«Sería absurdo imaginar que los seres humanos rinden más cuando trabajan para otros que cuando lo hacen por su cuenta.»
A. SMITH1.
Una sociedad inmóvil o cerrada distribuye las funciones por castas endógamas, que no pueden compartir mesa, techo y lecho, y fija taxativamente las actividades que cada una puede desempeñar. La pirámide hindú, que es quizá el ejemplo más estable de comunidad cerrada, divide el cuerpo social en clero (brahmins), príncipes (shatrias), comerciantes (vaishas), operarios (shudras) y descastados o intocables (dalits). En el esquema altomedieval los clérigos hacen de brahmins, los señores de shatrias, los campesinos de algo a caballo entre shudras y dalits (aunque quizá peor, pues asumen una carga vitalicia y hereditaria de trabajos forzosos para otro) y los vaishas desaparecen.
De hecho, ya el primer y el segundo estamento ignoran la más elemental pulcritud de casta, pues abades, obispos y cardenales son hermanos, primos y sobrinos de reyes, duques y condes. Aunque les convenga el inmovilismo, su opción protector/protegido está más cer ca de servir como precedente para la Cosa Nostra que de armonizarse con estructuras político-sociales pretéritas. Sacar adelante su versión del orden social ha provocado entre otras cosas que toda propiedad inmobiliaria esté enfeudada, y que noventa y nueve de cada cien individuos vivan de usufructuarla en cuotas mayores o menores. Pero han empezado a surgir gentes sin arraigo y no por ello lanzadas a la mendicidad. Carecer de aquello que alimenta al resto —la tierra— se compensa disponiendo de un efectivo que puede cambiarse ventajosamente por cualquier servicio. Marinos o caravaneros en origen, cuando no ambas cosas, empezar siendo un grupo estadísticamente mínimo no altera que estén llamados a crecer de modo exponencial en número y recursos. Su lote de soledad, emboscadas e incertidumbre, disuasorio antes para casi todos, deja de serlo cuando su profesión esté protegida por los muros de cada burgo.
El ímpetu se concentra siempre en los primeros instantes, cuando el objeto pasa de la indiferencia a la animación de un movimiento, y a partir de ahora los negotiatores nadan a favor de la corriente, porque el transporte multiplica las rentas de cada entorno sin perjuicio de multiplicar las de cada transportista. Pagar el diezmo, por ejemplo, solo asegura no ser excomulgado; pagar el 10 por 100 de recargo en tales o cuales mercancías revierte para la población del campo y la ciudad en la posibilidad de satisfacer su renta con dinero, descargándose de impuestos en trabajo. Precisamente gracias al negotiator, quienes antes prestaban servicios gratuitos para asegurarse la subsistencia pasan a vender toda suerte de bienes, logrando lo mismo sin sujetarse a servidumbre.
Por otra parte, las épocas cumplen sus hitos de modo en buena medida inconsciente, y en este momento hay objetos mucho más apasionantes que el tenso parto de la clase media. Territorios antes aislados no tardan en sobrevalorar su producto, por ejemplo, y aparecen fenómenos de superpoblación en regiones cuyos excedentes son todavía muy pequeños2, alimentando una conflictividad social que irá en aumento. Pero ese exceso de las expectativas sobre los recursos apenas llega a las crónicas, si se compara con la noticia de que están cumpliéndose mil años de la Pasión.
I. ARBITRAJES ESPIRITUALES Y ARBITRAJES MATERIALES
Un rey-monje como Carlomagno, por ejemplo, que engendra al menos un centenar de hijos ilegítimos3, no resiste al examen de burguenses cuya vida en espacios muy reducidos les ha enseñado a soportar e imponer la presión del qué dirán. Sus superiores les parecen simples embusteros, presididos por una «Iglesia que trata al clero inferior como siervo [...] siendo en todos sentidos lo contrario de la pobreza apostólica»4. Las masas rurales, algo más lentas a la hora de formarse criterio, se sumarán a este reproche con explosiones esporádicas de violencia, que consuman hordas de párvulos electrizadas por profetae milenaristas.
