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LA REPÚBLICA APARENTE

«Lo obligatorio fue la religión de los romanos.»

G. W. F. HEGEL1.

Tras entender que cualquier rey es un tirano, Roma acabó convencida de que «el pueblo ha cedido a su príncipe todos los ámbitos de potestad y soberanía»2. El fin de su periodo monárquico está rodeado de leyenda, aunque en algún momento —Tito Livio lo sitúa a finales del siglo VI a. C.— patricios y plebe pusieron de lado sus diferencias para coincidir con los griegos en que el derecho («leyes de la ciudad») sería permanente, y la legislación («edictos») tendría una vigencia limitada al mandato de cada gobernante. A este principio añadieron que el poder ejecutivo sería colegiado y muy breve —encomendándose a dos Cónsules elegidos cada año—, y que la legislación correspondería a los senadores o seniores, únicos magistrados vitalicios.

Cuando el Senado quiso usurpar todas las prerrogativas el Pueblo desertó de la milicia, y ante lo ridículo de un ejército compuesto solo por su plana mayor los patricios cedieron a toda prisa. Del compromiso nacieron los tribunos de la plebe, individuos tan sagrados como los mojones de Término e investidos de autoridad para vetar cualquier proyecto de ley. Algo después se admitió el matrimonio entre miembros de castas distintas, y que la inferior tuviese acceso a cargos públicos. Pero el patriotismo solo cundió cuando los plebeyos pudieron acceder a las más altas magistraturas, nombrando al menos a uno de los dos Cónsules. A partir de entonces se acumulan las proezas: Italia entera es conquistada, Macedonia y Cartago son vencidos, Grecia se convierte en protectorado, Iberia y la Galia en colonias. Las legiones pueden ser derrotadas aquí y allá, aunque jóvenes y veteranos vuelven a alistarse para cubrir las bajas, y nadie evita ser vencido pronto o tarde. En 167 a. C. las arcas públicas están tan llenas —gracias a botines de guerra y tributos de países sometidos— que se suspende la contribución territorial (capitatio).

No conocemos Estado parejamente magnánimo a la hora de ofrecer recreos populares3, ni tan coherente con su apuesta por el mando. Según Tácito, «entre nosotros lo único que vale es la fuerza del poder, mientras las vanidades se pasan por alto»4, y de esa pasión por el predominio deriva que «ofreciesen a los dioses de los países sometidos honores más preeminentes que los disfrutados en su lugar de origen»5. Su espíritu ignoraba la intolerancia religiosa, y cuando semejante cosa llegó en forma de judaísmo y cristianismo intentó defenderse del fanático persiguiéndole. Sin embargo, la ciudad del Panteón —convencida de que nombres y ceremonias distintas no modifican una identidad básica de las deidades adoradas en todas partes— iba a acabar sobreviviendo como Santa Sede para el patriarca de una ortodoxia excluyente.

I. CIVISMO Y BARBARIE

Montar un refugio para forajidos de toda índole fue el plan del expósito Rómulo, que tras matar a su gemelo Remo obtuvo esposas para él y los suyos raptando a mujeres sabinas6. Raras veces se hallará una leyenda sobre los orígenes tan escasamente idealizada, con analfabetos juramentados para imponerse a cualquier precio, y podríamos ver en esa cultura una reedición del talante espartano si Roma no exhibiese también cualidades inimaginables en Laconia. Ya el penúltimo de sus reyes, Tarquino el Grande, usa el arco de bó ve da7 para construir una red de desagües que aún funciona —la Cloaca Maxima—, anticipando que ese elemento arquitectónico permitirá unir la urbe con manantiales de montaña mediante acueductos. Nada parecido se había puesto en práctica para el tratamiento de las aguas, y los romanos presumían con justicia de ser el pueblo más limpio y por eso mismo más sano8.

Pioneros de la higiene, el sentido común que les defendió de infecciones sin remitirse a magias lustrales les inspiró también un afán por entenderse a sí mismos del cual surgirían historiadores extraordinarios, y un derecho civil que sigue siendo lo más parecido a una ciencia de los pactos9. Los jueces romanos eran legos, equivalentes a nuestros jurados, y la lógica común a usos y edictos surgió gracias a particulares que meditaban sobre ello por «filantropía», como otros sobre matemáticas o lingüística. El acierto acabó premiando sus esfuerzos, y desde el siglo II tendrían un sistema de conceptos que en la Antigüedad «representa el único pensamiento racional realmente constructivo»10. Summum ius summa iniuria11, su gran lema, postula el término medio como regla de acción e interpretación.

1. Los valores «viriles». Ligada teóricamente al primitivismo de la ley llamada de las Doce Tablas, la República no tardó en ofrecer a propios y ajenos cierto margen de seguridad jurídica12. Pero respetar estas formalidades nunca supuso apreciar la autonomía, pues libertas es sinónimo de sumisión al Estado, y el carácter romano no puede ser más hostil al liberalismo. El entendimiento popular estuvo siempre sujeto a una tutela ejercida por dos Censores con mandatos cinco veces más largos que los consulares, cuya tarea consistía en perpetuar lo convencional. A comienzos del siglo II a. C., por ejemplo, uno de ellos exige que se expulse sin demora a cierta embajada de filósofos griegos porque la juventud «podría valorar menos las gestas de la guerra que las del saber»13.

