La novela de Genji transcurre en Japón durante la segunda mitad del siglo X y el primer cuarto del XI. En aquellos tiempos —oscuros en el resto del mundo donde el esplendor de Roma era puro recuerdo y la pobre Europa empezaba a levantarse a trancas y barrancas de su inmensa decadencia— tan sólo China y Japón podían enorgullecerse de contar con civilizaciones dignas de tal nombre.
En el año 794,9 la capital de Japón fue trasladada a una ciudad de nueva planta, diseñada a imitación de Ch’ang-an, la capital de la China de los T’ang, y que fue bautizada Heian Kyo, «la Ciudad de la Paz y de la Tranquilidad», la actual Kioto. Aunque sólo distaba sesenta y cinco kilómetros de la antigua, el traslado dio lugar al inicio de un nuevo período absolutamente decisivo en la historia de Japón, que ha tomado su nombre del de la ciudad. Nunca la civilización nipona volvió a ser tan refinada, tan culta, tan llena de glamour, hasta el extremo que algunos han comparado esta época con el Grand Siècle de Luis XIV, pero un Grand Siècle de casi cuatro siglos de duración. Claro está que esta «civilización» era patrimonio exclusivo de un uno por mil de los habitantes del país. El nivel de educación (por no decir de cultura) de las clases inferiores —la inmensa mayoría— era bastante inferior al de las sociedades primitivas actuales de Nueva Guinea.
La cultura de la nobleza, en cambio, se manifestaba en un modo de vida extraordinariamente artificioso en torno a una utopía de carácter estético —en modo alguno político, militar o social: la élite japonesa no quería cambios, pero tampoco conquistas—, en un esteticismo sutil puesto al servicio de un lujo sin precedentes en la historia. También conocieron la magnificencia las civilizaciones de Egipto, Persia y el Indo, pero su modo de entenderla era muy distinto: allí la vida «lujosa» era vacía, fría y estereotipada, mientras que en la corte de Japón la belleza en las formas, en el vestir y en las diversiones despertaba el entusiasmo de las «almas sensibles», y todos querían ser —o, al menos, parecer— «almas sensibles», porque no serlo significaba hacer el ridículo, no estar à la page.
Cuando se escribió el Genji, el período que los historiadores llaman, por las razones vistas, Heian (794-1185), cima insuperada de la cultura nipona que vio nacer obras como Los cuentos de Ise o el Kokinshu, la primera antología poética imperial, y autores como la gran poeta Ono no Komachi o las excepcionales narradoras Murasaki Shikibu y Sei Shonagon, empezaba a dar muestras de extenuación. La que había sido una época de oro gracias al apogeo del poder del emperador y la asimilación del inmenso legado espiritual de China y del budismo, se encaminaba fatalmente a su ocaso. Poco a poco fue apareciendo otro Japón, muy distinto al Heian, pero que es aquel con el que estamos más familiarizados, gracias, sobre todo, al cine (nipón y americano) y a las imágenes de sus prodigados ukiyo-è. En este sentido, resulta profundamente instructivo este párrafo del profesor Morris:
Si se pregunta a un occidental culto sobre las cosas que asocia con el Japón tradicional, con toda seguridad nos recitará la lista siguiente: en el ámbito de la cultura, los dramas No y Kabuki, los poemas conocidos como haiku, las xilografías «del mundo flotante» (ukiyo-è), la música de samisen, la ceremonia del té, el arte de disponer las flores (ikebana) y los paisajes en miniatura que reflejan mejor que nada el espíritu zen; en el terreno de la sociedad, los samuráis con sus dos espadas y las geishas; en el de las ideas, la filosofía zen, la ética samurái o bushido —que comporta una auténtica obsesión por los problemas morales que se presentan cuando deber y amor se contraponen—, una actitud muy tolerante frente al suicidio en general y el pasional en particular; en arquitectura, los suelos recubiertos de esteras de paja o tatami, los grandes establecimientos destinados a baños públicos, las alcobas tokonoma con las paredes adornadas con kakemonos; finalmente, en gastronomía, el pescado crudo y la salsa de soja. Nada hay que objetar a esta relación, que es absolutamente correcta. Y, sin embargo, ninguno de los elementos citados existía en el mundo de Murasaki puesto que su incorporación a la cultura nipona se produce en épocas bastante posteriores, especialmente en las conocidas como Muromachi y Tokugawa.10
Volvamos ahora al Japón de Genji, es decir, al de los siglos X y XI.
El «soberano celeste» o tenno, descendiente directo de Amaterasu, la diosa solar, mandaba un poco menos cada día. De hecho, a partir de mediados del siglo X, el poder real se desplazó sin violencia alguna a un clan de políticos natos, los Fujiwara, que, sin destronar al tenno, se hicieron con todas sus funciones salvo las religiosas y «culturales» por el procedimiento de imponerle —a él y a sus hijos— matrimonios con mujeres Fujiwara. Durante casi ciento cincuenta años no hay emperador que no tenga a una Fujiwara por primera o incluso por segunda y tercera esposa, y será el suegro, el hermano, el tío o el primo de la emperatriz quien realmente lleve las riendas del gobierno mediante una administración paralela a la oficial, pero mucho más eficaz. Tanto Murasaki Shikibu, la autora, como su marido pertenecían a una línea de la numerosísima familia Fujiwara.
Esta situación de sumisión del emperador se consolidó, con otras características, en el período histórico siguiente (Kamakura: 1185-1333) al tomar el poder efectivo el clan militar de los Minamoto. Los Fujiwara siempre tuvieron la delicadeza de mantener la ficción de que el emperador era el único señor del país. A partir de 1185 desaparece también la ficción, y el mikado, prisionero en la capital «antigua» (Kioto), queda reducido a mero figurón decorativo —algo así como un sumísimo sacerdote encargado de mantener y oficiar los ritos religiosos milenarios que había que tributar a los kami para asegurarse su protección—, mientras que el poder político real pasa de una vez por todas a manos de un general omnipotente, el shogun, que establecerá su propia capital en la otra punta de la isla, primero en Kamakura (1185) y luego en Edo, nuestro Tokio (1600). Esta situación de falsa diarquía —pues de facto sólo mandaba el shogun— se mantuvo con muy pocos cambios hasta el desembarco del comodoro Perry en 1853.
Con todo, del período Heian puede decirse lo que Gibbon afirmó del Imperio romano: no debemos sorprendernos de su derrumbamiento final, sino de que consiguiera mantenerse en pie durante tanto tiempo. Todos los otoños son hermosos y el de Heian no fue una excepción. Testigo privilegiado de su suntuosa decadencia fue Murasaki Shikibu, dama de la corte, mujer inteligentísima y escritora de genio —una de las más grandes de la historia de la literatura—, a la que debemos este relato incomparable que hemos intentado poner al alcance de los lectores de habla hispana del siglo XXI.
El apogeo del poder imperial en Japón tuvo lugar en los tiempos en que el emperador Kamu trasladó la capital a Heian Kyo y los años que siguieron. Fue la culminación de la «Gran Reforma» (Taisho) del siglo VII, en virtud de la cual un clan —el imperial— y un hombre —el «soberano celeste», descendiente directo de la diosa solar Amaterasu— asumieron la jefatura política suprema del país porque, tal como proclamaba el edicto redactado en chino que haría las veces de constitución: «No hay dos soles en el cielo ni dos señores en la tierra». Por debajo del tenno, una poderosa y complicada administración, concebida también a la manera de China (la China de los T’ang), se encargaba del «buen gobierno del país». Nos hallamos, pues, ante un sistema político absolutamente autocrático y centralizado como el chino. Para no quedar atrás, todos los años se enviaban funcionarios a China a tomar nota de las novedades y progresos que se iban introduciendo en la máquina administrativa del reino modelo.
Por debajo (muy por debajo) del tenno estaban lo que en términos modernos llamaríamos «el gobierno y la administración». Los ministros de la derecha (udaijin) y de la izquierda (sadaijin) eran los dos cargos más importantes dentro del organigrama del estado con arreglo al sistema citado de la Gran Reforma. El de la derecha era menos poderoso que el de la izquierda, aunque ambos tenían el mismo rango. Sus nombres derivan del lugar en que se sentaban. Por encima de ellos sólo estaban el canciller o primer ministro (daijodaijin) y el emperador. A veces, entre los dos ministros y el canciller se intercalaba una especie de «superministro» llamado ministro «de palacio» o «del centro» (naidaijin), cargo que no tenía estrictamente carácter oficial, porque no procedía del modelo chino, sino supernumerario, pero que casi siempre estaba ocupado.11 El gobierno central estaba dividido en dos organismos principales: el Gabinete de los Ritos, que tenía a su cargo los santuarios y ceremonias sintoístas, y el Consejo Imperial, que se ocupaba del resto de la administración estatal. Lo integraban los consejeros mayores (dainagon), medios (chunagon) y menores (shonagon).
Con todo, este complicado aparato de gobierno sufrió dos modificaciones notables con el paso de los años. La primera fue la progresiva desvinculación del modelo chino. A fines del siglo IX —es decir, cien años antes del nacimiento de Murasaki Shikibu—, los políticos nipones se sintieron lo bastante seguros como para prescindir definitivamente del modelo continental. Cesaron las embajadas informativas, y también China dio la espalda a su discípula, que contemplaba desde una posición de superioridad y con inmenso desprecio. Por otra parte, en el reino continental la caída de la dinastía T’ang y la subida al poder de los Sung modificaron muchos aspectos de la vida política y cultural.
El otro gran cambio fue —se ha dicho ya— el auge extraordinario del clan de los Fujiwara, que acabaron por convertirse a partir del siglo X en los auténticos amos y señores del país. Después de luchar durante tres siglos con los clanes rivales y en el seno de la propia familia (porque había cuatro ramas Fujiwara, y acabaron imponiéndose los Fujiwara «del norte»), en el año 967 eran ya de facto dueños absolutos del poder, y lo conservaron durante más de un siglo. El último vástago de los Fujiwara se suicidó en 1945, cuando iba a tener que enfrentarse a un consejo de guerra. Añadamos que nunca recurrieron a la fuerza para mandar pues no tuvieron ejército propio ni nada que se le pareciera. Sus éxitos se debieron al genio político de sus miembros —y aquí debe dejarse muy claro que, para ellos, «política» no quería decir ideología de ninguna clase ni, mucho menos, una vocación definida de gestionar de la mejor manera posible la cosa pública, sino lisa y llanamente la ciencia de perpetuarse en el poder para medrar gracias a él y hacer medrar a sus allegados y simpatizantes— y a su habilidosísima política de matrimonios.
Consiguieron, en efecto, que el emperador y sus más allegados tomaran invariablemente como esposas a damas Fujiwara, de modo que el jefe del clan era invariablemente suegro o abuelo —y a veces ambas cosas— del tenno reinante. Era habitual, pues, que el heredero aparente matrimoniara ya con una Fujiwara, y luego, al subir al trono, con otra y aún, andando el tiempo, con una tercera. Siempre más jóvenes, claro está. Uno de los mejores políticos del clan, Fujiwara no Michinaga, tuvo la satisfacción de ver a cuatro de sus hijas casadas con emperadores, las cuales le dieron, a su vez, tres nietos que subieron al trono imperial. Fue, por tanto, suegro de dos emperadores, abuelo de un tercero, bisabuelo de un cuarto y abuelo y suegro de un quinto.
En tiempos de Murasaki, el consejo administrativo de los Fujiwara había reemplazado completamente en la práctica al Consejo Imperial (que, no obstante, subsistía cobrando por no hacer nada), y las órdenes que de él emanaban (kudashibumi) hacían las veces de los antiguos decretos imperiales (senji). Si a eso se añade la práctica común, ampliamente fomentada por el clan, de que el emperador subiera al trono muy joven (casi siempre antes de los doce años de edad) y abdicara cuando todavía no había cumplido los treinta en otro emperador-niño, y que el «regente» (sessho) del emperador infantil fuese siempre un Fujiwara, el cual, en cuanto el tenno alcanzaba la mayoría, pasaba a ejercer las funciones de «gran canciller» o «protector del reino» (kampaku), no resulta difícil responder a la pregunta de quién mandaba realmente en el Japón de entonces.
