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EN EL REINO DE LA AUTARQUÍA

«Dios proveerá.»

JUAN CRISÓSTOMO, Homilía IX.

A lo largo del siglo VIII, cuando los negocios pacíficos han desaparecido en Europa, ningún escrito conservado añora al comerciante. Ya el edicto sobre precios máximos de Diocleciano le atribuía el encarecimiento de las cosas, y para el sistema Pax Dei es sencillamente una sanguijuela. Por otra parte, la economía llevaba medio milenio empeo ran do ella sola, sin necesidad de refuerzo ideológico ni trabas al intercambio como las que llegan con el medievo. La crisis de la estructura productiva y distributiva se diría inmodificada, de no ser porque factores antiguos y nuevos están aliándose para hacer que el sistema vigente —«pagar la renta con servicios»1— esté demoliendo efectivamente cualquier vestigio de actividad económica, y acercándose así al final de ese concreto camino.

En efecto, la premisa del intercambio no es compatible con el ideal de autarquía, ni con el hecho de que «nadie pueda disponer de su tierra por venta o testamento, y que el poseedor nunca sea considerado propietario»2. Solo habrá tráfico cuando los mismos o parecidos bienes tengan precios distintos en lugares distintos, y aunque eso lo aseguran siempre las particularidades de cada territorio una falta de noticias opera como si semejante cosa no existiera. El comercio vive de información, y cuando topa con ruido de fondo en vez de señales no puede acercarse siquiera sea vagamente a un cálculo de costes y ganancias.

I. TELONES, CAMINOS Y ESPECIAS

La falta de datos directos sobre el tráfico no excluye, en cambio algunos indirectos como las rentas del peaje o telón (thelonium), que se cobraba al usuario de caminos, diques, puentes y puertas. Sabemos así, por ejemplo, que en Franconia los ingresos derivados de esos gravámenes fueron bastante parejos durante un periodo tan prolongado como el que va de 500 a 670, lo cual demuestra un movimiento pequeño aunque regular de bienes3. Al noroeste los actuales holandeses hacían ya en tiempos de Trajano unos famosos paños frisios (pallia fresonica), aprovechando el clima algo menos frío de las zonas costeras para criar ovejas con vellones finos, aunque esa industria —centrada en La Haya— padece desde principios del siglo VI incursiones escandinavas4. Más al norte, en Jutlandia, los arqueólogos han descubierto dos mercados que se remontan a principios del siglo VIII, con casi cien mil monedas bizantinas, persas y árabes5.

Los carpinteros nórdicos están descubriendo entonces cómo hacer barcos de robustez inaudita, y sus pueblos ofrecen tripulaciones capaces de sobrevivir a largas travesías en ellos. No se hará esperar, por eso, una segunda oleada de quienes mucho antes Tácito llamaba «las gentes de fieros ojos azules». Partiendo de Noruega, los normandos exploran el Mar del Norte hasta América y saquean las costas de Frisia, Inglaterra y Francia como preludio a viajes por el Mediterráneo que les llevarán a conquistar Sicilia, todo el sur de Italia y hasta un reino en Palestina. Simultáneamente, los vareng o varegos suecos emprenden una expansión terrestre cuyo resultado será fundar el reino ucraniano de Kiev, abriendo una ruta que los más antiguos anales rusos llaman «camino vikingo a los griegos».

Antes de que esto suceda las rentas derivadas de peaje ofrecen una hebra de información sobre sus futuras presas, porque los ingresos se contraen de modo paralelo al retroceso de los bizantinos ante el empuje árabe, y caen bruscamente desde mediados del siglo VII — al hacerse definitiva la victoria de los segundos—. Llega entonces un periodo en el que apenas hay viajeros registrados, de los cuales cuatro quintas partes son clérigos y el resto peregrinos laicos6. Las vidas de san Wilibaldo y san Bonifacio, algunas de las más antiguas documentadas, tienen en común sugerir a los príncipes y obispos ingleses que se abstengan a enviar peregrinas a Roma y Jerusalem, porque demasiadas compatriotas se han convertido en «adúlteras y rameras» de aldeas y casas de posta.

