Cuando toco el koto para mi propio solaz, bastante mal, por cierto, en la brisa fresca del anochecer, me preocupa que alguien pueda oírme y advertir que no hago más que «sumarme a la tristeza general». ¡Ay de mí! De modo que ahora mis dos instrumentos, el de trece cuerdas y el de seis,1 permanecen en un cuartucho miserable y negro de hollín, pero siempre con las cuerdas a punto. Debido a mi negligencia —olvidé, por ejemplo, hacer retirar los puentes en los días lluviosos—, han acumulado polvo y reposan entre el armario y un pilar.
Hay, también, dos armarios grandes llenos hasta los topes. Uno de ellos contiene viejos poemas y cuentos, convertidos hoy en refugio de incontables insectos que se mueven de un lado a otro de un modo tan desagradable que nadie se molesta ya en mirarlos; el otro rebosa de libros chinos olvidados desde que aquel que los atesoró abandonó este mundo.2 Cuando la soledad amenaza con abrumarme, saco uno o dos libros para ojearlos; pero mis sirvientas se reúnen a mis espaldas para murmurar:
—¿Qué clase de mujer lee libros chinos? ¡Ahí está la causa de sus desgracias! —repiten—. Antes ni siquiera estaba bien visto leer los sutras.
«Sí», quisiera replicarles, «¡pero no he conocido nunca a nadie que viviera más años por creer en tantas supersticiones como vosotras!» De todos modos, sería desconsiderado por mi parte, pues hay algo de verdad en lo que dicen.3
Tanto en su Diario como en La novela de Genji, Murasaki lleva a cabo una búsqueda casi proustiana del tiempo perdido muy propia de una escritora que fue, por encima de todo, el «genio del deseo». Paradójicamente, el «resplandeciente» Genji es destruido por su propio anhelo incesante de la experiencia renovada del enamoramiento. Cuando la que, significativamente, ha sido llamada Murasaki, el verdadero amor de su vida, fallece como una reacción involuntaria al hecho de haber sido reemplazada en su corazón, Genji la sobrevive muy poco tiempo.
La novela de Genji está muy alejada de Proust en el tiempo, pero me pregunto si el «anhelo que no cesa» de Murasaki no constituye una analogía válida de la «búsqueda» de Proust. En Proust, el amor perece, pero los celos son eternos, y, por ello, el narrador sigue indagando en todos y cada uno de los afectos lésbicos de Albertine, aunque sus recuerdos de la amada difunta se hayan vuelto muy tenues. En Murasaki los celos deben ser reprimidos, pues la posesión exclusiva de un hombre por parte de una mujer es imposible.
Dudaría en afirmar que la perspectiva de La novela de Genji sea completamente femenina por la forma tan firme con que Murasaki se identifica con su héroe, el «resplandeciente Genji». Sin embargo, la exaltación del deseo por encima de su satisfacción a lo largo de la novela puede ser un indicio de que la visión masculina del amor sexual es esencialmente secundaria.
El auténtico triunfo de Murasaki, como el de Proust, reside en lo que podría llamarse un anhelo aglutinante, gracias al cual una nostalgia a la vez espiritual y estética ocupa el lugar de un orden social en total decadencia. Quien quiera ser un genio del deseo deberá ser, también, un maestro en la paciencia narrativa, y es asombroso con qué destreza varía la autora sus historias. (…)
La vasta narración romántica de Murasaki forma parte de la cultura inglesa desde que Arthur Waley completó su versión en 1933. Leí el Genji de Waley hace medio siglo, y he guardado de él impresiones muy vívidas, pero no había leído hasta ahora la traducción, muy distinta, de Edward Seidensticker, aunque data de 1976. Releer a Waley cotejándolo con Seidensticker resulta muy instructivo: el Genji es una obra tan espléndida y rica en matices que uno desearía disponer de muchas traducciones más. La alemana de Oscar Benl (1966) proporciona otra imagen del inmenso cuento de Murasaki, y enriquece al lector que desconozca tanto el japonés medieval como el moderno. Uno acaba por descubrir que el lenguaje de Murasaki es, para los japoneses contemporáneos, como para nosotros el inglés entre antiguo y medieval. Ni tan distante como el Beowulf, ni tan cercano como Chaucer; y de ahí que las traducciones modernas sean esenciales para los lectores corrientes.