Como consecuencia de esas abdicaciones prematuras y de la poligamia reinante en la corte, coexistían en el palacio imperial y sus aledaños una serie de cortes también más o menos imperiales: la del emperador «reinante», las de dos o tres ex emperadores (o emperadores dimisionarios), la de la emperatriz viuda, la de la emperatriz madre, y aún las de otras emperatrices secundarias. Estas situaciones contribuían a minimizar el poder imperial y a repartir las riquezas a él vinculadas, dejando plena libertad de acción a los listos Fujiwara.
Paradójicamente, si se considera el fenómeno con perspectiva, la situación a que los Fujiwara dieron lugar se convirtió con el paso del tiempo en un modelo típicamente japonés que se perpetuó sin incidentes graves hasta bien entrado el siglo XIX, y que de algún modo reforzó la monarquía solar ancestral, en lugar de debilitarla, haciendo posible su subsistencia sin cambio dinástico alguno hasta nuestros días. Así, a partir del período en que se instauran las dictaduras militares (1185), los «espadones» que des de Kamakura o Edo llevaban la voz cantante en el país, nunca sucumbieron a la tentación de destituir al emperador, suponiendo que la idea llegara a tentarles, y lo respetaron en todo momento como máxima autoridad religiosa y cultural. Al fin y al cabo, solamente puede haber un hijo del sol.
En los tiempos que refleja la novela de Murasaki, la vida de familia resultaba extremadamente protocolaria tanto en el palacio imperial como en los de los nobles por influencia de los usos del primero sobre los demás y la tendencia imitativa y competitiva que suele caracterizar a todas las sociedades fuertemente aristocráticas. A pesar de la importancia que revestía la familia, no parece que, a diferencia de lo que ha ocurrido en otras épocas, se viera en ella una fuente de placeres y alegrías.
Era muy frecuente que miembros de una misma familia convivieran durante años en la misma mansión sin verse jamás. Ello contrasta con la falta absoluta de formalismo que presidía a veces las relaciones entre hombres y mujeres. Por poner un único ejemplo de la misma novela, el príncipe Niou, nieto de Genji, que sólo puede hablar con su hermana a través de la cortina de un biombo de aparato, se acuesta con Naka no Kimi, hija del príncipe desterrado Hachi, desde la primera cita.
A pesar de la sorprendente libertad de que gozaban en muchos aspectos de la vida, las mujeres Heian vivían enclaustradas en sus palacios y mansiones como peces exóticos en peceras de agua turbia, y pocas veces se aventuraban más allá de sus puertas o abandonaban la penumbra artificial creada a su alrededor por biombos, persianas y cortinas. Sea como fuere, en el mundo cerrado de la nobleza Heian a nadie le interesaba asomarse al exterior. Ni siquiera China, cuya cultura dejó una huella muy profunda en su civilización, tentaba lo más mínimo a los nipones, y nadie deseaba viajar a ella para verla «de cerca» y comprobar cómo eran sus paisajes, sus costumbres o su gente.
Este desprecio absoluto por todo lo lejano y foráneo se extiende no sólo a lo que podría llamarse «extranjero», sino también al resto del propio país con la excepción de unas pocas provincias «centrales». Nada que ver, pues, con la actitud del ciudadano romano del siglo I, que, aunque estuviese tomando el sol en la playa de Baiae o aplaudiendo a su gladiador favorito en el Circo Máximo, se interesaba profundamente por lo que ocurría en Alejandría, en Siria o en la Bética, planeaba viajes a puntos que distaban miles de kilómetros de su casa y con frecuencia los llevaba a cabo. Téngase en cuenta que Japón no fue un país de «conquistadores», y es, seguramente, la guerra y la conquista lo que hace que unos países se interesen por otros.
Por otra parte, su budismo no les llevó jamás a preocuparse por cuestiones metafísicas sobre temas que quitaban ya el sueño a los filósofos griegos presocráticos como la naturaleza de la existencia humana, la estructura y razón última de ser del cosmos, la teoría del conocimiento o el origen del mal. Tampoco les importaba lo más mínimo su propio pasado inmediato o remoto, y, si se interesaban algo más por el futuro —las prácticas adivinatorias estuvieron siempre a la orden del día tanto en China como en Japón—, sólo lo hacían en la medida en que podía repercutir en su propio bienestar.
Todos los afanes del noble Heian se dirigen a gozar de los placeres sociales y culturales que tiene a su disposición —ninguna sociedad de la historia ha practicado el carpe diem horaciano con la intensidad de la Heian—, y, si es hombre, a obtener el rango o el cargo que le permita ascender en la jerarquía social e incrementar, gracias a unos emolumentos más elevados, esos mismos placeres. Como contrapartida, ninguna sociedad llevó tan lejos el refinamiento estético en todo lo que decía, hacía y tenía, y el enser más sencillo que tocaba un noble de la corte de los tiempos de Murasaki era, con toda seguridad, una obra de arte. El cínico Oscar Wilde, que sólo daba importancia a la belleza inútil, se hubiese sentido como pez en el agua en Heian Kyo.
Observa Lafcadio Hearn que, aunque la sociedad japonesa más primitiva no era monógama sino polígama o, mejor, poligínica, su tendencia natural fue hacia la monogamia porque era el sistema que mejor se correspondía con la religión de la familia y la sensibilidad moral de las masas.12 Centrándonos ya en la época de Genji, aunque el matrimonio del período Heian suele describirse como polígamo (ippu tasai sei), con arreglo a la legislación entonces vigente era en realidad monógamo (ippu issai), pues las leyes ritsuryo declaraban ilegal que un hombre tuviese más de una esposa, y si un plebeyo casado quería casarse con otra mujer, debía repudiar previamente a la primera, es decir, divorciarse.
Sin embargo, ello no impedía a los nobles (y sólo a los nobles) tener, junto a la mujer legítima, una o más concubinas o «esposas secundarias» jerárquicamente subordinadas con arreglo a su cuna y su influencia en el mundo. Parece que esta costumbre, como tantas otras, fue importada de China. Nada que ver, pues, con la poligamia islámica, por ejemplo, accesible a todos los fieles y en la que no existen rangos. Tampoco había, en principio, límites legales en cuanto al número de concubinas admisibles.13
Centrándonos exclusivamente en el mundo de la aristocracia Heian, puede afirmarse que conocía tres tipos de «uniones de hombre y mujer». La primera (y seguramente el único matrimonio stricto sensu) era la unión de un hombre con su «esposa principal» (la que vivía en el ala norte de la mansión, y recibía el nombre de «persona del norte»). Esta esposa principal era elegida muy pronto por la familia del novio como resultado de largas negociaciones. No era infrecuente que tuviera más edad que su pareja, como en el caso de Aoi, cuatro años mayor que su esposo de doce, Genji. Estos matrimonios venían determinados por consideraciones jerárquicas y solían contraerse entre personas de rangos muy parecidos. Genji, al enviudar de su esposa principal, nunca podrá tomar a Murasaki como nueva esposa principal porque, aunque es hija de un príncipe imperial, su abuelo materno no pasa de ser un funcionario de provincias. A diferencia de China, no se consideraban incestuosos los enlaces entre primos hermanos o entre tío y sobrina o sobrino y tía.
Por regla general, la primera esposa seguía viviendo en casa de sus padres después del matrimonio (véase lo que ocurre con Aoi en la novela). Sólo cuando el padre del marido moría o se retiraba a un monasterio y el marido se convertía en cabeza de la familia, la esposa abandonaba su casa paterna y se iba a vivir a la de su esposo en calidad de persona del norte o materfamilias, a la cual estaba subordinada toda la servidumbre de la casa. Si era una mujer con gran patrimonio, contaba con sus propios secretarios que se ocupaban de administrarlo.
Con todo, la preocupación primordial de una esposa principal era evitar que una esposa secundaria —o una concubina— la suplantara en el afecto de su marido. Estas relaciones se hallaban reconocidas oficialmente y se formalizaban mediante ritos sustancialmente idénticos a los que precedían el matrimonio con la esposa principal. Las relaciones con una concubina solían empezar como una liaison más o menos pasajera, hasta que sus protagonistas decidían formalizarla públicamente con el ritual ad hoc, si bien nunca llegaban a tener el carácter irrevocable de un matrimonio principal. En la novela Yugiri, hijo de Genji, mantiene una relación de concubinato con una hija de un escudero de su padre, Koremitsu, con la que tiene cuatro hijos y con la que nunca se casa. Esta relación empieza antes de su matrimonio con su esposa principal, Kumoi no Kari, y sigue después. Diez años después de su matrimonio toma por esposa secundaria a la viuda de su mejor amigo, Kashiwagi. El marido podía optar por traer la concubina a su casa o instalarla en otra distinta. Pero había algo que tenía absolutamente prohibido, sin que en modo alguno pudiera reemplazar a una esposa principal por otra, incluso en el supuesto de que la primera no le hubiera dado hijos.
El tercer tipo de relaciones entre hombres y mujeres —y, con mucho, el más frecuente— consistía en lo que podríamos llamar «relaciones pasajeras». Precisamente de este tipo de relaciones se habla en el famoso «diálogo en una tarde de lluvia» del capítulo segundo de la novela. En este tipo de relaciones la mujer suele ser de una clase inferior (piénsese en el episodio de Yugao, que ha sido amante de To no Chujo y luego lo será de su cuñado Genji).
Si hay que creer a Morris,
pocas sociedades evolucionadas de la historia han dado pruebas de tanta tolerancia en materia de relaciones sexuales como el mundo de La novela de Genji. Estuviera casado o no, el prestigio de un noble Heian exigía de él que mantuviera cuantas más relaciones de este tipo pudiera.14
En la práctica, eran relaciones que no imponían ningún tipo de obligación a las partes. Y no se crea que estaban reservadas exclusivamente a los hombres, pues no era raro ni estaba mal visto que una dama de la corte tuviera un amante principal, un amante secundario y numerosos «ligues» más o menos pasajeros.
Cuando entre los siglos V y VI el budismo del tipo denominado Mahayana15 (o del «gran vehículo») entró en Japón procedente de China y a través de Corea, se encontró con una religión más o menos nacional preexistente, el sintoísmo, con el que se vio obligado a convivir. Examinados en abstracto, difícilmente podemos hallar dos credos más divergentes. Como es sabido, el budismo se caracteriza a grandes rasgos por poner de relieve la triste condición de los seres humanos, perseguidos por mil angustias y la idea de la muerte (el llamado dhukka), y propone como solución el abandono del mundo y la destrucción de los deseos y afectos en aras de una auténtica transformación de la conciencia que nos haga auténticamente libres y nos conduzca a la iluminación final. En cambio, el sintoísmo implica una aceptación del mundo natural tal como es y un horror supersticioso a la enfermedad y la muerte, es decir, a la aniquilación del ser.
Y, sin embargo, se produjo un curioso sincretismo entre las dos creencias, al que contribuyó grandemente la simplicidad extrema de la religión preexistente, tan vaga y maleable que sólo después de la entrada del budismo recibió un nombre (Sin-to: «el camino de los dioses») en oposición al «camino de Buda» (Butsudo). Esta curiosa mezcla se iba modificando a medida que se ascendía en la escala social: entre las clases populares predominó siempre el sinto, mucho más sencillo y rudimentario, mientras que la aristocracia se apuntó al budismo, sin por ello desligarse de conceptos claramente sinto como los de impureza y abstinencia. Con todo, se ha podido afirmar que en tiempos de Murasaki el budismo tenía en el mundo de la corte Heian un papel comparable al de la iglesia católica en la Europa de la Edad Media.
Conviene tener presente, además, para entender el tono general de «pesimismo cosmológico» que rezuma la novela de Murasaki, que el budismo japonés de su época no se contentaba con ver en la condición humana algo triste e impermanente. La perspectiva empeoraba desde el momento en que, en los tiempos que vieron la gestación de la obra, se creía que el mundo entero vivía ya o estaba a punto de vivir una fase de decadencia generalizada (o mappo). Según la escuela Mahayana, la entrada de Buda en el Nirvana iba a estar precedida por tres eras: la primera fue la de la Ley Verdadera, la segunda la de la Ley Reflejada y, finalmente, la tercera sería la de los Últimos Días de la Ley, durante la cual el pueblo dejaría de obedecer y de respetar las enseñanzas de Buda (algo así como un apocalipsis búdico).