Otra faceta de lo mismo nos ofrece su derecho de familia, articulado sobre el dominio absoluto y perpetuo del padre sobre la prole. Que cualquier hijo se ausentara o huyera del hogar era reprimido con la acción legal prevista para robos14, y el pater podía vender a sus vástagos no una sino tantas veces como éstos lograsen emanciparse de sucesivos amos. Solo el desarrollo de la jurisprudencia limitó esa facultad a tres enajenaciones, entendiéndose que la cuarta venta dotaba al hijo de una acción (la trina mancipatio) capaz de contrapesar la potestas paterna15.

Méritos distintos de la sangre o la espada inspiran suspicacias, y en el derecho arcaico la adopción debe —como mínimo— gravarse fiscalmente; el Censor considera indecoroso y anulable que con ella se pretenda conseguir un cabeza de familia más capaz que los herederos naturales, aunque en la época más noble del Imperio la dinastía de los Antoninos practique ese método por sistema. El Censor recela igualmente de donaciones, legados y otras muestras de liberalidad, bien porque rompen cada unidad patrimonial o por ser conductas excéntricas. Como refiere Polibio, «entre los romanos nadie da si no está obligado»16, combinándose de modo inextricable lo indecoroso del «disipador» (prodigus) con lo indecente del innovador. Los herederos del bandido Rómulo iban a hacerse inmensamente ricos, pero de la fratria original quedaría esa reticencia hacia actos privados de magnanimidad e independencia de criterio. De ahí que el legado básico de Roma al género humano —la técnica jurídica— solo pudiera aprovecharse mucho después de sucumbir ella, cuando surgen las primeras ciudades comerciales europeas.

El sistema de valores aplicado por la censura brilla con luz propia en lo que piensa Cicerón sobre las profesiones:

«Son despreciables todos los oficios que provocan el odio de un tercero, como los cobradores o prestamistas. Están a medio camino entre lo liberal y lo vil el oficio de mercenario y el de cualquier otro que vende su brazo, no su arte, porque el salario no es sino retribución de la servidumbre. Es preciso tener por viles a los revendedores de mercancías, porque todas sus ganancias las realizan a fuerza de mentir. Todo artesano hace una obra vil, y nada puede haber de común entre él y el hombre bien nacido. Todavía se debe conceder menos estima a aquellos oficios que proveen a nuestras necesidades materiales: tendero, carnicero, cocinero, casquero, pescador o proveedor de aves. Agregad a estos los perfumistas, danzantes y dueños de casas de juego. La medicina y la arquitectura, ciencias que se refieren a cosas honestas, sientan bien a los hombres que no son de elevada condición. Todo pequeño comercio es ocupación baja; si el tráfico es grande y abundante conviene que no lo repugnemos, y si el mercader colmado de ganancias o simplemente ahíto abandona su ocupación [...] y se retira a sus campos e incumbencias, tendrá ciertamente derecho a nuestros elogios»17.

Elevarse a dueños absolutos del mundo civilizado con esa representación de la vida social condiciona también su futuro. La República romana nunca pasó de ser una oligarquía moderada por el tribunado de la plebe, y tampoco tuvo «una clase media propiamente dicha de fabricantes y comerciantes autónomos, cuya falta provocaría una concentración precoz y desmedida de los capitales, por un lado, y de la servidumbre por otro»18. Entre la aristocracia y la masa de esclavos no iba a haber espacio para otra suerte de persona que «quien sencillamente ordena su vida a cumplir las instrucciones recibidas»19.

II. LA FIJEZA DEL RITUAL

El derecho romano arcaico fue tan arbitrariamente prolijo en sus formalidades que hasta tiempos de Julio César solo una familia —la Nuncia— podía ofrecer asesoramiento fiable en materia de pleitos. Este culto al rito acabaría apoyando el desarrollo del derecho procesal, cuya vertiente garantista nos defiende hoy de pruebas obtenidas ilícitamente, aunque originalmente sumiese en indefensión a todo tipo de lego20. El tránsito de la maraña ritualista a un concepto propiamente dicho del derecho no llega hasta Servio Sulpicio, un amigo de Cicerón, que empezó a «aplicar principios generales a los casos particulares» y acercó esta materia a una lógica como la aristotélica, preparando el terreno al jurisconsulto21. Pero el formalismo romano resultó mucho más paralizante en otros campos.

Sus granjeros nunca se lanzaron a combinar sistemáticamente el cultivo de la tierra con el de la cabaña, y el más sabio de sus agrónomos cuenta que las buenas tierras venían a rendir un 6 por 100 anual de la inversión, sin superar casi nunca la renta derivada de arrendarlos como pastos22. Aún sabiendo que el estercolado produce un rendimiento muy superior, los Censores insistían en tradición frente a renovación, y los labriegos usaban habitualmente dos bueyes por cada veinticinco hectáreas, el doble para el doble de terreno, etcétera. Portavoz supremo de la costumbre, Catón el Viejo (234-149 a. C.) considera «decente» que los propietarios de una medida estándar —sesenta hectáreas con frutales y otros árboles plantados, vid, cerdos y corderos— tuviesen precisamente tres peones, cinco criados, tres pastores, un ama de casa y un capataz, todos ellos esclavos; solo este último podía aspirar a emancipación, si reportaba ganancias.