La novela de Genji nos resulta sin duda más lejana culturalmente de lo que Waley, Seidensticker y Benl la hacen parecer, pero el genio literario tiene una capacidad única para la universalidad, y mientras leo sus versiones respectivas, experimento la ilusión poderosa de que Murasaki resulta tan accesible a mi comprensión como Jane Austen, Marcel Proust o Virginia Woolf. Austen es una novelística laica como Murasaki;4 a medida que se va desarrollando, la narración, un tanto ingenua y desmañada al principio, se parece cada vez más a una novela en el sentido más moderno del término, con una importante plétora de protagonistas. Hay casi cincuenta personajes principales, y no resulta fácil recordar quién se ha casado y cuándo, quién ha mantenido una relación sexual con tal o cual dama o caballero, o quién es el padre o la hija secretos de alguien. Al leer la versión de Seidensticker, de casi setecientas páginas (más fiel y completa que la de Waley, aunque no tan hermosa), el interés no decae nunca, pero resulta difícil no perderse. Genji, un príncipe imperial condenado al exilio interior entre plebeyos, es un personaje exuberante y apasionado, cuyos deseos, cambiantes e impacientes, no cesan jamás de encadenarse ni admiten obstáculos. Quizás sea más preciso hablar de «deseo» que de «deseos». Genji es un estado de deseo permanente, irresistible para las mujeres, extraordinariamente variadas, de la corte y de las provincias.
Y, sin embargo, no debemos considerar a Genji un don Juan, aunque ciertamente manifieste lo que lord Byron llamaba «movilidad del afecto». La propia Murasaki, a través de su narrador, demuestra claramente que encuentra a Genji más que simpático. El protagonista es un personaje que irradia luz, y que está destinado a ser emperador. Con todo, el eros de Murasaki, y de las principales autoras Heian que fueron sus contemporáneas, no era exactamente lo que nosotros entendemos por «amor romántico», pero en lo tocante a la obsesión, a la autodestrucción y a la determinación, o aparente inexorabilidad, las diferencias en la práctica eran muy pocas. Aunque todos los personajes de La novela de Genji son budistas, y, en consecuencia, han sido instruidos en la doctrina que condena el deseo por antonomasia, casi todos tienden a caer bajo sus efectos, y Genji más que ninguno. Todas y cada una de sus mujeres recurren a la renuncia, esa «virtud dolorosa», como la llamaba Emily Dickinson, después del desastre, mientras que el eternamente apasionado Genji lo hará sólo después de muchos desastres.
Genji, que nunca llegará a ser emperador, tiende a sentir un afecto repentino (y luego duradero) por mujeres de condición mediocre, repitiendo así la pasión de su padre imperial por su madre, que les llevó a ser expulsados de la corte por las intrigas de consortes más aristocráticas. Rota por esta experiencia, la madre de Genji muere cuando él es todavía un niño, y el anhelo con que el héroe busca la intimidad amorosa está claramente relacionado con esta pérdida prematura. Pero Murasaki, al igual que Cervantes, al que se anticipa en más de quinientos años, posee una ironía afilada. Su delicioso segundo capítulo, Hahaki-gi, nos presenta un coloquio pragmático entre Genji y tres cortesanos:
Huyendo de la lluvia, entraron en la estancia dos jóvenes más: el oficial de la guardia Una no Kami y el funcionario del Gabinete de los Ritos Shikibu no Yo. To no Chujo les dio la bienvenida pues sabía que ambos eran buenos aficionados a las intrigas amorosas y les puso al corriente del asunto que se debatía, al que se lanzaron acaloradamente. Aquella tarde se escucharon historias sorprendentes.