Los clérigos no se ponían de acuerdo sobre la duración de estas eras, aunque la opinión general defendía que la tercera etapa empezaría a comienzos del siglo XI d. J. C. Eso explica las continuas referencias de los personajes de la obra a los «tiempos degenerados» que se están viviendo y comentarios como el que sigue, procedente del capítulo 1:
Cuando el niño (Genji) cumplió tres años, el Tesoro imperial no ahorró nada para que la fiesta de sus primeras calzas16 resultase tan fastuosa como la que en su día se celebrara en honor del primogénito. Una vez más este excepcional dispendio sentó mal a muchos, pero como, a medida que la criatura iba creciendo, su hermosura y virtudes no hacían sino aumentar, nadie osaba detestarlo ni criticarlo públicamente. Incluso los hombres más inteligentes estaban asombrados de que en unos tiempos tan degenerados hubiese nacido un ser tan extraordinario.
Dentro del budismo nipón de la época pueden distinguirse diversas corrientes o sectas, entre las que destacan el budismo Tendai, basado en el Sutra del Loto, que proponía la salvación universal mediante el culto a Sakyamuni (Gautama Buda), y el llamado Shingon, que se caracterizaba por un exagerado ritualismo y su afición a las ceremonias suntuosas. Al lado de ambas corrientes, se extendió muy pronto una forma más elemental y popular conocida como amidismo (por Buda Amida o Amithaba), destinada a calar rápidamente entre las clases inferiores, que aseguraba la salvación para todos sus fieles por el sencillo procedimiento de repetir incansablemente —un poco a la manera del rosario católico— una fórmula más o menos mágica llamada nembutsu: Namu Amida Butsu («Yo te invoco, Amida Buda»). Los amidistas creían que, al morir, renacerían en el «Paraíso del Oeste» o «Tierra Pura», en donde esperarían la llegada del nirvana definitivo en un mundo de felicidad y de delicias sin cuento.
El sinto —en cuanto religión «nacional»— estuvo siempre estrechamente vinculado a la familia imperial, mientras que la familia Fujiwara (y los shogunes luego) se mostró siempre gran protectora del budismo. No debe extrañarnos, pues, que la idea búdica de que la vida humana no es sino un «puente de sueños» que debemos atravesar para pasar de una existencia a otra esté tan presente en la obra de Murasaki (una Fujiwara, al fin). Otro tanto cabe decir de la idea, también profundamente búdica, del karma: es decir, que los acontecimientos de nuestra vida presente están predeterminados por una vida anterior, a la cual se alude con gran frecuencia a lo largo de la obra. Ello permite a los críticos budistas de la novela sostener, creemos que acertadamente, que Ukifune es el renacimiento último del karma de Genji.
Uno de los aspectos del budismo que más influyó en la vida Heian fue su actitud ante la mujer. Los sutras, influidos por el patriarcalismo de la sociedad a la que iban dirigidos, le otorgaban invariablemente una condición inferior a la del hombre. Tal como decía el del Loto, «no hay ninguna mujer en el paraíso del oeste». Con todo, algunos pensadores religiosos menos ortodoxos y, sobre todo, la corriente amidista, cada vez más popular, empezaron a proclamar que las mujeres que rezaban a Amida renacían en su paraíso convertidas en hombres.
Vale la pena transcribir la «profesión de fe» que la propia Murasaki nos hace en su espléndido Diario, redactado paralelamente a su novela:
Todo en este mundo es triste y acaba por fatigar. Pero desde ahora en adelante ya no temeré nada. Que los demás hagan y digan lo que quieran: yo recitaré mis plegarias a Amida Buda sin desfallecer, y cuando en mi espíritu la importancia de las cosas de este mundo haya quedado reducida a la del rocío, haré cuanto esté en mi mano para convertirme en una persona sabia y santa.
De ahí que se haya sugerido que acabó sus días como monja. No hay nada, sin embargo, que lo indique, si bien entrar en religión era un uso bastante habitual entre mujeres de especial espiritualidad con independencia de su clase. Obsérvese cuántas mujeres toman el hábito en la novela: Fujitsubo, la abuela de Murasaki, la madre de Koremitsu, la de la dama de Akashi, Asagao, Oborozukiyo o la Tercera Princesa, por poner sólo algunos ejemplos.
No hay que olvidar tampoco, junto a las religiones examinadas, la pervivencia del confucianismo chino, que tanto influiría en la ideología del futuro shogunado. Había penetrado en el archipiélago un siglo antes que el budismo, y el estudio de los clásicos confucianos estuvo siempre en la base de toda «buena educación». Aunque la actitud confuciana ante la muerte no tenía nada que ver con la del sinto, lo cierto es que no se produjeron oposiciones inconciliables. Cuando ya fueron tres las religiones de los japoneses, el viejo confucianismo no fue totalmente arrinconado, y un edicto imperial del siglo VIIII ordenaba que en todos los hogares debía haber una copia del Hsiao Ching, el Clásico de la piedad filial de Confucio.
En tiempos de Murasaki, la influencia confuciana en los círculos aristocráticos se notaba especialmente en la concepción de los vínculos familiares. La vieja doctrina china que subrayaba la importancia esencial del respeto a los antepasados, la piedad filial y la continuidad de la raza vino a coincidir, en gran medida, con algunas ideas básicas del sinto, que se apoyaba fundamentalmente en el culto a los antepasados (de la familia, del clan y de la familia imperial). De manera que también fue asimilada sin excesivos problemas. De todos modos, en Japón no se llegó nunca a la divinización de los ancestros que hallamos en China.17
No podemos cerrar este capítulo sin una referencia a las numerosísimas supersticiones que, como en China, configuraban el día a día de la vida cotidiana Heian casi con más contundencia que los «credos» religiosos. Como tantos elementos de la civilización nipona, muchas tenían origen continental, es decir, chino, pero calaron tan hondo y se adaptaron tanto a la vi da y a la manera de ser niponas que acabaron siendo profundamente japonesas.
El mundo Heian estaba plagado de duendes, brujas, espíritus, diablos y un sinfín de criaturas que se interferían con la vida de los humanos y no precisamente para bien. Entre los más temidos estaban los tengu, seres alados provistos de largas narices en sus rostros de color rojo, que habitaban los bosques, y los zorros, a los que se atribuían dotes sobrenaturales, en especial el de tomar forma humana para causar daño. Los espíritus rencorosos de los muertos podían perjudicar a los vivos mediante enfermedades, accidentes u otras desgracias. Personas todavía vivas podían tener una existencia secundaria e incontrolada que atacaba a sus enemigos como un espíritu invisible. Eran los terribles ikiryo, que los lectores del Genji descubrirán a través de la celosa princesa Rokujo, que tanto mal causa, en vida y después de su muerte, a las mujeres más amadas por el príncipe. Casi todas las enfermedades graves se atribuían a la posesión de espíritus malignos. Aunque muchas de esas creencias parecen estrechamente vinculadas a la religión antigua de los japoneses, lo cierto es que la llegada del budismo no acabó con ellas, y no era raro que bonzos budistas se ocupasen de conjurar con exorcismos maleficios incompatibles con su religión.
No era aconsejable cortarse las uñas de los pies el día del Tigre ni las de las manos el del Buey. Entre baño y baño habían de pasar cinco días. Se creía que la proximidad de un crisantemo alargaba la vida. Proliferaban los adivinos del porvenir que basaban sus profecías en los movimientos de los planetas, los sueños o los presagios. Encontrar una gran tortuga, símbolo de longevidad, era de buen augurio. Se daba muchísimo crédito a los sueños, sobre todo cuando el «soñador» era un personaje importante. Para tener sueños agradables se aconsejaba dormir con los vestidos puestos al revés. En el Genji una serie de presagios funestos relacionados con el sol, la luna y las nubes anuncian los grandes acontecimientos, y los ejemplos de creencias que hoy nos parecen absurdas podrían multiplicarse hasta el infinito.
Por su incidencia en la novela vale la pena referirse a los llamados «tabúes de orientación» o «de dirección». Los nipones creían que había orientaciones buenas y malas, y que debían evitarse estas últimas (katatagae) para no ser atacados por los malos espíritus. Por ejemplo, a los dieciséis años había que huir de la dirección noroeste. A veces la posición de astros como el Señor del Centro (nuestro Saturno) creaba un tabú transitorio que desaconsejaba marchar en una dirección concreta. A causa de esos tabúes, los japoneses se veían obligados a abandonar temporalmente sus casas o a dar largos rodeos en sus desplazamientos que ralentizaban una vida ya de por sí especialmente morosa.
Como ha escrito el citado Morris:
El paisaje y el clima de Japón han ejercido una influencia primordial sobre su literatura. El papel de la naturaleza en la literatura Heian es capital. Japón es un país en que las diferencias entre las estaciones están muy marcadas, y, por tanto, un país donde resulta muy difícil ignorar la naturaleza. También es un país que conoce una inmensa variedad de catástrofes naturales (tifones, mareas, inundaciones, terremotos casi cotidianos) y que de ese modo ha enseñado a sus habitantes la importancia de la influencia de la naturaleza en la vida.18
Si en el mundo occidental ha prevalecido una tendencia a luchar contra las fuerzas naturales y a subyugar los fenómenos «incómodos» para sobrevivir (pensemos, sin ir más lejos, en las calefacciones y los aires acondicionados, sin los cuales no podemos vivir ni cuando nos desplazamos en coche), en Extremo Oriente las tradiciones religiosas y filosóficas han puesto siempre el acento en la unidad de la vida al negar la oposición hombre/naturaleza. Parece que el origen de la vieja religión japonesa estuvo justamente en la adoración de los fenómenos naturales, un poco al modo de la religión primitiva de los indoeuropeos. También el taoísmo y el budismo incidieron, con matices, en esta concepción profundamente «unitarista» del mundo.
Por ello Genji y sus compañeros no buscan nunca aislarse del mundo natural que les rodea, sino fundirse con él en lo posible. Ningún hombre de buen gusto de la época podía ignorarlo ni vivir de espaldas a él: de ahí las excursiones que se organizaban todos los años para admirar las primeras nieves, el deshielo, los cerezos y los ciruelos en flor o la hojas rojizas de los arces en otoño. En el trasfondo de todos los poemas japoneses de esta época encontramos una imagen natural que con frecuencia se utiliza como punto de comparación con los sentimientos «humanos» del poeta. Obsérvese con qué detalle la autora del Genji nos hace saber en qué estación o en qué hábitat natural se desarrollan casi todas las escenas mínimamente importantes de su obra.
En su delicioso Makura no Soshi, la otra gran prosista Heian, Sei Shonagon, nos confiesa que en primavera su hora del día predilecta es la aurora con sus nubes violáceas; en verano, en cambio, su favorita es la noche con sus claros de luna incomparables; en otoño, se inclina por la tarde, sobre todo cuando grandes bandadas de cuervos o de patos silvestres cruzan el cielo para emigrar a otras tierras. Finalmente, en invierno prefiere las primeras horas de la mañana para poder admirar «la pureza de la blanca escarcha adornando las ramas de los árboles», especialmente si dispone de un buen fuego cerca.19 Toda una declaración de principios. Volviendo al Genji, cuando en la segunda parte de la obra el protagonista se hace construir su Palacio Nuevo en la Sexta Avenida, manda plantar cuatro jardines distintos: uno para cada estación del año.
El aristócrata Heian puede compararse al cortesano europeo del Renacimiento o del Barroco, que conocía el latín y el griego, dominaba la mitología clásica y citaba a Horacio y a Virgilio pero evitaba a toda costa parecer pedante o excesivamente erudito. Genji y los suyos vivían al margen de cualquier especulación abstracta y preferían las formas de cultura no académicas a las propias de los eruditos, que siempre son tratados irónicamente en la novela. La cultura Heian es el dilettantismo elevado al cubo. Como ha apuntado acertadamente Morris, en los tiempos de Murasaki la sensibilidad artística tenía mucha más importancia que la virtud moral, por no hablar de los conocimientos científicos o cualquier ciencia o saber realmente útiles.20
Aquellos hombrecillos empolvados y elegantes no hubiesen podido vivir sin poesía, y nada les hacía disfrutar tanto como componer, citar o intercambiarse versos. ¿Y qué decir de sus mujeres? A veces, el lector no puede evitar recordar alguna escena de Las preciosas ridículas de Molière al imaginarlas: «deliciosas criaturas perfumadas» siempre dispuestas a escuchar un madrigal de un admirador o a componer o alabar un soneto sobre… nada. La calidad del resultado era lo de menos: bastaba con que cumpliese las reglas métricas y se adaptase a las circunstancias. En determinados momentos no ser capaz de improvisar un poema era una gravísima falta de lo que antes se llamaba «urbanidad», una falta que la sociedad no perdonaba. Pero lo más imperdonable de todo era recibir un poema de alguien y no ser capaz de contestar con otro. Como es natural, el camino más corto para llegar al corazón de una dama era un poema más o menos ingenioso.
