I. EL IMPERIO ORIENTAL
La Roma Nova —Constantinopla tras la muerte de su fundador— se instala sobre una península poblada desde tiempos inmemoriales, que domina el estrecho de comunicación entre el Mediterráneo y el Mar Negro. Colonos de Mileto y Megara bautizaron el lugar como Bizancio, que fue sucesivamente miembro de la liga democrática y de la espartana, manteniéndose bajo el poder romano como una ciudad de segundo orden, a pesar de su privilegiado emplazamiento. Esto cambió radicalmente desde 330, cuando Constantino decidió convertirla en alternativa a la vieja Urbe e invirtió buena parte de sus recursos en urbanizarla y embellecerla.
Gracias a extraordinarias obras de fortificación, que se terminan dos siglos más tarde2, la segunda Roma reinará medio milenio sin disputa desde los Balcanes a Mesopotamia, y será capaz de sobrevivir —progresivamente reducida— hasta 1453. Desde el siglo V no es solo la sede del Imperio de Oriente sino un foco de industria y comercio solo comparable con Alejandría, sobre la cual ostenta la ventaja de ser el centro administrativo y militar. A diferencia de la otra sede imperial, tiene en el campo y las ciudades una clase media que produce e intercambia, cuyo medio de vida son conocimientos y técnicas. Según una fuente árabe:
«Desde el país bizantino llegan artículos de oro y plata, dinares de oro puro, plantas medicinales, telas tejidas con oro, brocado de seda, animosos caballos, esclavas, artículos raros de cobre, cerraduras que no pueden forzarse, liras, ingenieros hidráulicos, expertos agrícolas, marmolistas y eunucos»3.
Mientras tanto, Occidente va entrando en un sistema de grandes dominios incomunicados, progresivamente ajeno al comercio. La desaparición del dinero allí coincide con el proceso opuesto en el Imperio oriental, y reinando Anastasio I (491-518) las rentas han crecido hasta el punto de que la contribución rústica puede pagarse en metales nobles, no en especie. Aunque emprende importantes obras públicas, sus dos décadas de gobierno aportan a la tesorería ciento sesenta toneladas de oro, un saldo neto cuyo origen no son conquistas o saqueos sino granjas rentables, talleres y negocios de exportación e importación. Prolongando tradiciones griegas, fenicias y judías, que saben insertarse sin violencia en la oferta y la demanda de cada espacio, su manera de emplear los recursos humanos y materiales no puede ser más distinta de la occidental.
1. Un periodo expansivo. Dos entre las señas de identidad de Constantinopla, su «magia civilizadora» y su «imperialismo defensivo»4, parten de no comulgar con el desdén romano por la industria, y su legendaria diplomacia se liga a lo mismo. Cuando Atila amenaza al país, por ejemplo, las negociaciones con Teodosio II desembocan en que recibirá novecientos cincuenta kilos de oro. Pero tan importante como esa cláusula del convenio es otra, por la cual se establecen puestos comerciales bizantinos en territorio huno, que además de importar materias primas recobran con la venta de sus manufacturas el oro extorsionado.
La mentalidad emprendedora deroga entonces el impuesto selectivo que Constantino creó para gravar las rentas de profesionales y hombres de negocio (el chrysargiron), y una parte razonable de los recursos públicos se destina a mantener o crear infraestructuras. Constantinopla, cuyo censo supera el medio millón de habitantes, elabora y exporta los bienes antes mencionados, centraliza el tráfico de vinos —entre otros el «fuerte» tinto de Gaza— y tiene como principal mercancía la seda. Monjes nestorianos han roto el secreto de su fabricación, celosamente guardado por China, trayendo gusanos que permiten limitar a variedades muy específicas la importación, y bien sea como productora o como mediadora su sociedad genera ciertamente más ingresos que gastos.
Ya antes de que comience a fabricar seda propia el superávit sugiere a Justiniano (527-565) varios proyectos ciclópeos, entre ellos una reconquista del Imperio occidental que consuma en considerable medida5. Mucho más duradera y útil iba a ser la compilación de edictos y dictámenes de los jurisconsultos clásicos, el Corpus iuris civilis. Otra de sus obras inmortales, la catedral de Santa Sofía, empieza a erigirse cuando no se han apagado aún los rescoldos de una rebelión que incendia buena parte de la ciudad, causando decenas de miles de muertos6.