Tales transeúntes carecen de dinero u otros bienes gravables, y al interrumpirse los ingresos arancelarios no solo cesa cualquier asomo de inversión pública en caminos, diques, puentes y murallas sino la posibilidad de remunerar a administradores locales. Como solo la casta superior puede prestar gratuitamente estos servicios, la bancarrota de cada monarca asegura la cesión del «poder a personas cuyo interés se cifra en disminuirlo»7, convirtiendo a obispos y duques en magistrados ejecutivos y judiciales autónomos. Llega así el feudalismo propiamente dicho, un sistema donde los antiguos delegados del monarca pasan a ser pequeños monarcas. El estado físico de aislamiento se refleja en una unidad política solo nominal, cuyo único apoyo es el rito de homenaje prestado por esos autócratas al rey de cada país.

Con el colapso de las rentas fiscales algunos monarcas se transforman en individuos ociosos o fainéantes, y allí donde estos arruinados individuos pueden influir en quién será el nuevo autócrata regional suelen decantarse por el alto clero, pues no está sujeto entonces a votos de castidad y añade a su nobleza de nacimiento el vínculo con la única institución no sumida en impulsos disgregadores. Indiscernibles de los barones militares, los primeros obispos y abades feudales participan como ellos en las guerras privadas del momento, creando una Landeskirche o Iglesia territorial que desde principios del siglo IX pasa a ser Reichskirche, imperial. Para Carlomagno y sus sucesores «son los funcionarios y el apoyo básico del Imperio»8.

Sin embargo, la descentralización acabará contribuyendo a revitalizar los intercambios, a despecho de que su advenimiento responda al marasmo reinante y no lo altere en principio. El reinado del último fainéant merovingio, por ejemplo, coincide con el ocaso del único circuito que conectaba al Mediodía francés y la modesta industria de Frisia. Hasta ese momento había pequeños almacenes intermedios en Maastricht, Cambrai y Valenciennes, que aseguraban el trueque de paños y lana cruda por dátiles, pimienta, papiro y otros productos de allende el Mediterráneo. Una generación más tarde Marsella ha dejado de existir como ciudad, reducida a una aldea de pescadores que faenan por el litoral en botes9.

Es entonces cuando el obispo Hincmaro reconviene al clero de Reims por pedir «superfluas pensiones» en forma de pimienta, clavo y canela. Dicho suministro mermó probablemente de modo drástico con el ocaso del Mediodía francés, pero aquello que él considera superfluo para sus sufragáneos dista mucho de serlo para la buena sociedad del momento. El universo del ascetismo caballeresco tiene representaciones originales sobre lo necesario y lo accesorio, que si por una parte exaltan ciertos ornamentos por otra les confieren nuevas virtudes. La intensidad con la cual se desean las especias aromáticas se liga al hecho de que proporcionan placer, son símbolos de bienestar y jerarquía e incluso pasan por medicamenta, como aclara el abad de Saint Gall:

«Preocupándonos por tu longevidad, te enviamos aromas, ungüentos y especias medicinales, para que puedas deleitarte oliendo, untándote y probándolas»10.

Prototipos del goce sensual no culpable, dichos artículos ligan al centrado en el más allá con ráfagas de un más acá remoto, donde los árboles exhalan un perfume tan embriagador como terapéutico. Las pomadas fragantes asumen el cuadro de virtudes que hoy atribuimos a vitaminas y antibióticos, mientras otras especias son tan imprescindibles como la mirra y el incienso para el ceremonial de castillos y templos. Este último es, por ejemplo, la principal partida de gasto del complejo formado por el palacio y la capilla palatina de Carlomagno11. En el mundo autárquico, donde indefinidos artículos son lujos y se estigmatizan en cuanto tales, los aromáticos constituyen bienes de primera necesidad para la casta superior. No volvemos a encontrar en la historia europea una pasión pareja por estos artículos, y la falta de dinero admisible o manufacturas competitivas para adquirirlos influirá en que se generalizace su trueque por personas.

1. El capital humano. Por entonces lo único capaz de desplazarse por tierra sin costes exorbitantes es el semoviente humano, que además de andar puede ir cargado de paso con esto o lo otro. Las reatas de esclavos eran algo conocido desde tiempo inmemorial, y la novedad del momento son reatas de «cautivos libres» (captivi qui liberi sunt), formadas por niños y adolescentes de ambos sexos. La distinción entre ellos y esclavos por nacimientos, deudas o rendición militar solo aparece en 880, como cláusula de un tratado entre el Sacro Imperio y Venecia que excluye traficar con captivi. No hay manera, sin embargo, de que la Santa Sede se comprometa a lo mismo, a despecho de que hasta cinco reyes europeos reprochen a distintos papas su colaboración en raptos masivos de sus súbditos12.

