró los ojos para rezar y, embargado por la pena, parecía más hermoso que nunca. Entonces entonó a media voz:
—Yo te invoco, Samantabhadra, el del pensamiento sereno, que lo eres todo.
La invocación producía en sus labios un efecto mucho más poderoso que cuando la recitaba el bonzo más experimentado. Al levantar el niño en brazos, lloraba amargamente, pero su pena habría sido todavía mayor sin la criatura.
La princesa Omiya se metió en cama, y empezaron a celebrarse servicios para su pronta mejoría. La preparación de los funerales conmemorativos resultó más triste de lo habitual porque nadie se lo esperaba. Los padres lloran la muerte del peor de sus hijos, de manera que la intensidad del dolor provocado por la muerte de Aoi, que era su única hija, no extrañaba a nadie. Genji no se atrevió a ir a su casa de Nijo y pasaba los días llorando y rezando. Envió algunas cartas —sin olvidar a Rokujo—, pero como la hija de la dama y futura gran vestal de Ise se había instalado provisionalmente, bajo la custodia de la guardia, en un santuario de palacio para purificarse, la princesa no se dignó contestar.
Genji se sentía tan decepcionado por el modo como le había tratado la vida que consideró seriamente tomar los hábitos y abandonar el mundo. Pero el recuerdo de Murasaki, que lo esperaba en Nijo, le hacía dudar. Dormía solo, aunque tenía un sinfín de mujeres a su alrededor que no se hubiesen hecho de rogar… Incapaz de pegar ojo, se preguntaba por qué todo había tenido que suceder en otoño… Por más que contratara a un coro de bonzos dotados de buena voz para invocar el nombre sagrado de Buda continuamente, todos los amaneceres se sentía el más infeliz de los mortales.
Un mañana de finales de otoño —una de esas mañanas en que el viento parece mordernos el tuétano de los huesos— se levantó de su lecho, en el cual no había podido cerrar los párpados, y se puso a contemplar el jardín envuelto en bruma. Entonces le trajeron una carta escrita en papel azul y atada a un capullo de crisantemo a punto de abrirse, señal de un gusto exquisito. La caligrafía era de Rokujo, y decía:
Conoces la razón de mi silencio…
También lloro yo el recuerdo de su vida,
tan breve y triste,
pero son sobre todo los que quedan
la razón de mis mangas empapadas.173
Pero este cielo de otoño me impide seguir callando…
La caligrafía de la dama era más perfecta que nunca: Genji hubiese querido destruir la carta, pero no fue capaz. La compasión de Rokujo —a su juicio, falsa— le hirió en lo más vivo, aunque no se atreviera a romper definitivamente con ella porque hubiese parecido que la estaba acusando de un crimen. Aoi había sido víctima del destino. Y, sin embargo, tuvo un ataque de cólera al recordar aquella escena terrible de la que fue testigo involuntario, durante la cual su esposa fue presa del demonio de los celos de su amante. Por mucho que se esforzase, no era capaz de definir sus auténticos sentimientos hacia la princesa. Después de meditar mucho, llegó a la conclusión de que valía más guardar silencio por respeto a su hija, que estaba a punto de convertirse en gran vestal de Ise. No quiso tampoco mostrarse frío e insensible, de manera que le contestó, utilizando para la tarea un delicado papel de color púrpura:
Estoy seguro de que entenderás las razones de mi largo silencio. He pensado mucho en ti, pero he estimado preferible mantenerme alejado de tu persona.
Los que se apegan demasiado a lo que pronto se desvanece
como las gotas de rocío, se equivocan.
¡No deberíamos permitir
que el mundo efímero tuviese tanto poder sobre nosotros!
Tú también deberías librarte de muchas cosas… Seré breve porque tal vez no te agrade recibir una carta procedente de un hogar deshecho por el dolor.
En cuanto la carta llegó a manos de Rokujo, esperó a estar sola para leerla. No le costó mucho entender qué quería decir Genji: el príncipe estaba al corriente de todo y la acusaba de la muerte de Aoi. ¡Resultaba espantoso! Nadie había sido tan maltratado por el destino como ella, pero parecía que, a los ojos de los demás, no era suficiente. ¿Qué iba a pensar el ex emperador? Su difunto marido y él eran hijos de la misma madre y habían estado siempre muy unidos. El príncipe había solicitado con frecuencia protección para su hija, y el ex emperador había hecho todo lo que estaba en su mano para darle satisfacción. De haberle hecho caso, nunca hubiesen abandonado el palacio imperial, pero Rokujo no quiso, de modo que madre e hija se trasladaron al palacio que ahora ocupaban junto a la Sexta Avenida.174 He aquí cómo había llegado a la situación actual y se había ganado una reputación terrible. Ahora se encontraba muy mal.