II. EL BIZANTINISMO
El Imperio oriental constituye el centro de los debates sobre ortodoxia, que son también rivalidades entre Constantinopla, Alejandría y Antioquía, concretadas en luchas feroces de sus respectivos patriarcas. Aquello que en Roma representa el poder pretoriano lo comparten allí una burocracia reclutada entre eunucos, con no pocas emperatrices omnipotentes y una corte que pretende aunar virilitas latina, modales helénicos y pompa asiática. Juan Filopón (ca. 490-570), principal erudito bizantino, ejemplifica la versatilidad de su cultura con ideas sobre cinemática que inspiran a Galileo, estudios lingüísticos y filigranas teológicas como calcular cuántos ángeles caben en la punta de un alfiler.
Teniendo un pie en la prosa del comercio y otro en la poesía del dogma, los ciudadanos de la Roma Nova se polarizan en una defensa de versiones menos y más misteriosas de la verdad. Las disputas inauguradas por Arrio y san Atanasio apasionan tan vivamente que innumerables personas perderán la vida defendiendo la diferencia entre homoiusíos y homoousíos. El más instruido de los Padres orientales comenta por entonces:
«La capital está llena de obreros y esclavos que son todos profundos teólogos, y predican en sus talleres y en las calles. Si pedís a alguien que os cambie una pieza de plata os instruye sobre la diferencia entre el Padre y el Hijo; si preguntáis el precio de una barra de pan os contestan que el Hijo es menos que el Padre, y si preguntáis cuándo terminará de hornearse os aclaran que el Hijo fue formado de la nada»7.
Le escandaliza ver estas cuestiones abordadas por «obreros y esclavos», cosa curiosa cuando el Sermón de la Montaña bendice precisamente a pobres espirituales y materiales. Esas y otras paradojas abundan en una cultura que cuanto más apasionadamente busca la verdad más eleva a substancia lo ceremonial, en la cual franqueza equivale a rudeza y es signo de elegancia desunir forma y contenido. Las esperanzas civilizadoras descansan en una ciencia diplomática, aunque el apasionamiento fanático anida en el protocolo mismo. El drama de la conciencia infeliz —desgarrada ante el hecho de ser «carne» y la necesidad de maldecirse por ello— capta protagonistas tan singulares como la emperatriz Teodora y el gran general Narses, la primera una prostituta de lujuria infinita8 y el segundo alguien castrado desde la infancia.
En la empobrecida Europa reina tranquilamente un culto a santos y reliquias, que gracias a ello combina el misterio de la Encarnación con el politeísmo previo. En el Imperio oriental fascina la oposición irreconciliable entre espíritu y materia, y el problema es frenar a la rama más radicalizada y rica en este sentido, la gnóstica, que ve en el Padre la potencia maligna y en el Hijo la benigna. Sus adversarios teológicos lo consideran la más abominable blasfemia, pero ambos coinciden en que Jesucristo pasó por el vientre de María «como un destello solar cruzando un cristal»9, sin roce alguno con la inmundicia mundana. Antes de que surja el cisma entre ortodoxos y católicos, vigente hasta hoy, ese clima alimenta los sangrientos concilios de Éfeso (431 y 449), donde bandas de anacoretas se suman a mercenarios y al séquito de los patriarcas de Alejandría y Constantinopla. Todos luchan a brazo partido por hacer que triunfe la unidad o pluralidad sustancial del Hijo, decantándose al mismo tiempo por la virginidad más o menos literal de María. Los triunfantes en esa disputa alegan que «quien divida al Cristo [en una naturaleza divina y otra humana] dividido sea con la espada y quemado vivo»10. Así sucederá, en efecto, cuando las actas del segundo concilio se conviertan en bandos municipales.
1. Economía y sociedad. Antes de Justiniano las finanzas van tan bien que ni siquiera los gastos extraordinarios derivados de mantener la fe ortodoxa interrumpen los planes de recobrar el Mediterráneo. El excedente permite también subvencionar a los persas para que su celo preislámico —la religión zoroástrica— no imponga sacrificar por sistema a toda suerte de infieles hallados en sus territorios, disuadiéndoles también de su ancestral disposición expansiva. Pero el brote de peste bubónica (541-543) mata a un tercio de la población, liquidando el excedente de personas dispuestas a trabajar o alistarse.
La escasez de brazos dispara una espiral en los salarios que el gobierno intenta corregir legislando sobre sueldos máximos, y el efecto de la plaga a medio y largo plazo será convertir a los bizantinos en importadores masivos de esclavos como mano de obra, cuando precisamente el rendimiento del trabajo libre distinguía hasta entonces sus productos. Aunque otras culturas padecen ese tipo de epidemia sin cambiar estructuralmente —e incluso lo aprovecharán, como Europa, para acelerar el cambio social—, la bizantina reacciona ante la catástrofe haciéndose más militar y más clerical, un proceso que en pocas generaciones acaba con su clase media agraria y urbana.
