«Recomendé incansablemente compromiso pero pensaron de otro modo, y los acontecimientos han demostrado su lamentable error: treinta años de guerra exterior y doméstica, la pérdida de millones de vidas, la postración de la felicidad privada y el dominio extranjero sobre su país durante algún tiempo [...] ¿Quién podía prever la melancólica secuela de su bienintencionada perseverancia?»
TH.JEFFERSON1.
Como otros aspirantes a burócratas revolucionarios, Fouquier-Tinville y Robespierre portaban peluca empolvada y casaca de seda, con medias blancas terminadas en zapatos de hebilla. Otros tribunos lucían largas melenas, evitaban los calzones de raso y calzaban botas altas, como el Rectilíneo o Babeuf. Pero la «magnánima devoción por el interés general»2 se llevó por delante a atildados y aguerridos, en un escenario que se diría hecho para aventureros capaces de aparentar doctrinarismo. El superviviente modélico de la nueva clase política será Sieyès, a quien David retrata envuelto en un capote oscuro de cuello alto y paño grueso, lo bastante amplio para esconder un par de pistolas y una bolsa de monedas que compre delatores.
La salud pública ha restablecido el deber de unanimidad, y entre aclamaciones continuas a la Liberté todo se desliza hacia lo obligatorio. La camaradería que empezó anteponiendo a cada nombre propio un «ciudadano/a», por ejemplo, se convierte en prohibición de llamar señor o señora a otra persona3. El reglamentismo aspira a enseñorearse de conductas y opiniones, y solo la propia enormidad de aquello que está sucediendo crea resquicios para cambios liberales como el divorcio libre, el matrimonio de sacerdotes y monjas o el prestigio de la desnudez elegante. Cortesanas como Teresa Cabarrús o la posterior emperatriz Josefina se convierten en figuras centrales del Directorio, y un país que era ya árbitro del gusto en tiempos del Rey Sol dicta estilo con razones aún más sólidas.
La Cabarrús en particular, hija de un banquero español, demuestra con el ejemplo cómo son compatibles la belleza, la desvergüenza y la humanidad4. Sus esfuerzos por ser y mantenerse «natural» tropiezan a cada paso con un romantisme que exalta los duelos, venera lo oculto y alimenta la teoría del genio tenebroso. Inseparable del espíritu que inspira la dictadura revolucionaria, ese romanticismo percibe «rudeza de alma» en la lozanía y cultiva expresamente lo enfermizo, como tantos héroes y heroínas de la literatura ulterior. Pero nos hemos detenido en temperamentos e ideas, y es tiempo de esbozar la situación económica. En Roma el acuerdo entre Imperio e Iglesia fue financiado inicialmente por la expropiación de cualquier templo pagano. En Francia el cambio es financiado inicialmente por una expropiación de la Iglesia, seguido por una requisa selectiva de la población que podemos mirar algo más de cerca.
I. PAGARÉS Y METÁLICO
Al abolir el feudalismo, en agosto de 1789, la Asamblea aprobó grandes reformas de la hacienda pública y entre ellas un impuesto directo y progresivo sobre la renta (el impôt foncier recomendado por Turgot), suprimiendo de paso algunos impuestos indirectos, peajes internos y trabas gremiales. Hacer justicia fiscal era al mismo tiempo relanzar la economía, abriendo perspectivas a medio y largo plazo que en el corto se sostenían mediante emisiones de «asignados» con cargo a los antiguos bienes eclesiásticos. Una sensible mejora en el nivel de vida parecía inminente, pero el acoso y posterior fuga de los reyes dispara una crisis de confianza que invierte el panorama. A finales de 1792 —cuando el parlamento francés delibera sobre matar o no a Luis XVI— la recaudación es «ridícula»5, y las llamadas contribuciones patrióticas al Tesoro han desaparecido.
Expropiar a nuevas oleadas de emigrados no ofrece una mínima parte de lo requerido para cumplir con proveedores internos y externos, sin los cuales parece imposible mantener las guerras revolucionarias. Alguien tan poco sospechoso de posibilismo como Saint-Just sugiere entonces poner freno a la creación de dinero, para no tener que acabar dictando «leyes violentas sobre el comercio»6. Pero Robespierre y el resto de la Montaña no están de acuerdo —más bien piensan en simplificar drásticamente el intercambio de bienes—, y la Asamblea Legislativa aprueba una nueva emisión de pagarés que el mercado solo acepta por la mitad de su valor nominal. Esto significa reducir todo tipo de compras, y ante una oferta menor la demanda tira hacia arriba de los precios.