Y, sin embargo, se engañaba: su fama distaba mucho de ser tan mala como imaginaba. La corte la había admirado siempre por su inteligencia y refinamiento, y, cuando su hija se trasladó a un nuevo santuario provisional, al oeste de la capital, el llamado Palacio de los Campos, el lugar se hizo famoso enseguida por sus exquisitos detalles. Genji no se sorprendió al enterarse de que los cortesanos más cultos pasaban la vida visitando el santuario para admirar el maravilloso jardín que lo rodeaba. Rokujo era una mujer de una elegancia y un buen gusto casi excesivos. Si, asqueada de su amor, partía con su hija a Ise, el joven acabaría por echarla de menos.
Los funerales conmemorativos concluyeron, pero Genji permaneció recluido en el palacio de Sanjo durante siete semanas. Su cuñado To no Chujo le compadecía e iba a visitarlo siempre que podía para entretenerlo con las últimas noticias. Cuando se ponían a hablar de la anciana Naishi, siempre acababan riendo a carcajadas.
—No deberías bromear sobre aquella pobre abuela —decía Genji, pero las historias de la vieja romántica resultaban invariablemente divertidas.
Un atardecer frío y lluvioso de otoño, To no Chujo se presentó vestido aún de luto pero en tonos más claros. Su figura varonil y elegante llamaba la atención: no había muchos hombres tan gallardos en la corte. Genji se hallaba en la galería occidental contemplando el jardín, cuyas plantas se empezaban a ataviar de escarcha invernal. El viento y la lluvia atacaban duramente las ramas de los árboles, y el príncipe parecía a punto de echarse a llorar.
—¿Dónde está su alma? ¿Quizás en la lluvia? ¿Quizás en las nubes? Lo ignoro…175 —murmuraba.
Se sentó y apoyó el mentón en la mano. Si él hubiese sido el alma de Aoi, se dijo To no Chujo, habría permanecido ligada al mundo de los vivos con toda seguridad. Al acercarse a su amigo, Genji, que no esperaba visitas, puso en orden sus ropas. Llevaba una túnica escarlata sobre la cual lucía una casaca de un tono gris más oscuro que el de To no Chujo. El atuendo del príncipe, conservador y modesto, le sentaba muy bien. To no Chujo levantó los ojos al cielo mientras Genji improvisaba un poema:
—¿Y si esa lluvia fuese ella?
¿A qué punto del cielo tempestuoso,
a cuál de esos amenazadores nubarrones
habré de mirar para hallarla?
»No sabría decirlo…
Y recitó, como hablando consigo mismo:
—Los cielos en los que la que fue mía
se convirtió en nubes y lluvia,
se oscurecen, y los chaparrones de invierno
ensombrecen más aún las densas tinieblas.
Aunque resultara difícil de creer para los que sabían cómo había sido su matrimonio, Genji no fingía su dolor, pensó To no Chujo, recordando cuántas veces se había quejado su padre de la conducta del príncipe. No era ningún secreto que las atenciones del ministro incomodaban a Genji: sólo razones objetivas —el estrecho parentesco que le unía a su suegra, la princesa Omiya, hermana de su padre— evitaron que Genji abandonase definitivamente a Aoi, pero si permaneció a su lado hasta el final, nunca intentó disimular que lo hacía a disgusto. To no Chujo solía compadecerlo al verlo atado por un vínculo tan poco satisfactorio. Pero ahora comprobaba que, en contra de las apariencias, su hermana había ocupado un lugar en el corazón de su amigo, y que él la había amado y respetado a su manera. Al darse cuenta, su pena se hizo más intensa: parecía que se había apagado una luz.
Las gencianas y los claveles silvestres empezaban a apuntar sobre la nieve helada. Cuando To no Chujo se hubo ido, Genji ordenó a Saisho, el ama de su hijo, que llevase un ramo a la princesa Omiya con este mensaje:
El amado clavelito que apunta
en el seto invernal
me traerá recuerdos
del otoño que hemos dejado atrás.176
¿Verdad que tiene un color muy bello?