Desde fuera sus ciudades parecen fortalezas, y miradas desde dentro se organizan como conventos. Ya precozmente ese elemento monástico justifica que Justiniano clausure en 529 la Academia de Atenas, imponiendo un código de costumbres que subvenciona formas célibes de vida y estorba de modo espectacular la repoblación. Le quedan a Constantinopla casi mil años de vida, pero ya no como Imperio de Oriente sino como alianza de feudos, radicada en un lugar natural de poder convertido por obra humana en fortaleza inexpugnable. El bastión civilizador constituye, en realidad, una amalgama de formas suntuarias y fondo fanático que solo el propio bizantinismo puede gestionar.
La paralización que define a los sucesores de Justiniano parece invertirse con la llegada del enérgico Heraclio, cuya victoria sobre los persas permite reconquistar Alejandría. Este emperador quiere recobrar una agricultura no latifundista y diversificada, devolviendo al efecto tierras expropiadas por sus antecesores, pero en 622 —cuando accede al trono— Mahoma se ha ido de La Meca a Medina para fundar la ummah musulmana, un movimiento que en pocos años conquista gran parte de Asia Menor, sitiando Constantinopla desde 647 a 678. Aunque tenga las mejores bibliotecas, y abundantes polígrafos, el futuro de Bizancio es una vida de espora.
Por lo demás, fue el bizantinismo quien sembró la discordia más enconada entre diofisitas y monofisitas, y van a ser estos últimos quienes rindan Egipto y Siria a los islámicos, con tal de tener autoridades políticas y religiosas más tolerantes que su Emperador o su Patriarca. Los califas se lo concederán, a cambio de cobrar un tributo por ello, y lejos de asimilar esta lección el Imperio persevera en disputas teológicas que van haciéndose cada vez más sangrientas, hasta desembocar en un siglo largo de guerra entre iconófilos e iconoclastas11.
La progresiva clericalización se hace en detrimento de la vida mercantil, que si en el siglo V y VI resultaba floreciente en el IX aparece exhausta. El emperador Teófilo (829-842) ve con escándalo que su esposa sea propietaria de un mercante anclado en el puerto, y ordena destruirlo. A su juicio, «el comercio es incompatible con el imperio»12. El colmo del mal se encarna en los judíos, que han empezado siendo perseguidos desde Justiniano y acaban por desaparecer completamente de sus dominios.
III. EL MONOTEÍSMO DEPURADO
En persa antiguo arabaya significa «tierras al sur» (de Mesopotamia), y los romanos distinguían una Arabia Desertica de una Arabia Felix o dichosa. La primera, que nunca fue presa codiciada por conquistadores, era tierra de «jinetes montados sobre dromedarios y tribus sin historia» tradicionalmente propensas al atraco (latrocinium)13. La segunda, que ocupaba los territorios actuales de Yemen y Omán, es probablemente el origen de los semitas nómadas14 y alberga desde tiempos inmemoriales reinos prósperos como el de Saba. Sus marinos descubrieron que el monzón les permitía ir y venir de la India, sus agricultores aprendieron a producir masivamente incienso y mirra15, y coordinar ambas cosas hizo de esa zona el mayor centro antiguo de importación y exportación de especias.
Para llevar estos productos al Mediterráneo debían cruzar el mar de arena, y uno de sus tramos más inclementes pasaba por el valle desértico pero abundante en pozos de La Meca. Las caravanas repostaban y renegociaban allí, un lugar famoso por lo amargo de su agua y por una piedra negra (la Ka’ba) —quizá un meteorito— venerada junto a otras deidades paganas, que parecen haber sido fundamentalmente tres diosas16. A finales del siglo VI, mientras persas y bizantinos se disputan políticamente la región, en ambas Arabias la bandera del fervor religioso es sostenida por judíos, cristianos coptos y maniqueos.
Todo el horizonte cambia con la llegada de Mahoma (ca. 570-632), un nativo de La Meca que tras hacer frente a la desventaja inicial de ser huérfano17 acaba formulando un monoteísmo más racional que el de sus antecesores proféticos. Propone explícitamente una repetición (q’uran) de las tesis mosaicas, cristianas y maniqueas, que reteniendo la «verdad inmortal» de cada secta evite también sus limitaciones y corrupciones. En términos teológicos se parece como dos gotas de agua al cristianismo arriano, pero no podemos pasar por alto algunos matices diferenciales.