Entre las condiciones reinantes destaca que el Mediterráneo esté pasando a ser un monopolio musulmán desde su conquista de Córcega, Cerdeña y Sicilia. Los varegos suecos no han abierto aún la ruta entre el Báltico y el Mar Negro, y el ideal de autosuficiencia coincide con una Europa literalmente bloqueada por tierra y mar, que no puede salir de sus confines pero está indefensa ante todo tipo de visitante. Es entonces cuando niños y jóvenes de aspecto sano pasan a ser la moneda de cambio, y el mercado tradicional de esclavos se transforma en mercado de cautivos. Uno de los milagros que se atribuyen a san Elías el Joven, un siciliano de muy buena familia, fue sobrevivir a dos esclavitudes derivadas de rapto, redimida la primera por el pago de un rescate y la segunda por magnanimidad de su dueño árabe.

Tanto en las costas como tierra adentro, toda Europa es un coto para ojeadores y tratantes en ese tipo de caza, aunque la zona más mencionada sea el «oscuro aunque rebosante depósito humano de los principados eslavos»13. El principal neologismo carolingio resulta ser sclavus14, un término que absorberá todos los previos para nombrar al no libre15, mientras en el Continente reina una situación análoga a la del África negra en el siglo XVIII. Entonces el cazador era algún reyezuelo local y el intermediario solía ser árabe; ahora el cazador es múltiple (nobles europeos, vikingos, magiares, piratas sarracenos), y el tratante puede ser tanto europeo como bizantino o musulmán.

Las sacas en los Balcanes se mantendrán durante tres siglos, y nadie ayuda tanto a esas poblaciones como san Cirilo y san Metodio, dos hermanos que fundan la Iglesia eslava desarrollando un alfabeto en el cual siguen escribiendo rusos, ucranianos, serbios y búlgaros. La gran obra filantrópica de Metodio es cristianizar Moravia, vedándola así en teoría a cazadores amparados en el paganismo de los eslavos. Pero molesta al arzobispo de Salzburgo tanto como a Luis el Germánico, rey de los francos orientales, y su muerte basta para que unos doscientos diáconos de la escuela catedralicia sean capturados en 885; los de más edad son abandonados en el páramo, y los jóvenes se ponen a la venta16. Dos décadas más tarde la princesa Berta de Toscana regalará al califa de Bagdad veinte «eunucos eslavos» y otras tantas «hermosas y elegantes siervas eslavas».

II. PARTICULARIDADES Y ENTIDAD DEL TRÁFICO

Las noticias europeas entienden el proceso con cierto fatalismo. En su crónica sobre los lombardos, escrita hacia 775, Pablo el Diácono habla de Germania como un territorio que se extiende «desde el Atlántico Norte al Don», cuyas bondades higiénicas —el frío ante todo— lo destinan a ser granero humano. Quienes viven en medios cálidos tienen más enfermedades y se reproducen menos, y «he aquí la causa de que incontables muchedumbres de cautivos sean llevados desde esta populosa Germania y vendidos a los pueblos meridionales»17. Aunque abunda el temor a que los raptados renieguen de su fe, solo un monje de Monte Cassino lamenta —en 802— la pedestre verdad del caso; esto es, que «allende el mar las obras están siendo hechas por cautivos de nuestra raza»18.

Los demás son lacónicos hasta el silencio, cuando no minimizan el fenómeno. Los primeros captivi registrados por anales europeos serán dos jóvenes visigodos, en 724, si bien fuentes árabes afirman que diez años antes no menos de treinta mil (visigodos e hispanorromanos) fueron enviados desde España a Siria19. Los musulmanes exageran a veces, como cuando dicen que tomar Barcelona y la Septimania le procuró a Almanzor —califa de facto en Al Ándalus— más de doscientos mil cautivos en 793. Pero los cronistas eclesiásticos, escandalizados ahora por esta exageración, no lo están por el hecho de que en 796 el futuro emperador Carlomagno ponga a la venta un tercio del pueblo sajón, amparándose en el hecho de que no se ha bautizado aún.

Comparar el precio del semoviente humano en Europa, Bizancio y Bagdad muestra también que los márgenes de beneficio fueron siendo progresivamente recortados por la evolución económica de estas civilizaciones. En 725 un «muchacho de la Galia» se vende en Milán por 45 gramos de oro, y una «muchacha hermosa» [europea] en Irak por la cantidad récord de 635,5 gramos —150 dinares—, siendo las lonjas de Europa tres o cuatro veces más baratas por media que las de Alejandría, Damasco o El Cairo hasta finales del siglo X20. Esa diferencia de valor estimula a los bizantinos, porque incluso haciendo una travesía doble (primero a Venecia, Roma, Nápoles o Amalfi y luego al sur del Mediterráneo) sus gastos se compensan.