Aunque las lágrimas de la princesa eran más abundantes que las hojas que el viento del otoño arrancaba a los árboles, se hizo leer la nota de Genji y respondió:
Lloro todavía,
pero son lágrimas de gozo,
al contemplar cómo ha florecido el clavel
en un seto que dábamos por muerto.
Genji se dijo que su prima, la princesa Asagao, que siempre se había mostrado tan fría con él, comprendería sus sentimientos en un atardecer como aquél. Hacía tiempo que no le escribía, aunque nunca lo había hecho con regularidad. Utilizó papel chino de color azul.
He vivido muchos otoños desolados,
pero nunca había vertido
tantas lágrimas
como esta tarde.
No hay otoño sin lluvia…
La caligrafía era espléndida: incluso la servidumbre se había dado cuenta de que, siempre que Genji escribía, se esforzaba por superarse. Una carta así no podía quedar sin respuesta. Asagao le dio la razón:
Imagino el estado de ánimo que prevalece en la mansión de Sanjo, pero ¿qué puedo hacer yo?
Incluso desde que desaparecieron
las brumas de otoño,
he pensado en ti muchas veces
mientras veía caer las lluvias de invierno.
Asagao escribió su nota con tinta pálida y Genji imaginó que quería sugerir cosas profundas y misteriosas. El misterio nos atrae y Genji siempre había tendido a enamorarse de las mujeres que menos caso le hacían. Por más glacial que se hubiese mostrado una dama con él, creía que, a poco que consiguiera despertar su interés, éste crecería con el recuerdo de todas las negativas y desaires anteriormente infligidos.
La mujer excesivamente afectada y refinada puede llamar la atención, pero acaba fatalmente por mostrar defectos de los que ni ella misma tiene idea. No quería que Murasaki se educase según este modelo. Nunca había dejado de preguntarse si la niña se sentiría muy aburrida y sola sin él, pero siempre acababa diciéndose que se trataba de una huérfana que había acogido en su casa y que no había razón alguna para preocuparse demasiado de lo que podía estar haciendo o pensando o de si le afectaba su conducta o no.
Hizo traer una luz y ordenó a algunas mujeres de Sanjo que fuesen a hacerle compañía. Hacía tiempo que se interesaba por una de ellas —una tal Chunagon—, pero durante los meses de luto había ocultado sus sentimientos, que hubieran parecido inapropiados. Les dirigió la palabra afectuosamente, pero sin excesivas familiaridades y les dijo:
—Durante esos días tan tristes me he sentido muy cerca de vosotras. Sin vuestra presencia, me habría encontrado más solo todavía. No tiene sentido seguir hablando de lo que ya ha terminado, pero temo que aún nos esperen problemas.
Las damas lloraban. Una de ellas dijo:
—Sé, señor, que una nube oscura ha descendido sobre tu vida, y no osaría comparar nuestro dolor con el tuyo. Pero la idea de que vas a dejar esta casa definitivamente y no volveremos a verte resulta difícil de soportar…
La voz de la mujer se quebró y no pudo continuar. Profundamente conmovido, Genji las miró.
—Cuando haya abandonado esta casa para siempre… ¿Cómo podéis decir tal cosa? ¿Me tenéis por alguien sin corazón? Tened paciencia y veréis cómo os equivocáis. Aunque el futuro es siempre incierto…
Entre las mujeres que lo escuchaban había una niña, una huérfana, a la que Aoi había querido mucho. Genji observó que estaba más triste que las demás y le dijo:
—Permíteme que me haga cargo de ti, Ateki.
La niña se puso a sollozar violentamente. Vestida con una túnica gris y un uchiki negro, resultaba una figurita preciosa. Genji volvió a pedirles que tuviesen paciencia.
—Las que no la habéis olvidado, debéis ser fuertes y cuidar de nuestro hijo. ¿Qué será de él si todas le abandonáis? Sólo eso os pido… Y os prometo que vendré a visitaros.
Las mujeres tenían sus dudas, pues temían que el príncipe se dejara ver poco y que la vida en Sanjo acabase resultando aburridísima. Aquella misma noche el ministro repartió entre ellas, siempre con arreglo a sus rangos, prendas de vestir y objetos que habían pertenecido a Aoi para que conservasen un recuerdo de ella.