La mayor parte de esta poesía ocasional resulta de una banalidad asombrosa. No debe extrañarnos. Aquellos cortesanos-poetas contaban con un vocabulario muy limitado y la producción era tan grande que resultaba prácticamente imposible mostrarse original. Se trataba de una poesía que sólo aspiraba a ser tremendamente «sutil», y en la que la alusión velada se cotizaba mucho más que las expresiones demasiado explícitas.
Después del mérito de componer poesía, se apreciaba no poco el de saber reconocer la poesía ajena, sobre todo la clásica: es decir, adivinar a quién pertenecían las citas poéticas que proponían los demás. Consiguientemente, en la corte Heian los concursos de «hacer poesía» o de «reconocer poesía» eran entretenimientos muy socorridos. El «más difícil todavía» —reservado sólo a los hombres— era componer o reconocer poesía china.
Casi tan apreciado como la poesía era el arte de la caligrafía, también importado de China. Arthur Waley llegó a decir, exagerando un poco, que la verdadera religión del mundo Heian era la caligrafía. Nótese la importancia que los personajes de la novela otorgan a la manera de escribir de los demás, una importancia infinitamente superior a la atribuida a sus cualidades físicas o morales. Genji y los suyos veían en la letra el espejo del alma y esperaban la primera carta de una mujer que les interesaba con enorme impaciencia para hacerse una idea de su autora. Una caligrafía burda o mediocre podía resultar tan intolerable como una joroba o un sarpullido.
Basta con lo dicho para comprender la importancia capital que tuvo en la época el arte de la epistolografía, pues combinaba las habilidades poéticas con las caligráficas. A lo que aún habría que añadir el gusto a la hora de elegir el papel y la tinta adecuados o al plegar artísticamente la hoja del mensaje, detalle importantísimo en el país inventor del origami. Bowring se refiere muy gráficamente a una «valoración fetichista del significante escrito».21 Por ello, en las novelas Heian los personajes se están enviando cartas continuamente y no sólo para deslumbrarse recíprocamente con sus petits chefs d’oeuvre: no se olvide que muchas mujeres vivían semiencerradas en gineceos protegidos por «murallas» de persianas y cortinas. La destinataria o el destinatario de un mensaje solía mostrarlo a su círculo como una pequeña maravilla o un objeto de irrisión.
También la música (gagaku) y la danza (bugaku) cortesanas representaban un gran papel en la vida cultural de la época. Ningún caballero bien educado podía ignorar los rudimentos de la flauta o el laúd (el biwa), y una dama incapaz de hacer sonar medianamente el koto era un desastre social. En cuanto a las danzas, se conocían y bailaban muchísimas. Unas procedían de China, de Corea o de la India, otras tenían su origen en el folclore de las provincias y finalmente algunas estaban ligadas a determinados ritos sinto, como los kagura que se bailaban en el festival del río Kamo. Especial importancia tenían las danzas «de corte» (bugaku), en las que se ha querido ver el origen del teatro No posterior, y las Gosechi, que bailaban las hijas de las mejores familias en determinadas festividades ligadas con la fertilidad. También los hombres danzaban, y de la novela resulta que tanto Genji como su cuñado To no Chujo eran tan expertos en el arte de Terpsícore que hubiesen logrado despertar el interés del propio Diaghilev.
En cuanto a la indumentaria, pocos pueblos han imaginado atuendos tan complicados y suntuosos como los de los cortesanos Heian. Una dama de honor podía llegar a llevar encima hasta doce prendas distintas. «Debajo» se ponían una camisa blanca (kosodé), sujeta a la cintura por unas calzas anchas (hakama) que ocultaban las piernas, y una túnica (hitoé). «Encima» de la túnica vestían el conjunto (kasané) de tres a siete uchikis o uchigis (una especie de kimonos acampanados) formando cascada, conjunto «rematado» por dos prendas más suntuosas, el uchi-ginu i el uwagi, este último a veces sustituido por una pieza más corta, el ko-uchiki. Encima del kasané se ponían una chaqueta «a la china», el kara-ginu, de brocado o damasco. En las grandes ceremonias añadían al conjunto una larga cola (mo) sujeta a la cintura que se arrastraba por el suelo.
La indumentaria masculina no era muy distinta, aunque los hombres llevaban menos uchikis y encima de todo vestían una prenda (ho) parecida a una dalmática o a una casaca de tejido opaco y del color correspondiente a su rango, ceñida por un cinturón de pedrería del que colgaba la espada ceremonial. Se tocaban con un gorro o sombrero alto lacado (Kanmuri o eboshi).
¿Y qué decir del arte secreto, que los auténticos dandis de la época dominaban como nadie, de preparar el incienso para dotar a las ropas de cada cual de un olor que las hiciera «inconfundibles»? Cuando Genji se acercaba a una mujer, su exquisita fragancia lo anunciaba como la mejor propagandista.
Todas esas artes eran cultivadas por los optimates Heian empezando por el canciller todopoderoso. Nada parecía más importante que lo superficial. En este sentido, todos se afanaban por mostrar sus gracias, su sensibilidad exquisita o sus poemas de ocasión nacidos durante la contemplación de un claro de luna o de unos ciruelos en flor, poniendo en ello siempre (y eso era fundamental) una nota de tristeza, unos gramos de melancolía. Porque este culto a la más delicada de las bellezas iba indisolublemente unido a la conciencia del pathos de las cosas —el famoso mono no aware—, el sentimiento de la fugacidad y futilidad de esas mismas cosas hermosas que parecían adorar.
Hallamos, pues, algo así como un eco generalizado del lacrimae rerum de que nos hablaba Virgilio en el marco de una civilización muy diferente. La idea (o el sentimiento) podría resumirse así: en este mundo «flotante» todo lo bello es efímero y acaba por evaporarse como el rocío matinal, y precisamente por ello nos resulta más querido y admirado. Ésta es la razón de que en el cie lo crepuscular de aquel mundo entregado en cuerpo y alma al ocio, al arte y a la dolce vita reinara invariablemente una delicada melancolía. Es más, el citado mono no aware (expresión acuñada en el siglo XVIII, ocho siglos después de la conclusión del Genji) estaba destinado a convertirse en una seña especial de identidad de la sensibilidad nipona hasta el siglo XX.
Volviendo a la novela que nos ocupa y citando una vez más al imprescindible Morris, cabe afirmar que
si la época de Murasaki contribuyó muy poco al progreso intelectual de la humanidad y menos aún al de los métodos de buen gobierno y de organización social, ha quedado con todo en la historia por la manera, seguramente nunca igualada, en que los nobles de aquel tiempo se entregaron al culto del arte y de la naturaleza, un culto que, desde entonces, ha ocupado un lugar de privilegio en la historia de la civilización del país del sol naciente. Probablemente estemos hablando de la mayor aportación de la cultura japonesa a la del mundo.22
La novela de Genji —Genji Monogatari— es la obra maestra indiscutible de la prosa narrativa japonesa de todos los tiempos y, para muchos, la primera novela psicológica de la literatura universal. Merece estar, pues, junto al Quijote, Guerra y Paz o la Recherche, tanto por la ambición de la autora al imaginarla como por su destreza al componerla, y no queda por debajo de ninguna de ellas. Si se quisiera establecer un «canon oriental», en el sentido en que Harold Bloom confeccionó un «canon occidental», ocuparía en él un lugar de privilegio, y toda la literatura japonesa en prosa posterior es deudora de ella. De ella ha afirmado nada menos que Marguerite Yourcenar: «No se ha escrito nada mejor en ninguna literatura». Y tiene toda la razón.
Como todas las obras maestras (sobre todo cuando son extremadamente originales ya en su época), resulta muy difícil de clasificar. Podría describirse como una combinación de Bildungsroman, novela psicológica, saga familiar, relato de costumbres, descripción minuciosa de una época y crónica de aventuras eróticas. Y, además, constituye para los budistas una parábola incomparable sobre el devenir de un karma y el camino que hay que recorrer para llegar a la liberación final.
Quien la lea con ojos «occidentales», hallará en ella reminiscencias de Margarita de Navarra, Goethe, Marivaux, Flaubert (el Flaubert de L’éducation sentimentale), Tolstoi, Thomas Mann, Proust e, incluso, del mejor Nabokov. Nada existe en la literatura europea anterior que todavía hoy nos parezca tan «moderno», y si Bloom ha definido a Shakespeare como el «inventor de lo humano» en la literatura occidental, no cabe duda de que Murasaki ya lo había «inventado» cinco siglos antes en la oriental. En cuanto al tono de la obra, variadísimo, destaca por un equilibrio perfecto entre lo trágico, lo irónico y lo cotidiano, sin renunciar a muy puntuales intervenciones de lo sobrenatural: exactamente igual que en el mejor Shakespeare. En el prólogo que abre este volumen, Bloom ha señalado lo que él denomina pathos irónico como el tono que mejor define el estilo narrativo de Murasaki, y no es difícil estar de acuerdo con él.
Los acontecimientos que narra se extienden a lo largo de más de medio siglo y en sus páginas aparecen más de cuatrocientos cincuenta personajes. En su versión definitiva se divide en 54 libros de extensión muy variable, que en su época circularon con independencia unos de otros. Parece que los títulos con que se les conoce les fueron atribuidos con posterioridad. Según testimonios de la época, aquel que tenía en su biblioteca los cincuenta y cuatro libros podía considerarse afortunado. Sabiamente estructurada, desarrolla una serie de temas de interés universal.
Desde una óptica occidental y partiendo de su aparente analogía con nuestros clásicos, K. L. Richard ha afirmado que el tema fundamental de la novela es la lucha del protagonista —Genji— por recuperar los derechos derivados de su nacimiento (es hijo de un emperador) y de los cuales se ve injustamente privado en su infancia. Se trata, pues, a su juicio, de un auténtico agon en el sentido que los griegos daban al término. Un joven se ve obligado por el destino —como los héroes helénicos Teseo, Perseo o Belerofonte— a vivir una serie de experiencias más o menos iniciáticas hasta que se le reconoce lo que es legítimamente suyo. Así Genji debe abandonar la casa paterna, tiene una serie de encuentros amorosos con mujeres de todo tipo (Fujitsubo, Utsusemi, Yugao, Rokujo, Murasaki, Suetsumuhana, Oborozukiyo, la dama de Akashi, etc.), no le faltan enemigos que hacen todo lo posible para perjudicarle empezando por su madrastra Kokiden, y debe pasar tres años en el exilio. Finalmente, ayudado por fuerzas sobrenaturales, consigue regresar a la capital y ocupar la posición que le corresponde en la sociedad. A partir de aquí se convierte por un tiempo en una especie de «emperador en la sombra» que gobierna los destinos del país desde su enorme palacio de la Sexta Avenida (Sanjo) de Heian.
Los primeros 33 libros de la obra nos narran esta parte de la historia, al final de la cual Genji y cuantos le rodean ven cumplidos casi todos sus deseos. El «príncipe resplandeciente» vive en una gran mansión con casi todas sus mujeres y es respetado por todo el mundo. El hijo secreto de Genji y Fujitsubo, Reizei, sube al trono imperial tutelado por su padre «biológico». Genji se interesa por una dama, Akikonomu, hija de Rokujo, una de sus amantes, y la convierte en emperatriz. La hija del protagonista y de la dama de Akashi vive con su padre y su esposa preferida, Murasaki, que la adopta. Andando el tiempo, también será emperatriz.
En el libro 34 el testigo pasa a la siguiente generación, y el protagonismo a otros personajes —Tamakazura, Yugiri, Kumoi no Kari, Kashiwagi—, todos ellos más o menos directamente vinculados con Genji, que ya ha cumplido cuarenta años. En los siguientes libros y hasta el 41, los éxitos empiezan a contar casi tanto como los fracasos. Kashiwagi, amigo de Genji, muere avergonzado por su relación ilícita con la Tercera Princesa, esposa del protagonista, de la que nace un hijo, Kaoru. De algún modo la historia se repite, y lo que hizo Genji con la esposa de su padre, lo hace un amigo con la suya. El mundo que rodea al héroe, que, en un determinado momento, parecía perfecto, ha dejado de serlo, y empieza a resquebrajarse mientras Genji va perdiendo poco a poco el control del mismo.