Al mismo imaginario —en este caso porque el cuchillo que usaban los pontífices para sus sacrificios era de esa aleación— corresponde usar arados de bronce cuando todos sus vecinos los tenían ya de hierro, o acuñar durante siglos esa moneda exclusivamente. El collegium de fundidores y artesanos del cobre retrasó significativamente la sindicación de los herreros, aunque el tradicionalismo no llegara al extremo de ignorar las ventajas del hierro para hacer espadas y puntas de flecha o lanza. Mucho más gravoso fue aplicar el tradicionalismo a la construcción de vías públicas, pues las calzadas debían formarlas tramos rectos y se excluía toda curva más o menos pronunciada. Sujetos a esa condición, ingenieros y maestros de obras debían sortear los obstáculos naturales con giros de media vuelta a derecha o izquierda, como los movimientos de orden cerrado descritos por una tropa.

El desprecio por la flexibilidad y la técnica no se rectificará tras los éxitos bélicos, y es dudoso que los romanos descubrieran yacimientos desconocidos antes o formas nuevas de aprovechar la energía natural23. Apolodoro de Damasco, el más eximio de los arquitectos romanos, es un griego que Trajano contrata para construir el Gran Mercado y a quien Adriano encarga luego levantar la bóveda del Panteón. Mandarle que se suicide, como luego hace, consagra la sumisión del científico a la fuerza desnuda llamada merum imperium. Desde el siglo II a. C. Roma cierra minas y más tarde todas las canteras itálicas para evitar en sus proximidades a grupos potencialmente sediciosos, por ejemplo, pero también clausura las minas de Macedonia —explotadas por hombres libres—, y se propuso cegar para siempre Corinto y Cartago, los dos mejores puertos del Mediterráneo entonces.

1. El estatuto del siervo. Un proverbio romano dice «tantos esclavos tantos enemigos», siendo común entregarlos a traperos con otros materiales de desecho cuando envejecían o enfermaban. En su De agri cultura dice Catón que «el esclavo dedicará al trabajo el tiempo que no esté durmiendo» y verá mermada su ración mientras esté enfermo, viviendo encadenado al menor signo de mala voluntad. La costumbre manda darle a él y a los animales de labranza cuarenta y cinco días ociosos cada año («por fiesta o lluvia»), y treinta más por «mitad del invierno». Igualando a esos cuadrúpedos con el bípedo implume que los dirige y cuida, el amo considera signo de indolencia —y de lucro cesante para él— que el siervo descubra procesos simplificatorios o acumulativos. Lógicamente, éste responde con tanto sabotaje y desidia como permita una perspectiva de torturas.

Los esclavos griegos formaban parte de la familia en sentido amplio, si bien aquí —como en Esparta— forman parte del establo, y se insurgen tan frecuentemente como allí, hasta el extremo de que cada propietario forma su stock rural procurando que hablen lenguas distintas, para prevenir su asociación. Rebeliones multitudinarias como la de Espartaco, y otra bastante más duradera aún que cunde en Sicilia, son dos casos entre docenas. Se pensó en hacer visibles a los esclavos con una vestimenta específica, según recuerda Séneca, aunque eso implicaba recordarles cuán numerosos eran y se descartó por temerario24.

Llamado también el Censor, puesto para el cual será reelegido dos veces, Catón entiende que comerciar es arriesgado y prestar dinero resulta indigno. En el Catecismo práctico, un tratadito dedicado a la edificación moral de su hijo, declara que —a diferencia de las viudas, cuya debilidad consiente otra cosa— no será un buen patriota quien no incremente el patrimonio heredado, evitando al efecto dar banquetes y presentar ofrendas a dioses distintos de los domésticos. Equiparar al usurero con el ladrón, e incluso con el homicida, no le impidió dedicarse al crédito, y cobrar intereses leoninos, cuando estuvo en su mano25.

III. AGRICULTURA, NEGOCIOS, CRÉDITO

Los romanos cultivaron cebada y trigo26, nabos, rábanos, habas, guisantes, olivos y vid en proporciones parecidas a las de cualquier comarca mediterránea sin regadío, y adormidera a título de planta medicinal27. Como en Egipto, el caldo de las cabezas fue su tisana, lo mismo que el opio su aspirina. La cría de ganado no llegó a desarrollarse en gran escala, por lo antes dicho, y en terrenos áridos man te nían rebaños de cabras. Los minifundistas estaban exentos de reclutamiento, y de centurión para abajo las legiones originales reunían a granjeros de tamaño medio, cuyo nivel de vida mantuvo un estatuto digno e incluso al alza mientras Roma fue librando sus guerras itálicas.

El primer templo a Concordia —diosa de la paz social— se erige en 367 a. C., coincidiendo con una ley que obliga al terrateniente a emplear en sus propiedades a un número de esclavos no superior al de hombres libres. El campo quizá no se trabajaba con especial eficacia, aunque los agricultores podían vivir de él como propietarios e incluso como jornaleros. Durante un periodo próximo a los dos siglos, desde las conquistas políticas populares en la Urbe hasta acabar de someter a la vecindad28, el precio de los productos agrícolas guardó una relación sostenible con los de otras cosas, produciendo estímulo para el diligente y ocupación para el indigente. El deterioro dramático llegaría con la transformación de Roma en superpotencia, cuando una legislación imprevisora y grano regalado por países tributarios hizo menos o nada viables las granjas.

