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DE LA PRÁCTICA A LA TEORÍA

«El beneficio es el goce de la vida, igualmente caro a pobres y a ricos.»

TH. HOBBES1.

Prescindiendo de lo escrito en holandés, los primeros tratados sobre derecho mercantil llegan con la escolástica española, y los relativos al origen y condiciones de la riqueza aparecen algo después en Inglaterra y Francia2. En sus comienzos es una literatura totalmente sobrepasada por su propio tema, que al identificar riqueza con metálico sostiene una «pirámide de absurdos»3. Uno de los más claros es que la liquidez solo existirá con tipos altos de interés, y otro que aumentar el consumo no crea capital, tesis desmentidas por el desarrollo de Las Provincias pero dogmas de fe para países donde reina el absolutismo. La excepción a estas incoherencias son unos pocos autores españoles4, que tienen ante los ojos el resultado catastrófico de una gran inyección de efectivo cuando no hay infraestructura comercial e industrial, e insisten en el valor añadido por el trabajo a cualquier materia prima.

Por lo demás, unos y otros tratadistas coinciden en considerar el comercio como el oficio más «noble», cosa digna de mención atendiendo a lo que pensaban la antigüedad y el medievo. Mientras Europa crece en relaciones remuneradas ellos presagian un futuro de mejoras en calidad de vida, que les lleva a redefinir un símbolo hasta entonces solo nostálgico como la Edad de Oro5. Ahora no apunta al ayer sino al mañana, donde una prosperidad generalizada podría cumplir lo soñado por Ovidio en la Roma de Augusto: «Una multitud que no tiembla ante la presencia de su juez, y cumple sin coacción el respeto (pietas) y la justicia»6.

I. ATAJOS HACIA LA RIQUEZA

Entre los primeros «economistas» abundan millonarios y altos funcionarios públicos, a menudo de humilde origen, cuyo ideario incluye a veces un Estado como el defendido por Hobbes en su Leviatán (1651)7. Francia e Inglaterra intentan imitar a Las Provincias con una política de industrialización y fomento del comercio a gran escala, si bien tienen siempre como meta un «monopolio general» dentro de una regla finalmente afín al cuartel y el convento, que confía a directrices jerárquicas lo cultivado por los neerlandeses con iniciativas autónomas y flexibles.

J. B. Colbert (1616-1683) revoluciona la vetusta Administración de su país con medidas fiscales y de otra índole —como suprimir diecisiete fiestas oficiales del calendario—, que empiezan triplicando las rentas públicas en poco tiempo. Aplica parte de esos fondos a terminar la red de canales, promover industria y crear marina, inaugurando escuelas de funcionarios y academias que —sumadas al brillante ingenio de tantos franceses— consolidan su idioma como lengua oficial de Europa. Francia, tan superior a sus vecinos por extensiones de tierra fértil y red fluvial, pasa de ser vapuleada por los tercios españoles a vapulearlos, y se convierte con ello en el nuevo gran peligro para la independencia del resto.

Por lo demás, allí sigue imperando un concepto del «derecho al trabajo como privilegio que el rey puede vender»8, y el despotismo gremial es regla. De ahí que acercarse a la culminación de su grandeur equivalga también a avanzar hacia la guillotina, última estación para una Corte hipotecada a inauditas ostentaciones. Como quien comienza una casa por el tejado, las dificultades financieras del monarca y su círculo se van salvando con la invención de nuevas regalías, y «ningún particular hubiese podido escapar a la acción de la justicia si hubiese administrado su propia fortuna como administraba los fondos públicos el gran Luis XIV en el esplendor de su gloria»9. Un edicto suyo, por ejemplo, anula todos los títulos de nobleza adquiridos durante los últimos 92 años —buena parte de ellos concedidos por él mismo—, explicando que deben volver a comprarse «porque fueron logrados por sorpresa»10. Luis XV repetirá la medida décadas después.

El cardenal Richelieu, cuyo testamento político inspira al colbertismo, insistió en que no son compatibles «el desahogo del pueblo y su sujeción a las normas», algo rubricado más adelante por Luis XIV cuando declara: «el Estado soy yo». Una figura y otra enmarcan la política de abrir y cerrar industrias por decreto, sometiendo cada rama fabril y comercial al arbitrio de un delegado gubernativo. Colbert castiga con pena de muerte a todo profesional que intente emigrar, y son condenados a la picota quienes incumplan sus controles industriales de calidad, a menudo inaccesibles para los fabricantes del momento. Su idea de la eficiencia económica le lleva a conseguir mano de obra gratis para la marina haciendo que los jueces generalicen la antes infrecuente pena de galeras; los remeros restantes serán reclutados a la fuerza entre vagabundos, mendigos y toda suerte de extranjeros, desde rusos y turcos a indios iroqueses.