El 23 de febrero de 1793 una cacerolada de lavanderas protesta por la subida del jabón, y dos días más tarde las tiendas de París son asaltadas para conseguir azúcar y café, otros dos artículos que se han hecho prohibitivos. Marat denuncia la «avidez de lujo» de los saqueadores, forzosamente manipulados por el complot aristocrático, aunque la inflación se extiende de inmediato a velas, leña y grano. La Comuna creía controlar las émeutes a su antojo, y poder seguir disponiendo de las manifestaciones y disturbios como activo político sugiere restablecer la anona romana. El pan de París se subsidia, y algo después la carne, cobrando los proveedores con billetes impresos al efecto por la Caisse d’Escompte, futuro Banco de Francia. Su contabilidad refleja el medio millón diario que cuesta el suministro de harina como «préstamo de fondos propios»7.
En junio los reveses militares cortan el flujo de divisas y metálico que los ejércitos incautaban desde principios de año en Flandes y al norte del Rin, imponiendo austeridad o seguir depreciando los medios de pago. Pero lo primero implica que la política se arrodille ante la finanza, y puede evitarse a corto plazo con más pagarés. Así, un tope de assignats que ha pasado rápidamente de seiscientos a ochocientos millones emite otros mil doscientos, elevando el total a tres mil cien millones de libras8. Ya en febrero el valor de estos signes se había reducido a la mitad, y cuando caiga a menos de la sexta parte la Convención cree oportuno corregir los automatismos del mercado.
1. La economía obligatoria. Castigar con la guillotina a monopolistes9 culmina un proceso iniciado por la Ley de Máximos, que regula a la baja salarios y beneficios —el margen del mayorista será el 5 por 100, el del minorista un 10 por 10010—, fijando precios inalterables para multitud de mercancías. Quien tenga «bienes de primera necesidad» debe hacer declaraciones quincenales de sus existencias, y en agosto se incautan silos —los llamados «graneros de la abundancia»— para acumular excedentes en realidad imaginarios. El drástico recorte del comercio exterior tiene, entre otros resultados, el de que las malas cosechas sean catastróficas para el campesino y las abundantes casi peores, pues revientan los precios. La Bolsa se ha clausurado para acabar con «viles especuladores», aunque lleva muchos meses sin funcionar de hecho.
Para quienes saben y quieren arriesgar el negocio está en la propia política gubernamental, que arruinando al incauto permite hacer enormes fortunas con la depreciación11. Ante el acoso de sus acreedores el Gobierno decide desmonetizar los assignats, pero inaugura con ello un imponente mercado negro de monedas. El principio de acción-reacción inventa a cada paso un contrapaso, y seguir siendo auténtico sugiere al patriota curas cada vez menos discernibles del homicidio. Ahora hay tres nuevos traidores que castigar —financieros, almacenistas y campesinos—, que la Ley de Máximos encarga a un servicio de vérificateurs asistido por batallones de sans-culottes.
Hébert, padre de la medida, ha sugerido que esos grupos paramilitares lleven una guillotina móvil, para ajusticiar in situ12. En septiembre de 1793 unas normas sobre justiprecio que tasan tanto los bienes como los costes de trasladarlos entran en vigor, y el egoísmo se diría al fin acorralado. Las tiendas no tendrán más remedio que vender las cosas por su valor «auténtico», los tenderos obedecen puntualmente al legislador, hay un aflujo masivo de público y el único problema es que sus existencias desaparecen en un abrir y cerrar de ojos, tras de lo cual empieza el peor desabastecimiento recordado. La Convención ha omitido informar al país sobre ese más que previsible efecto, y el mes siguiente la campaña contra monopolistes individuales se amplía a urbes y regiones, que desde los golpes de Estado de primavera padecen una dictadura ya totalmente desembozada del centro.
En efecto, provincias enteras y algunas ciudades —entre ellas Burdeos, Marsella, Tolón, Nantes y Lyón— sencillamente carecen de delegado en una Convención donde solo votan ya un tercio de los diputados originales, y rechazan más o menos de plano la política neoespartana. De ahí someterlas a répresentants-en-mission dotados de tropas y poderes absolutos, cuya misión conjunta es «depurar y embargar». Un anónimo alférez de veintitrés años, Bonaparte, resulta decisivo para acabar a cañonazos con la rebeldía de Tolón13, por ejemplo. En Burdeos la carnicería —no el expolio— se modera gracias al ascendiente de Teresa Cabarrús sobre Tallien. El representante Lebon arrasa hasta los cimientos la ciudad de Arras, y en Nantes otro de los delegados, Carrier, logra superar en atrocidad a las mitraillades lionesas.