Para entonces los tribunos de la plebe habían sacado adelante la lex Claudia (218 a. C.), que prohíbe a senadores e hijos suyos cultivar el comercio, logrando así que gran parte del efectivo se invirtiese en compras de tierra29. La normativa sobre proporcionalidad entre hombres libres y siervos de las explotaciones agrarias estaba en desuso, y rentabilizar dichas compras sugirió el tipo egipcio de plantación, que explota algún monocultivo con cuadrillas de centenares e incluso miles de esclavos. Pero Italia no era el valle del Nilo, y se había puesto en marcha un proceso con dos incógnitas: una era el rendimiento del nuevo agricultor, que carecía no ya de arraigo sino de cosa remotamente parecida a familia; la otra, el reciclado del granjero pequeño y mediano, que tras vender su parcela emigró con ese respaldo a Roma y otras ciudades para abrirse camino profesionalmente.

Entretanto, el agro dejaba de consumir gran parte de los productos urbanos, y sus emigrantes no tardaron en comprobar el efecto de tal cosa en las ciudades. Por una parte estaban dejando de recibir un producto agrícola diversificado, y por otra seguían llenándose de esclavos tanto más nefastos para el emprendedor humilde cuanto que sus amos profesionalizaban a todos los aptos. Los éxitos de Roma pedían crecimiento, pero la combinación de una cosa y otra fue una proletarización políticamente explosiva en los núcleos urbanos, añadida a una catástrofe en el rendimiento del campo. Los rebaños de subhumanos que explotaban las tierras, a menudo encadenados como los criminales de minas y galeras, solo podían hacerse cargo de monocultivos cerealeros, y para que su grano fuese rentable sería preciso interrumpir la competencia de cargamentos regalados por países vasallos, cosa impensable cuando los Cónsules calmaban a la plebe precisamente así.

Devastado material y humanamente por los nuevos latifundia, que ponían las bases para un deterioro irreversible del suelo, el agro itálico no tarda en defraudar hasta las esperanzas de sus mayores terratenientes. Toma más de una generación admitirlo, sin embargo, y cuando los propietarios intenten volver a explotarlo en régimen de aparcería descubrirán que la mano de obra libre escasea y es incapaz de revertir la situación. El mercado agrícola se ha contraído, privando de capital y estímulo a quienes podrían esforzarse en mejorar la productividad, unos porque perdieron gran parte de su inversión en el modelo egipcio, y otros porque ya no trabajan sus tierras.

Desde la victoria definitiva sobre Cartago (201 a. C.) —unas dos décadas después de la lex Claudia— empieza a ser evidente que la mano de obra campesina está disminuyendo en términos tanto relativos como absolutos. Cien años más tarde el campo necesitaría medidas proteccionistas, no ya para sostener la gama tradicional de cultivos sino el vino y el aceite, sus productos estelares. El tráfico de manufacturas finas —que llegan de Oriente Medio, e incluso de India y China— es una parte ínfima del total, y el intercambio se concentra en artículos de primera necesidad. El taller tampoco evoluciona hacia la fábrica, ni siquiera allí donde se agrupan físicamente varios del mismo dueño. Coordinar unos con otros para producir algún artículo de modo más económico y abundante, como ya hicieron corintios, atenienses y otros griegos, es una iniciativa ajena al empresario romano. La fábrica en cuanto tal no se le ocurre a nadie, quizá porque implica autonomizar en alguna medida el trabajo.

1. El tejido económico y los 16 linajes. Los éxitos de las legiones dirigen hacia Roma gran parte del metal amonedado en el Mediterráneo, ofreciendo óptimas perspectivas financieras. Con todo, la elite que controla ese efectivo mantiene el crédito en una situación de asfixia, que sumada a la falta de exportaciones y la proporción de trabajo remunerado en especie condena a una circulación monetaria mínima, inspirando una mezcla de rigor con medidas de gracia dictadas por miedo a rebeliones populares. Ya a mediados del siglo IV a. C. cuenta Livio que «si bien toda la plebe estaba metida hasta el cuello en deudas, aceptar la propuesta del cónsul Aulo Verginio acabaría con todo tipo de crédito»30. El dinero se esconde cuando merman las garantías del prestamista, desde luego, pero Verginio no propuso cambiar lo básico de la legislación —que era incautar todos los bienes del deudor moroso y venderle como esclavo—, sino tan solo suprimir el derecho de los acreedores a descuartizarlo en tantas partes como deudas hubiese dejado pendientes.

Pretender que eso fulminaría «todo tipo de crédito» describe el clima reinante. Para los prestamistas griegos, fenicios y judíos el aval más seguro era algún negocio, u otro patrimonio sujeto a prenda; sus equivalentes romanos sentían tanto desprecio por la contabilidad como aprecio por la intimidación, ignoraban el préstamo comercial y alimentaban —supuestamente en beneficio propio— el defecto crónico de liquidez. Aunque los griegos nunca legislaron sobre el interés del dinero, el temor a levantamientos hace que Roma no tarde en prohibir la «usura» (una apócope de usus aureus) por el camino más razonable a su juicio, consistente en decretar la gratuidad de todos los préstamos. El efecto de este compromiso entre senatores y populares es en ciertos casos un púdico velo, que disfraza la cuantía nominal de lo prestado —el prestatario reconoce haber recibido diez cuando recibió cinco—, y en otros una simple parálisis de la financiación31.