Considerando que el interés nacional pasa por multiplicar todos los aranceles, hace frente a la respuesta idéntica —y catastrófica para Francia— de los demás países deduciendo que Europa tiene «recursos limitados», y que es inexcusable devorar a Inglaterra o a Las Provincias. Puesto a elegir, propone que el bien de Francia se cumplirá mejor atacando a los neerlandeses, porque disponen de mucho más metálico y tienen la insolencia de negar el poder absoluto. Pero no verá de rodillas a ese rival, ni podrá impedir que su política de intimidación e intervencionismo termine vaciando las arcas públicas tan espectacularmente como empezara llenándolas. Se cuenta de él que sus últimos años estarán presididos por una amarga decepción, dado a revisar todo menos su forma de promover el comercio y la industria.

1. La escuela mercantilista. El temperamento inglés no acoge con tanto entusiasmo el absolutismo político, y los tratadistas llaman a su tema moral philosophy —como la cátedra que ocupará siglos después Adam Smith—, entendiendo por moralidad los usos vigentes. Eso no les impide tampoco proponer algo más afín a estrategias bélicas que a una teoría de las costumbres comerciales. Desde Montchrétien11, cuyo criterio es asumido por el Discurso sobre el comercio (1621) de Mun, resulta evidente para estos escritores que ninguna nación puede enriquecerse traficando sino a costa de otra12. Nación próspera equivale a nación vendedora exclusivamente, que exporta sin importar cosa distinta de oro y plata. Inglaterra está en la fase corsaria de su imperio, y hasta los altos magistrados fantasean con una Hacienda pública que entierra sus tesoros como el capitán Kidd.

El axioma de que el comercio solo puede ser unilateralmente ventajoso incluye dos corolarios. Primero, que la industria propia debe ser protegida de cualquier competencia. Segundo, que el metálico de calidad13 no solo ha de conseguirse a todo precio, sino inmovilizarse en previsión de guerras. El neerlandés Grocio ha escrito su Mare liberum (1608) para pedir que los océanos estén abiertos al tráfico, y la escuela inglesa responde con el Mare clausum de Selden, donde la seguridad marítima se liga a pactos y peajes, pues como dice Mun ciertos mares «pertenecen a su Majestad británica»14. Para Grocio el dinero es un instrumento de crédito; para el mercantilista es «la riqueza simple y únicamente» (Colbert). Elevado a principio y fin de todo, el stock de metálico fascina precisamente a quienes todavía carecen de expertise mercantil.

El hombre más rico de Inglaterra en su tiempo, sir Josiah Child, ha renunciado a las partes más rudas del ideario sostenido por Malynes, Mun, Misselden y otros apóstoles del monopolismo exportador británico. Con todo, su Nuevo discurso sobre el comercio (1668) no descarta «fuerza subrepticia y violencia» para asegurar el «privilegio de mercado», versión actualizada del ius emporii altomedieval que monopolizaban en su día abades y obispos. A su juicio «el comercio exterior produce riqueza, la riqueza poder y éste defensa para nuestro comercio y nuestra religión»15. No hay término medio entre comercio interior y exterior, y tampoco manera de rehuir una fractura más profunda: a título de consumidores es sencillo encontrar bienes comunes —el progreso industrial, sin ir más lejos—, mientras como productores todo son bienes particulares y conflictivos.

En definitiva, es imposible que los países intercambien artículos sin que uno vea reducido su stock de metales nobles, cosa intrínsecamente ruinosa. Contemporáneos de los niveladores (levellers)16, que llaman estafa a los tratos comerciales, los altos funcionarios y magnates dedicados a disertar sobre ello coinciden con Winstanley en concebir la compraventa como castigo de un contratante por otro. La reciprocidad solo convence en zonas de gran tradición mercantil como Flandes o el norte de Italia, mientras ellos siguen viendo en el comercio algo tanto más legítimo y seguro cuanto más derive de conquista y trato con indefensos o incautos. La oposición entre Dios y Dinero se ha cancelado en gran medida, pero el principio de que «todo lo foráneo nos corrompe» (Montchrétien)17 presenta el intercambio mercantil en términos de victoria sobre extranjeros e infieles.