1. La genealogía árabe. El monolito llamado Ka’ba, dirá Mahoma, no es un ídolo más sino el único símbolo terrenal de Alá, dios único y omnipotente. El templo que le dedicaba el politeísmo fue construido en realidad por Abraham y su hijo Ismael, padre ancestral de los beduinos, mucho antes de que Salomón erigiese el suyo en Jerusalem18. La madre de este pueblo es por tanto Agar, una esclava árabe de Sara —la mujer de Abraham— que acosada por sus celos y malos tratos huyó internándose en el desierto. Allí un ángel le vaticinó que su hijo tendría «una descendencia incontable», y que Ismael sería «como el asno salvaje, con su mano contra todos y la de todos contra él»19.
Cuando Mahoma emigra con sus primeros seguidores de La Meca a Medina, en 622, su liturgia manda orar mirando a Jerusalem y él se dirige a la importante colonia judía de la ciudad diciendo: «¡Pueblo del Libro! El Profeta ha llegado hasta vosotros para que no pudieseis decir que nadie os avisó de la buena nueva»20. Según parece, los rabinos le objetaron errores de bulto sobre la Torah —un indicio de que, al menos entonces, no sabía leer—, y desde 624 las oraciones del fiel se harán mirando hacia La Meca. Pasar del respeto filial a la animadversión depende también de conseguir el apoyo de los no judíos, y cuando pasa a controlar Medina, en 627, expulsa a parte de los judíos, confiscando previamente sus bienes. En 628 manda degollar al resto21.
Mahoma critica del judaísmo su pretensión de que el Omnipotente podría limitar sus bendiciones a un linaje. Al cristianismo le imputa la blasfemia de desdibujar la diferencia irreductible entre divino y humano, aunque coincide con Jesús en dirigir su mensaje a «menesterosos y desventurados», y está sentimentalmente muy próximo al pobrismo evangélico22. Común a cristianos y maniqueos es, por último, una insensata condena de «la carne». Como el Dios de Moisés, el suyo no quiere monacato ni mortificación ascética, sino mesura. El fiel, que será premiado en el Cielo con huríes supremas, tendrá en la tierra harenes y una sociedad organizada para que su disfrute ni sea interferido ni desemboque en excesos23.
Infinitamente distante, de Alá24 se dice también que «está más cerca que la vena del cuello»25, y que como el Padre cristiano padeció la rebelión de un arcángel maligno, el Demonio. Esta peripecia cosmogónica, desconocida para la religión mosaica y emparentada con el dualismo zoroástrico26, limitaría en principio la omnipotencia divina. Pero tanto la tradición cristiana como la mahometana aclaran que —sin perjuicio de ser formidables— los poderes del ángel sedicioso son muy inferiores a los de Dios. No hay por ello un Mal comparable en fuerza al Bien, sino tan solo muy tenaz. Por otra parte, negar el dualismo teológico implica también trasladarlo a la vida cotidiana, y el buen musulmán debe considerarse un soldado en la guerra sin armisticio entre la luz y las tinieblas. Hasta qué punto es así lo indica que arrepentirse de haber abrazado su fe equivale a deserción, y quienes tengan a mano al apóstata serán personalmente responsables si no le matan.
2. El credo como Estado. El Corán cuenta que Jesús solo pareció morir y ascendió vivo al Cielo27, donde más adelante pronostica la llegada de Mahoma28. Preguntado por Alá, aclara en otro pasaje que ni él ni su madre María tienen condición divina29. Al contrario, Moisés, Jesús y Mani fueron simples mortales iluminados, como el propio Mahoma, a despecho de que a él le rodeen portentos desde su nacimiento30. Ser el Sello de la Profecía no deriva en su caso de alguna superioridad ontológica, sino de que ha planteado al fin con total claridad el programa religioso: 1) «Matad a los politeístas allí donde los encontréis, salvo que se arrepientan»31; 2) La «sumisión a Dios» (islam) equivale a un Estado planetario único, que zanja cualquier distingo entre fe y política.
Dicha sumisión universal deja atrás aquello que hace del judaísmo un culto-familia, y del cristianismo una secta llamada a la marginalidad y la insumisión. La teocracia no es un accidente histórico sino una pauta perpetua, cuya eficacia práctica se demuestra con una fulgurante expansión. Guiados por el lema «victoria o paraíso», y ayudados por el sectarismo de bizantinos y persas, en unas décadas los sucesores («califas») del Profeta conquistan un territorio superior al anexionado por los romanos en medio milenio, llegando poco después hasta China. También es significativo que en gran parte de esos dominios la rueda sea inútil32.