La última parte de la narración (libros 42 al 54) transcurre después de la muerte de Genji, y la acción se traslada de la capital, Heian, a un sórdido pueblecito, Uji. Allí acuden Niou, nieto de Genji, y su falso hijo Kaoru para visitar a dos mujeres, Oigimi y Naka no Kimi, a las que luego se añadirá una tercera, Ukifune, hermanastra de las anteriores. Pero las cosas no marcharán bien y la felicidad se negará a sonreír a la tercera generación. El largo final de la novela es, al menos en apariencia, la historia de un fracaso.
Los diez últimos libros constituyen lo que se ha llamado «los libros de Uji», y se centran, como se ha dicho, en las relaciones que se establecen entre cinco personajes: Kaoru, Niou, y las tres hijas del desterrado príncipe Hachi, la más joven de las cuales, Ukifune, deviene la última protagonista femenina de la obra. Los críticos occidentales, aun reconociendo la excepcional calidad de estos últimos libros, tienden a considerarlos como «otra historia», completamente desligada de la biografía de Genji y que sólo se puede relacionar con ella por contraste, al modo de las viejas narraciones occidentales de afirmación, auge, declive y catástrofe como los Buddenbrooks, la Forsyte Saga o Lo que el viento se llevó. El mismo Bloom, en el prólogo citado, se refiere a esta coda genial como «otro cuento».
La razón de tanto despiste crítico hay que buscarla en la aplicación a la obra de Murasaki de criterios exclusivamente occidentales cuando la obra, a pesar de sus brillantes retratos psicológicos y de su realismo generalizado, respira budismo por los cuatro costados. Sólo partiendo de las raíces búdicas de la inspiración de su autora podremos entender el Genji Monogatari. Y únicamente acudiendo a ellas lograremos percibir su profunda unidad interna, a favor de la cual nos pronunciamos casi sin dudarlo. Lo que ocurre es que el Genji es una obra tan excepcionalmente rica en todo, que los árboles, de puro maravillosos, no dejan ver el bosque. Por otra parte, no hace falta entrar en su significado más profundo para disfrutar de la novela, porque puede leerse a muy distintos niveles. Piénsese que durante siglos los propios japoneses, dejando de lado las partes en prosa, la leían como una antología poética de tankas.
Lo que sorprende es hallar esta visión en el fondo banal en quienes pasan por ser grandes estudiosos de la obra de Murasaki Shikibu. Así, cuando Sieffert escribe, refiriéndose a los libros de Uji que protagonizan Kaoru y Ukifune: Ce «roman dans le roman» (les «dix livres d’Uji», 45 à 54), qui à lui seul représente près d’un tiers de l’ensemble, pourrait se lire indépendamment, sans que l’on ait le moins du monde à s’occuper de ce qui s’est passé précedémment23, está diciendo seguramente un solemne disparate. Los últimos 10 libros son la continuación natural y el fin de la historia del protagonista de la primera parte de la novela, a través de su reencarnación o avatar bajo otra identidad. Esta reencarnación «purificará» a Genji y le permitirá alcanzar la iluminación y la liberación finales.
En este sentido, creemos que al Genji le cuadra mutatis mutandis la definición que ha escrito brillantemente Carlos Rubio en relación con una obra también Heian pero bastante posterior a la de Murasaki y aparentemente tan distinta como el Heike Monogatari. Rubio nos la describe como
una parábola de hondas raíces budistas sobre la transitoriedad del mundo, sobre la vaciedad y el desorden de la realidad, que ilustra la turbulencia natural del mundo en caos propia de la (…) fase de la Ley del Último Día (mappo) en que se halla la humanidad. (…) Comienzo y final, alfa y omega, de una alegoría de enseñanzas religiosas.24
Veamos cómo se compagina esta concepción «metafísica» con el «realismo psicológico» de la obra de Murasaki. De las meditaciones ocasionales a que se entrega Genji, resulta claramente que, a pesar de su sensualidad y su mundanidad, en el fondo de su pensamiento anida la idea de que no existe ser ni no ser, paz ni ilusión, pecado ni salvación, verdad ni responsabilidad. Todo en el universo es fantasmagoría, cambio, impermanencia. La vida es «un sueño dentro de un sueño», en el que sólo falta el soñador, desde el momento en que el «yo» no existe para los budistas (at-man). Por ello piensa tantas veces en retirarse a un monasterio aunque nunca se decida a hacerlo. Tomemos este breve fragmento del capítulo 20:
Las palabras del portero deprimieron al príncipe. «¡Qué extraño es el mundo en que vivimos!», pensó para sus adentros. «Han pasado casi treinta años desde que estuve aquí por primera vez, y se diría que todo ocurrió ayer. A veces me turba pensar en la transitoriedad de las cosas, siempre en perpetuo cambio… Pero basta con que me sea dado contemplar las flores de una nueva primavera para que me aferre a la realidad visible, por más que sepa que es sólo un sueño volátil…»
A partir de reflexiones de este tipo, los críticos budistas que atribuyen un significado religioso a la obra —muy ligado a la herencia taoísta china, al budismo de tipo Shingon, muy en boga en la época Heian, y a la filosofía de Wang Tch’ong— subrayan el hecho de que, en el fondo, el Genji Monogatari es la historia de un mal karma y sus consecuencias.
Recuérdese el sentido del karma en el pensamiento búdico: no es sino la materialización de los errores cometidos en una vida y su mala influencia en las reencarnaciones sucesivas.25 Así, se dice, los errores cometidos por Genji y su amigo y cuñado To no Chujo mientras están en la Tierra se transmiten a las generaciones siguientes, haciéndolas desgraciadas, y no serán destruidos hasta que una joven, Ukifune, amada por dos de sus descendientes, Kaoru y Niou, sea capaz de escapar al ciclo de los renacimientos gracias a una sucesión de actos gratuitos y de un rechazo total y absoluto de lo mundano (primero mediante un intento de suicidio, seguido de la toma de hábito): ella será, en última instancia, el último avatar de Genji, su postrer renacimiento, y le abrirá las puertas de la iluminación final.
No cabe, pues, hacer de lo que es una novela, dos novelas, ni separar el motivo del destino de Genji-Ukifune de la noción budista de inga, «la cadena de causa y efecto, la ley del karma que hace que los actos de vidas anteriores determinen no la conducta —matiz con frecuencia ignorado por los que comentan la doctrina budista de las reencarnaciones con ligereza—, sino el nacimiento en la vida presente o en las posteriores, una cadena a la que sólo la entrada en el nirvana puede poner fin».26
El karma del protagonista de la primera parte del libro, Genji, que a lo largo de su vida ha lastimado a tantas mujeres con su conducta frívola e irresponsable y ha sido incapaz en el último momento de deshacerse de la mundanidad mediante la renuncia definitiva que del buen budista se espera, «renace» en Ukifune, una pobre muchacha predestinada a ser la víctima de una serie de hombres empezando por su propio padre, que la repudia, y siguiendo por su padrastro y los príncipes Niou y Kaoru, auténticos monstruos de egoísmo cada cual a su manera, que sólo la utilizan para su propio placer. Cuando, gracias al arrepentimiento y el cambio de actitud de Kaoru, parece que podría convertirse en su esposa y tener una vida normal y feliz, prefiere hacer la gran renuncia y consagrarse en el monasterio que la acoge a prepararse para su propia muerte. Paradójicamente, será gracias a esa frágil e infeliz criaturita —ukifune significa «bote a la deriva»— que «lo que queda» de Genji podrá romper el samsara —la rueda fatal de las reencarnaciones— y liberarse definitivamente.
Es muy posible que con este final la autora quisiera dejar oír su voz en la polémica «teológica» que se había desatado en su tiempo entre los adeptos budistas de la escuela Tendai, mayoritarios, según los cuales la mujer, en cuanto ser imperfecto, no podía alcanzar el nirvana sin pasar previamente por un avatar masculino, y los que, como el maestro Genshin (942-1017) y los amidistas en general, aun partiendo de posiciones conservadoras, aceptaban la salvación «directa» de las mujeres, es decir, sin que hubieran de transitar forzosamente por una última «vida» masculina. Conviene insistir en el hecho de que este «machismo teológico» no procede del budismo en sí,27 sino de la influencia de los prejuicios propios de una sociedad patriarcal sobre la religión que decide adoptar. ¡Tampoco resulta de los Evangelios una prohibición expresa del sacerdocio femenino, y lleva dos mil años en vigor!
De aceptar la interpretación que hace Bowring de un pasaje del famoso Diario de la autora,28 Murasaki se sentía fuertemente implicada en la cuestión, cosa que, dada su excepcional inteligencia, no debe extrañarnos, y, al reivindicar la salvación de Genji a través de Ukifune, estaba reivindicando la de todas las mujeres. Nótese que, en la novela, las mujeres son mucho más espirituales que los hombres. Fujitsubo, Murasaki, su abuela, Hanachirusato… parecen mejores candidatas al nirvana que todos los hombres que las rodean. En este sentido sí cabe hablar de Murasaki Shikibu como de una «feminista», al menos en materia teológica.
Conviene señalar que la impresión que el Genji produce sobre el lector moderno puede resultar engañosa. Es indudable que la autora está retratando un mundo que conoce, una manera de pensar y una manera de vivir que son los de su tiempo —y ello otorga al libro un valor añadido de crónica de mores—, pero lo que nos cuenta no es una crónica histórica de sucesos ocurridos sino una auténtica novela en el sentido más moderno del término. Es más, del famoso Diario de Murasaki resulta que ya en su tiempo había una tendencia a considerar su obra como una «crónica» —sus enemigas la llamaban burlonamente algo así como «Nuestra Señora de las Crónicas»—, idea que ella rechazaba de plano, reivindicando su carácter de novela, es decir, de obra de ficción. Por ello hemos preferido titular nuestra versión La novela de Genji en lugar de La historia de Genji. Los traductores al inglés usan la palabra tale, ciertamente ambigua, aunque aplicada preferentemente a relatos de ficción. Piénsese en The Canterbury Tales, The Winter’s Tale, A Tale of a Tub o A Tale of two Cities, por citar sólo un puñado de títulos muy conocidos.
Sus personajes, como los de Proust, han sido compuestos a partir de seres de carne y hueso, pero deben mucho a la imaginación de su creadora. Como todos los grandes escritores, Murasaki Shikibu llevó a cabo la hazaña sublime de inventarse una realidad ficticia, paralela a la real, que, diez siglos más tarde, ha acabado pareciendo más real que la realidad misma, del mismo modo que nos resulta muy difícil imaginarnos el asedio de Troya de forma distinta a como nos lo relata Homero.
La crítica marxista quiso ver en el Genji una crítica a la «clase dominante» y a sus crímenes. La postura es insostenible: la posición de la autora frente a las clases populares es tan aristocrática (y despectiva) como la del más tieso de sus contemporáneos. Baste leer este párrafo correspondiente al capítulo 9:
No parece decente ni razonable que damas pertenecientes a rangos dignos de ser tenidos en cuenta o monjas que han abandonado el mundo se peleen por ocupar un punto desde el cual poder admirar el desfile, pero aquel día resultaba de lo más normal. Mujeres del pueblo, con las manos haciendo visera sobre sus ojos, saltaban como langostas para atrapar alguna imagen del acontecimiento. Caras plebeyas mostraban sonrisas bobaliconas, cuyos titulares no hubiesen querido ver reproducidas en ningún espejo. Incontables hijas de funcionarios de provincias, cuyos nombres Genji no había oído pronunciar siquiera, se habían presentado en carricoches adornados y luchaban por ocupar un lugar desde donde poder contemplar al príncipe resplandeciente. Lo cierto es que el espectáculo de los espectadores resultaba casi tan fascinante como el desfile mismo.
La crítica «feminista» se ha limitado a ver en la vida del protagonista masculino una denuncia de la poligamia propia de la aristocracia de la época. También parece exagerado. Murasaki describe, ciertamente, una sociedad poligínica, y la describe tal como es, y los sufrimientos que produce en las mujeres que pierden el favor de sus esposos, pero en ningún momento parece cuestionarla, aunque ella misma no fue la primera ni la única esposa de su marido.