A medio camino entre ingenuidad y cinismo, otras tesis de la escuela inciden en lo pintoresco. Child, pongamos por caso, cifra los males de su época en banqueros sin escrúpulos, una clase media tentada por «lasciva ociosidad» y un pueblo bajo ávido siempre de lujos. La cifra idónea de hijos por familia sería catorce, y la panacea una reducción en el tipo de interés al 4 por 100 o menos, consumada coercitivamente por el Parlamento. Su compatriota Thomas Manley publica a renglón seguido un opúsculo refutatorio, alegando que la bajada de tipos «incrementaría la embriaguez»18. Ninguno se detiene a reflexionar sobre los aspectos técnicamente oportunos19.

El legado del mercantilismo a la posteridad es la balanza comercial, un hallazgo analítico que permite considerar el conjunto de una economía comparando sus exportaciones e importaciones. Pero los mercantilistas son amigos y enemigos del comercio inseparablemente, y acaban creyendo que un superávit en la balanza «mide la suma de los beneficios privados netos de un país»20. Los bienes económicos les parecen una magnitud fija definida por el punto de partida, como la cantidad de calor o frío que admite cierta epidermis sin quemarse. Un siglo después Smith atestiguará «que ningún país se ha arruinado por una balanza [comercial] desfavorable», y que lo decisivo es «el equilibrio entre producción y consumo»21.

II. DEMOLIENDO EL DOGMA DEL METÁLICO

El primero en observar que cien libras cambian sensiblemente pasando por cien manos fue sir William Petty (1623-1687)22, a quien correspondería también minar la ecuación tradicional entre ganancia propia y pérdida ajena. Inventó el «arte de razonar con cifras sobre cosas relativas al gobierno» —la «aritmética política»—, y sostuvo que la riqueza se genera a partir de ella misma, un proceso asegurado mientras el trabajo sea libre y se mantenga a cubierto de requisas arbitrarias. El dinero es un medio, no un fin, y «si bien su falta enferma, su exceso arruina la flexibilidad»23. Propone un régimen de impuestos indirectos exclusivamente, al igual que su maestro Hobbes24, al que añade una prefiguración del subsidio de paro y prestaciones afines. Dado que algunas personas no han podido disfrutar de los servicios públicos, «quienes vivirían de la caridad o el crimen deben tener una asignación regular y adecuada del Fisco»25.

Otro paso en esa dirección da Charles Davenant (1656-1714), que también es un public servant y se ve llevado —para vivir con desahogo— a componer textos contradictorios. Cuando es Inspector General de Importación y Exportación defiende toda suerte de trabas gubernamentales al comercio, aunque antes ha publicado el Ensayo sobre nuestro tráfico con las Indias Orientales (1696), donde discute el embargo sobre telas de la India que el Parlamento estudiaba para proteger a la industria inglesa26. Aprovechando esas consideraciones, el Ensayo añade:

«El comercio es libre por naturaleza, encuentra sus propios canales y guía mejor que nadie su propio curso. Todas las leyes promulgadas para gobernarlo y dirigirlo, o para limitarlo y reducirlo, podrán ser útiles para los fines de hombres particulares, pero rara vez servirán al bien público [...] En general, todo tráfico, sea el que sea, resulta beneficioso para el país.

Se dice que tener pocas leyes indica sabiduría de un pueblo, pero más aún debería decirse que tener pocas leyes relacionadas con el comercio es una característica de las naciones que prosperan traficando»27.

Lo siguiente en esa línea es el Sistema o teoría del comercio mundial (1720), un opúsculo de Isaac Gervaise, del cual apenas se sabe que nació en París —hijo de un maestro sedero— y vivió la mayor parte de su vida en Londres. Cuarenta y tantas páginas le bastan para presentar las economías políticas como organismos que compensan dinámicamente sus elementos, y pueden ser comprendidas examinando el «sistema» de los mercados. El comercio es una entidad con leyes propias, como la sintaxis de cada idioma, pero precisamente por eso su estructura será invisible mientras la observación siga siendo suplantada por banales juicios de valor. Los aranceles, por ejemplo, podrán justificarse por reciprocidad —como reflejo de trabas impuestas por otros países—, pero en cualquier otro caso (e incluso quizá en ése) estorban la asignación racional de recursos.