Más decisiva aún resulta para reyes y nobles francos, que destacan como adalides ebionitas y también como exportadores de una mercancía que después de cambiarse por otros artículos seguía dejándoles «dinero, moneda nueva, en sus bolsas»21. Al mismo tiempo, era imposible que esa inyección de efectivo y otros productos no suscitara consecuencias adicionales. La peor para ellos iba a ser una movilización de escandinavos sedentarios hasta entonces, que se lanzan a imitar el negocio de hacer captivi en vez de adquirir mancipia, y pronto cazan francos en masa22.

Junto con los precios, una variable a considerar en las cotizaciones es que estalle alguna plaga, fenómeno inseparable de territorios comunicados y ajeno a una Europa incomunicada. El primer brote de demanda masiva llega con la peste bubónica bizantina —en tiempos de Justiniano—, y el segundo al irrumpir en el mundo islámico (750). Pero los momentos puntuales de auge no interfieren con un gusto sostenido por el lujo, y lujo son adolescentes europeos de ambos sexos, especialmente los rubios y pelirrojos. En el siglo X, cuando la peste no devasta ya el sur del Mediterráneo, el obispo de Verdún, Luitprando, describe como principal industria del Sacro Imperio la fabricatio de eunucos para el mundo árabe23. Sus harenes necesitan este tipo específico de sirviente, y los primeros talleres de castración han aparecido tiempo atrás en Venecia

1. Interpretaciones y entorno del proceso. Considerando el mercado como un sistema prescindible, K. Polanyi y su escuela24 llaman «falacia economicista» a la relación entre el mecanismo oferta/demanda y un abasto racional en condiciones de escasez. Polanyi concretamente exhuma el desprecio grecorromano por los mercaderes para presentar el comercio como «regateo a gran escala», cuyo efecto sería alterar el precio «natural» fijado por cada vendedor. Ello impone «una forma antinatural de intercambio [...] pues el natural no tiene ganancias y asegura la autarquía»25.

Curtes y abadías son ejemplos singularmente válidos de autosuficiencia, que perduran más de medio milenio en una sociedad orientada a organizar un abasto extramercantil de bienes y servicios. Esas entidades son por ello prototipos de intercambio «natural», dentro de economías autárquicas (salvo en materia de ciertos productos aromáticos), y el hecho de que Polanyi haya dejado de estar entre los vivos impide preguntarle cómo se concilia esa nostalgia por el alto medievo con sus condiciones reales; esto es, con territorios famélicos donde la mitad o más de los niños mueren antes de cumplir el primer año, transformados en reserva de caza humana y castigados por tasas nunca vistas de lepra.

Un factor antihigiénico a priori es la propia conciencia infeliz como pauta de pureza, pues la desnudez se evita por todos los medios para rehuir el aguijón carnal, forzando sacrificios como bañarse vestido en agua fría o no bañarse26. Sanar de modo mágico a los leprosos o convivir heroicamente con ellos —fingiendo ignorar el carácter no contagioso de su enfermedad27— es un tema favorito de la primera literatura medieval, donde se mencionan miles de lazaretos distribuidos por Europa28. La leyenda más repetida habla del monje Ralf, que quiso contraer esta enfermedad para unirse del todo a los afligidos y acabó lográndolo.

Una compensación para tanta miseria podría ser la paz social. Pero las guerras privadas son un fenómeno endémico, y el propio acuerdo incondicional entre clero y nobleza de sangre «mantiene una hostilidad perpetua aunque en principio secreta»29, cuyo origen no es solo competencia por el poder. La Iglesia obtenía prácticamente todos sus legados a costa de la casta bélica —pues si tal o cual persona no hubiese querido asegurarse el Cielo testando a favor suyo tales bienes le seguirían perteneciendo—, y esa fuente sistemática de pérdidas genera no menos sistemáticos saqueos de ganado y otros bienes eclesiásticos30. Hacia el siglo X los actos de latrocinio parecen moderarse pactando una inmunidad de los templos, aunque esto se hace a cambio de que el alto clero acepte un patronazgo del noble y pase a deberle «investidura». Pero el remedio revela ser peor que la enfermedad, y eleva las guerras privadas a una guerra global entre el Imperio y la Santa Sede, con medio siglo de hostilidades y no menos de setenta y ocho batallas31. Precisamente hasta ese momento —el llamado Conflicto de las Investiduras (1075-1122)— dura la costumbre de comprar no solo canonjías y obispados sino la Santa Sede, cuyo palacio de Letrán es a juicio de cierto obispo un prostibulum meretricium32.