Mahoma y el califa Omar, su gran heredero, son comunistas de corazón que aceptan la propiedad privada como mal menor. De ahí que vean en el sometimiento político genérico —y en la esclavitud, su forma extrema— algo no solo inevitable sino neutral, pues amos y siervos disponen de idénticas oportunidades para salvarse. Aunque tanto los musulmanes como los cristianos se declaran hermanos, y coinciden en declarar obligatoria la limosna, ni el Corán ni el Nuevo Testamento contienen nada parejo a la regla mosaica de que el esclavo será redimido al cumplirse los siete años de sumisión, recibiendo entonces medios para inaugurar una vida independiente. Esto indica hasta qué punto se ha cumplido una sublimación de lo «familiar», que entiende la sangre común en sentido figurado y el sometimiento en sentido literal.
Para relacionarse con su prójimo al buen mahometano le basta cumplir la regla de cortesía sugerida por san Pablo, según la cual el amo será impecable mientras no trate con crueldad a sus herramientas vivas. Desde el siglo VII la demanda árabe de esclavos será decisiva para Europa, que necesita toda suerte de artículos controlados por los musulmanes y solo puede procurárselos vendiendo jóvenes a Bagdad y Córdoba, dos compradores cuyo poder adquisitivo supera pronto el de Bizancio. Ceder los mejores ejemplares de latino, nórdico y eslavo no resulta precisamente eugenésico para el Continente, pero la Santa Sede y los Califatos suspenden sus odios cuando se trata de articular dicho tráfico, y en 806 el jurista Ibn Sahnun aclara que «no está permitido capturar barcos cristianos, estén donde estén, si son comerciantes conocidos por sus relaciones con los musulmanes»33. Intercambiar personas por seda, especias y metales nobles puede considerarse «el primer gran impulso para el desarrollo de la economía comercial europea»34.
IV. FRATERNIDAD Y DISCORDIA
Cuando el Profeta muera inopinadamente, sin preparar su sucesión, no solo surgen algunas dudas35 sino dos modos contrapuestos de entender la vida piadosa. En principio, la disidencia viene de que el nuevo jefe de la ummah musulmana es uno de los suegros del Profeta —el anciano Abu-Bakr, padre de Aisha, su favorita— y no Alí, marido de su hija Fátima y primo del Profeta, aunque ambos coincidan por completo en términos doctrinales. La escisión se mantiene latente durante la década prodigiosa de Omar (634-644), que llega al trono dos años después de morir Mahoma y es el mariscal perfecto para las tribus árabes. Vive como un beduino, armándose cada día una tienda individual para no dormir totalmente al raso, y castiga el lujo de sus generales no solo confiscando cualquier vestidura de seda, piel o pedrería sino haciendo que esos impíos sean pasados por lodo en su presencia36.
La conducta hacia no islámicos resulta unánime en los comienzos y se resume en el bando de Jaled, «alfanje de Alá», al tomar Alejandría: «Ea, perros cristianos, ya sabéis la alternativa: el Corán, el tributo o la espada»37. Hacia dentro, sin embargo, cunde un retorno a las discordias tradicionales, que desde 655 ya no son luchas entre clanes sino guerras entre ejércitos de musulmanes. Pasar del tribalismo beduino a un reino islámico unificado coincide con una secuencia de magnicidios que liquida a tres de los cuatro primeros califas, asesinando también a Alí y a su hijo Huseín, hasta desembocar en una escisión oriental y occidental de ese imperio que no responde a razones estratégicas, sino exclusivamente al rencor. El estandarte blanco de la dinastía omeya pasará a ser el negro de la abásida, por ejemplo, pero lo fundamental es una divergencia permanente en concepciones del mundo.
Los sunitas, partidarios de la práctica (sunna), defenderán en lo sucesivo un «conformismo basado en creer que treinta años de tiranía son preferibles a un día de desorden»38. Los chiitas optan por la pasión victimista de Alí: «No encontrarás opulencia sin topar con derechos pisoteados de las personas [...] no hay bocado exquisito libre del hambre de quienes trabajaron para hacerlo posible»39. La figura política adaptada a su arrebato emotivo es el imam, que al encarnar la infalibilidad no es tanto una persona física como un espíritu. Marginal y minoritario, aunque magnético también para las masas, el chiísmo se expande y diversifica a través del sufi o místico, llamado también «hombre pobre» (fakir en arábico, dervish en persa).