Los partidarios abiertos del Viejo Régimen son castigados con genocidio —quizá el primero de Europa—, y en diciembre de este mismo año Westermann, otro de los répresentants, informa a la Convención: «Ya no existe La Vendée, ciudadanos. Ha perecido bajo nuestra espada libre junto con sus mujeres y niños. No tengo prisioneros que reprocharme»14. Por entonces el parentesco ideológico y moral de monopolistes y «federalistas disgregadores» ha encontrado como expresión idónea la palabra anthropofagues, un término curioso para tiempos donde muchos tienen la tentación de comerse al prójimo, pues la carne ha desaparecido de los mercados. En el verano de 1794, un semestre después de que Robespierre saque adelante su plan económico —«la falta de circulación», dijo en noviembre, «se soluciona suprimiendo el interés de la codicia»—, los bienes son por término medio unas diez veces más caros que hace dos años, los assignés de 100 libras valen 4 y el interés del dinero «bueno» puede llegar al 20 por 100 mensual15.
Desde 1791 la producción de hierro, convertida en empresa estatal de armamento16, es la única que ha experimentado crecimiento. La marina mercante viene a ser un décimo de la previa, y tanto la crisis agrícola como el monopolio de la siderurgia asfixian a la industria en general17. La caída del Incorruptible y su grupo, a finales de julio, acompaña a un clamor por otro tipo de régimen económico, y los nuevos titulares del poder derogan uno por uno los controles previos. Esto abre la veda para el tipo de negocio espléndido que las condiciones de necesidad extrema abonan siempre, aunque para la gran mayoría del país el ajuste es inevitable y no precisamente halagüeño. No hay otro futuro que más inflación aún, seguida por un desplome general de precios. Primero se evapora el valor de aquello que compra las cosas, y a continuación el de las propias cosas.
II. LA SENDA HACIA EL IMPERIO
La Convención se autodisuelve seis meses después de acabar con Robespierre y el remanente de tribunos intempestivos. Asomada al abismo, la clase media específica de los parlamentos previos18 ha encargado al incombustible Sieyès una nueva Constitución que reconoce la división de poderes, creando dos cámaras legislativas y un ejecutivo desempeñado por cinco Directores. El signo más visible de la liberalización económica es un círculo de nuevos ricos que llena cafés y teatros básicamente a través de su prole, una generación de señoritos (jeunesse dorée) cuya revancha se manifiesta en insultos e incluso agresiones a hebertistas y jacobinos. Esos hijos de papá son los nuevos titulares de la arrogancia.
Mirado algo más de cerca, el Gobierno lo forman el círculo nuevo rico y algunos antiguos inquisidores feroces como Tallien —implacable desde que emerge en 1792 como secretario de la Comuna Insurrecta— o el todopoderoso jefe de la policía secreta, Fouché. La historia recuerda el Directorio (1795-1799) como prototipo de cinismo corrupto, pues pide al empresario paciencia con los «arcaicos» —entiéndase por ello a los jacobinos—, y se compromete con estos últimos a la más estricta pureza en materia de «principios». Pero carga también con la tarea de pasar página alegando lo contrario, y su fraude más ostensible será anular porque sí las elecciones del 97 y el 98. El orgullo nacional sigue en auge, a despecho de la miseria reinante, y exportar la Revolución es tanto más factible cuanto que Robespierre dejó un país con más de un millón de soldados repartidos en doce ejér citos19.
Tras un bienio caracterizado a grandes rasgos por el principio de que no debe haber ni pobres ni ricos, en palabras de Saint—Just, los atropellos padecidos por distintos propietarios han dado paso a una consagración incondicional de la propiedad20. Pero el movimiento pendular no afecta al rechazo de la democracia en sentido anglosajón, y presenta como gobierno moderado una oligarquía de viejos carniceros convertidos en magnates. Ahora pasan por demócratas unos conservadores tan opuestos como el enragé a lo básico del liberalismo21, que decretan autonomía para los negocios y dictadura para las opiniones y partidos. Antes y después de que reine la guillotina, el criterio dominante niega lo más elemental:
«El buen gobierno no se logra consolidando o concentrando poderes, sino distribuyéndolos. Si nuestro gran país no estuviese ya dividido en Estados habría que proceder a la división [...] Si la capital hubiese de decidir cuándo hemos de sembrar y cuándo recolectar pronto nos faltaría el pan. Ese reparto de cuidados, que descienden gradualmente de lo general a lo particular, es la mejor manera de organizar la masa de los asuntos humanos»22.