Llega un nuevo capítulo en la tradición autocrítica del cristianismo, al mismo tiempo que una dinámica de roces dentro del burgo. En la Roma republicana uno de los resultados de la primera guerra social fue que la llegada del orden ecuestre a las magistraturas lo inclinó a la corrupción y el despotismo, y algo análogo gravita sobre los burguenses. Aunque se han hecho a sí mismos sin ayuda de privilegios, el hecho de que reyes y otros aristócratas les cortejen para obtener préstamos y suministros no tarda en hacer que gremios artesanales y asociaciones de empresarios monten un gobierno implacable sobre la oferta, postulándose como nueva casta. El comercio necesitará en realidad unos quinientos años más para aceptar el principio de reciprocidad, pues en vez de juego con reglas se enfoca como una variante de la guerra y la religión, subordinando por sistema los medios al fin.
Aumentar y diversificar los bienes de consumo, el gran logro del momento, suscita tal conjunto de maniobras monopolísticas que la competencia solo se preserva merced a la guerra más o menos abierta entre artesanos y comerciantes. El sindicalismo de los primeros tiene como nuevo artículo de fe un derecho a perseguir fines estrictamente sectarios, que niega por sistema al resto. Pero ninguna profesión civil puede evitar que todas ellas oscilen del ascenso al descenso, extrayendo precisamente de ese dinamismo su ventaja esencial sobre cualquier estamento inmóvil y las masas paupérrimas. Aunque los gremios aspiren a ser castas protegidas de cualquier azar, como los nobles y el clero, el destino les condena a ser clase media.
1. Los resortes de la afluencia. Si en el siglo X el héroe anónimo de la transformación es el aventurero itinerante, que descubre bienes y actividades olvidadas, en el XI su heredero es un notario que articula el acceso de profesionales a propiedades y contratos antes restringidos al poder temporal y espiritual. Mercaderes analfabetos descubren en las notarías cómo escriturar sus pactos, regulando pormenores, aleatoriedades e indemnizaciones. También allí comprenden las ventajas de una «creditización»5 que equipara el efectivo a la expectativa de cierto pago, y adapta ese pago a las condiciones de cada lugar y momento. No hay mejor respuesta para monedas envilecidas por fraudes en la acuñación y el peso, ni para contrarrestar el tabú que gobierna el interés del dinero.
La ciudad-mercado es tan rentable que los magnates feudales se apresuran a crear novus burgus en sus dominios, donde a cambio de tributos dinerarios renuncian al señorío y otros privilegios. Median toda suerte de discordias entre ellos y los urbanitas, no menos que dentro del propio burgo, pero pasar de economías domésticas a economías complejas ha hecho que los gastos de unos puedan ser inversión para otros, y el interés aristocrático no deja de coincidir con el popular ya a medio plazo. Las notarías y sus instrumentos han permitido que la propiedad abarate sus «costes de transacción»6, algo decisivo para poder aprovecharla, y los primeros beneficiarios de esta agilización son el alto clero y a la nobleza, sujetos antes a las penurias de imperar sobre siervos profesionalmente inexpertos y apáticos. Cuando los mercados produzcan una primicia de dinero y manufacturas en abundancia, su respuesta va a ser «una política consciente de roturar nuevas tierras, atraer colonos y mejorar equipo»7. La presencia de campesinos menos míseros se advierte en nuevas tasas y, ante todo, en un impuesto como la talla (taille, talia, tolta) que se liga solo a «la necesidad del señor», y está llamado a ser el caballo de batalla en lo sucesivo.
Aspirando al boato conseguido por otros altos dignatarios, el arzobispo de Maguncia aprieta demasiado las clavijas y en 1160 muere víctima de un alzamiento popular. Los contribuyentes urbanos se van haciendo más prósperos al tiempo que menos dóciles, y les vemos así suprimir el gravamen para artesanos en Estrasburgo (1170) o la condición servil del comerciante en Colonia (1174)8. En áreas rurales reina una auto-manumisión a plazo, como la que propone a sus siervos en 1185 el abad de Ferrières-en-Gâtinais: «privilegio de ir y venir» para el cabeza de familia dispuesto a darle anualmente cinco monedas de oro9.
Esperando adjudicarse los vastos dominios de Godofredo de Buillon —duque de Lorena— si éste no triunfa como jefe de la primera Cruzada, y asegurándose de que hasta su vuelta cobrará cualquier renta suya, el obispo de Lieja, Otberto, le presta en 1092 la suma sin precedente de mil trescientos marcos de plata y tres mil de oro10. Solo el tesón comercial flamenco permite imaginar entonces un tesoro parejo, que Otberto termina de recaudar fundiendo objetos sacros de la catedral y todas las abadías incluidas en su diócesis. Ha llegado el arrebato emocional de conquistar Tierra Santa, que presta nuevas alas al mesianismo, pero este obispo se niega a mantener sus recursos inactivos y su conducta no resulta ahora excepcional. Tras medio milenio de patrimonios congelados, no pocos magnates se suman a la aspiración del hombre de negocios, que es «disponer discrecionalmente de los propios bienes»11.