La existencia del conjunto implica que «ninguna nación puede estimular manufactura alguna sin desanimar al resto de quienes producen [...] pues ese privilegio atraerá a trabajadores de otras manufacturas»28. Quien proponga defender una industria naciente tendrá la bondad de precisar cuántos años precisa para ponerse a la altura de sus rivales. Si la respuesta es indefinidamente —como sugieren los autores ingleses y franceses del momento— incurre en un absurdo tiránico: priva a sus ciudadanías de «manufacturas dignas» por permitirse un derroche tan estéril como desmoralizador29. Gervaise coincide con Petty en la «inflexibilidad» que se deriva de tesaurizar oro y plata, sin perjuicio de analizar la acción de lo inverso en las crisis bursátiles30. Sus conclusiones se distinguen poco de las avanzadas por Davenant tres décadas antes, aunque ha hecho más por el acercamiento de práctica y teoría:

«El comercio nunca estará mejor que siendo natural y libre. Forzarlo con leyes o tasas es siempre peligroso, pues aunque sea aparente un beneficio o ventaja es difícil percibir su contragolpe (contrecoup), que como mínimo tendrá el tamaño del beneficio pretendido, y normalmente lo sobrepasará [...] Las personas buscan y encuentran los medios más sencillos y naturales para alcanzar sus fines, y solo la coacción les desviará de ello».

1. Primeras intuiciones del equilibrio. El banquero irlandés Richard Cantillon, que murió asesinado por sirvientes codiciosos, «trasciende la estrechez de anteriores cadenas de raciocinio»31 y consuma el planteamiento científico de la economía política al «explicar las relaciones sin enjuiciarlas»32. Su Essai describe cómo dos factores productivos primarios —tierra y mano de obra— generan un flujo circular de rentas, cuyo resultado es un ajuste entre valores de uso y valores de cambio, precios «normales» y precios de mercado. El señor cede la feracidad de sus dominios aspirando a disfrutar de una vida desahogada, el siervo los explota para subsistir, y de esa interacción brotan cuatro mercados (el inmobiliario, el laboral, el de necesidades y el de lujos) con sus correspondientes valores monetarios, que «van fijándose conforme a la proporción de artículos ofrecidos y dinero dispuesto a comprarlos».

Por lo demás, la tierra y el trabajo suscitan economías políticas merced a la institución de la propiedad, que determina también una irrefrenable tendencia del comercio a ser libre. Los mercantilistas son por eso comerciantes ajenos a la naturaleza del comercio, cuya propensión a «confundir causas y efectos» les impide entender hasta procesos tan sencillos como la ruina española33, una demostración palmaria de que el metálico no equivale a opulencia para un país. En términos comparativos, una nación será tanto más rica cuanto mayor sea «la cantidad de trabajo disponible allí», pero nada resulta tan esencial como no dejarse desorientar sobre la prosperidad misma:

«La tierra es la fuente de materia que produce toda suerte de riqueza. El trabajo humano es la forma productora, y la riqueza en sí nada es sino los alimentos, las conveniencias y las cosas superfluas que hacen agradable la vida»34.

La sociedad medieval adoctrinaba al señor y al siervo en un parejo desprecio ante lo cómodo, mandando que el primero solo derrochase por deber y el segundo se ciñera por gusto a sobrevivir. Contraponía lo necesario a lo agradable por el mismo motivo que fundaba «los títulos de propiedad en violencia y conquista»35, o vendía la salvación post mortem; pero ha llegado un mundo donde posibilitar lo superfluo resulta más conducente al bien común que la oración y el culto a una santa pobreza36. Cuando las transmisiones pasan a ser contractuales —libres y pacíficas al tiempo— crece sin duda una oferta de bienes en su mayoría ficticios o artificiosos para el espíritu del caballero, el religioso y el siervo. Con todo, ese mercado de cosas prescindibles es en realidad el único modo eficaz de asegurar las imprescindibles.

III. SERES DE TERCER TIPO

La dinámica descrita por Cantillon descubre resortes que desafían cualquier voluntad apoyada sobre los medios conocidos de influencia. Los mercados no reaccionan como una herramienta al mandato de su operario, y tampoco responden a la intimidación con cosa distinta de parálisis. Segundo a segundo van ajustándose a una imprevisible pluralidad de actores y hechos, tan superior por finura y entidad a órdenes basados en toques rutinarios de campana o clarín como una lengua a las reglas de ortografía y puntuación propuestas por su Academia. Solo una laboriosa y humilde observación permite influir de algún modo útil en sus operaciones, y será vana o incluso contraproducente cualquier medida unilateral de control37.

Si se prefiere, cada economía es un conjunto lo bastante tenso como para que cualquier acción en algún sector induzca movimientos compensatorios en el resto, y mirarlo así evita simplezas. «Las minas de carbón», por ejemplo, «ahorran muchos millones de hectáreas destinadas en otro caso a producir madera»38. Basando su existencia en un manejo de la incertidumbre, el empresariado ahorra al resto de la sociedad asumir (directamente) «el riesgo por cambio en los precios»39. El dinero, aparentemente una abstracción impuesta al mundo concreto, mantiene una paridad constante con él considerando que «cualquier magnitud de efectivo equivale a la renta de cierta tierra». Para la determinación de su valor la velocidad de circulación es tan importante como su cantidad, y eso explica los efectos devastadores que tiene para un país intentar simplemente atesorarlo. Basta comprender la interpenetración de sus elementos y funciones para que el conjunto deje de ser arbitrario.