UNA NO KAMI: Las damas que han alcanzado una categoría elevada no despiertan el mismo interés que las que la ostentan desde la cuna. En cuanto a las que, nacidas en las alturas, la fortuna se ha ensañado con ellas o les falta una protección adecuada, por muy orgullosas que se muestren, siempre acaban poniéndose en evidencia, de manera que yo las colocaría en la clase de en medio. En cuanto a las que pertenecen a la familia de un gobernador de provincias, no se las puede considerar en rigor de un rango excelso, lo cual no quiere decir que no tengan un sitio dentro de la sociedad, que variará con arreglo a sus méritos. Las hay dignas de figurar en la lista de cualquier hombre de buen gusto. Yo mismo me inclinaría sin dudarlo un instante por una mujer de esta clase, y la preferiría a otras de rango más elevado. Pienso en la hija de un consejero imperial sin categoría de ministro, una muchacha de buena reputación con una familia decente y capaz de vivir sin lujos excesivos. Esas damas resultan francamente recomendables… Podría citar unos cuantos nombres, pero prefiero no hacerlo. Cuando se instalan en la corte, son las que acaban acumulando más favores. Conozco muchos casos.
(Del capítulo 2, «El árbol-escoba» o Hahaki-gi)
La ironía de Murasaki nos lleva a preguntarnos sobre cuáles deben ser esas «historias sorprendentes» a las que se refiere. En lo que quizás sea la ironía última de la novela, el gran amor de Genji es una niña de diez años a quien llama Murasaki, y a la que decide adoptar y educar. Su nombre (y el de la autora) es el de una planta aromática, la lavanda o espliego, y la relación que Genji mantiene con ella es completamente atípica desde el primer momento:
Cuando él no estaba o en anocheceres sombríos, la criatura echaba de menos a la monja y lloriqueba un poco, pero no pensaba nunca en su padre, al que solamente había visto en contadas ocasiones. Ahora tenía otro padre, y estaba muy orgullosa de él. Cuando Genji llegaba a casa, Murasaki era la primera en lanzarse al jardín a saludarlo. Luego montaba en sus rodillas y le hablaba de mil cosas sin el menor asomo de timidez o desconfianza. A su lado se sentía la niña más dichosa del mundo.
También Genji vivía en una nube de felicidad: las mujeres inteligentes suelen ser complicadas, y, siempre a punto de mostrarse celosas, obligan a los hombres a estar perpetuamente en guardia. En cambio, Murasaki era la compañera perfecta, un juguete maravilloso que siempre le sorprendía con su fantasía y agudezas. No se hubiese sentido tan cómodo y libre de inhibiciones con una hija, porque la intimidad entre un padre y una hija no deja de tener sus límites… ¡A veces tenía la impresión de que el cielo le había regalado una auténtica joya!
(Del capítulo 5, «La niña de púrpura» o Wakamurasaki)
Una vez más la narración vuelve a estar dominada por un pathos irónico, que, a mi juicio, es el tono que mejor caracteriza a Murasaki. Ella misma procedía del «segundo nivel» de la aristocracia cortesana, al que su familia había descendido desde un rango más elevado. Cuando encontramos por primera vez a la niña que será llamada Murasaki, el nombre de su niñera es Shonagon, lo cual parece una referencia irónica a Sei Shonagon, cuyo Libro de la almohada (también traducido como Notas de cabecera) fue el principal rival de La novela de Genji, y a quien Murasaki acusa en su diario de ser «terriblemente presuntuosa» por alardear de una falsa erudición que la llevaba a usar caracteres chinos como si fuera un Ezra Pound de su tiempo.
Nueve siglos antes de Freud, Murasaki adivinó que todas las transacciones eróticas son de algún modo formaciones sustitutivas de afectos anteriores. Siglos atrás, Platón también había pensado lo mismo, aunque para él la relación arquetípica procedía de la Idea, y no de la imagen paterna. Cuando la pequeña Murasaki tiene catorce años, Genji la posee:
Durante las semanas que siguieron no podía quitarse a Murasaki del pensamiento; le parecía incomparable, la mujer que se acercaba más a su ideal de perfección que había hallado en el mundo. Como la muchacha ya había dejado de ser demasiado joven para el matrimonio, le insinuó repetidas veces sus sentimientos y anhelos, pero ella no parecía entenderlo. Cuando estaban solos, jugaban al go o a las adivinanzas chinas. Murasaki era muy lista y sabía complacerlo de mil maneras. Genji, que hasta entonces no había considerado en serio la posibilidad de convertirla en su esposa, tomó al fin la decisión, aunque sabía que la muchacha se resistiría y se sentiría muy incómoda en los primeros tiempos.