2. Explotando el despilfarro. Poco después, en 1215, un documento tan aristocrático como la Carta Magna12 expone el cambio de actitud decretando que los mercaderes serán libres para negociar en general, sin verse expuestos a peajes o impuestos arbitrarios, y prefigura con esa y otras normas el Estado de Derecho13. Sus cláusulas 41 y 42 aseguran la libre entrada y salida de comerciantes nacionales y extranjeros, consagrando la reciprocidad como pauta: «And if our men are to be safe, the others shall be safe in our land»14. Desde entonces la aristocracia inglesa empieza a asumir actividades propias de empresarios, y previene con formidable anticipación la catástrofe que espera a la nobleza de otros Estados europeos —en particular la francesa— cuando se aprueben las primeras constituciones liberales.
El origen del régimen parlamentario moderno está en reuniones de propietarios rurales y urbanos, convocadas por reyes y otros magnates feudales para cobrar los nuevos tributos que llegan con el restablecimiento de la circulación monetaria15. Diez años después de aprobarse la Carta Magna, donde ellos no han intervenido para nada, los «comunes» ingleses descubren que pagar con mayor o menor largueza les permite no seguir siendo ignorados, y de la reunión (parliament) convocada por Enrique III en 1225 deriva el Parliament con mayúscula. A su urgente demanda de fondos los villanos responden ofreciendo pagar un 5 por 100 más de lo pedido, siempre que queden establecidos como órgano consultor en general y deliberante en ciertas cuestiones16.
Por otra parte, la presencia de dinero enriquece al señorío sin dejar de conspirar indirecta aunque implacablemente contra su estamento. El efectivo que afluye de los circuitos comerciales y sus estaciones urbanas es invertido por los próceres eclesiásticos y seculares en guerras de juguete como las justas heráldicas, episodios de suntuosa hospitalidad y otras ostentaciones, cuyo resultado es antes o después enormes deudas. De ahí que el siglo XII termine con banqueros judíos e italianos acudiendo al rescate de personajes e instituciones como Enrique II, la condesa de Carcasonne o la gran abadía benedictina de Cluny, donde se ha compuesto el himno ascético por excelencia: Del desprecio hacia el mundo.
En efecto, Hugo, Odón, Odilón y Bernardo —sus santos abades— son al tiempo anacoretas muy estrictos e inveterados derrochadores, y esa vocación suntuaria del aristócrata feudal funciona como un acelerador para el intercambio de prerrogativas por crédito. El hecho de que la Iglesia detente casi todo el oro y la plata no la defiende de ineficiencias mercantiles, y los banqueros que se arruinan intentando salvar de la bancarrota a los magnates del momento tienen por eso algo de inconscientes héroes colectivos. El temor, la ambición o ambas cosas les ha llevado a sufragar una prodigalidad de sus clientes que financia toda suerte de empresas intermedias, creando empleo de un modo u otro.
Entre los efectos de la primera Cruzada, por ejemplo, está una vigorosa renovación en el tráfico con reliquias17, y lo que algunos llaman primera empresa multinacional europea: la Orden de los Pobres Soldados de Cristo y el Templo de Salomón, más conocida como Orden de los Templarios. Su emblema —dos caballeros montando un solo caballo— subraya una veneración por la pobreza, a pesar de lo cual se convierte en la gran potencia crediticia del Continente. Los miembros no militares de la Orden han hecho el más ingenioso de los hallazgos, que es ofrecer tanto a cruzados como a peregrinos la posibilidad de depositar bienes en sus oficinas europeas, y recibir a cambio un documento en clave que les permite recobrar ese valor en Tierra Santa18.