El Essai de Cantillon anticipa así El espíritu de las leyes de Montesquieu y los ensayos de Hume, dos obras que quizá se sirven de alguna versión suya inédita40. Común a esas tres investigaciones es vulnerar la división del mundo en sujetos conscientes y objetos inertes, voluntades y cosas, poniendo de relieve entidades —los seres de tercer tipo— que no caben en el casillero de lo mental ni en el de lo extramental, pero despliegan una evidente capacidad para autoorganizarse. Al analizar los usos jurídicos Molina había percibido precozmente una «obra humana ajena a humano designio», y seguir esa línea de investigación acaba inspirando el tratado de Smith sobre las causas de riqueza (1776) y el de Kant sobre la estructura del entendimiento (1781). El creacionismo, tan vigente hasta entonces en todas las ramas del saber, no resulta ya satisfactorio para unas «ciencias del hombre» (Hume) que descubren procesos evolutivos a cada paso.

La nueva manera de ver e investigar deriva de la sagacidad y el estudio de individuos concretos, que en vez de pontificar sobre extremos examinan términos medios. Con todo, son hijos de sociedades menos acosadas por la intemperie, cuya idea del más allá no se sobrepone a un aquí/ahora de utilidades prosaicas. En tiempos de Cantillon «más de un tercio de los que nacen en Europa mueren durante el primer año»41, cosa no tan terrible cuando solían morir más de la mitad y se vislumbra un futuro halagüeño sin necesidad de milagros, sencillamente aprovechando los caballos de fuerza ya añadidos al esfuerzo humano.

Con la opulencia ha llegado también un riesgo crónico de sobreproducción, que desata quiebras y paro por exceso de manufacturas tras milenios de sufrir básicamente por lo contrario, pero la productividad mantiene un crecimiento sostenido en los ingresos. Aunque a las guerras de religión hayan seguido guerras nacionales, el comercio ultramarino y la industrialización doméstica compensan sus devastaciones, y hasta en Francia —el país más problemático— la ruina galopante es un asunto de la Corte que no afecta al crecimiento económico de su clase media, tanto urbana como rural. Contemplado a distancia, un mercantilismo a lo Colbert parece la ideología espontánea de un país cuando empieza a desarrollar su industria. Arbitra cinturones protectores para los derechos creados hasta alcanzar cierto grado de madurez, a partir del cual empieza a inclinarse hacia el librecambio42.

Dicha secuencia se observa en Francia y con singular claridad en Inglaterra, que tras acoger como rey al duque de Orange inventa una monarquía ni absoluta ni centralizada burocráticamente. No es una democracia formal, aunque sí un sistema político que se organiza equilibrando el ejercicio de la coacción con una independencia del poder judicial, el legislativo y el ejecutivo, definida por Montesquieu como «moderación» del poder. Esto sigue el camino desaconsejado por Hobbes, pero en vez de provocar la catástrofe anunciada por su Leviatán inaugura el Estado europeo más inmune a la guerra civil. Decantarse por «un gobierno débil coincide con uno de los mayores progresos registrados en el vigor y la prosperidad de un país»43.

1. Un amigo del comercio. David Hume (1711-1776), cuya teoría del conocimiento despertaría a Kant del «sueño dogmático», cifró la honradez intelectual en argumentar con sentido común y un par de buenos ejemplos, dando muestras de sagacidad para captar las excepciones a cada regla. La filosofía nunca recobró su autocomplacencia después de que él explicara por un engranaje de ventajas sociales lo derivado hasta entonces de una razón metafísica, «disolviendo todo lo general en hábitos e inclinaciones»44. Pero su escepticismo en materia de fe no le llevó a dudar del mejoramiento humano, sino a fundarlo sobre la industria. Como diría su pupilo más célebre:

«El comercio y la fabricación de manufacturas han ido introduciendo gradualmente el orden y el buen gobierno y, con éstos, libertad y seguridad para poblaciones que habían vivido hasta entonces en un estado de guerra casi continua con sus vecinos, y de servil dependencia respecto a sus superiores. Aunque estos efectos han sido los menos observados, son con mucho los más importantes de todos. El señor Hume es, al menos de cuantos yo conozco, el único escritor que se ha dado cuenta de ello»45.