Ello no quiere decir que no tenga una visión crítica de la conducta de su protagonista, al cual, simultáneamente, admira. Aunque los moralistas japoneses de épocas posteriores desaprobaron completamente las costumbres de la época Heian (del mismo modo que los victorianos encontraban los tiempos de Isabel I o de Carlos II terriblemente «inmorales»), no debemos perder de vista que todo lo que hace Genji en el curso de la obra va totalmente en contra de las normas de la sociedad de su tiempo.
Para empezar, se enamora locamente de su madrastra Fujitsubo (con la que tendrá un hijo) y se encapricha de la esposa de un gobernador (Utsusemi), con cuya hijastra se acuesta al no ser capaz de vencer los escrúpulos de su adorada «gobernadora». Seduce a una pobre muchacha (Yugao), la rapta y se la lleva a un lugar solitario sólo para verla morir entre sus brazos ante su impotencia para salvarla. Conoce a una niña de diez años (Murasaki) y la instala en su casa para convertirla algún día en su esposa sin contar en absoluto con su consentimiento ni el de su familia. Cuando le parece que ha llegado el momento (o se ha hartado ya de esperar), la desvirga sin contemplaciones en uno de los episodios más emotivos de la obra. Añadamos que, mientras ocurren todos esos lances tan poco edificantes, Genji está casado con la hija de un ministro, Aoi, y tiene una amante «estable», la princesa Rokujo, siete años mayor que él.
Aunque la ética sexual Heian no fuera exactamente la misma que la nuestra, lo cierto es que todo lo narrado estaba ya muy mal visto en su época y no resultaba mucho más comme il faut entonces de lo que lo sería hoy, después de la famosa revolución sexual de los 60. Durante su juventud, Genji es un auténtico irresponsable, y así lo percibieron ya sin duda los primeros lectores de la obra, y sólo se redimirá —hasta cierto punto— con el paso del tiempo. En este sentido, nos recuerda la evolución del príncipe Hal de Shakespeare, un auténtico gamberro en las dos partes de Henry IV, que cambia completamente de carácter cuando es coronado rey (Henry V). Probablemente ello explica el enorme éxito que el Genji tuvo en su época: la figura del pecador arrepentido que acaba convertido en un héroe más o menos virtuoso ha ejercido siempre una enorme fascinación sobre el público.29
De todos modos, no debe verse en Genji un seductor clásico a la manera occidental —estamos pensando en prototipos como don Juan, Valmont, Casanova, Tom Jones, Grandison, Onegin, el mismo lord Byron, Kuragin, Sorel, Mesía o el marqués de Bradomín— porque no «funciona» de la misma manera. Si examinamos su evolución en perspectiva y sin prejuicios, nos daremos cuenta de que, para Murasaki, Genji es mucho más una víctima de su inagotable fascinación por las mujeres que un verdugo implacable de corazones femeninos. En este punto nos recuerda algunos personajes del teatro de Marivaux o al protagonista del clásico de François Truffaut L’home qui aimait les femmes. Lamentablemente la mayor parte de sus liaisons le dejan un sabor amargo en la boca —aunque su amor, que siempre parece empezar como deseo en estado puro, es también capaz de evolucionar hacia un «amor-juego» (Asagao), un «amor-compasión» (Suetsumuhana) o un «amor-simpatía» (Hanachirusato).
Como ha escrito M. Segarra, «su vida amorosa es la de don Juan, siempre marcada por la inconstancia, pero también la de un coleccionista, que aprecia todas y cada una de las piezas de su galería, tanto las modestas como las preciosas».30 Por ello, en su época de gloria, acoge en sus dos palacios a todas sus ex amantes necesitadas de protección, incluso a la feísima y desgraciada Suetsumuhana, y se ocupa de sus necesidades como un providente paterfamilias. Pero es el húngaro Miklós Szentkuthy quien, a nuestro juicio, ha analizado mejor que nadie el «amor según Genji», tan lleno de contradicciones:
Genji vive plenamente el amor como el juego intelectual de un acuarelista del alma y, al mismo tiempo, como fatalidad, lepra que invade el mundo entero, venganza de los dioses e infierno espantoso. Pocas son las obras en que ambas actitudes coexistan pacíficamente. (…) En su vida, como en toda vida amorosa, la poligamia constituye el punto de partida. Cuando una mujer entra en su vida, permanecerá encerrada en ella hasta la muerte. No puede ser de otro modo, tratándose de un hombre a la vez profundamente moralista y estetizante: si su bondad no le dejará nunca romper, su sensibilidad no le permitirá nunca ser fiel, y deseará siempre mujeres nuevas. Pero su moral misma representa el papel de alcahueta y le incitará a buscar nuevas conquistas, porque esta moral, que no es sino la conciencia de la presencia de la muerte en toda vida, es un spleen que le conduce al amor de la humanidad, un spleen que sólo puede adormecer recurriendo a los narcóticos. ¿Y qué son esas anestesias tóxicas que necesita para oponer a la muerte sino las mujeres? Aparecen como ideas fijas que atraen a Genji, y a través de las cuales sólo persigue el olvido. Tiene una memoria infinita. La conciencia extrema de la muerte y una memoria absoluta son, en última instancia, lo mismo, y, si Genji trata de retener en todo momento los detalles más ínfimos de cuanto le rodea, lo hace para preservarse de la aniquilación.31
Algunos críticos freudianos han pretendido explicar y justificar el anhelo sexual casi enfermizo del protagonista como una incesante búsqueda de la «madre ideal» que no llegó a conocer al haberla perdido en su más tierna infancia. Para complicarle aún más la vida y reforzar su frustración sexual, lo casan a los doce años con una dama cuatro años mayor que él, que no le hace caso alguno, y muy pronto cae en las redes de la seductora y posesiva princesa Rokujo, que le aventaja en siete años. Con estos antecedentes, ¿tiene algo de raro que se lance en busca de aventuras de todo tipo —trágicas o patéticas unas, francamente cómicas otras como la de la vieja rijosa Naishi—, de las que nunca sale completamente satisfecho, porque el ideal, la perfección, el eterno femenino sin mácula que persigue sin saberlo, no existe en este mundo?
Como ha escrito la ya citada M. Segarra, «el recorrido amoroso (de Genji) es el de una exploración de las variaciones infinitas de la personalidad femenina, en un intento de componer con sus múltiples piezas un conjunto coherente que sea la imagen de este Otro misterioso que es la Mujer».32 En sentido parecido se manifiesta el ya citado Szentkuthy cuando escribe: «En este paraíso de relativismo amoroso, el doble, la mujer “parecida”, tiene un papel importante; la que fue gran amor muere, pero aparece otra mujer, fantasmal y silenciosa, que se le asemeja, y el juego vuelve a empezar…».33
Desgraciadamente, la exploración acaba siempre en fracaso. Incluso Murasaki, que es lo más cercano a la perfección que el príncipe encuentra en su peripecia vital, sufre la maldición de la esterilidad, y, al no poder ser madre, no cumple uno de los requisitos esenciales de la Mujer, fuente de vida por antonomasia.
Murasaki es, lo acabamos de decir, la mujer que Genji amará más, aunque el hecho de que pertenezca a la pequeña aristocracia le impide tomarla como primera consorte cuando fallece Aoi. Resulta casi un tópico decir que Genji y Murasaki son la personificación de las virtudes masculinas y femeninas del mundo de la época. La autora los modeló seguramente sobre personajes que conocía, y aunque los idealizó considerablemente, nunca llegó al extremo de que perdieran su humanidad. Como ha escrito Miyeko Murase,
Genji se nos aparece como un hombre excepcionalmente refinado y sensible, siempre dispuesto a reconocer la belleza en la naturaleza, las artes, los colores, las formas o los perfumes. Es el símbolo por excelencia de los ideales que cultivaba la sociedad del último período Heian (de 900 a 1185). Murasaki, por su parte, representa el ideal femenino: su belleza y gracia excepcionales no tienen parangón, así como su carácter compasivo y refinados instintos. Su único defecto es que no puede tener hijos.34
Por lo demás, admira la capacidad única de Murasaki a la hora de pasar de un registro a otro —de la ironía a la reflexión seria, de la farsa al drama, de la observación casual sobre la sociedad de la época a la crítica inteligente de la música, la pintura o la poesía que se hacían a su alrededor— en un mismo libro y, a veces, en un mismo párrafo. Siendo también el Genji un relato de «costumbres contemporáneas» —aunque todo apunta a que la autora quería que leyesen su obra como si transcurriera en un pasado indeterminado, pero reciente—, constituye el mejor documento de que disponemos para conocer cómo se vivía, se pensaba y se sentía en un momento determinado de la historia de Japón, al menos entre las clases sociales más poderosas e ilustradas, caracterizado por la «cohabitación» de un rígido (al menos en apariencia) sistema político-administrativo importado del continente, con un modo de entender la vida y vivirla totalmente autóctonos.
En este sentido, conviene citar las palabras de D. y V. Elisseeff, con las que pondremos punto final a este capítulo:
(…) le Genji est exemplaire de ce qui demeurera una constante de la civilisation nippone: faire cohabiter et, dans les limites possibles, fusionner un appareil politique et économique rigoureux, emprunté a l’étranger, et un mode de vie, de sentir, de réagir, un kimochi japonais. Le Genji exprime ainsi de façon exemplaire ce qui, de la civilisation japonaise, est irréductible à l’admirable et omniprésent modèle chinois.35
Poco se sabe de Murasaki Shikibu: nacida entre 970 y 978, parece que era hija de un cortesano de rango medio perteneciente a la poderosa familia de los Fujiwara, que llegó a gobernador de la provincia de Echizen, al norte de la capital.36 He aquí cómo se describe a sí misma en su famoso Diario:
«Hermosa pero tímida, poco amiga de miradas ajenas, retraída, amante de las viejas historias, tan aficionada a la poesía que casi todo lo demás no cuenta para ella, y desdeñosa del mundo entero», he aquí la opinión desagradable que la gente tiene de mí. Y, sin embargo, cuando me conocen me consideran dulce y muy distinta de lo que les han hecho creer. Sé que la gente me tiene por una especie de proscrita, pero me he acostumbrado a ello y me digo para mis adentros: «yo soy como soy».
En el año 999 se casó con un pariente lejano, también Fujiwara, del que tuvo una hija, y enviudó joven. Entre los años 1006 y 1007 entró al servicio de Shoshi (o Akiko), hija de Fujiwara no Michinaga y una de las consortes del emperador Ichijo, seguramente cuando ya había empezado a escribir su Genji y quizás por la admiración que la obra in progress había despertado en la emperatriz. Muy pronto se convirtió en la figura central de un círculo literario femenino junto con las poetas Izumi Shikibu y Akazome Emon. Este círculo rivalizaba con otro, formado en torno a otra esposa del emperador, Teishi (o Sadako), cuya figura más brillante fue la famosa y descarada Sei Shonagon, autora de las deliciosas Notas de cabecera. De todos modos, cuando Murasaki entró en el círculo de la emperatriz Shoshi (1005), la emperatriz Teishi había muerto ya (1000).
A la vista de todo ello resulta evidente que, aunque Murasaki tenía indudablemente un talento natural que la sitúa muy por encima de sus contemporáneas, no fue en absoluto un personaje «excepcional» en el sentido de anómalo o raro en la cultura Heian. Desconocemos cuándo y dónde murió (seguramente entre 1015 y 1031, habiendo cumplido más de cuarenta años), y en algún lugar del norte de Kioto aún se enseña su tumba.
Como es sabido, los japoneses basaron su sistema de escritura en los caracteres chinos, a los que llamaban kanji (en mandarín hanzi). Al adoptar los caracteres chinos (que eran ideogramas), cambiaron su pronunciación china adecuándola a los sonidos del japonés. Con el tiempo, los japoneses inventaron un sistema relativamente reducido de símbolos suplementarios, que, en realidad, eran versiones simplificadas de los kanji: así dieron lugar a unos símbolos fonéticos que se conocían con el nombre de kana, y tenían por objeto fundamental aclarar la pronunciación de los kanji utilizados para escribir el japonés y transcribir las palabras indígenas. Dentro de la escritura kana, los japoneses distinguen dos silabarios: el hiragana (o kana fácil) y el katakana (o kana suplementario), cada uno de los cuales consta de cuarenta y seis signos aumentados con dos diacríticos especiales. Cualquier frase japonesa puede escribirse enteramente en kana, y de ello es buen ejemplo el Genji, escrito en su integridad en hiragana.