La Orden pasaba a ser propietaria de los depósitos si el cruzado o peregrino no conseguía volver. Pero mucho más relevante para sus finanzas fue que la carta de crédito encriptada sedujese de inmediato, permitiendo a los Pobres Soldados abrir unas nueve mil sucursales19 en Europa. Hubiesen triunfado incluso sin la bula papal que les eximió de impuestos y pasaportes en 1139, porque eran en realidad la competencia más adecuada para los banqueros laicos, y no tardarían en ser los grandes acreedores de muchos magnates. Con la Orden el derroche revertía de algún modo sobre el estamento obligado a ostentarlo, realimentándolo, aunque hacerlo durante cien años llevara consigo asumir al tiempo demasiado poder y demasiadas deudas20. Entretanto, el volumen de su actividad podría parecer disuasorio para aquellos a quienes las crónicas siguen llamando «canalla usurera de sirios, judíos y lombardos», si bien ese grupo se revelará no menos ingenioso a la hora de ofrecer créditos.
II. USURA E INTERÉS DEL DINERO
Los préstamos de los altos dignatarios eclesiásticos y de los Templarios adoptaban la forma de prendas mobiliarias (vif-gage) e hipotecarias (mort-gage), que convenientemente ajustadas permitían gravar hasta la demora en el pago del diezmo. Mientras quedase pendiente la devolución iban cobrando los frutos de aquello empeñado —tierras, siervos, instalaciones—, y si la deuda no se saldaba en la fecha prevista se convertían en propietarios de la prenda. Ni los prelados ni los templarios negaron nunca la naturaleza lucrativa de unos contratos que les reportaban dinero o nuevas prendas, y excluir a otros prestamistas se basaba en acusarles del pecado y delito de usura, porque la fuente de sus rentas era «cierta cosa y no un dinero»21.
Pero a semejante artificio contestan las notarías con el contrato de cambio, donde el deudor declara haber recibido una suma no por préstamo («mutuo») sino in nomine cambio. Cierto dinero aquí y ahora puede generar —en otro aquí y ahora— tales o cuales bienes. La necesidad más apremiante era una remisión de fondos que obviase los inconvenientes de su traslado físico —el cambio llamado trayecticio—, y las notarías perfeccionan el mecanismo en cuya virtud «los banqueros reciben dinero contante, pero no entregan a cambio dinero contante, sino que prometen abonar el equivalente en otro lugar, donde ellos tienen una sucursal o persona relacionada con los negocios»22. Los testimonios más antiguos de tal contrato son actas notariales genovesas, venecianas y marsellesas de la segunda mitad del siglo XII.
Esto no evoca por entonces suspicacias civiles, aunque sí el anatema de un derecho canónico codificado en 114023, un año después de que aparezca la bula protectora de los templarios. Prefigurando lo que luego se llamará fetichismo de la mercancía, el Código establece: «Quien prepara algo para que ello mismo entero y sin cambio (res integram et inmutatam) le proporcione lucro, he ahí al mercader expulsado por Dios del templo»24. La usura es «un pedir superior al dar», y la práctica de combinar negocios con actividades financieras —una actividad reciente—, sugiere volver a aclarar que el comercio resulta inadmisible cuando especula con dinero.
Por otra parte, el éxito de los Templarios ha inquietado a la Santa Sede ya desde 1163 —mucho antes de pasarles por la hoguera—, y a partir de entonces el papa prefiere abiertamente cubrir su déficit con banqueros italianos. De ahí que los canonistas sean desautorizados por el IV Concilio de Letrán (1215) —un cónclave celebrado el mismo año en que se aprueba la Carta Magna—, donde la usura se define como «intereses excesivos». Hay en consecuencia un interés no excesivo o razonable, algo declarado en un momento donde abundan los dispuestos a arriesgar sus ahorros invirtiendo. No son diez ni cien sino docenas de miles, estimulados por hallazgos como la contabilidad científica o de partida doble, y al amparo de pactos tan sencillamente complejos como la letra de cambio, que constituye un cheque abierto a la intervención de múltiples actores desde su libramiento a su descuento.
1. El salto en inventiva e industria. La letra constituye un hallazgo anónimo, atribuido por Montesquieu a las perseguidas y buscadas comunidades judías del momento, que «crearon una riqueza invisible y capaz de enviarse a todas partes sin dejar huella»25. Fuese quien fuese su inventor, el cambiale y sus formas ulteriores ofrecieron un pagaré negociable que convertía en ejecutivas obligaciones separadas por miles de kilómetros, sin necesidad de recurrir al documento notarial donde se plasmaron. Ilimitada en cuantía, la letra de cambio saltaba sobre el tiempo que media entre el despacho de ciertos bienes y la recepción, arbitrando un «giro» a tantos o cuantos días. Un pequeño trozo de papel ofrecía oficio y beneficio a un número indefinido de agentes intermedios, dedicados a librarlo, endosarlo y aceptarlo, pues el ius mercatorum le abría una vía ejecutiva ajena al lento, arbitrario y pomposo ritual probatorio del medievo26.