Un día Genji se levantó de la cama temprano, pero Murasaki permaneció en el lecho hasta muy entrada la mañana en contra de su costumbre de madrugar. ¿Qué había sucedido entre los dos durante la noche? Las sirvientas que la atendían estaban perplejas. Antes de abandonar la estancia, Genji introdujo una caja-escritorio detrás de las cortinas de la cama. Al encontrarse sola, Murasaki levantó la cabeza de la almohada y descubrió una hoja de papel doblada escrita con una caligrafía sin pretensiones. El poema decía así:
Hemos pasado muchas noches
como dos hermanos.
Tarde o temprano
tenía que llegar el momento.
(Del capítulo 9, «El acebo», Aoi)
Al ser su padre adoptivo, Genji inflige a Murasaki un estigma ilusorio de incesto, y ella nunca llegará a ser madre. La narradora, como siempre, se abstiene de emitir juicio alguno, y la muchacha violada de catorce años experimenta poco a poco la transición hacia un período de felicidad junto a Genji, aunque este período, marcado por las continuas infidelidades de él, presenta también mucho de irónico. El héroe, en su búsqueda perpetua de lo que no puede hallar, acude a otras amantes, mientras mantiene a Murasaki en su lugar de favorita indiscutida. Pero ella posee una fuerte personalidad, y no se aferra a él, sino que recurre a la fe budista como camino de regreso hacia sí misma y hacia su infancia. Como Genji no le permite tomar los hábitos de monja, organiza una ceremonia en honor del Sutra del Loto, que reconoce a las mujeres su parte en la salvación. Después, cae en una «larga agonía para aliviar su pena», por decirlo al modo de Milton. Habiendo recobrado la belleza de su infancia, muere la dama perfecta, y deja a Genji completamente solo.
Murasaki no culpa más a Genji de sus inconstancias de lo que culparía a una estación por reemplazar a otra. Un año después, el príncipe comienza a prepararse también para la partida, y muere «fuera de escena» entre los capítulos 41 y 42, como si la propia autora se sintiera demasiado ligada a su creación para presentarnos su fin. El capítulo 42 comienza diciendo: «El resplandeciente Genji había muerto sin dejar atrás a nadie que se le pareciera». La novela se prolonga unas trescientas cincuenta páginas, en las que Murasaki sigue poniendo de manifiesto su genio incomparable para lo que hemos llamado el pathos irónico, pero que son ya «otro cuento».5
El libro se convirtió, y sigue siéndolo hasta hoy, en una especie de Biblia secular6 de la cultura japonesa. Lo que Don Quijote representó casi exclusivamente para Miguel de Unamuno, lo ha representado La novela de Genji para miles de hombres y mujeres con sensibilidad estética. En tanto que obra secular, la vasta novela amorosa de Murasaki adquiere un estatus muy ambiguo, debido a que es casi imposible definir la relación del libro con el budismo. El deseo, la atracción hacia otra persona, es la mayor de las faltas según casi todas las formas de budismo. Este deseo destruye a Genji, y a las mejores de sus amantes. Pero ésta es la esencia del personaje, y, como lectores de la obra, quedamos fascinados por él y por las pasiones que despierta. Lo mejor que he leído sobre la obra maestra de Murasaki es un estudio de Norma Field, titulado de forma precisa y elocuente El esplendor del deseo en «La novela de Genji» (1987). Y ahí, pienso, en este contradictorio «esplendor del deseo», es donde debe situarse el genio de Murasaki. El deseo es un anhelo que nunca puede ser satisfecho, un ansia jamás apaciguada. Tras leer a Murasaki ya nunca se sentirá el amor y el enamoramiento del mismo modo. Ella es el genio del deseo y nosotros sus aprendices, incluso antes de leerla por primera vez.
HAROLD BLOOM