III. PRODUCTO, PRODUCTIVIDAD Y COLECTIVISMO

Si el comercio constituye una forma antinatural del intercambio, Europa no pudo realizar un experimento más prolongado de naturalismo. Carlomagno es analfabeto, y en su tiempo las rutas comerciales se han estrechado hasta servir solo como sendas para peregrinos o cautivos. El catastro de Saint-Germain-des-Près, una de las abadías próximas a París, indica que en 806 tiene 2.788 cabezas de familia trabajando sus tierras como siervos de la gleba (prácticamente todos de apellido francoalemán), 220 esclavos y 8 campesinos libres33. Bárbaros, latinos y cualesquiera otros han terminado reciclándose como dependientes de distinto tipo, y la condición de homo liber es tan infrecuente que equivale teóricamente a hidalguía, aunque dichas personas carezcan de feudo alguno.

Ese resultado práctico funciona como radiografía de una situación sin rastro de «falacia economicista», aunque ciertamente sujeta a condicionantes materiales. Como dijo el gran historiador del periodo, «una economía ajena a la idea del beneficio no puede considerarse un fenómeno natural y espontáneo; los grandes propietarios no vendieron porque no pudieron vender, y no pudieron vender porque faltaban mercados»34. El desplome final del intercambio responde también a acosos externos, pero brota de una fuente tan íntima como la combinación de desprecio por el trabajo profesional y desprecio por el «mundo», esclavismo y pobrismo. Los asaltos de vikingos, magiares y sarracenos, que desbaratan los últimos residuos de vida mercantil, contribuyen en realidad a que esa amalgama de desprecios engendre su contrario.

En efecto, la industria y el comercio habían ido languideciendo en Europa ya desde el siglo III, y su naufragio final funciona como revulsivo. Aunque la reacción esté llena de retrocesos, el hecho de que las últimas ferias se vayan a pique les permite rebotar desde el fondo, de un modo que en realidad desmonta no solo los tópicos medievales sino los de toda la Antigüedad. Lejos de conformarse con el estancamiento, el servilismo, la lepra y la otra vida, despunta una racionalización comercial tan desoladora para algunos como dignificante para otros. En último análisis, «el trabajo servil acabará desplazado por ser incapaz de soportar la competencia del trabajo libre, que siendo más rentable lo hará ruinoso»35.

Por lo demás, este proceso no se pone en marcha antes de que el pobrismo sea elevado formalmente a ley positiva. Los reyes merovingios consideran el comercio «moralmente sospechoso»36, pero hasta Carlomagno no hallamos un rey dispuesto a definir el ánimo de lucro como «dolencia perversa»37. En 794 uno de sus edictos («capitulares») establece: «Condenamos a quienes conspiran fraudulentamente para amasar todo tipo de bienes con intención de lucro, y a quienes codician las posesiones de otros y no las reparten tras haberlas obtenido»38. Luis el Piadoso, su hijo y sucesor, añade en una capitular de 806: «Todos los que adquieren no por necesidad sino por avidez (cupiditas) como motivo están obteniendo una ganancia ilegítima. Solo aceptamos a quienes compran por necesidad, para quedarse con lo adquirido o para darlo a otras personas»39. Esto, como aclara a continuación, excluye a «quien compra una medida de trigo o vino por dos denarios y la retiene para venderla por cuatro o seis». La misma capitular ordena que las casas donde haya algún comercio sean registradas una vez a la semana, a fin de detectar y confiscar beneficios, y sus primeras presas serán algunos villanos de la vecina Maastrich, situada a una treintena de kilómetros de Aquisgrán.

El buhonero, por ejemplo, que llena un carromato de cosas para venderlas en otro sitio y volver cargado de cosas distintas, deberá probar que solo lo hace por necesidad, no por codicia. En otro caso el castigo será una requisa practicada no ya por salteadores sino por soldados de su señor. El siglo que acaba de terminar ha batido el récord de autosuficiencia, pues en cien años las fuentes solo mencionan diecinueve individuos dedicados a mover mercancías40.