Como cabía esperar, los inventos del notario y sus clientes fueron paralelos a una eclosión de industria. En 1150 comienzan en los Países Bajos las operaciones de quitarle tierras al Atlántico Norte, y en 1179 buena parte de la Lombardía está irrigada, gracias a la cooperación de campesinos, ingenieros y agrónomos milaneses. En 1185 las calles de París dejan de ser lodazales tras empedrarse, y algo más tarde Lübeck tiene no solo eso sino una red de cañerías y fuentes. Lagos y pantanos son desecados para roturar huertas; la minería, la metalurgia y el tratamiento del vidrio se remozan y transforman. Nuevos arneses y aperos agrícolas incrementan su propia eficacia. Se inventan grandes grúas portuarias, estufas de hierro forjado, molinos de agua y de viento, herraduras para los animales de tiro y razas mejoradas como el percherón, que ara a una profundidad antes impensable y puede romper costras heladas.
Incorporar fuentes mecánicas de energía, y descubrir otros medios para ahorrar esfuerzo, forma parte de un proceso que despierta recursos sumidos en sopor. Al mismo tiempo que aparecen las primeras escuelas de derecho y medicina —en Bolonia y Salerno— empieza a haber competencia, tanto en el sentido de rivalizar unos proveedores con otros como en un horizonte de maestría sepultado por el lastre servil añadido al trabajo. Cuando el estilo románico ceda su lugar al gótico, a mediados del siglo XIII, los burgos han transformado la limosna privada en beneficencia pública:
«El consejo municipal cuida de las finanzas, el comercio y la industria, decide y supervisa los trabajos públicos, organiza el aprovisionamiento de la ciudad, reglamenta el equipo y la buena organización del ejército comunal, funda escuelas para los niños y paga el sostenimiento de hospicios para pobres y viejos. [...] Al suprimir intermediarios entre comprador y vendedor garantiza a los burgueses el beneficio de una vida barata, persigue incansablemente el fraude, protege al trabajador contra la competencia y la explotación, reglamenta su trabajo y su salario, cuida de su higiene, se ocupa de su aprendizaje e impide el trabajo de mujeres y niños»27.
A esta descripción le sobra un toque idílico, que los años se ocuparán de borrar. Nominalmente los burguenses siguen siendo solo siervos, y el noble se ríe de «pestilentes paletos» hasta que comuneros lombardos desbaraten el ejército del gran Federico Barbarroja en Legnano (1176). Saquear Milán en venganza no cambia que ese tipo de victoria sea tan pírrica como las que el Papa pueda obtener en Florencia, donde —según Maquiavelo— la ciudadanía antepone sus fueros a la salvación del alma. Las curas definitivas de humildad llegarán algo más tarde con Uri, Schwitz y Unterwald, los pequeños cantones iniciales de la Confederación Helvética, que vapulean repetidamente a la caballería más selecta de Europa. Las monarquías, reducidas por el feudalismo a potestades más o menos testimoniales28, están llamadas a entenderse con los burgos y crear así el Estado nacional.
Desgarrados por el Conflicto de las Investiduras, el alto clero y la nobleza solo aciertan a unirse en campañas puntuales de propaganda y requisa como las Cruzadas. No quieren y no deben, aunque van vendiendo una a una las regalías ganadas en siglos de guerra y misión. Los reyes, en cambio, pueden pedir préstamos a fondo perdido de cada ciudad apadrinada, y con ellos pagar a soldados profesionales para que desempeñen las funciones atribuidas antes al señorío. Estos mercenarios se usarán también para frenar al disconforme con su política, y como los villanos aceptan cada vez peor su yugo el siglo XIV estará jalonado de principio a fin por grandes alzamientos.
Nada puede cambiar que la ciudad comercial sea el gran árbitro, por más que hacerse inexpugnable ante asaltos internos incrementa también la posibilidad de tomarla por desunión. El hecho de que todos sus moradores provengan de una desregulación en la casta servil no obsta para que cada sector trate ahora de imponer una reglamentación rigurosa, dirigida a asegurar que un proceso esencialmente no lineal pueda aislarse en trozos y seguir manipulándose como si fuese lineal. Aunque el hoy provenga de inyectar libertad e intercambio en el monolito autárquico, libertad comercial no significa librecambio.