El principal negocio consiste en hacerse cargo de ingresos, pagos y otras gestiones estatales mediante societates de senadores, cuyos contables hacen también funciones de depósito y anticipo. Polibio cuenta que «toda transacción controlada por el gobierno romano se entrega a contratistas»32, y datos muy fiables muestran que los 16 linajes (gens) más influyentes en el 367 a. C. conservaron su influencia hasta el fin de la República (31 a. C.)33. Lindante con lo milagroso, dicha estabilidad coincide con un sistema de monopolios tan plácido como inflexible, articulado sobre un club de proveedores para lo seguro —suministros militares, obras públicas, préstamos hipotecarios—, cuya adhesión al ritual se manifiesta en esta esfera haciéndola refractaria a toda suerte de novedades.

La rivalidad comercial parece una afrenta tan digna de castigo como la insumisión militar, y el genocidio de un pueblo ya rendido como el cartaginés parte de ese presupuesto. Roma sabe sitiar y luchar a campo abierto, no someterse a las reglas de un juego pacífico que solo esquiva los números rojos con cambios sutiles y constantes, adaptados a cada momento. Conquistar prácticamente toda la cuenca mediterránea reafirma su idea sobre el ocio consustancial al bien nacido, prolongada en certezas como que el Fisco vivirá siempre con comodidad gracias a tributos pagados por otros países. Forma parte de ese imaginario creer que las redes tejidas por mercaderes griegos y cartagineses pueden pasar a depender del club de los negocios seguros sin convertir sus superávits en déficits.

IV. LAS GUERRAS SOCIALES

La lucha de clases se recrudece en vez de mitigarse con las victorias militares, alumbrando entre 131 y 121 a. C. una primera década de agitación que no deja de ofrecer resultados positivos. El principal es que la milicia romana —y no solo sus jefaturas— reciba parte del botín obtenido en países próximos y remotos, pues merced al reparto de terreno público promovido por Tiberio y Cayo Graco —miembros de la gens más ilustre, aunque tribunos de la plebe— «no menos de medio millón de individuos obtuvieron parcelas en Italia»34. Ambos quisieron crear clase media, y a ese gran éxito en tal sentido añadieron la incorporación a la política del orden ecuestre o de los caballeros, antigua clientela del patricio35, que acabaría siendo lo más parecido a un estamento empresarial. También se propusieron crear una gran colonia en Cartago, que descargase a Roma de hambrientos y abriera en otras latitudes caminos de desarrollo pacífico.

Cabe pensar que todo habría ido a mejor si Tiberio no hubiese sido asesinado a garrotazos por un grupo de senadores y sicarios suyos, y si años después su hermano Cayo no se hubiera suicidado ante la presión acuciante del mismo enemigo. Pero el drama romano no depende tanto de lo que hagan tales o cuales personas como de que ambos bandos defiendan aspiraciones incoherentes. El lema de la facción democrática es condonar deudas y seguir prohibiendo el interés del dinero, y aunque ninguno de los Gracos crea en semejante remedio buena parte de su apoyo es populismo demagógico y les obliga a hacer acrobacias sin red. Como otros hombres benevolentes de la Antigüedad, pensaban la estructura productiva desde «una clase culta ociosa que despreciaba el trabajo y los negocios, y amaba naturalmente al agricultor que la nutría, tanto como odiaba al prestamista que explotaba al agricultor»36.

Pensar la economía política sin reducirla a algún modelo de economía doméstica es privilegio de unos pocos estadistas antiguos, y no caracteriza desde luego a estos heroicos hermanos. Para el romano la esfera mercantil es una combinación de vileza con recovecos misteriosos, y hasta Julio César parece consciente de la diferencia esencial: enriquecerse produciendo objetos demandados libremente, y lograrlo explotando algún monopolio o vendiendo protección.

1. Subarriendo y subvenciones. La facción democrática ha logrado consumar el reparto de tierras, ha socorrido al indigente rural con obras públicas (las primeras grandes calzadas), y ha obligado a que la nobleza comparta sus magistraturas. Sin embargo, hipoteca el futuro con dos actos de singular repercusión. Uno es subarrendar la Hacienda a contratistas privados —para «aumentar las rentas públicas», según Cayo Graco—, y otro cronificar el sistema de «raciones» representado por la annona, una requisa en principio inespecífica de víveres para atender al indigente. Este racionamiento se materializa en vales que acaban vendiéndose, y para cuando llegue la próxima guerra civil la mitad está en manos de no indigentes37.

Se ha dado el primer paso para convertir el mercado en un economato, que no se detiene en harina o pan y se prolonga a artículos como aceite, salazones, embutidos e incluso óleos para el masaje en baños públicos, pues simboliza la victoria del populismo y cualquier líder encuentra en él un modo de atraerse a los desposeídos. Pronto el vino se subvenciona también, imponiendo a cultivadores y vinateros la carga de venderlo casi regalado. La lentitud del transporte impide esperar la llegada de remesas exteriores, y las provincias itálicas son urgidas a abastecer con sus productos a las ciudades. Pero cuando llegan cargamentos masivos desde Asia Menor e Hispania el obsequio combinado de víveres vuelve a hundir los precios agrícolas.