1. Héroes y fabuladores. La actitud de Carlomagno y su hijo resulta discriminatoria, ya que ambos confían sus negocios a fideles judíos cuyos nombres conservamos. No menos discriminatorio es que Carlomagno destruya los centros comerciales de Jutlandia y la Lombardía pero mantenga Dorestad, la ciudad de la puerta, que conecta a los escasos mercaderes consentidos con proveedores extranjeros. Sin embargo, no podemos tacharle de doblez sabiendo que su palacio en Aquisgrán41 tiene como principal partida de gasto el incienso. Su heroísmo ascético es probablemente sincero, y algún medievalista entiende que «la filosofía moral carolingia permitió al campesino europeo no estar tan endeudado como los del mundo antiguo»42. El derecho de pernada, la recluta forzosa o la simple desnutrición no se entienden como deuda. Otro medievalista une los éxitos bélicos del primer emperador medieval con los «fundamentos económicos y sociales de la cultura europea»43, atendiendo más a trompetas de grandeur que al hecho de coincidir con el momento de máxima indigencia. Junto a la ilegalización del comercio, la buena voluntad de Carlomagno se demuestra en decisiones como abrir una escuela en todas las aldeas, o construir un canal navegable entre el Danubio y el Rin, iniciativas que habrían cambiado mucho las cosas si hubiesen podido llevarse remotamente a término44.

También es ilustrativo recordar que la creación del Sacro Imperio Romano-Germánico no depende tanto de él como de que en Bizancio la emperatriz Irene haya recrudecido la persecución de símbolos supersticiosos, una actitud devastadora para el importante negocio eclesiástico con reliquiae et martyria. Como la Santa Sede no quiere seguir jerárquicamente sometida a su patriarca, el papa Esteban II aprovecha una estancia suya en Roma para coronarle, casi inopinadamente, e independizarse así del Imperio oriental. El monarca responde a ese favor inventando el diezmo eclesiástico, una decisión catastrófica para el campesino45. Si su reinado se percibe sin fanfarrias triunfalistas lo básico es que todo ingreso público haya desaparecido. El nuevo César y la corte viven de las rentas que producen sus dominios privados, de los tributos que pagan países sometidos y de los botines de guerra. Mejorar esa hacienda le lleva a restablecer estaciones de peaje en las principales vías de paso para rebaños de capturados, pero el señorío verifica dichas recaudaciones y algo definitivamente no funciona en la gestión heráldica. El denario de plata carolingio pesa treinta veces menos que el merovingio, exhibiendo un adelgazamiento casi sobrenatural de la pieza, que solo permite acuñar una de sus caras46.

Aparte de cautivos, el único producto europeo con demanda exterior son las espadas «blancas», fruto de un genio metalúrgico anónimo que no abandonaría ya sus orígenes septentrionales. El trabajo está sometido a un estigma que el trabajador solo compensa con santa indigencia, y quienes no son hijos de la gleba asumen como deber una largueza extravagante que desprecia la contabilidad por principio, hasta rematar una apoteosis de lo solemne organizada al servicio de «una inmensa mentira»47. Refinamiento circunscrito a la ferocidad, amor platónico adobado por capas de hollín y tufo de pieles mal curtidas, culto a la muerte, entusiasmo por el horror y otros tópicos anticipadores del melodrama romántico son elementos que se atropellan en un cauce abierto para la vida eterna, mientras el hambre permite vender carne humana como artículo comestible en las aldeas, siempre que sea de infiel o réprobo48. Hay una media de veinte hambrunas por año desde la constitución del Sacro Imperio, y un número simplemente incalculable antes.

La peor llega en 1033, al cumplirse en teoría el milenio de la crucifixión, cuando el cronista Glaber cuenta que «tres años de lluvia continua saturaron la tierra hasta hacer que fuese imposible abrir surcos capaces de recibir la semilla»49. Hoy hablaríamos de cambio climático, pero la sociedad del incienso y el honor caballeresco ha construido un imaginario donde fuera de las visiones apocalípticas solo prospera un culto sistemático al fraude. Cuando hace su regalo de eunucos y esclavas al califa Muftaki (en 906), por ejemplo, la ya mencionada princesa Berta de Toscana acompaña el obsequio con:

«Veinte prendas de vestir hechas con cierto molusco recogido en el fondo del mar, cuyos colores cambian como los del arco iris; tres pájaros que al percibir veneno en comida y bebida emiten chillidos espantosos; y perlas de cristal que quitan flechas y puntas de lanza, aunque se hayan clavado profundamente en la carne»50.