III. LA ORGANIZACIÓN SIN ORGANIZADOR
El caso más notable de ente complejo con aspiraciones simples hace su aparición con la Liga Hanseática o Hansa, una criatura germánica que aprovecha directa e indirectamente la conversión del vikingo al civismo para crear una alianza de burgos29. Enrique el León, duque de Sajonia, Baviera y Prusia, es un gran guerrero insólitamente interesado por el desarrollo económico, y en 1158 envía mensajeros a los reinos septentrionales de Escandinavia y Rusia «para que los mercaderes tengan libertad de viaje y acceso a su ciudad de Lübeck»30.
Antes de terminar el siglo caravanas acorazadas y cargueros marítimos o fluviales de la Liga abastecen a un territorio que llega por el oeste a Flandes e Inglaterra y por el este a Ucrania. El núcleo de su negocio es intercambiar madera, miel, cera, pieles y algunos minerales del nordeste por sal, telas y vino del suroeste, asegurando salazones de pescado tanto más imprescindibles cuanto que Europa ayuna todos los viernes, y bastantes días más al año. Ha nacido con vocación de respetabilidad, y solo admite en sus despachos y factorías31 a «comerciantes casados con buena fama».
Dicha vocación sorprende menos que lo impersonal de su funcionamiento, pues resulta imposible trazar su historia con una enumeración de individuos. En la Liga todo es espontáneo y descentralizado, empezando por existir sin estatutos ni rectores, merced solo a periódicas reuniones («dietas»). Su estructura en red, que forma tantos centros como nudos, le permite el insólito lujo de ignorar en lo sucesivo cualquier placet señorial, pues resulta imposible decapitar algo sin cabeza.
El apoyo popular a una empresa multinacional como la suya depende ante todo del propio intercambio, que abastece y combate el paro. Una fuente extra de gratitud se la asegura el hecho de que sus intereses particulares coincidan con los más generales de relaciones pacíficas y ampliación del conocimiento. Como un prosaico ángel de la guarda sin credo ni demonios, frena el bandidaje y la piratería, levanta mapas y cartas marinas, construye faros y forma pilotos. Centrarse en el comercio manda no tener ejército ni marina, pero cuando resulta agredida sabe reclutar rápidamente ambas cosas, e imponerse a un reino de guerreros legendarios como Dinamarca (1370)32.
Nada remotamente parejo se había visto, y nada parecía anunciarlo en una Europa analfabeta y fanática, con un tráfico de larga distancia limitado a cautivos, peregrinos y espadas. Hasta qué punto había condiciones para algo distinto de la santa autarquía lo indica ella misma, origen para una cadena de ciudades que cambian cosas de Prusia, Polonia y Rusia con el resto de Europa a través de Flandes. Su actividad crea astilleros de tamaño olvidado, nuevos barcos, las correspondientes técnicas y hasta un estilo arquitectónico propio, recio y estilizado al tiempo33. La Hansa rara vez alcanza el 5 por 100 en tasa de beneficio34, pero lo sostiene siglo y medio y multiplica entretanto todo tipo de recursos.
También trabaja de alguna manera contra sí misma, pues al crecer va haciendo más transitorio y frágil su esquema. No hace tratos sin controlar oferta y demanda de antemano, e ignora en gran medida las posibilidades del crédito. La elementalidad que preside su noción del intercambio estimula la aparición de un tipo de empresario más flexible y expresamente no hanseático, que se concentra en el norte de Flandes. El esfuerzo de la Liga por monopolizar todas las rutas hacia el nordeste fracasa cuando hombres de negocios y marinos holandeses, que han aprendido de ella, se ofrezcan como nuevos intermediarios a sus clientes polacos y rusos.
En efecto, el proteccionismo a ultranza acaba tropezando con los intereses del comercio local, sea cual fuere, por no decir que con el propio comercio. Tras la hazaña que supone generar directa o indirectamente ingresos para millones de personas, la decadencia de la Liga —desde fines del siglo XIV hasta su última Dieta (1669)— puede atribuirse a rivales aunque parece más ajustado decir que ha muerto de éxito. En 1556, siendo ya un adorno, condesciende con las instituciones tradicionales y decide darse un presidente o Síndico. Pero sus actos decisivos fueron adoptados por consejos de delegados anónimos, sin la prosopeya del mando piramidal. Entre su despegue y su ocaso ha puesto de relieve la diferencia entre órdenes endógenos y exógenos, autoproducidos y decretados.