La anona no solo es la mayor amenaza potencial descubierta contra la seguridad jurídica, sino una paradoja. Representa la victoria de la ciudad sobre el campo, cuando los éxitos de Roma se han debido a una milicia formada exclusivamente por granjeros de tipo medio, donde el minifundista estaba exento del reclutamiento. Durante siglos el Senado inventó amenazas de guerra —o montó conflictos— precisamente para poder reclutar a la clase media, sometiéndola entretanto al rigor del juramento militar. Ahora los demócratas de ese estamento han creado una institución que asegura la ruina progresiva del agro propio, estrangulando por igual al granjero y a sus intermediarios.

2. Ruinas ligadas al éxito. La segunda y más sangrienta fase de guerras civiles (112-79 a. C.) añade una vuelta de tuerca a la dinámica previa y sus corruptelas. El orden ecuestre y el senatorial profundizan en el odio mutuo, promoviendo una escalada de sobornos, extorsiones y grandes fraudes que paraliza la política exterior, desmoraliza a la plebe y prepara insurrecciones en Italia, la Galia, Grecia y África. Cuando el conflicto alcance uno de sus momentos extremos, el demagogo Cinna (primer suegro de Julio César) propone que «la circulación de dinero y el tráfico comercial se restablecerán condonando tres cuartas partes de las deudas»38. También ha jurado abolir la esclavitud si gladiadores y otros siervos le ayudan militarmente, aunque ni los beneficiarios acaben de creerse la promesa.

Con el reclutamiento de ciudadanos no ya minifundistas sino carentes de tierra surge el ejército clientelar —cuya tropa guarda una relación de protegido con su patrono o general—, y este tipo de fuerza armada toma cuatro veces Roma en poco tiempo, dos en nombre del Senado y dos en nombre del Pueblo, asesinando y requisando cada vez. Promovida por los Gracos como freno para los abusos del estamento patricio, la clase ecuestre se ha contagiado de aquello que más denunciaba, y la plebe vacila entre tribunos delirantes y líderes hasta cierto punto realistas como Druso, que no tarda en ser asesinado. Tras una sucesión de reveses el Senado contraataca con Sila, que impone en el año 80 un reino de terror o «época de las proscripciones» donde se cumplen —aunque sea al revés— todos los programas demagógicos de expropiación39.

El ideal republicano de una clase media patriótica, que se llama orgullosamente «proletaria» por aportar al Estado una prole educada en lo mismo, topa en el campo y la ciudad con la resaca del latifundio. El terrateniente, que dos generaciones antes cifraba su bienestar en algún monocultivo, debe repartir con aparceros el producto de algo cuyo precio se mantiene a la baja, y ha manumitido en masa a sus cuadrillas de esclavos rurales para procurarse libertos, pues la ley permite exigirles vitaliciamente un tercio e incluso la mitad de sus ingresos. Pero no hay empleo para esa mano de obra, y retransformar en granjas terrenos depauperados exige una inversión que no contemplan ni el cultivador ni el latifundista, pues el campo rinde en torno al 6 por 100 y el interés del dinero ronda el 65 por 100. Fracasados a la hora de abrirse camino en negocios y oficios, quienes vuelven de la ciudad al campo lo han encontrado convertido en erial, y los que sobran en medios urbanos alimentan estallidos periódicos de motines y vandalismo.

La tercera parte de las guerras civiles, que comienza con grandes rebeliones de esclavos, marca el tránsito de una Italia campesina y propietaria a otra urbana y no propietaria. Aunque debió rondar niveles de estricta supervivencia, es sorprendente que —como observa Rostovtzeff— sencillamente no dispongamos de dato alguno sobre la remuneración de jornaleros agrícolas, operarios urbanos y artesanos. Solo sabemos que hacia 80 a. C. hay unos seis millones de ciudadanos y trece o catorce de esclavos. Esa proporción aumenta sin pausa gracias a los botines de guerra40, y en la capital unas dos mil personas casi inconcebiblemente ricas viven rodeadas por un millón de humildes y misérrimos. Trescientos veinte mil reciben pan gratuito41.

A despecho de la ingente cantidad de metales nobles y moneda que se almacena en la Urbe, los mercados mantienen a duras penas niveles previos. Su entidad depende de un poder adquisitivo que el profesional libre no posee, y quienes tienen estancias llenas de oro y plata pueden encargar a sus esclavos buena parte de lo ofrecido en tiendas. Leche y carne, por ejemplo, han dejado de estar en la dieta del ciudadano medio42.

V. TRANSICIÓN AL IMPERIO

El cuadro de miseria en aumento lo interrumpe Julio César, un dictador populista de ilustre cuna, que además de ampliar espectacularmente los dominios de Roma le aporta el gobierno más sabio, todo ello en los quince meses escasos que las campañas militares le dejan para legislar. Sus primeros edictos reprimen con multas el gasto en tumbas, vestidos, joyas, muebles y hasta mesa, persiguiendo el lujo suntuario al más tradicional estilo demagógico. Pero no solo busca aplacar la ira del pobre sino obstruir la huida hacia delante de un sector hipotecado a inauditas ostentaciones, que encarecen de modo inaudito también todo tipo de bienes43.