Murasaki Shikibu compuso, pues, su obra en el lenguaje coloquial de la época, que se escribía mediante el alfabeto de caracteres fonéticos conocido como hiragana, la dividió en 54 libros, de los cuales algunos críticos reputan tres apócrifos, y la adornó con setecientos noventa y cinco tanka (poemas en japonés —waka— de treinta y una sílabas), que eran el medio que la aristocracia Heian utilizaba para expresar, reducidos a una forma epigramática, sus pensamientos y emociones más íntimos.
Por curioso que pueda parecernos, las mujeres dominaban esta lengua coloquial —y su plasmación escrita mediante el kanabun— mucho mejor que los hombres, porque ellos estaban obligados, cuando querían «hacer literatura», a escribir en chi no para demostrar que eran auténticamente cultos. No se olvide que el chino era, para los japoneses, el equivalente del griego para los romanos o del latín para los hombres del Renacimiento.37 No faltaban damas cultas como la misma Murasaki o Sei Shonagon que también conocían el chino, pero se consideraba algo excesivo que las convertía en algo así como las ridículas femmes savantes de Molière. Sea como fuere, era muy raro que las mujeres escribiesen en chino o en japonés utilizando caracteres kanji. Resulta muy significativo que en la época se refiriesen a la literatura escrita en kanabun o hiragana como «literatura femenina».
Aunque no tenemos datos ciertos sobre la forma de escribir de Murasaki, la propia novela nos da a entender que no se limitó —al modo de los escritores de novelas por entregas del siglo XIX— a ir encadenando episodios a medida que iba imaginándolos, sino que la obra responde a un plan general extremadamente sofisticado en el que las vinculaciones, paralelismos o contraposiciones son constantes. Murasaki «prepara» al lector para lo que vendrá luego, y conecta continuamente presente, pasado y futuro. Por poner un solo ejemplo, el personaje de la dama de Akashi, que tanta importancia tendrá en la vida del protagonista y a la que dedica el libro 13, aparece ya mencionado en el libro 5. Un Genji de dieciocho años acaba de llegar a una región montañosa para ser curado de la malaria por un chamán y la autora escribe:
Un hombre se puso a entretenerlo con una descripción de las montañas y las costas de la parte occidental del país.
—Entre los lugares cercanos destaca por su belleza la costa de Akashi, en Harima. Sin tener nada de excepcional, el panorama sobre el mar ofrece a la vista un reposo incomparable. Hay allí la casa de un ex gobernador —acaba de hacer votos y se ocupa mucho de su única hija—, una mansión realmente espléndida. El hombre es hijo o nieto de un ministro, y hubiese podido hacer carrera en la administración, pero tiene un carácter muy raro y evita el trato con la gente. Dimitió de su empleo en la guardia imperial y pidió la provincia de Harima. Pero la gente de la provincia no lo tomaba muy en serio, y, como él consideraba que regresar a la capital equivalía a reconocer su fracaso, se hizo diácono. Tal vez te preguntes por qué ha elegido vivir en la costa y entre montañas. Seguramente piensa que así olvidará sus frustraciones. Estuve en su provincia no hace mucho y me dejé caer por su casa. Quizás no tuvo éxito en la capital, pero el terreno y los edificios que ocupa allí son espléndidos. Al fin y al cabo era todo un señor gobernador, e hizo cuanto pudo para asegurarse una buena jubilación. Se pasa la vida recitando plegarias, y eso, al parecer, ha mejorado su carácter.
—¿Y su hija?
—Bonita y agradable. Todos los gobernadores que han pasado por allí han pedido su mano, pero el padre no se deja convencer. Se retiró como gobernador de una provincia sin importancia, afirma, pero alberga grandes proyectos en relación con su hija. ¡Si muere sin haber culminado sus proyectos, ha dado instrucciones a la joven de que se arroje al mar!
Genji sonrió.
—¡Una muchacha encerrada y reservada al dios del mar! —comentó, riendo, a sus hombres—. ¡Qué extravagancia!
Ocho libros más tarde y diez años después del momento relatado, la dama entrará por la puerta grande en la vida del protagonista, que se enamora perdidamente de ella, y será la madre de su única hija.
Los primeros manuscritos que nos han llegado datan de finales del siglo XII (es decir, de más de un siglo después de su conclusión)38, el primer texto completo con los 54 libros, del siglo XIV, y los primeros comentarios, del XIII. Con el paso del tiempo, el lenguaje del Genji se hizo ininteligible para los mismos japoneses y en 1381 se confeccionó el primer diccionario especializado para entenderlo. En los primeros siglos lo que más interesaba a sus lectores eran los poemas y no fue hasta el siglo XVIII que se empezó a considerar y disfrutar de la obra como una totalidad. A partir de entonces, los trabajos y libros que se han escrito sobre la obra —sobre todo en Japón— se cuentan por miles.
Como ocurre siempre con toda tradición escrita, en la cual lo que llega a nuestras manos es una copia de una copia, a lo largo de los casi dos siglos que separan la composición de la novela de los primeros manuscritos que han sobrevivido, su texto hubo de ser objeto de retoques, interpolaciones y lecturas erróneas que la filología científica se ha encargado de cribar en sucesivas ediciones críticas, estableciendo una versión definitiva si no segura, sí al menos muy probable. De hecho, a juicio de Ikeda Kikan,39 uno de los mayores especialistas del te ma, el estudio comparado de los textos conservados nos muestra que están muy próximos entre sí, y que sólo difieren en detalles de poca importancia.
Como era de esperar, los filólogos se han planteado una serie de cuestiones sobre la novela que vamos a resumir para el lector curioso.
Algunos estudiosos sostienen (y no es imposible) que los libros 42 a 44, que constituyen una especie de transición dentro de la historia entre la biografía de Genji y los episodios de Uji, son un añadido posterior. Otros han defendido (sin demasiado fundamento) que los últimos libros (la historia de Kaoru, el hijo de la Tercera Princesa, y Ukifune) son obra de otra autora, habiéndose sugerido incluso el nombre de Daini no Sammi, la hija de Murasaki, de la que casi nada sabemos. Resulta muy difícil de creer. Si se toma en consideración la extraordinaria calidad y madurez de esta parte, para muchos lo mejor de la novela, cuesta imaginar la existencia casi simultánea de otra escritora de talento equiparable al de Murasaki, la cual, además, una vez concluida la obra ajena, calla y desaparece del mapa sin dejar rastro. Por lo que nos ha llegado de la literatura Heian, la autora del Genji no dejó sucesores. Si, además, entendemos la obra como una parábola búdica sobre un karma (el karma Genji/Ukifune), existe una razón de peso para pensar que Murasaki la concibió desde un principio en sus dos partes, pues sólo así tenía sentido completo, y por tanto hay que atribuirle también la autoría de los espléndidos libros finales.
No faltan los estudiosos que creen que se han perdido fragmentos. No se nos explica, por ejemplo, el inicio de la relación del protagonista con la princesa Rokujo o los detalles de la muerte de Genji. En contra de esta opinión, en absoluto desdeñable, puede argumentarse que la autora del Genji nunca aplicó a su obra los criterios que en otro tiempo y en otro lugar siguieron Balzac, Hugo, Dickens o Tolstoi. Por otra parte, si es cierto, como parece, que la novela está inspirada en un personaje histórico, quizás pensó que el lector tenía conocimientos suficientes para llenar esas supuestas lagunas. Recuérdese que el poeta de la Ilíada da por sentado desde el primer verso que el lector sabe quiénes son Agamenón, Menelao o Aquiles.
El Genji parece acabar de una manera abrupta. Ello ha dado lugar a dudas sobre si puede estimarse una obra concluida o no. Si se toma como una saga familiar (y no como una historia «cerrada»), resulta muy difícil afirmarlo puesto que, en teoría, nada impide alargarla ad infinitum como los novelones televisivos, pero si, de acuerdo con la interpretación budista de la obra que hemos sugerido y por la que apostamos decididamente, la historia de Ukifune es, de algún modo, la prolongación y el final de la historia de Genji, porque la hija natural del príncipe Hachi no es sino el renacimiento del karma del «príncipe resplandeciente», su renuncia definitiva al mundo en el último libro cierra la narración con broche de oro. De todos modos, aun creyendo que el libro 54 contiene el final de la obra, no es imposible que nos haya llegado incompleto pues, a diferencia de los otros 53, no aparecen en su texto las palabras que la tradición le ha asignado como título: Yume no Ukihashi («El puente flotante de los sueños»).
Permítasenos sugerir una hipótesis que explicaría esta anomalía. Tal como se ha dicho ya al hablar del sentido general de la obra, hay que tener en cuenta los siguientes puntos:
a) El Genji Monogatari fue escrito (y de ello hay perfecta constancia histórica) en una época en que existía una fuerte polémica entre los «teólogos» de la escuela Tendai que, defendiendo las posiciones del budismo más conservador, sostenían que la mujer, en cuanto ser imperfecto, no podía alcanzar el nirvana sin pasar previamente por un avatar masculino, y los que, como el maestro Genshin (942-1017) y los amidistas, aceptaban la posibilidad de la liberación «directa» de las mujeres.40
b) Murasaki Shikibu, mujer excepcionalmente inteligente y muy segura, además, de su propio valer, no fue ajena en absoluto a esta polémica desde su militancia budista. En un pasaje de su Diario confiesa que ha decidido poner su confianza en Amida —I have decided to put my trust in Amithaba (trad. Bowring)— y, a continuación, se refiere a sí misma como a alguien «que tiene mucho que hacerse perdonar» —Someone with as much to atone for as myself (trad. Bowring)—. Como si de algo pecaba la autora del Genji era de su inclinación a considerarse perfecta, Bowring sostiene que con ello se está refiriendo, quizás irónicamente, a su condición femenina, obstáculo que, atendiendo a los prejuicios de su época, le cerraba el acceso directo al nirvana.41 Resulta muy poco probable que la autora compartiera este punto de vista.
c) Si, como parece, el Genji Monogatari es una fábula budista en la que el héroe (Genji) «se libera» a través de su renacimiento como muchacha, Ukifune, no resulta absurdo pensar que Murasaki intentara mediante su relato defender y reforzar, aunque fuera subliminalmente, la posición de las escuelas (minoritarias y heterodoxas) que defendían la posibilidad de la iluminación y consiguiente liberación directa de las mujeres.
Esta idea se intuye en el final que nos ha llegado —es obvio que si Buda salva milagrosamente a la heroína de la muerte por suicidio, lo hace para que pueda hacer la «gran renuncia» que de ella espera—, pero es muy posible que en unas páginas o unos párrafos posteriores, hoy perdidos, se expresara con mayor claridad y contundencia sobre el particular. Estos párrafos perdidos contenían con toda seguridad las palabras que sirvieron para dar título al libro 54: «el puente flotante de los sueños».
d) Teniendo en cuenta que el budismo practicado en la corte Heian era mayoritariamente de tipo conservador y lastrado por prejuicios que hoy llamaríamos «machistas», resulta perfectamente imaginable que, en algún momento después de la muerte de la autora, su obra fuese censurada y purgada de «herejías», y, consiguientemente, que las tijeras de los de siempre eliminaran aquellas partes en que afloraba de una manera demasiado diáfana la convicción de la autora de que la iluminación y el nirvana resultaban también abiertos a las mujeres que se habían sabido ganar el favor de Amida.
La obra de Murasaki se convirtió en un éxito extraordinario desde el día de su publicación y nunca ha dejado de ser considerada como la obra maestra indiscutible de la narrativa japonesa resultando difícil exagerar su influencia en la cultura del archipiélago asiático. Ha sido saqueada por los poetas de todas las épocas y, cuando empieza la moda del teatro No a fines del siglo XIII, sus autores acuden a ella en busca de argumentos para sus piezas. No resulta menos notable su huella en las artes plásticas —pintura, grabado, porcelana decorada, bordado—, por no hablar de la música, tan presente en la obra. Sin el Genji, toda la cultura japonesa posterior al siglo XI sería indudablemente distinta.