Genji no podía seguir encerrado allí. Mientras los criados sacaban el carruaje y sus hombres se preparaban para acompañarlo, descargó una tempestad violentísima que acabó de arrancar las pocas hojas que quedaban en los árboles y caló hasta los huesos al cortejo del príncipe. Pensaba ir a palacio y luego a su casa, pero en vista del mal tiempo ordenó a sus hombres que fuesen directamente a Nijo. Tenía la impresión de que estaba liquidando un capítulo de su vida.
Cuando el ministro y su esposa se enteraron de que Genji no iba a dormir ya en su palacio aquella noche, se sintieron más desolados que nunca. Genji dejó una nota para la princesa Omiya:
Mi padre quiere verme y hoy iré a visitarlo. Cuando salga de esta casa, un nuevo dolor se añadirá a los que ya soporto. Me pregunto cómo he podido sobrevivir tanto tiempo. Supongo que debería despedirme de ti personalmente, pero temo que perdería el control de mí mismo. Espero que te conformes con esta carta.
La princesa no le contestó —estaba demasiado postrada y no se veía con fuerzas para levantarse de la cama—, pero el ministro salió a despedirlo llorando.
—No es difícil hacer llorar a un anciano —se excusó—.177 Seguro que te pareceré senil. Ésta es la razón de que, hasta ahora, me haya resistido a visitar a tu padre, el ex emperador. Si te lo comenta, hazle saber la verdad. Resulta muy doloroso perder a una hija al final de la vida.
Tenía dificultades para hablar, y Genji lo escuchaba procurando ocultar su emoción.
—Todos sabemos cómo va el mundo —le contestó—, y que ciertas cosas no se pueden prever. Ignoramos quién se irá primero y a quién le tocará seguirle, pero esta circunstancia no disminuye nuestro dolor ante una pérdida inesperada. Mi padre lo comprenderá.
Genji contempló las estancias que estaba a punto de dejar. Detrás de las cortinas y a través de las puertas descubrió más de treinta mujeres vestidas de diferentes tonos de gris que lloraban desconsoladamente. El príncipe se fue y el ministro entró en su casa. Los adornos y los muebles eran los de siempre, pero el conjunto daba la impresión de falta de vida, de vacío… Junto al lecho de Genji halló una pastilla de tinta y unos papeles en los que Genji había estado haciendo ejercicios de caligrafía. A través de las lágrimas que enturbiaban sus ojos el ministro intentó leerlos. Genji había copiado fragmentos de poemas antiguos chinos y japoneses, ensayando diversos tipos de letra. «Una caligrafía sublime», se dijo el ministro, y lamentó que el autor de aquellos trabajos excelentes se hubiese convertido de pronto en un extraño para su familia.
La vieja almohada, la vieja colcha, ¿con quién voy a compartirlas ahora? Era un verso de Po Chu-I. Genji había escrito debajo un poema propio:
Llorando junto a la almohada
de la que se ha ido,
no tengo fuerzas para partir:
¡tan fuerte era el vínculo que nos unía!
La flor está blanca de escarcha era otro verso del mismo poema chino, y el joven había escrito:
Después de tu partida, ¡cuántas noches
he dormido solo en nuestra cama,
sobre cuya colcha
el polvo se hace barro con mis lágrimas!
Entre los papeles había algunos claveles silvestres secos, probablemente cortados el mismo día que envió un ramo a la princesa Omiya. El ministro los recogió y los llevó a su esposa.
Las criadas viejas temblaban de frío pues la mañana era gélida, y lloraban a mares. Las más jóvenes formaban grupos de tres o de cuatro, y cada una de ellas se quejaba de algo en particular. No era improbable —el ministro se lo había prometido— que Genji acudiese a visitarlos de vez en cuando para ver a su hijo, pero dudaban que esas visitas hiciesen muy feliz al príncipe. Algunas mujeres decidieron irse a sus casas a pasar unos días, prometiendo volver pronto, y, al despedirse unas de otras, corrieron abundantes lágrimas.
Genji fue a ver a su padre.
—Has adelgazado mucho —le dijo el ex emperador, preocupado—. Supongo que han sido los ayunos.
Y empezó a insistir para que comiera. Luego fue a visitar a la ex emperatriz con gran sorpresa de sus damas de compañía. Fujitsubo no lo recibió, pero le envió a través de Omyobu un mensaje escrito que decía:
Si pienso en cuánto te ha tocado sufrir, los ojos se me llenan de lágrimas. Sé que acabas de pasar unos días terribles.