Este novedoso punto de vista se expone en obras muy vastas46 tanto como en ensayos breves sobre temas de economía47, que coinciden en una crítica de la «mezquina y torcida opinión según la cual nadie puede prosperar sino a expensas de los demás»48. Pensar la compraventa como acto lesivo necesariamente para alguno de los contratantes es el fundamento de que Inglaterra y otros países pretendan vender sin comprar, o comprar sin vender, apoyándose al efecto sobre cañonazos y chantajes. A Hume semejante política no solo le parece inhumana sino contraproducente y anacrónica en Estados ya comerciales, que han sustituido el culto a la fuerza militar y la magia clerical por una producción abundante de commodities, encaminándose gracias a ello a una prosperidad «casi inevitable».

Pero la inercia de aquella mezquina y torcida opinión es una ceguera de la cual manan equívocos en cascada, empezando por los vigentes sobre el dinero, la tasa de interés o la balanza de pagos. Como el dinero «no es ninguna de las ruedas del comercio, sino el aceite que suaviza su movimiento»49, la afluencia masiva de oro y plata en países sin tejido industrial ni hábitos inversores dispara una inflación que acaba por despoblarlos, como muestran Portugal y España. De hecho, cada «nivel» de laboriosidad supone cierto «nivel» de efectivo. En cuanto al interés, «nada parece un signo más seguro del estado floreciente de una nación» que no padecer tipos altos; pero esto no se logra con decretos y ni siquiera depende del metálico atesorado, porque nace de una situación donde abundan al tiempo «el lujo, la frugalidad, las manufacturas, las artes y la industria»50. Lo inseparable del lujo y la frugalidad es el resultado de surja un grupo donde «el amor por las ganancias prevalece sobre el amor al placer», cuya existencia promueve enérgicamente la acumulación y favorece en esa medida al resto.

La balanza de pagos, por último, puede ser un estado de cuentas —siempre parcial, desde luego— o mantenerse como disparate ideológico. En este caso imita a «naciones ignorantes en materia de comercio, que intentan guardar para sí lo que consideran valioso y útil sin comprender que obran de un modo directamente opuesto a su intención, pues cuanto más se exporte de algún bien más se producirá en casa»51. El otro extremo de esta incoherencia es importar solo oro y plata —como propone el dogma mercantilista—, prohibiendo su salida a cambio de manufacturas extranjeras. Dicha política sería un modo unilateral de enriquecerse si no pasara por alto la realidad efectiva, que es un restablecimiento permanente y automático del equilibrio52:

«Las manufacturas se desplazan de modo gradual, abandonando aquellos países a los que ya han enriquecido y volando hacia otros, a los que son atraídas por la baratura de las provisiones y del trabajo. Cuando hayan enriquecido también a estos países serán deportadas de nuevo, y por las mismas causas»53.

IV. LA RIVALIDAD COMERCIAL

Automático no significa instantáneo, y la tendencia a estados de equilibrio convive con una elasticidad que acorta o acelera cada efecto54. Además, la renta nacional depende de mecanismos puntuales o momentáneos, pero es función ante todo de sus instituciones y costumbres. La holandesa e inglesa supera de largo a la de España, Francia y otros territorios con «mejor suelo y clima», sin duda porque allí el Estado no ha aprendido aún a repartir más equitativamente la carga tributaria y proteger los derechos de propiedad. Bajo gobiernos autolimitados hay prosperidad y civismo, pues desarrollo económico y progreso social son fenómenos indisociables. Una vez emancipadas del yugo clerical-militar, todo cuanto necesitan las sociedades para «despertarse al deseo de una vida más espléndida»55 es renunciar a la creencia de que algún país debe o puede mantenerse hegemónico.

El ensayo de Hume dedicado a la rivalidad comercial anticipa la guerra anglofrancesa de los Siete Años, y termina haciendo votos por la prosperidad de «Alemania, España, Italia e incluso Francia»56, los adversarios del momento. Aclara allí que no habla solo como «hombre» sino «como súbdito de Gran Bretaña», orgulloso de pertenecer a la superpotencia del momento; pero eso refuerza —si cabe— la convicción de que el bien ajeno y el propio coinciden:

«Nada tan corriente entre Estados que han hecho algún progreso en el comercio como mirar con recelo a sus vecinos, considerarlos rivales suyos y suponer que ninguno puede prosperar sino a expensas de los demás. Frente a opinión tan mezquina y torcida, me atrevo a afirmar que el aumento de la riqueza y el comercio de una nación no solo no perjudica sino que de ordinario fomenta los de sus vecinos, y que es difícil que un país pueda hacer grandes progresos si los que le rodean se hallan hundidos en la ignorancia, la indolencia y la barbarie [...] Si se mantiene la libre comunicación entre naciones, es imposible que la industria de cada una deje de mejorar con los progresos de las demás. Compárese la situación de Gran Bretaña con la de hace dos siglos. Todas las artes, tanto agrícolas como manufactureras, eran entonces muy rudas e imperfectas; y cuantos progresos hemos hecho se deben a nuestra imitación de los extranjeros»57.