Ininteligible para los japoneses desde el siglo XIV debido a la evolución del idioma, y patrimonio de especialistas, filólogos y anticuarios hasta el XIX, fue reivindicada como obra maestra por la gran poeta y ensayista Akiko Yosano (1878-1942), excepcional conocedora de los clásicos «nacionales» y autora de su primera traducción al japonés moderno (1912-1914). Hoy los lectores del país que lo vio nacer cuentan con numerosas versiones. Entre los escritores que se han dedicado a reescribirlo en versiones que son más adaptaciones que traducciones propiamente dichas, figuran nombres tan señeros de la literatura nipona contemporánea como los novelistas Junichiro Tanizaki, que llegó a preparar tres versiones distintas, la «gran dama» de las letras japonesas del siglo XX Fumiko Enchi y la monja budista Jakucho Setouchi, cuya versión es seguramente la más popular en la actualidad. El premio Nobel Kawabata estaba preparando su propia versión, que dejó inconclusa.
También la llamada «cultura popular» nipona ha acogido generosamente el Genji, y el famoso autor de manga Waki Yamato ha hecho su propia versión «gráfica» en trece libros (titulada Asakiyumemishi, 1980-1993), objeto de numerosas reediciones,42 por no hablar del cine. Hasta cuatro películas (amén de varias series televisivas), que sepamos, se han rodado sobre la obra maestra de Murasaki: en 1951 (Kozaburo Yoshimura),43 1966 (Kon Ichikawa), 1987 (Gisaburo Sugii, ésta de dibujos animados) y 2001 (Tonki Horikawa). Fuera de Japón, el primer intento de traducción a un idioma occidental se debe a un japonés ilustre, el barón Suematsu Kencho (1855-1920), político, erudito y polígrafo, que, en sus años de estudiante de Cambridge, preparó la primera versión a la lengua inglesa, que no se completó.
Con todo, hubo que esperar a la traducción casi completa44 del ilustre sinólogo británico Arthur Waley, publicada en seis libros entre 1921 y 1933, para que la obra fuera leída y «degustada» en Occidente con todos los honores. Aunque es una versión muy personal en la que el autor añadió y quitó bastante según su gusto particular, constituye un auténtico hito de las letras inglesas, que ha tenido y sigue teniendo numerosos admiradores desde Virginia Woolf a Harold Bloom. La primera traducción occidental aparecida con la pretensión de ser absolutamente fiel al original de Murasaki es la muy minuciosa del alemán Oscar Benl, discípulo de Ikeda Kikan, publicada en los años sesenta.
Si toda traducción es, de algún modo, una recreación del original, una traducción del japonés lo es doblemente. Ello se debe a las características de esta lengua, que, desde sus orígenes más remotos, ha funcionado al margen de la precisión del chino o de la mayoría de las lenguas indoeuropeas. La falta de pronombre relativo es, seguramente, una de las causas principales de esta imprecisión que llevó a los primeros europeos que visitaron Japón a mediados del siglo XIX a pensar que el japonés era poco más que una «lengua de salvajes» y que jamás podría servir para dar forma al pensamiento abstracto.
Sirva para corroborar lo dicho un párrafo de George Bousquet, periodista francés que vivió en Japón y escribió sobre él allá por 1870:
La estructura de la frase [japonesa] resulta muy poco adecuada para el razonamiento lógico o la exposición clara de las ideas. Como consecuencia de la falta de relativo, las proposiciones se siguen las unas a las otras como frases trinchadas carentes de un vínculo que las una. He visto el hombre que vino ayer se dirá en japonés Ayer vino un hombre —Yo lo he visto. Todas las palabras copulativas que nos sirven para articular los miembros de una oración —a pesar de que, salvo que, a menos que— son relegadas al final de la proposición que rigen, y esta proposición se coloca delante de la oración principal. (…) En consecuencia, conviene conocer antes de empezar una frase cuál será su última palabra: el concepto que a nosotros nos parece principal, pasa a ocupar un segundo lugar en el cerebro de un japonés. (…) Para comprender un discurso hace falta poner muchísima atención: de ahí la costumbre entre los japoneses de marcar cada proposición que llega al oyente con un movimiento de la cabeza o un hé, para que el orador sepa que ha sido entendido y puede seguir adelante.45
Si la opinión de Bousquet puede oler a prejuicio eurocentrista, veamos lo que escribió treinta años después otro europeo, éste enamorado de Japón, país en el que vivió los últimos catorce años de su vida durante los cuales se casó con una japonesa, tuvo hijos japoneses y acabó recibiendo del mikado la nacionalidad nipona: «La frase japonesa más vulgar, traducida a cualquier idioma occidental, resulta completamente absurda, y la traducción literal al japonés de la frase inglesa más sencilla resulta ininteligible para un japonés que desconozca el inglés».46 Lafcadio Hearn lo justifica explicando que la superestructura mental de los japoneses evoluciona hacia formas que no tienen nada en común con el desarrollo psicológico del hombre occidental. Los japoneses piensan «hacia atrás» o «al revés» que los occidentales, y ello determina la estructura de su lenguaje. Téngase en cuenta que, para conjurar equívocos y disparates, un autor con tanta conciencia literaria como Yukio Mishima se hacía traducir sus novelas al inglés, lengua que conocía muy bien, corregía personalmente la traducción y luego imponía a sus editores que partieran siempre del texto inglés «homologado» para todas las ulteriores traducciones que se pudiesen hacer, evitando el original japonés.
Si Mishima, que escribía en japonés «moderno», tomaba tantas precauciones, piénsese en las dificultades añadidas del lenguaje de la literatura kanabun del período Heian en el cual se evitan los nombres propios, se abusa de la primera persona sin que el autor aclare quién es el que habla, el sujeto de una frase cambia en mitad de la oración sin que se sepa por qué, pasado, presente y futuro se confunden y resulta muy difícil establecer si una oración es afirmativa, negativa o interrogativa. Por otra parte, si la gramática nipona del período Heian era complicadísima, el léxico del que disponían los autores era bastante limitado.
Refuerza esta imprecisión la vinculación estrecha existente entre la prosa artística y la poesía japonesa clásica de Ono no Komachi y sus contemporáneos del siglo IX. Los que conocen esta poesía saben que se caracteriza por una fraseología extremadamente lacónica y que se apoya en meras sugerencias. No son infrecuentes los poemas sin verbo. Sirvan estos tres ejemplos de muestra, que traducimos de la versión inglesa de Donald Keene:47
Las malas hierbas son tan espesas
que apenas se ve el camino
que conduce a mi casa.
Crecieron mientras esperaba
a alguien que nunca llegó.
SOJO HENJO (815-890)
Estoy tan sola…
Mi cuerpo es una brizna de hierba flotante
separada de sus raíces.
Si hubiera un río cerca,
me dejaría llevar por la corriente.
ONO NO KOMACHI
Porque había una semilla
incluso entre esas rocas estériles
creció un pino:
Si realmente amamos a nuestro amor,
¿qué impedirá que nos encontremos?
ANÓNIMO
Ante un texto de tales características, el traductor occidental no tiene más remedio que «recrearlo» a su manera. Nuestra versión no es directa, pero, a diferencia de las versiones alemana de H. Herlitschka (1937) e italiana de Adriana Motti y Piero Jahier, que todavía hoy sigue publicando Einaudi, ambas traducciones fieles de la clásica del inglés Arthur Waley, o la reciente de Jordi Fiblá, publicada en nuestro país por Atalanta (2005) y que es una traducción literal de la última versión inglesa debida al australiano Royall Tyler (Penguin, 2001), el texto que proponemos ha sido construido a partir de cinco versiones distintas —todas directas— de la obra.
Son, por orden cronológico, que no de méritos: la ya citada de Waley, publicada en seis volúmenes entre 1921 y 1933,48 la alemana de Oscar Benl (Genji-Monogatari, 2 volúmenes, Zurich, Manesse Verlag, 1966, reeditada en 1995 por Insel Verlag, Frankfurt a. M.), extremadamente meticulosa, la inglesa del americano Edward G. Seidensticker (The Tale of Genji, New York; Alfred A. Knopf, 1976), tal vez la más ágil y asequible de todas, aunque a veces un tanto confusa, la francesa de René Sieffert (Le Dit du Genji, 2 volúmenes, Paris, P. O. F., 1978-1985), que peca de cierta pomposidad muy gala —a veces uno cree estar leyendo a SaintSimon— y de la falta de notas, y la también inglesa (parcial, pero extremadamente «literal») de Helen Craig McCullough (Genji & Heike: Selections from The Tale of Genji and The Tale of the Heike, Stanford: Stanford UP, 1994). El libro tantas veces citado de Ivan Morris, The world of the shining Prince, nos ha resuelto algunas dudas y ayudado en la confección de las notas. A todos ellos nuestra admiración y agradecimiento más sinceros.
La última traducción completa publicada hasta la fecha es la ya citada de Royall Tyler (The Tale of Genji, New York: Viking Press, 2001, también en Penguin Classics), hecha con criterios notablemente distintos de las anteriores y profusamente dibujada, anotada y comentada. En su afán de ser mucho más fiel al original que todos sus predecesores, Tyler se ha visto obligado a incorporar una ingente cantidad de notas a pie de página haciendo caso omiso del consejo de Borges, que afirmaba admirar a todos los traductores «salvo a los que ponen notas». Desearíamos no haber puesto en nuestra versión ni una nota más de las estrictamente imprescindibles.
Hasta 2005 no existía ninguna traducción completa de la novela de Murasaki Shikibu al español. Sin embargo, en 1941 Editorial Juventud publicó los nueve primeros libros de la obra con el título de Genji Monogatari («Romance de Genji»). El responsable, Fernando Gutiérrez, tradujo seguramente de la versión francesa de Kiku Yamata a partir de la de Waley (es decir, de un texto de 1928) y ello explica seguramente que los personajes se traten de «vos». Es una versión cuidada y elegante aunque un tanto pasada de moda, en la prosa «de arte» que se escribía en la España de aquellos tiempos.49
Vale la pena explicar al lector el problema que los nombres propios han planteado siempre a los traductores del Genji Monogatari: siguiendo una práctica muy japonesa y de su época, la autora evita consignar los nombres de la mayor parte de los personajes de la obra y, muy especialmente, los de las damas. Mientras los hombres son designados por sus títulos y cargos, para referirse a las mujeres se sirve de perífrasis varias a partir de características físicas, objetos o lugares a ellas asociados. La tradición literaria nipona ha simplificado esas perífrasis atribuyendo como «nombre» a cada una de las mujeres de la novela la palabra o las palabras esenciales que las conforman. Así Yugao («flor de luna») es en realidad «la dama que vive en la casa de las flores de luna», Rokujo («la Sexta Avenida»), «la dama que vive en la Sexta Avenida», Suetsumuhana («la flor del azafranillo»), «la dama que tiene la nariz como la flor del azafranillo», Utsusemi («el caparazón de la cigarra»), «la dama a la que alude el poema sobre el caparazón de la cigarra», Kiritsubo (kiri = paulonia), «la dama que vive en el pabellón de las Paulonias», Fujitsubo (fuji = glicinia), «la dama instalada junto al jardín de las Glicinias», etc.
La presente versión «trae causa» de la que publicó la misma editorial en dos partes en 2005 (Parte I: Esplendor) y 2006 (Parte II: Catástrofe), pero ha sido objeto de una meticulosa reelaboración. Rectificando criterios anteriores, hemos devuelto el famoso «diálogo en una tarde de lluvia» a su lugar original (el capítulo 2) y suprimido los dos primeros párrafos «apócrifos» del capítulo 4, que «presentaban» al lector el personaje de Rokujo. También se han subsanado pequeños errores, abierto algún corte insignificante, modificado el título de algún capítulo, vuelto a traducir algún poema cuya primera versión no acababa de convencernos, afinado la traducción de algún cargo y revisado el texto entero para hacerlo, en lo posible, más ágil y compacto.
La introducción ha sido reescrita de principio a fin haciendo especial hincapié en el mensaje búdico de la obra, tratado muy a vuelapluma en la introducción de Esplendor, y la información histórico-cultural que antes contenían las notas «a pie de capítulo» en los primeros 13 ha quedado distribuida entre la introducción y un apéndice para evitar que «se interfiera con el texto», como, según criterio de algunos, parece que ocurría en la versión anterior. Finalmente y para satisfacer a los curiosos, hemos hecho constar en nota a pie de página la procedencia de todos los poemas ajenos que aparecen a lo largo de la novela.
XAVIER ROCA-FERRER