Él respondió en una nota:
La vida está llena de incertidumbre, pero no tomamos conciencia de ello hasta que no nos toca atravesar una situación trágica como la que acabo de vivir. Con todo, tus cartas me han consolado mucho.
A continuación se excusó por no haber ido a ver al príncipe heredero en los últimos tiempos y partió cuando era casi medianoche.
La mansión de Nijo le estaba esperando, resplandeciendo de limpia, y toda la servidumbre se reunió en la entrada principal para darle la bienvenida. Las azafatas de mayor rango habían rivalizado entre sí a la hora de adornarse para la ocasión. ¡Qué diferencia con las pobres mujeres que había dejado gimiendo en casa de su suegro! Genji se quitó las ropas de luto y se fue al ala occidental para comprobar que las cortinas y los vestidos de las azafatas y las niñas reproducían los colores brillantes e intensos, los rojos y los dorados, que se suelen asociar con el otoño. Todo evidenciaba un gusto exquisito. Durante su ausencia Shonagon había gobernado su casa con gran acierto.
Murasaki lo recibió maravillosamente vestida.
—Has crecido —dijo él, levantando una cortina para que la niña pasase.178
Como hacía tiempo que no lo veía, Murasaki se mostró tímida al principio. Pero su perfil, a la luz amarillenta de la linterna, recordaba el de Fujitsubo más que nunca.
—He pensado mucho en ti —dijo él, acercándose a la niña—. Me gustaría explicarte toda mi historia, pero es muy poco alegre. Quizás será mejor que me vaya a descansar al ala oriental… Pero no permaneceré allí por mucho tiempo. Me temo que en los tiempos que se avecinan no te librarás de mí fácilmente. Incluso puede ser que llegues a aborrecerme…
Las palabras de Genji complacieron a Shonagon aunque desconfiaba de él porque era mujer de temperamento seco y poco sentimental. El joven viudo tenía tantas damas bonitas y de alto rango a su alrededor que cualquiera de ellas podía acabar sucediendo a la difunta Aoi. El príncipe regresó a su estancia y pidió a Chujo que le diera un masaje en las piernas antes de dormir. Al día siguiente por la mañana escribió una nota reclamando información sobre su hijo y, al recibir la respuesta, se puso triste. Al llegar la noche se sentía todavía desanimado y no le apetecía salir como había hecho en otros tiempos.
Durante las semanas que siguieron no podía quitarse a Murasaki del pensamiento; le parecía incomparable, la mujer que se acercaba más a su ideal de perfección que había hallado en el mundo. Como la muchacha ya había dejado de ser demasiado joven para el matrimonio, le insinuó repetidas veces sus sentimientos y anhelos, pero ella no parecía entenderlo. Cuando estaban solos, jugaban al go o a las adivinanzas chinas. Murasaki era muy lista y sabía complacerlo de mil maneras. Genji, que hasta entonces no había considerado en serio la posibilidad de convertirla en su esposa, tomó al fin la decisión, aunque sabía que la muchacha se resistiría y se sentiría muy incómoda en los primeros tiempos.
Un dia Genji se levantó de la cama temprano, pero Murasaki permaneció en el lecho hasta muy entrada la mañana en contra de su costumbre de madrugar. ¿Qué había sucedido entre los dos durante la noche? Las sirvientas que la atendían estaban perplejas. Antes de abandonar la estancia, Genji introdujo una caja-escritorio detrás de las cortinas de la cama. Al encontrarse sola, Murasaki levantó la cabeza de la almohada y descubrió una hoja de papel doblada escrita con una caligrafía sin pretensiones. El poema decía así:
¡Qué absurda distancia
nos mantenía separados
cuando, noche tras noche,
yacíamos juntos bajo la misma colcha!
Tarde o temprano, el momento tenía que llegar…
El hecho de que Genji hubiese estado esperando aquel momento, la desconcertó mucho. No podía imaginar que aquel suceso desagradable de la noche anterior supusiera el inicio de una amistad distinta y mucho más íntima entre ambos. ¿Cómo había podido mostrarse tan boba y confiar en aquel sujeto grosero y poco escrupuloso?
Genji regresó cuando ya era casi mediodía.
—Me han dicho que no te encuentras bien —le dijo—. ¿Qué te ocurre? Esperaba jugar una partidita de go…
Murasaki ocultó la cabeza bajo la colcha mientras las mujeres se retiraban.