En efecto, no tarda en promulgarse una ley que suprime toda suerte de comicios provinciales y municipales, confiando al poder central la provisión de cualquier cargo23. La atracción del centro succiona a las más diversas periferias, y antes de dar paso a un nuevo autó cra ta con poderes omnímodos el primer reto del Directorio es la previsible sublevación de París, centro de los centros, acostumbrado a vivir como la Roma del Bajo Imperio de saquear a sus provincias (départements). Otros sacrificios al centralismo seguirán siendo viables en el futuro, pero el hundimiento de los assignats interrumpe el reparto gratuito de víveres a principios de 1796, cuando los datos municipales afirman que más de la mitad de sus habitantes están desnutridos, y la canción de moda —compuesta por el comunista Babeuf— comienza con «Muriendo de hambre, muriendo de frío».
1. Nuevas rebeliones y nuevas respuestas. La furia del indigente crece a lo largo de marzo y desencadena dos latigazos populares en abril. Su lema —«Pan y la Constitución del 93»— invoca el droit de subsistence descubierto por Robespierre, y exige un retorno a la Ley de Máximos. Estas iniciativas tienen ímpetu bastante para tomar la antigua Convención, pero son deficitarias en liderazgo y hasta en términos de entusiasmo, quizá porque el resultado de las recetas económicas neoespartanas está a la vista. Cuando la Guardia Nacional cerque los barrios obreros de Saint Antoine y Saint Marcel los insurrectos se rendirán sin lucha. La amargura del momento queda compensada esa misma primavera por grandes éxitos militares en Bélgica, Holanda y la margen izquierda del Rin. El fenómeno del momento es que el prestigio del credo sans-culotte haya entrado en eclipse, y la inyección de recursos que sigue a esas conquistas aviva el orgullo nacional sin avivar el populismo. Desde Luis XVI ha parecido sencillamente sacrílego combatir con tropas regulares cualquier alzamiento de la población civil, cuyas muchedumbres simbolizaban veracidad, espontaneidad y unanimidad. Ahora, sin embargo, los desórdenes públicos que se atribuían sin excepción a «patriotas» pueden presentarse como obra de «asociales», y en la práctica son reprimidos con fuego cruzado de artillería.
A mediados de octubre llega la insurrección llamada monárquica, que según los Directores levanta en armas a unos 135.000 parisinos24. La cantidad parece formidable, y el director Paul Barras (1755-1829), que es de largo el más influyente, responde llamando al ejército y armando a un grupo civil llamado «patriotas del 89», compuesto básicamente por diputados declarados inelegibles debido a implicación en masacres, miembros del llamado Ejército del Interior (antiguos batallones de vérificateurs) y prácticamente todo el cuerpo de delatores y espías llamado Legión de Policía. Son personas que están en paro sin economato desde febrero, humilladas colectivamente desde abril, y su decepción tras apoyar al Gobierno en octubre les llevará al golpe de Estado que intentan el siguiente mayo, en nombre de un movimiento «panteonista» que es igualitarismo militante.
El brazo firme de la ley opuesto en la práctica a todas esas amenazas es el recién ascendido Bonaparte, que brilla como maestro artillero25 y por la energía que despliega su servicio de inteligencia. Barras le premia con una de sus muchas amantes, Josefina, y el mando de una campaña contra Italia donde se cubrirá de gloria.
III. VENCEDORES Y VENCIDOS
La venerable Hélade sigue presente en el hecho de que las cámaras se llamen Consejo de los Quinientos y Consejo de los Ancianos, aunque tanto ellas como la Junta de Directores despachan los asuntos envueltos en sospechas de cohecho y fraude, mientras los esforzados ejércitos revolucionarios luchan no solo en toda Europa sino en Egipto y Siria. Esto repite número tras número el Journal de Bonaparte et les Hommes Vertueux —uno de los tres periódicos controlados por el general—, y en 1799 un golpe de Estado incruento convierte el Directorio en República Consular, una entidad que sigue fiel a la divergencia entre forma clásica y contenido galo-romántico. Los Cónsules romanos eran dos y nombrados por años; los franceses son en principio tres26, pero no tardan en ser uno solo con mandato indefinido, el Primer Cónsul Vitalicio Bonaparte27.