La reciprocidad parte de ventajas mutuas58, y el tópico de los bienes «conflictivos» —aquellos donde la posesión de uno veda la de otro— se refuta estimulando pericia productiva. Bienes reputadamente no conflictivos por infinitos, como la verdad religiosa, la identidad nacional o los valores de casta parecerían fundar un mayor acuerdo entre el bien general y el particular, pero son vínculos excluyentes que en realidad promueven guerras internas y externas, cuando no estancamiento. El supuesto foco primario de divergencia —las actividades ligadas al lucro— construye un nexo tan local como cosmopolita, que asegura de modo más seguro y constante el interés común. Fundar la política económica sobre principios distintos de la libertad y el rendimiento fomenta vaguedades melifluas, que serán interrumpidas aquí y allá por gruñidos mesiánicos.

Terrenal y falible, la justicia instaurada por el desarrollo del comercio alterna con la venalidad y la corrupción, rasgos muy bien conocidos también en el mundo precomercial, aunque añade a ellos un progreso en artes y ciencias. Ante todo, invita a dejar atrás la compartimentación del mundo en bueno o malo, verdadero o falso, positivo o negativo, oponiendo al dualismo en general algo que ha llegado a realizarse merced al trabajo y la paciencia. Exigir a la nueva sociedad algo más que un equilibrio siempre inestable, sostenido sobre progresos graduales, supone retroceder a rudezas maniqueas. La experiencia aconseja «no atribuir a ninguna obra humana la inmortalidad que el Todopoderoso parece haber negado a las suyas»59.

1. Otro amigo del comercio. Nacido bastante antes que Hume, y no menos colosal por formación e independencia de criterio, Charles de Secondat (1689-1755), barón de Montesquieu, publicó su De l’esprit des lois (1748) el mismo año en que aquél daba a la imprenta los Political Discourses. Luego cruzarían cartas, vivamente animado cada uno por la mera existencia del otro, como corresponde a pioneros absolutos a la hora de reflexionar sobre lo que antes llamábamos seres de tercer tipo, y concretamente sobre las correspondencias entre sistema político y económico. Muy pocos habían percibido antes que ser instituciones humanas no las somete en realidad al designio de autócrata alguno, cuyo simplismo le llevará a impartir directrices vanas cuando no contraproducentes para sus propios fines.

El extenso ensayo de Montesquieu fue mal recibido en su país hasta principios del siglo XIX, e incluido pronto (1751) por la Santa Sede en su Index librorum prohibitorum. No dejaría por ello de ser el texto más citado con mucho por los ingleses durante la segunda mitad del siglo XVIII. El padre de la Constitución norteamericana, James Madison, se declaró guiado en todo momento por dos pensamientos suyos: a) «el gobierno debe organizarse de manera que ningún hombre deba temer a otro»; b) esto no se logrará sin «hacer que los poderes [del Estado] se contrapesen unos a otros»60. Es sin duda un hito que alguien dedique mil páginas —bien documentadas y escritas— a defender un régimen político cuyo fundamento es precisamente que ningún hombre tenga motivos para temer a otro, pues el miedo ha sido siempre «la guía más eficaz para el cumplimiento del deber», como decía Diocleciano. Pero su argumento convence, y dos décadas después sir James Steuart celebra a Hume y Montesquieu como los genios capaces de moverse en el galimatías de realizaciones no pretendidas e intenciones incumplidas. La obra de ambos ha sido básica para entender que «el complejo sistema de la economía política es la brida más eficaz de cuantas se hayan inventado contra el delirio del despotismo»61.

Hume había escrito que el autocontrol es «la consecuencia infalible de toda profesión industriosa», y Montesquieu percibe el mismo fenómeno en la expansión mercantil:

«El espíritu del comercio lleva consigo frugalidad, economía, moderación, trabajo, sabiduría, tranquilidad, orden y regularidad. De ahí que mientras dicho espíritu prevalezca las riquezas creadas por él no tengan ningún efecto nocivo»62.