—¡Te estás comportando de una manera absurda y desagradable! ¿Qué van a pensar las criadas? —la riñó él, y retiró la colcha que la tapaba.
Murasaki estaba bañada en sudor, y tenía el flequillo negro pegado a la frente y los ojos llorosos. «¡Pobre de mí! Eso no augura nada bueno», se dijo él, y trató de consolarla lo mejor que supo, pero ella seguía tan confusa y alterada que no fue capaz de articular una sola palabra.
—Muy bien. No volveremos a vernos nunca más. También yo tengo derecho a ser orgulloso… —declaró Genji, y abrió la caja-escritorio que le había dejado, pero no encontró nota alguna dirigida a él.
«Un comportamiento infantil», concluyó, y sonrió ante tanta inocencia. Permaneció a su lado todo el día y halló el enfado de la muchacha y la manera en que rechazaba sus esfuerzos por consolarla realmente encantadores. Era el día del Puercoespín,179 y se hizo servir las pastas propias de la festividad, aunque, como aún estaban de luto, no tuvo lugar una gran celebración. Al ver las pastas dispuestas en hilera sobre la bandeja de ciprés que las criadas habían traído a la estancia de Murasaki, Genji fue a buscar a Koremitsu.
—Llévate las pastas y mañana las vuelves a traer. Parece que hoy no es un día propicio.
Koremitsu lo entendió enseguida.
—Sí, hay que buscar días favorables para los comienzos —replicó, y añadió con solemnidad irónica—: ¿Quieres que todas las pastas sean de la misma clase y tengan el mismo color?
—Como tú quieras. Pero sólo quiero una por cada tres de las que me han servido hoy.180
Koremitsu se marchó dándoselas de hombre bien informado. El muchacho hizo preparar los pastelillos en su propia casa sin explicar a nadie para qué los quería. El príncipe se sentía como un niño al que han sorprendido robando nidos, pero el nuevo papel lo divertía. Además, el amor que ahora sentía por la muchacha era infinitamente mayor que el que había sentido antes. ¡Qué desconcertante resulta a veces el corazón del hombre! Ahora se veía incapaz de pasar una sola noche lejos de ella. Los dulces fueron servidos sin testigos, ya muy entrada la noche. Koremitsu sospechaba que Shonagon, que no dejaba de tener sus años, hacía sentir incómoda a Murasaki, y llamó a la hija del ama.
—Mete eso detrás de las cortinas, por favor —le dijo, dándole los dulces guardados dentro de un incensario—. Y procura que los reciba ella y nadie más. Se trata de una celebración solemne y no podemos permitirnos errores.
La chica no lo acababa de entender.
—¿Errores? ¿Qué errores? Yo tengo muy poca experiencia…
Y, sin embargo, hizo lo que se le ordenaba. Cuando al día siguiente encontraron el incensario detrás de las cortinas, empezó a hacerse la luz. Los restos de los pastelillos que quedaban y los platos llenos de migajas esparcidos por encima y por debajo de la cama daban a entender que no había sido una sola persona la que había estado comiendo del contenido del misterioso incensario. ¡Todas las pruebas apuntaban a un espléndido banquete para dos! «Resulta emocionante que el señor se haya tomado tantas molestias para complacerla», pensó Shonagon, derramando lágrimas de placer y de gratitud. Había que reconocer que el novio no había pasado por alto ningún detalle…
—¿Y por qué no nos ha dejado participar del secreto? —murmuraban las mujeres—. ¿Qué habrá pensado de nosotras el hombre que trajo el incensario?
A partir de aquel día, siempre que Genji iba a ver a su padre o se presentaba en la corte, lo hacía con prisas, pues sólo pensaba en Murasaki. Incluso él hallaba su comportamiento exagerado y fuera de lugar, pero no podía evitarlo. No pasaba día sin que recibiera una o más cartas de alguna dama, objeto de sus atenciones durante los últimos años, que ahora se sentía abandonada. Pero no estaba dispuesto a separarse de su amada ni una noche. Como no deseaba estar con ninguna otra mujer, se excusaba diciendo que todavía no se había recuperado del todo. «Espero ir a verte pronto, cuando haya superado esos días tan difíciles…», les escribía para quitárselas de encima.
Kokiden observó que su hermana Oborozukiyo, la dama del claro de luna brumoso, parecía enamorada de Genji y lo comentó con su padre.