La casa del poder absoluto, supuestamente demolida por la Révolution, no ha dejado de fortalecerse a su costa. Ahora toca expresamente revivir las gestas de Carlomagno y Luis XIV, abrazando un destino de eminencia internacional que a cambio de no interrumpir los sacrificios permitirá dictar orden y órdenes a Europa. Cuando el Consulado se convierta en Imperio, cinco años más tarde, el titular de esa empresa no puede recibir la corona de otras manos que las suyas propias, y el cuadro de Ingres le muestra en su trono áureo con los atributos de una majestad que empequeñece a la del Rey Sol. Curiosamente, el primer monarca francés autocoronado resulta ser alguien que hasta su ingreso en la academia militar era por sangre y vocación un independentista corso28.
Los verdugos de Luis XVI creían que Julio César fue asesinado por adeptos de la democracia —una peregrina opinión de Rousseau—, y quince años más tarde la patria se confía al equivalente de Octavio Augusto. Otros países abolieron el Viejo Régimen para racionalizar la coacción, y muchos franceses aspiran sin duda a eso mismo. Con todo, un nudo de circunstancias impone revivir antes el tránsito de la Roma republicana a la imperial. Gracias a su gran caudillo, y a fiables veteranos, Francia puede nombrarse tutora de «repúblicas hermanas» que sufragan materialmente su guía ética y política. El Emperador levanta un Arco de Triunfo, transforma a parientes y mariscales suyos en reyes —de España, Holanda, Westfalia y partes de Italia—, ejerce como Protector de Suiza e impone a los Habsburgo que le cedan la mano de María Luisa, una archiduquesa de Austria estrechamente emparentada con María Antonieta.
1. La situación de los negocios. Reinando Luis XVI seguía vigente el derecho canónico en materia de «usura»29, y la falta de pagarés admisibles hacía que hileras de estibadores eligiesen el mediodía para cruzar de una casa a otra cargando pesadas sacas de monedas. Con el Directorio el interés del dinero es ya legal y los medios de pago se han multiplicado, pero el metálico de calidad vuelve a estar oculto y los assignats llegan a valer apenas su precio en papel30. De hecho, los veinte años que transcurren entre el gobierno de los Directores y el destierro de Bonaparte están marcados por una resurrección mercantil no exenta de paradoja. Aunque el país está provisionalmente ahíto de experimentos colectivistas, sigue siendo una economía de guerra, y el Imperio llega cuando el Estado francés cumple una década de bancarrota. Dicha situación se prolonga con altibajos otra década, concretamente hasta que más de seiscientos mil soldados franceses perezcan en la campaña de Rusia.
Mitigada por saqueos aquí y allá, la insolvencia crónica impone una práctica de mendigar calderilla expuesta modélicamente por el caso de la llamada Louisiana, un territorio gigantesco31 que tras robarse a España se ofrece a una Norteamérica gobernada entonces por Jefferson. La delegación americana solo aspiraba a comprar el puerto de Nueva Orleans, por el cual pagaría hasta diez millones de dólares, y queda estupefacta al oír que Francia vendería toda la Louisiana por quince si recibe rápidamente el dinero32. Tanta prisa tiene, en efecto, que acepta pagar poco menos de la mitad de esos quince millones a las dos compañías más solventes del momento —la Hope holandesa y el banco Barings de Londres—, vendiendo finalmente la hectárea a seis centavos de dólar. Bonaparte presenta esta operación al país como un ahorro substancial en los gastos militares, pues si los territorios siguieran siendo nacionales deberían ser defendidos de Inglaterra. Jefferson deduce que el Primer Cónsul de la Francia tan admirada por él33 no es solo un tirano sanguinario, sino un bufón acuciado por la indigencia.
Por lo demás, Napoleón tiene en la más alta estima el derecho de propiedad, que regula de modo generoso y exhaustivo en su Código civil. Acierta plenamente cuando piensa que esa compilación resulta más meritoria y duradera que ganar sesenta batallas, y da allí rienda suelta a su mentalidad conservadora regulando del modo más tradicional la herencia, el matrimonio y la familia. Más próximo al liberalismo está el Código mercantil, una materia de la cual sabe menos y que por eso mismo puede adaptarse a los usos contemporáneos. Como dice el ponente de la parte dedicada a la letra de cambio:
«Históricamente, este descubrimiento es algo comparable al del compás o América [...] Ha liberado capital mueble, ha facilitado sus movimientos y ha creado un inmenso volumen de crédito. Desde ese instante dejó de haber otros límites que los terráqueos para la expansión del comercio»34.