El «mártir del amor», Ibn Mansur al-Hallaj, será ejecutado en Bagdad (922) por ver en sí mismo «la verdad creadora», y de esa corriente parten fenómenos muy diversos: una lírica metafísica insuperada —con Ibn Arabí, Jayam40 y Roumi—, la Destrucción de los filósofos (1095) de Algacel41, y la obra básicamente científica de Avicena (980-1037) y Averroes (1126-1198)42. Entretanto, un tropel de discordias y usurpadores desteje cada noche lo tejido durante el día. «El principio islámico es la religión y el terror, como el de Robespierre sería la libertad y el terror»43, y su prodigiosa capacidad para conmover y disciplinar no encuentra como contrapartida una solidez orgánica, pues las tribus árabes solo mantienen su acuerdo cuando irrumpen desde el desierto para conquistar Asia Menor. A partir de entonces su inmensa ummah es un semillero de discordias, que responde con integrismos renovados a sus progresos en cualquier otra dirección. En el califato de Bagdad, por ejemplo, entre 908 y 945 hay cinco regentes y cuatro de ellos serán asesinados, un proceso que desemboca en la entrega del imperio a mercenarios turcos.
1. Algunas instituciones. La financiación inicial del islam queda asegurada por el genio político de su Profeta, que inventa el sistema de pagar tributo a cambio de libertad religiosa. Omar cumple esa regla escrupulosamente —prohibiendo infligir cualquier molestia al tributario—, y obtiene con ello cifras fabulosas, sin duda superiores al resultado del simple pillaje. Por ejemplo, doscientas mil monedas de oro le llegan de «tolerar» en Cesarea, trescientas mil de tolerar en Antioquía y cinco millones de piezas por hacer lo mismo en la recién conquistada Ale jandría44. A diferencia del saqueo, esa fuente de ingresos se renueva año tras año —no solo a medida que aumentan sus conquistas, sino al ritmo en que vayan naciendo nuevos «tolerados»—, y ayuda a entender la aparición de urbes gigantescas, que no tardan en formar una cadena desde Marrakech a Cachemira, con El Cairo como megalópolis.
Entre el siglo VIII y el XII los excedentes agrícolas y las manufacturas que el mundo musulmán produce o transporta son el grueso del comercio mundial, sostenido sobre una red de rutas terrestres y marítimas que sus mercaderes roturan o amplían. Dadas las oportunidades inmejorables de negocio, que derivan de ser una fraternidad sin fisuras ante los no conversos, esos comerciantes renuevan usos jurídicos y forman escuelas de jurisprudencia, racionalizando así el intercambio de sus artículos con los europeos, los indios y los chinos. Tanto más llamativo es, por ello, que desde el siglo XI el producto exportado vaya perdiendo entidad45, y la economía se asome a una crisis sin marcha atrás. El imperio abásida, que alcanza el cénit de su esplendor con Harún al-Raschid (786-809), se desintegra políticamente al ritmo en que el islam va pasando a ser mayoritario entre sus poblaciones, y repite en más de un sentido los retrocesos característicos del Bajo Imperio romano46.
El fulgurante crecimiento tiene su talón de Aquiles en prescripciones análogas a las que maniatan el crédito en Europa, satanizándolo como usura. En efecto, el préstamo se diría uno más entre los cuatro tratos primarios47, pero Mahoma ha prohibido genéricamente la ribah o interés del dinero. Añádase a ello que el Corán y la sharia prohíben no solo el juego sino cualquier tipo de iniciativa mercantil semejante, vetando la relación directa entre riesgo y beneficio. Tal pauta excluye las transacciones especulativas o «de resultado imprevisible»48, y por eso mismo aquello decisivo para que «el simple flujo circular» de producción y adquisición pueda transformarse en «desarrollo» propiamente dicho49.
Como la ummah es un resultado teológico, no puede esquivar el odio entre legalistas y esotéricos que dibuja la grieta entre realismo y apasionamiento, modo de vida sunita y chiita. Aunque su civilización no tiene entonces igual, ventila las crisis recortando una vida civil nunca aceptada del todo. En el siglo XI, por ejemplo, brota una corriente de «Gran Resurrección» que calca los eventos apocalípticos anunciados por futurólogos hebreos y cristianos50. Algo paralelo ocurre con el culto maniqueo, cuya fe dualista revive en las formas más populares del chiísmo. Comparada con la católica, su fe es un modelo de sobriedad intelectual; pero en vez de preparar una mesocracia sus califatos evolucionan hacia un medievo donde tanto la industria como las clases medias se estancan o retroceden. A partir del siglo XII los avances tecnológicos pierden impulso, al mismo tiempo que el nivel de conocimiento y comprensión en el campo de las ciencias51.