El califa no tarda en comprobar que ni las prendas ni los pájaros ni las perlas de cristal funcionan, pero cuando la mirra importa más que la higiene «el amor por lo portentoso se funde con una propensión a la impostura, y la historia abunda en nombres manteniéndose extremadamente vacía de eventos»51. Mientras el dinero sigue tesaurizado, el uso de la escritura como vehículo mágico determina que casi todas las cartas, escritos y datos sean falsificaciones.

Allí donde los libros no son pergaminos que se lanzan unos a otros como conjuros, la ocupación favorita del escriba es inventar títulos de propiedad o hazañas seudónimas52. El sabio de los sabios resulta ser Silvestre II (999-1003), supuesto astrónomo y algebrista eximio que en la práctica se limita a describir el funcionamiento del ábaco. La realidad resulta demasiado poco, o demasiado distinta de lo pretendido, para pensar en considerarla descriptivamente. La tragedia es que «no haya un rango medio capaz de mezclarse con sus superiores; si por algún accidente extraordinario alguien de rango medio adquiría riquezas pasaba a ser objeto de indignación y envidia»53.

IV. LOS SACRAMENTOS MEDIEVALES

Jesús ha prometido salvación a quien sea capaz de amarle de modo incondicional, y el Sermón de la Montaña identifica correctamente a ese tipo psicológico cuando empieza bendiciendo a «los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos»54. Desde su perspectiva la lucidez mundana solo puede engendrar angustia, mientras el simple —también llamado «niño» e «inocente»55— será redimido al tiempo de las complejidades unidas al más acá y los tormentos del más allá. Infelices y crédulos se han entrelazado de modo armónico en la figura del pecador, que obra como no quisiera debido al conflicto entre su alma y su carne, y desde san Pablo los mejores cristianos se reconocen como grandes pecadores.

En algún momento de los siglos oscuros la Iglesia descubre un refugium peccatorum más específico, e introduce el rito originalmente maniqueo de una confesión periódica56. Cualquier clérigo puede oír las culpas del fiel, prescribir que cumpla cierta penitencia y absolverle en nombre de Dios y la Iglesia. Si el confesado falleciera de seguido, sin tiempo material para pecar, dispone de una certitudo salvationis que le asegura ir al Cielo o en el peor de los casos al Purgatorio57, nunca al Infierno. El rito ocurría en los comienzos una sola vez al año —el Jueves Santo—, pero evoluciona de acto público y colectivo a ceremonia privada e individual, y en 800 es ya un autoanálisis supervisado, que soslaya las posibles indiscreciones del confesor arbitrando para él un voto solemne de secreto.

Primero ha sido un acto obligatorio indirectamente —porque comulgar sin haber confesado podría ser sacrilegio— y luego pasa a serlo directamente, porque se prohíbe no confesar al menos una vez al año58. Este desnudamiento íntimo anticipa técnicas freudianas cuando la medicina hipocrática59 ha sido desplazada por distintas magias, y todo el medievo abunda en personas que gritan «¡confesión, confesión!» cuando sienten algún peligro. Evidentemente, estos fieles «prestan más atención al castigo que al pecado», y del hallazgo que la Iglesia ha hecho al borrar lo primero por medio de una penitencia derivan «otras remisiones e intercambios, presididos por las indulgencias plenas y semiplenas otorgadas con bulas»60. En definitiva, «la meta no es reconciliarse con Dios Padre sino escapar del Dios justiciero»61.

Hace falta esperar a mediados del siglo XII para que cátaros y otros herejes acusen al clero de «vender el perdón de los pecados»62, y solo desde John Wyclif —a finales del siglo XIV— el confesionario es visto como algo que se compadece del simple condenándolo a más simpleza, y a una negligencia apoyada sobre absoluciones mecánicas. Otorgar al clero ese instrumento de rescate in extremis, dirá Lutero, solo puede conducir a que las personas sean menos exigentes consigo mismas, y menos dignas del perdón divino. Pero dentro de la misma religión, y en el mismo marco territorial, ha de transcurrir casi medio milenio para que se consolide un cambio de criterio. Lógicamente, la fe que toma partido por el crédulo, y que propone salvarse amando todo salvo el «mundo», rodea de peligros adicionales la independencia y la búsqueda de conocimiento.