Si la Révolution no ofreciese tantos ejemplos de equivocidad podría parecer incoherente que Bonaparte quisiera desplegar las alas del comercio francés manteniendo al país como gendarme y cobrador de Europa, pues ha tenido varias oportunidades para concertar una paz duradera y las ha rechazado todas. Los gastos militares repercuten como un cuanto de dificultad añadido a cada empresa, y por si eso fuese poco las constituciones napoleónicas retornan al centralismo cerrado que informa tanto a la monarquía absoluta como a la república neoespartana. El Emperador es tradicionalista, y en privado no vacila en decir que «la Revolución fue un ejercicio de vanidad, con la libertad como pretexto»35, pero la grandeur incluye un panteón patriótico donde Marat y otros pobristas fervientes deben ocupar puestos de máximo honor. Para el empresario este conjunto de circunstancias equivale a estar rodeado por una cadena de absurdos, que le mandan someterse al dirigismo y le exponen simultáneamente al desprecio y la sospecha. Para ser algo más exactos, Waterloo llega antes de que Lyón y los grandes puertos franceses del Mediterráneo y el Atlántico se recuperen del ataque padecido en 1793, que interrumpe su desarrollo no ya años sino décadas.
La articulación de unas cosas con otras puede considerarse «responsable del rendimiento económico un tanto decepcionante del país en los próximos cien años»36. La vida cotidiana fue quizá siempre más cómoda en Francia que en Inglaterra y Alemania, aunque el desempeño industrial y comercial de esos vecinos les asegura avances más sostenidos en renta. Todavía a mediados del siglo XX el canciller alemán de la posguerra, Adenauer, ironiza diciendo que el estilo acorde con la grandeur gala es viajar en primera con billete de segunda.
2. Los estigmas de la gloria. Probablemente el primer europeo que se declaró tribuno grecorromano fue la gran estrella del foro Simon Linguet (1736-1794), un populista nostálgico del medievo pasado por la guillotina tres semanas antes que Robespierre. Los anales le recuerdan por una «técnica de arenga para multitudes» basada en lemas de efecto bombástico o infalible, entre los cuales está que «amar a la patria excluye amar el dinero»37. Sus minutas estaban lejos de adaptarse a ese criterio38, y no hay constancia de que sus compatriotas mirasen o miren el céntimo menos que otros europeos. Se diría que la diferencia reside más en grado de discordia, unido a un gusto invariable por la declamación.
Siglo y medio antes la corriente cartesiana había resucitado el dualismo con una cesura absoluta entre materia extensa y materia pensante, y llegó a inventarse una víscera imaginaria —la glándula pineal— para explicar cómo los corpúsculos materiales y los pensantes iban comunicándose noticias. Trasladada a ética y teoría política, esta heterogeneidad absoluta propone la materia extensa como cosa inerte en general y resucita el patetismo que los gnósticos llamaban ebriedad de lo inaudito. Como se ha dicho desde Tocqueville, «la revolución francesa procedió a la manera de las revoluciones religiosas»39, incorporando al proceso civil una carga de ecumenismo e intolerancia hasta entonces reservada a un par de credos monoteístas.
Otras democracias tuvieron como nexo de unión para sus ciudadanías que el Estado ni tuviese religión ni se pareciese en nada a una secta, donde siempre resulta esencial cierto mesías y un programa de salvación. Original siempre, la Révolution funda sus actos en mandatos del Ser Supremo, procede con una fe inasequible al desaliento e inaugura el fanatismo político rechazando por sistema los desmentidos de la experiencia. Un contemporáneo observó que dicho giro solo podía producir «un vacío cortejado por la usurpación de un tirano militar, dando ocasión a esas atrocidades que desmoralizaron a las naciones del mundo y destruyeron —y destruirán todavía— a millones y millones de sus habitantes»40.
No pudo estar más en lo cierto, pues parte del censo insistiría en pensar y obrar sin ser dirigido, mientras otra parte contrapondría número de votos a auténtica voluntad del pueblo para imponer lucha a muerte. Llamativamente, el respeto por la iniciativa privada debe esperar a los códigos napoleónicos, cuando libertad mercantil no supone libertad de prensa o asociación. Como demostrará el primer ensayo de sufragio universal (masculino) —que se hace esperar hasta 1848—, el credo sans-culotte no es un sentimiento mayoritario ni siquiera entre los más desfavorecidos, pero sí la bandera ya permanente de intelectuales, estudiantes y algunos proletarios. Dicho grupo entiende que la Revolución cesó antes de instaurar justicia social, y hasta qué punto París es fiel a ello lo indican posteriores explosiones de dictadura communard, desde la sublevación de 1830 a las Comunas de 1848 y 1871.