La lucidez suele coincidir con el ocaso, y eso ofrece Ibn Jaldún (1332-1406), cuya Introducción a la Historia puede compararse en términos analíticos con lo equivalente de Aristóteles y Hegel. Estudiar culturas y cambio social le lleva al concepto de una «cohesión» (asabiyah) surgida espontáneamente en tribus y grupos familiares, que alguna fe intensifica y amplía hasta crear reinos e imperios. Factores psicológicos, sociológicos, políticos y económicos provocan la decadencia inevitable de cada asabiyah, que en realidad ha allanado el camino a otra y otra. Llamativamente, Jaldún no ve en este proceso más evolución que el paso de la vida silvestre a la civilizada, algo común a toda sociedad no ágrafa. En el horizonte islámico solo hay pleamares y bajamares de un océano inmutable.
V. U N APUNTE SOBRE EXTREMO ORIENTE
En contraste con otros marcos culturales, China es un país agraciado por no hallarse sujeto a «ascesis histerizante», en palabras de Weber.
«La ausencia de “nervios” en el sentido que el europeo asocia hoy a esta palabra, la paciencia sin límites y la contenida cortesía [...] todo esto parece mostrar una unidad bien trabada en sí misma. Para lo demás hallamos una aversión extraordinaria hacia todo lo desconocido [...] y una insinceridad sin parangón en el mundo»52.
Allí el fenómeno de la pobreza no puede relacionarse con motivos éticos y teológicos, como los que se oponen a la institución crediticia y el juego mercantil entre cristianos e islámicos. Pero sus penurias económicas no serán menores, y aunque sea a título de mera digresión podemos preguntarnos de dónde podrían provenir, y qué puntos de contacto tienen con el subdesarrollo crónico de otras civilizaciones. Si nos situamos en China a mediados del siglo IV —cuando los obispos católicos celebran el sínodo de Paflagonia53—, leeremos en la crónica imperial que el producto agrícola es insuficiente para «las necesidades del Estado». He ahí un dato paradójico, pues el Río Amarillo y el Chiangjian depositan ellos solos casi diez veces más sedimentos que el Nilo, el Amazonas y el Mississippi juntos, regalando grandes extensiones de terreno aluvial que rinden hasta cuatro cosechas anuales, dos de ellas de arroz, un cereal cuyo rendimiento en calorías por área es seis veces superior al del trigo54.
Tan inmejorable base nutritiva tiene como complemento campesinos muy dóciles, que sus señores desplazan como si fuesen semillas de las plantas cultivadas por ellos. Trabajan la tierra con una meticulosidad emocionante, y «su virtuosismo en el ahorro jamás ha sido alcanzado en otra parte del mundo»55. Sorprende incluso que sobrevivan sin graves taras, porque aprovechar cada metro para el cultivo priva de espacio a animales distintos del cerdo, y como estiércol se usan el de este omnívoro y el humano. Dicho abono lo transportan e insertan con ayuda del arado seres próximos a la ciencia-ficción. A despecho de estas condiciones, en 350 el emperador T’ai-wu no tiene suficiente «ni para su digno sustento personal», y mucho menos para obras públicas. Como quiere borrar el «despilfarrador anarquismo»56, ordena componer un censo de todos sus súbditos que permita controlarlos estrechamente, pues la prosperidad del país peligra si se dedican a consumir pasatiempos o amasar dinero. A su juicio, los deberes procreativos y productivos del pueblo exigen pena capital para quienes «beban vino, asistan a espectáculos teatrales o dejen la agricultura por el comercio». Algunos reos de ebriedad, pasatiempo y comercio son exterminados entonces, aunque el precepto termina cayendo en desuso y la economía sigue estancada.
Ninguna religión subraya tanto como el confucianismo la conquista de confort material. Por otra parte, sacralizar la riqueza no implica que estén dadas las condiciones para el desarrollo de una «mentalidad» económica57, algo que en el caso chino parece unido a sus convicciones políticas. A despecho de que Europa conozca innumerables autócratas como T’ai-wu, es necesario esperar a 1651 para que el Leviatán de Hobbes —un reflejo de la larga y feroz guerra civil inglesa— presente formalmente la arbitrariedad de uno como única garantía de paz social. Su pesimismo le dicta que hasta el soberano más ávido de sangre y expolio es preferible a la mejor intencionada asamblea democrática, y que el único modo de evitar una guerra de todos contra todos está en el aparato de dominio incondicional y vitalicio ofrecido por el absolutismo. Lo pasmoso de la historia china es que dicho criterio rija allí desde tiempos inmemoriales, sin contradictores como los que encontró Hobbes. Desde el primer mandarín hasta el último súbdito, todos parecen coincidir en que una autoridad infinita es incondicionalmente preferible a una autoridad limitada.