Mucho más delicado resulta lidiar con el interés del dinero, pues el lema de su partido es prohibirlo y él entiende que Roma sería inviable sin el crédito. Ignoramos los términos de una negociación que debió hacer en buena medida con banqueros judíos44, a quienes había distinguido ya con algunas prerrogativas, pero sí sabemos que admitieron lo excluido tradicionalmente por el plutócrata romano. Tras «disipar la esperanza de una cancelación total de las deudas, a la que con tanta frecuencia se había dado pábulo»45, solventó los altibajos de precios causados por la guerra civil haciendo que los prestamistas renunciasen a intereses (usurae) atrasados y descontasen del principal los ya satisfechos, con un quebranto próximo a la cuarta parte de sus previsiones. Para reducir en el futuro los riesgos, decretó que ningún romano podría comprometer más de la mitad de su patrimonio inmobiliario en operaciones que implicasen el devengo de intereses.

Dos décadas más tarde el precio del dinero en Roma —exorbitante desde las primeras noticias— es inferior a dos dígitos, y hay un novus homo dedicado a los negocios. César ha hecho lo que Solón en Atenas medio milenio antes —derogando la legislación sobre insolvencia para que las deudas no puedan pagarse con esclavitud—, y organiza una recolonización de Capua y la Campania. El saneamiento social y económico lleva consigo que el magistrado antiguo se convierta en alguien ligado realmente al servicio público, y eso supone sin duda gastos extraordinarios. Pero formar y supervisar dicha burocracia se costea con la fundación de ciudades autónomas, que estando a cubierto de demoras y veleidades centralistas podrán negociar sin trabas dentro de la unidad política ofrecida por Roma, y de paso realimentarla.

Sus reformas incluyen también grandes obras públicas y límites a la proporción de esclavos empleados en el campo, medidas dirigidas en ambos casos a asegurar trabajo para el hombre libre46. Quiso unir al gobierno los intereses más generales de los pueblos conquistados, y borrar la divisoria entre plebeyos y aristócratas le indujo a nombrar nuevos patricios para todas las magistraturas. El cosmopolitismo —como se observa ya en Alejandro, su héroe— salta sobre diferencias nacionales y raciales, y le lleva a plantear un Senado donde no solo deliberen romanos sino itálicos y ciudadanos de las demás provincias.

Al ser asesinado faltan aún trece años para que termine la centuria de guerras civiles, pero su cadáver insta poderosamente a la concordia. Ha propuesto que el Estado deje de crecer hacia fuera y se aplique a crecer hacia dentro, con racionalidad burocrática, abandonando caprichos oligárquicos y demagógicos. Nadie sabrá si quiso reinar vitaliciamente o pensaba retirarse tras haber enderezado el rumbo de Roma.

VI. LOS BÁRBAROS DEL NORTE

Justamente Julio César es el primer encargado de lidiar con una etnia ágrafa que irrumpe tarde e impetuosamente en todo el norte continental. Sus naciones aborrecen sin condiciones el autoritarismo, y la rudeza es su punto de partida. Ignoran, por ejemplo, la forja y cualquier edificación aparte de la más simple, aunque algunos siglos después sean los genios de la metalurgia y la carpintería, capaces de revolucionar la construcción naval. No quieren en principio sujetarse a pautas civilizadas y, sin embargo, cuando el Imperio naufrague son ya conscientes —como dirá el godo Ataúlfo en 413— de que «sin el derecho un Estado no puede existir [...] y la prudencia aconseja revivir el nombre de Roma con nuestro vigor»47.

Hacia el año 98, cuando redacta su monografía sobre los «germanos», Tácito refiere que ni tienen ni quieren otra riqueza que su autonomía; que están dispuestos todos a morir antes de sufrir cautiverio; que «es un baldón perenne sobrevivir al jefe en la batalla»; que los horizontes abiertos les son esenciales hasta el extremo de «no tener ciudades y ni siquiera consentirse hogares muy contiguos»; que pastorean inmensos rebaños de ganado escuálido, sin perjuicio de «arar cada año»; y que «los más prominentes por valentía son los bátavos [actuales holandeses], a quienes no insultamos con el tributo y reservamos como aliados para nuestras guerras»48.

1. Celtas y germanos. En tiempos de Pericles los hombres de norte habían llegado al sur de Escandinavia y el noroeste de Alemania. En los de Julio César algunos grupos habían ocupado la desembocadura meridional del Rin a costa de los celtas o galos, una cultura asentada en todo el occidente europeo desde tiempos inmemoriales49, cuyo logro básico es el paso del bronce al hierro. La veneración por el secreto —que les prohibía escribir su propia lengua— es un punto de contacto solo tangencial con los espartanos, pues dentro del misterio genérico derivado de negarse a redactar anales el único parecido extra es el propio sistema de castas, un rasgo indoeuropeo común a muchas otras culturas. Los celtas practicaron una forma simplificada de dicho sistema (barones, clérigos y el resto, sujeto a una esclavitud más o menos expresa, sin la casta comercial del hinduismo), en un marco de agricultura sedentaria apoyada sobre granjas.

Por lo demás, sus creencias e instituciones dibujan un curioso paralelo con algunos pueblos mesoamericanos. Como los chamanes-jaguares aztecas, sus druidas pasaban muchos años en centros formativos, estaban notablemente avanzados en las mismas ramas del saber (astronomía, botánica medicinal, toxicología) y administraban un panteón de deidades crónicamente necesitadas de sangre humana. Cabe incluso hablar de analogías con los jíbaros, pues los barones celtas fueron cazadores y coleccionistas de cabezas50. Una fe incondicional en el chivo expiatorio como medicina mantuvo en sus dominios «la más terrible superstición»51, descrita en 58 a. C. por un testigo romano:

«Los druidas consideran imposible conservar la vida de un hombre si no se hace ofrenda de la vida de otro, y por pública ley tienen ordenados sacrificios de esta misma especie. Forman de mimbres entretejidos ídolos colosales, cuyos huesos llenan de hombres vivos, y pegando fuego a los mimbres les hacen rendir el alma rodeados de llamas.