Lejos de ventilarse en los treinta años mencionados por Jefferson o en los cincuenta atestiguados por Tocqueville, el impulso que llama a la igualdad montañesa se prolonga poco menos de un siglo, con reviviscencias que llegan a Mayo del 68. Aún hoy los manuales franceses de enseñanza media dicen que la verdadera Constitución revolucionaria fue la nunca promulgada de 1793, pues solo ella declara el droit de subsistence. Pero concebir el quinquenio álgido como un fenómeno que fue radicalizándose de alguna manera sin querer, acosado por la agresión extranjera y el sabotaje de los aristócratas, tiene como principal inconveniente el desmentido de los hechos. Fue Francia quien declaró la guerra a toda Europa porque quiso, quien decidió que emigrar merecía confiscación y quien no tardó en prolongarlo a cualquier pariente del exilado. Lejos de ser una consecuencia no pretendida, la Révolution «atiende desde el principio a un código de valores cristiano-igualitarios, agresivamente antimercantil y an ti liberal»41.
Si se prefiere, el Terror es un Sermón de la Montaña aligerado de caridad y expuesto en términos bélicos, tan sempiterno como otras recetas de redención. Analizar la composición y el voto de las sucesivas asambleas revolucionarias nos ha servido para comprobar que en ningún momento esta receta se acercó a una mayoría simple, y su componente religioso brilla con especial fulgor en el hecho de que se considerase siempre una expresión de la «voluntad general». Debía exterminar al parásito insolidario, aunque se cebó con campesinos e industriales fundamentalmente:
«Arrasó ante todo las áreas de gran crecimiento: los puertos de ambos mares, las ciudades textiles del norte y el este, la gran metrópolis de Lyón. La “bourgeoisie” que la historia marxista presenta como beneficiario esencial del proceso fue, de hecho, su principal víctima»42.
IV. EL COMUNISTA PROFESIONAL
François-Nöel Babeuf (1760-1797), que adoptó como alias el nombre de Graco, tribuno del pueblo, fue hijo de campesinos humildes y empezó trabajando en la oficina del catastro, donde compuso un largo texto sobre reforma agraria que no leyó prácticamente nadie. Condenado por falsedad documental en tiempos de Robespierre, abominó de sus métodos mientras estuvo preso, aunque beneficiarse de una amnistía43 y palpar la calle le hizo reconsiderar las ventajas del Terror. En la cárcel había leído el Código de la Naturaleza de Morelly —creyéndolo escrito por Diderot—, que acabó de perfilar sus ideas sobre la justicia. Desde entonces supo que la Naturaleza ha dado a todos los hombres el mismo derecho a disfrutar de todos los bienes44. Los evangelios mandan vender las posesiones para repartir ese dinero entre los pobres, y Babeuf actualiza el precepto del siguiente modo:
«Todo ciudadano que rinde todas sus posesiones al país es miembro de la gran comunidad nacional, que garantiza a sus miembros todas sus necesidades. La gran comunidad impondrá trabajo obligatorio a quienes hayan dado mal ejemplo por pereza, lujo y conducta laxa, y sus bienes serán confiscados. Quien acepte pago o tesoros será castigado severamente»45.
Lo novedoso es una praxis que asegura la Gran Comunidad «formando revolucionarios profesionales para un asalto relámpago al poder»46. En cosa de un año las actitudes han cambiado tanto que esta tesis le vale a Babeuf no ser admitido en el club jacobino —por égorgeur («degollador»)—, algo tanto más amargo cuanto que sus viejos amigos Tallien y Fouché, égorgeurs eminentes otrora, ocupan las cumbres del poder y hacen gala de moderación. Está a punto de olvidarse que la llama revolucionaria se apagará si el rico deja de ser considerado enemigo del pueblo, y que triunfará el contrarrevolucionario si la sociedad formada por desiguales no es sustituida sin demora por una dictadura de iguales. Calculando que en Francia hay veintidós millones de oprimidos por un millón de opresores47, el grupo de Babeuf presenta al país en 1795 un texto redactado por el literato S. Maréchal —entonces tenido por eminencia de las letras— bajo el título Libertad política: igualdad económica:
«¡Exigimos igualdad real o muerte, y la tendremos a cualquier precio! La Revolución es solo la precursora de otra mayor y más solemne, que será la última [...] Perezcan todas las artes mientras subsista la igualdad real. El bien común es la comunidad de bienes. ¡Desaparezca para siempre la repugnante distinción entre ricos y pobres, gobernantes y gobernados! Dicen que solo queremos saqueo y masacre, pero la sagrada empresa que organizamos solo apunta a terminar con la miseria pública. [...] Vuelven los días de la restitución general. ¡Pueblo de Francia, te corresponde la forma más pura de toda gloria! ¡Sí, eres tú quien podrá ofrecer al mundo este conmovedor espectáculo! [...] Los amantes del poder absoluto no se avendrán a la igualdad real, pero ¿qué pueden unos pocos miles de descontentos contra una masa de personas felices sin excepción, sorprendidas al hallar la dicha al alcance de su mano? ¡Pueblo de Francia! Abre tus ojos y tu corazón a la plenitud de la felicidad, reconoce y proclama con nosotros la República de los Iguales»48.