—Mientras vivía su esposa —le respondió el ministro de la derecha—, teníamos que oponernos a la relación. Pero la situación ha cambiado, y, si lo que sugieres es cierto, no seré yo quien diga que no.
Kokiden detestaba a Genji y había decidido que su hermana iría a la corte para convertirse en concubina del emperador, proyecto al que no estaba dispuesta a renunciar. Genji también se había interesado por la dama y lamentaba el futuro que le esperaba en palacio, pero había llegado a la conclusión de que la vida es demasiado corta para malgastarla en aventuras banales. Ahora debía concentrarse en una sola mujer. Aunque compadecía a Rokujo, estaba convencido de que no sería nunca una esposa satisfactoria. A pesar de todo, no quería romper definitivamente con ella porque admiraba mucho la inteligencia y conocimiento del mundo de la princesa. Se repetía que, si ella era capaz de ver en él sólo un buen amigo, podrían consolarse mucho uno al otro en un futuro siempre incierto.
Nadie conocía aún la identidad de Murasaki. Se decía que el príncipe Genji convivía con una dama, pero nadie sabía con exactitud quién era. Antes había que proceder a la ceremonia de su iniciación, y se hizo discretamente procurando evitar solemnidades excesivas. Aunque no hubo invitados, la fiesta fue magnífica. Desde el día que Genji la poseyera, Murasaki no era la misma. Las atenciones del príncipe le parecían inconvenientes y de mal gusto: había confiado en él, se había atado estrechamente a su persona, considerándolo su mejor amigo… y Genji se había comportado ignominiosamente. Cuando estaban juntos, evitaba mirarlo, y los chistes y frases ingeniosas que el príncipe soltaba para deslumbrarla y apaciguarla sólo servían para que ella se encerrase más tras un muro de silencio. Había dejado de ser la Murasaki de siempre, y Genji hallaba aquel cambio a la vez triste e interesante.
—Parece que mis esfuerzos de años no han servido de nada. Estaba convencido de que la familiaridad daría paso a un afecto mayor y más tierno, pero no ha sido así. Me he equivocado —le decía de mil maneras distintas.
Por año nuevo fue a visitar a su padre y al heredero aparente, y, al salir de palacio, se fue a casa de sus suegros. Encontró al padre de Aoi tan triste y deprimido como le había dejado meses atrás. El cambio de año no había dado lugar a una renovación de su espíritu. El anciano sólo hablaba del pasado y siempre en tono compungido. Aunque el ministro no quería que aquellas visitas se estropeasen por culpa de sus lágrimas, estuvo todo el tiempo a punto de llorar. Genji parecía más adulto y maduro que antes y también más hermoso. Había transcurrido un año desde la muerte de Aoi, y el niño, Yugiri, había crecido y ya se mantenía sentado, hablaba por los codos y reía sin parar. Todos lo admiraban y cada vez resultaba más evidente su parecido con el hijo de Fujitsubo. Los ojos y la boca eran idénticos… Genji se preguntó si la gente no acabaría por fijarse en el parecido… Nada había cambiado allí. En el armario le esperaban una túnica y una casaca nuevas, pero todos los vestidos de Aoi habían sido retirados. Mientras estaba con el niño, le trajeron esta carta de la princesa Omiya:
He mejorado en el arte de controlar las lágrimas, pero tu visita me ha afectado mucho. El conjunto de túnica y casaca que has encontrado en el armario es un regalo de año nuevo para ti. Tanto me ha cegado el llanto en los últimos meses que temo haber elegido mal los colores. Pero te agradecería que te lo pusieses, aunque no te entusiasme…
Un criado le trajo el conjunto: la túnica había sido tejida y teñida de una manera bastante singular, y, tal como temía la princesa, no gustó demasiado a Genji, pero, para no parecer desagradecido, se la puso. Contestó a la princesa con esta nota:
Aquí estoy para que puedas comprobar por ti misma si la primavera ha llegado o no este año. Pero los recuerdos me fuerzan a guardar silencio.
Durante años has renovado los colores
de mis ropas en el día de hoy.
Una vez más me las pongo,
mientras lloro como la lluvia.
No puedo controlar mis lágrimas.
Ella respondió a su poema con otro:
No hay novedad en este día de año nuevo,
salvo que llueve,
pues la anciana derrama viejas lágrimas
por lo que el anterior le quitó.
El dolor que rezumaban sus poemas improvisados era completamente sincero.