1. El poder del capricho. Mil años después de que T’ai-wu muera encontramos al país fascinado con la construcción de barcos. Una de sus flotas —mandada por el almirante eunuco Zheng He— dispone de 317 naves, algunas enormes (ciento treinta metros de eslora, frente a los veinte de las carabelas de Colón), capaces de transportar varios regimientos. Toda Europa junta no puede imaginar siquiera una armada semejante58. Pero la Corte cambia de idea, y en 1500 quien construya una embarcación con más de dos mástiles merece pena capital. En 1525 las autoridades costeras ordenan destruir todo barco que surque la alta mar, así como el encarcelamiento indefinido de sus propietarios. El motivo expreso de este decreto es que al Imperio no se le ha perdido nada fuera: «China recibirá pleitesía y tributos, permaneciendo ajena a la tentación del vil comercio, tanto como a novedades de fabricantes. Las propuestas de mejora son superfluas cuando no censurables»59.
Ha llegado un nuevo brote de Imperio inmóvil, donde los escasos testigos europeos observan cómo «cualquier hombre de genio inventivo se ve paralizado por la idea de que sus esfuerzos no le valdrán recompensas sino castigos»60. Precisamente por esos años preparaba Portugal sus primeras expediciones a Extremo Oriente, seguidas algo más tarde por las de holandeses e ingleses, y tanto flotas comerciales como militares habrían sido útiles para que el Imperio no pasase de una suprema altivez a estar de rodillas ante Rusia, Japón y las potencias occidentales.
La misma actitud se observa con el cañón, un invento chino del siglo XIII, pues en el siglo XVII el país ha olvidado tanto producirlo como usarlo, y cuando en 1621 los portugueses de Macao regalen al Emperador cuatro piezas deben complementar su obsequio con otros tantos artilleros61. Como la construcción naval, la metalurgia se estanca indefinidamente. No solo en estos campos sino «en su conjunto, el desarrollo chino plantea el mismo problema una y otra vez»62.
2. Derecho y legislación. Mirado desde el presente, de alguna manera ventilará sus cuentas con la veleidad gubernativa un país tan aventajado en genio inventivo63. El hecho de que todas las comunidades chinas extramuros sean prósperas sugiere que lo problemático está dentro. En Europa hasta el más sanguinario y venal rey bárbaro debía aparentar buena voluntad y rectitud para no granjearse una rebelión inmediata. En el Pekín de T’ai-wu —como en el de Mao— eso sería una iniciativa extemporánea, cuya flaqueza promueve sedición. Mientras el Hijo del Cielo está decretando en 1525 un nuevo periodo de glorioso aislamiento, católicos y protestantes coinciden en pensar el tiranicidio como acto ético supremo, y llaman tirano precisamente a quien ignore la buena voluntad y la rectitud.
Causa y efecto de esta diferencia es que el despotismo asiático atribuya el dominio de todo al soberano, cuando «cualquier ley contra la propiedad es una ley contra la industria»64. Tolerar el liberticidio tira al desván los propios hallazgos y desincentiva la diligencia. De Shi-Huang Ti (c.259-210 a. C.), primer Emperador, se cuenta que mandó quemar los libros confucianos e hizo castigar a un monte, deforestándolo, por haber dificultado la maleza su augusto caminar. Todavía en 1455 otro emperador castiga al monte Tsai por la misma falta de respeto65.
Cuando comparamos el Imperio romano con el bizantino, el árabe y el chino las diferencias desbordan exponencialmente a los parentescos. Todo se diría particular en cada caso, salvo que nunca pase de pequeña minoría un estrato móvil y equidistante entre el príncipe y el mendigo. Precisamente eso dejará de suceder en Europa, cuyo destino incluye crear la clase media más amplia y estable de todos los tiempos. Pero es una tarea en gran medida anónima e inconsciente, que va cumpliéndose a lo largo de muchos siglos a golpes de azar y necesidad, donde la civilización occidental solo se adelanta a otras por reaccionar de modo distinto a sus peculiares adversidades.