Mientras difunde este texto, Babeuf se aplica a organizar un «Directorio secreto de salud pública», que en 1796 intenta alzar en armas a unos diecisiete mil hombres. La maniobra fracasa antes de empezar, infiltrada por un topo del entonces general Bonaparte, haciendo que caigan en manos de la policía no solo todos sus jefes49 sino documentos teóricos y tácticos. Sigue a ello un juicio público donde la prueba incriminatoria básica es el propio plan del golpe, que insiste en matar sin dilación a cualquier disconforme. Babeuf alegará el último día de la vista oral: «Solo se me acusa de resistir a la opresión, como Jesús el galileo, que predicó la igualdad, y Licurgo, que se exiló para no ser sacrificado por aquellos a quienes benefició»50. Esto no le libra, con todo, de una condena a muerte, que se cumple en 1797. El corso P. Buonarrotti —uno de sus cómplices— escapa con prisión perpetua gracias a un remoto parentesco con Napoleón, y casi treinta años más tarde publica La conjura de los iguales (1824), un extenso texto que inspira a todas las generaciones ulteriores de comunistas.
Entre los papeles que le fueron incautados con ocasión de su arresto destacan piezas como Análisis de la doctrina del tribuno Babeuf, proscrito por decir la verdad, la Carta de la Francia libre a su amigo el Terror o el escrito llamado Comercio, donde entre otras cosas afirma que «la República no acuña dinero»51. Se ha especulado con la traición de Barras a los Patriotas del 89 —que acabarían formando la Unión del Panteón y el movimiento encabezado por Babeuf—, pero la carta de éste dos días después de ser encarcelado ayuda a entender por qué Barras le consideró «un gran tonto».
«¿Qué pasaría, Directores, si este asunto pasase a la luz pública? ¡Que se me encomendaría el papel más glorioso! Demostraría con toda la fuerza del carácter, con toda la energía que como sabéis poseo, la rectitud de la conspiración que encabezo [...] ¿Os opondríais a toda la gran secta sans-culotte que no se ha dignado aún considerarse vencida? Si perdéis el apoyo de los patriotas quedaréis solos ante los monárquicos.
La muerte o el exilio serían mi senda hacia la inmortalidad, que recorreré con celo heroico y religioso, pero eso no asegura la salvación de la República. Solo veo una senda sabia para vosotros: declarar que nunca hubo una conspiración seria. Mi habitual franqueza puede garantizaros la paz, pues sabéis hasta qué grado llega mi influencia sobre los sans-culotte. Graco»52.
Para entonces hay monárquicos no menos que comunistas en cada familia, como una década antes aconteciera durante la revolución bátava. La principal novedad del caso es que el posibilismo no se persiga como complot, y que vuelva a la palestra el desterrado término medio. Al sueño de Marat le esperan dos décadas de eclipse y los planteamientos de Saint-Simon, un liberal coetáneo de Babeuf que es también uno de los primeros «socialistas». Larga vida espera al socialismo, que acogerá a partidarios de la libertad en sentido negativo tanto como en sentido positivo, reproduciendo una vez más no solo la guerra sino el equívoco milenario, aunque el propio decurso histórico irá proponiendo ese dilema con creciente nitidez. Para empezar, Saint-Simon construye el concepto de sociedad industrial al mismo tiempo que analiza el episodio grandioso y trágico comprendido entre la toma de la Bastilla y el desenlace de Waterloo. Piensa que ese rapto de autoimportancia y simplismo partió de su país en buena medida, pues «los autores de la Enciclopedia no indicaron qué idea debía adoptarse para sustituir al Antiguo Régimen desacreditado por ellos»53.
Fin del volumen primero