Su público más fervoroso es un tipo de masa recurrente, analizada por crónicas tan distantes como la de Amiano Marcelino sobre incendiarios de bibliotecas en el siglo IV y La guerra del fin del mundo, una descripción novelada de eventos acontecidos en Brasil hacia 190063. Entre Pedro el Lector y el mesías brasileño hay una serie ininterrumpida de salvadores/vengadores para párvulos, que en el alto medievo empieza con «el hombre de Bourges» descrito en 591 por san Gregorio de Tours. Tras declararse mesías y realizar innumerables milagros, forma una gran banda de anacoretas que despoja a viajeros singulares e incluso a comitivas enteras en nombre de la divina igualdad64. En 744 san Bonifacio relata los éxitos del mesías Adalberto, que tiene una carta de presentación escrita por Jesucristo y reúne a grandes multitudes galas, regalando a sus fieles trozos de uña y de cabello. Prendido por el franco Pipino el Breve, en vez de ser quemado vivo pasa a un calabozo (donde morirá pronto de inanición), porque el papa Zacarías no ve en él un hereje sino un «lunático»65.

La presencia latente de estas masas rurales —que desembocarán en la gigantesca Cruzada de los Pobres— se coordina con el ebionismo teórico de la Iglesia, creando el menos estimulante de los climas para temperamentos inclinados a estudiar y emprender. Las cargas del espiritualmente rico están llamadas a aumentar tanto como su opuesto monopolice el favor divino, imponiendo que los hércules se disfracen de lisiados, las afroditas de frígidas, los sabios de necios y los elocuentes de tartamudos66. Ha llegado un carnaval piadoso.

1. El fermento del cambio. Si salvamos la expresión «pueblo de Dios», que recurre con alguna frecuencia, la sociedad de cada territorio lleva siglos no interesando a cronistas apasionados exclusivamente por la fabulación. Un número indeterminable de personas expresan sus padecimientos apoyando brotes de profetismo milenarista, y a despecho de las sacas sistemáticas el estancamiento sigue multiplicando el número de los sobrantes en cada lugar. Hacia el año 1000, cuando la situación empieza a mejorar, Europa (incluyendo Rusia y los Balcanes) tiene una población que se calcula en torno a los 30 millones. Siglos antes faltan noticias para hacer un cálculo análogo, aunque debió ser bastante o muy inferior67.

Por otra parte, la descentralización feudal acercaba a administradores y administrados, suprimiendo los agujeros negros derivados de enviar los recursos a un centro y verlos devueltos desde allí. Nobles y prelados comienzan entonces a intentar mejorar las rentas de sus dominios, cosa que implica sustituir la política de obsequio-expolio por un cobro de peajes al comercio ambulante y las ferias. Aunque haya pocos puntos de la geografía europea capaces de producir excedentes agropecuarios, los grandes monasterios benedictinos situados en los alrededores de París son uno de ellos, y desde finales del siglo VIII cada 9 de octubre se celebra allí un mercado bajo el patrocinio del abad de Saint Denis, que cobra telón por la compraventa de sus productos, entre los cuales destacan ciertos tintes vegetales, miel y vino.

La vid fermentada se considera ya artículo de alimentación, al igual que el trigo o las salazones, y constituye a partir de entonces la más prometedora industria. El papel pionero de altos dignatarios eclesiásticos en la reactivación económica se percibe a partir del siglo X, cuando los derechos de comercio (peajes, licencias, tasas sobre acuñación) pertenecen a obispos y arzobispos en nueve décimas partes de los casos68. En realidad, el sistema de asignar recursos sin contar con un mercado u otro dura tanto como la falta de salida para eventuales excedentes. Las ferias se prolongan un día porque la demanda no basta para sostener contactos más asiduos, pero un siervo que ha quedado al margen de impuestos monetarios y control efectivo puede cambiarlo todo lanzándose a trabajar.

Solo es seguro que a mediados del siglo IX —precisamente cuando alcanzan su apogeo las incursiones de sarracenos, vikingos y otros saqueadores externos— se detecta el comienzo de un tráfico terrestre regular y a larga distancia de mercancías. Quienes lo asumen son siervos fugados de su gleba, que combinan el arrojo del rebelde con capacidad para sacar adelante una fuente civil de ingresos. Arriesgan morir si fuesen devueltos a su señor, tienen en contra las instituciones del momento, y se juramentan con otros llamados al mismo desarraigo para formar grupos tan marginales en principio como las bandas de salteadores.

Por lo demás, viven de lo inverso, que es mantener abiertos los caminos merced a su propia capacidad de combate y la colaboración de algún soldado profesional que prefiere ser socio suyo a servir como peón en las guerras privadas. El novus homo arriesga por costumbre la vida para proteger algunos carros, si bien lo más distintivo en él es soportar un desarraigo impensable para quien no levanta la vista de su terruño.