«Donde los modales del hombre son gentiles (douces) hay comercio; y donde hay comercio los modales de los hombres son gentiles [...] El comercio pule y modera los hábitos maleducados (barbares), como cabe constatar día a día»63.

V. PASIONES E INTERESES

Aunque los pueblos pueden elegir entre formas monárquicas, aristocráticas y democráticas de gobierno, el amplio rastreo que Montesquieu hace de costumbres y leyes en distintos tiempos y países le lleva a la conclusión de que el desarrollo económico tiende siempre a «sanear» el orden político64. Dicho saneamiento es otro entre los efectos no buscados de la acción humana, que al crear opulencia restringe por caminos indirectos aunque seguros la preponderancia del ideal militar y el imaginario redentor-profético.

Pero la fuerza de esos principios deriva de que son pasionales en vez de intelectuales, y su hegemonía solo puede corregirse con algo de naturaleza igualmente emotiva y práctica65. Si no queremos ser triviales y mentirnos, dijo Hume, reconoceremos que «la razón [...] no puede pretender otro oficio que servir y obedecer a las pasiones», siendo vano oponer a ellas otra cosa que algún «impulso contrario»66. La inteligencia viene siempre después que el deseo, y está indefensa ante sus demandas. Esto lo tiene presente Montesquieu a su manera, cuando cifra el futuro halagüeño de las sociedades comerciales en que allí el impulso conquistador y redentor tenga como contrapeso el deseo de defender la libertad y la prosperidad ya adquiridas:

«Resulta afortunado para los hombres estar en una situación donde sus pasiones podrían inclinarles a obrar como malvados (méchants), pero donde forma parte de su interés evitarlo»67.

Por lo demás, que la conveniencia haya podido desplazarse de hábitos bárbaros a civilizados, y que descubra una alternativa a mandar u obedecer inapelablemente, es para el Espíritu de las leyes el fruto de aquello que al satanizar el interés del dinero paraliza el comercio. Perseguidos ya como verdugos de Cristo, los judíos tenían poco que perder asumiendo el nuevo baldón de usureros, y con ello lograron poder al mismo tiempo que nuevas persecuciones y chantajes, pues no solo turbas de desarrapados sino los nobles y los reyes les iban a infligir periódicas razzias. Pero para defenderse inventaron la letra de cambio,

«que permitió al comercio eludir la violencia y mantenerse de modo ubicuo, creando una riqueza invisible que podía enviarse a todas partes sin dejar huella [...] La avaricia de los príncipes fue el origen de un hallazgo que permitió al comercio eludir sus garras.

Desde entonces se verían compelidos a obrar con mayor sensatez de la pretendida por ellos mismos, ya que los grandes golpes de autoridad se demostraron ineficaces y [...] solo el buen gobierno iba a permitirles prosperar»68.

Añádase que la mercantilización no es ningún paraíso, sino un lenitivo para las miserias impuestas por el despotismo político y religioso. Los seres humanos siguen teniendo abierto ante sí un larguísimo camino hacia la dignidad, y monetizar las relaciones puede, por ejemplo, mermar el viejo deber de hospitalidad y otras virtudes morales, «que nos inclinan a ver los propios intereses de un modo no rí gido»69. Antes de esa monetización reinaba la rigidez suprema del orden jerárquico, y la marea de mezquina mediocridad que le pone término no puede desligarse de las atrocidades y carencias ligadas a la Paz de Dios. En principio, «el efecto natural del comercio es conducir a la paz»70, aclaración tanto más oportuna cuanto que todavía pasa por un «combate perpetuo» (Colbert) y «una especie de guerra» (Josiah Child).

Pedirle a la política otra cosa que «moderación» en el poder, con la consiguiente libertad para los ciudadanos, implica también despojarla de moralinas. Gustos, valores y modales, pongamos por caso, no son incumbencia del gobierno salvo que aspiremos a robustecer la tiranía, y un texto del Montesquieu joven dice ya:

«Es inútil atacar directamente a la política mostrando cuántas prácticas suyas tropiezan con la moralidad y la razón. Este tipo de discurso convence a todos sin cambiar a nadie [...] Me parece mejor seguir un camino indirecto, que [...] muestre su escaso rendimiento en utilidad real»71.

Despreciado en Francia por cosmopolita y anti-soberanista, a despecho de algunas excepciones, el Espíritu de las leyes es resumido casi un siglo después por su compatriota Tocqueville: «No sé si alguien puede citar un caso de nación fabril y comercial que no sea libre. Hay, pues, un estrecho vínculo entre libertad e industria»72.