A su entender los suplicios de ladrones, salteadores y otros delincuentes son los más gratos a los dioses inmortales, si bien a falta de éstos no vacilan en sacrificar a inocentes»52.

La cultura de los nórdicos, por su parte, es ajena tanto a diosesvampiros como a cualquier orden estamental. Análogas al Hércules helénico, sus deidades simbolizan heroísmo, independencia y generosidad. En términos de orden social, admitir castas cedería la preeminencia a alguna cuna en detrimento del mérito de cada individuo. Su condición de pastores, con «el ganado como única riqueza»53, implicaba que unos tuviesen grandes rebaños y otros apenas algunas cabezas; pero las decisiones colectivas se encomendaron siempre a asambleas, donde todos los varones tenían voz y voto idéntico.

Datos indirectos, aunque convergentes, sugieren que una importante migración ocurrió poco antes o poco después de comenzar la era cristiana, cuando tres ligas de clanes suecos —vándalos, gépidos y godos— cruzaron el Báltico para dirigirse hacia el este y el sureste, hasta ocupar territorios que abarcan desde la actual Polonia al Mar Caspio. Otras tribus, establecidas ya al norte del Rin, acabaron topando con la expansión romana protagonizada por Julio César, que fue el único latino capaz de vencerles concluyentemente, y también su primer antropólogo:

«La nación de los suevos es la más populosa y guerrera de toda la Germania [...] Su sustento no es tanto de pan como de leche y carne, y son muy dados a la caza. Con la calidad de los alimentos, el ejercicio continuo y vivir a sus anchas se crían gigantescos y muy robustos.

Tanta es su reciedumbre que a pesar de los intensos fríos visten pieles cortas, que dejan al aire mucha parte del cuerpo, y se bañan en ríos helados. Admiten a los mercaderes más por tener a quien vender los botines de guerra que por deseo de comprarles nada»54.

2. Costumbres y evolución. Curiosamente, estas tribus no tenían palabra para nombrar su parentesco común —tan palmario atendiendo no solo al porte físico sino a léxico, mitología y maneras55—, y Roma excitará sus rivalidades subvencionando como aliados (federati) a unos u otros. Tampoco hay mejor modo de frenar a un pueblo que en vez de desmoronarse ante el empuje de su civilización —como el céltico— resulta galvanizado al entrar en contacto con ella. La descripción de Tácito, por ejemplo, no tarda en resultar anacrónica ante la emergencia de nuevas y poderosas ligas56. También sorprende al romano que además de rechazar la sagrada potestas los nórdicos practiquen lo contrario de su proverbial aversión ante la prodigalidad:

«Los que van a sus tierras por cualquier motivo gozan de salvoconducto y son respetados por todos; no hay para ellos puerta cerrada ni mesa que no sea franca»57.

«Ningún pueblo observa más generosamente la hospitalidad. Nadie distingue a un conocido de un extraño cuando de acogerle se trata. Les encantan los regalos, pero nada esperan a cambio de lo que dan»58.

La misma regla es practicada por esquimales y tuaregs, como si el círculo polar y el gran desierto animasen parejamente al desprendimiento; pero las gentes de ojos claros tienen un destino más determinante en la historia universal. En tiempos de Julio César carecían de armas metálicas y se lanzaban contra la acorazada legión romana con un pequeño escudo de madera y un venablo del mismo material59. En tiempos de Tácito roturaban ya las tierras mejores, y a despecho de ser crónicamente deficitarios en grano, aceite y hortalizas, su dieta (pescado, carne, mantequilla y queso) resultaba envidiable para la mayoría de los romanos. Ser muy austeros como consumidores60 limitaba prácticamente su demanda a arados y armamento de hierro, que conseguían vendiendo cautivos o recurriendo a las pieles, la cera y la miel de sus bosques.

Los equivalentes del oro y la plata eran para ellos el ámbar y el marfil de los elefantes marinos. Nunca admitieron el derecho del progenitor a vender su prole, ya fuese para pagar deudas o por simple lucro, pero la pasión del juego les llevaba a veces a apostar su propia libertad, y en esos casos —según Tácito— el sentido del honor les mandaba convertirse en siervos de quien ganase la apuesta. Su debilidad más ostensible era el alcohol, que empezaron tomando en forma de una peculiar cerveza —el hidromel— hasta descubrir alborozadamente el vino. No veían inconveniente alguno en combinar su austeridad de costumbres con borracheras de días enteros, donde —en marcado contraste con el tabú grecorromano— no excluían ni a mujeres casadas o casaderas ni a los adolescentes.

«Si pudiésemos darles tanta bebida como querrían, serían superados por su vicio tan sencillamente como por las armas de algún enemigo»61.

A despecho de ello van a ser desde el siglo III las únicas tropas fiables del Imperio, y a finales del IV demostrarán que naciones enteras —desplazándose con mujeres, niños, abuelos, ganado y enseres— pueden imprimir a su movimiento una velocidad y amplitud desconcertante62. Valga como ejemplo de energía la gesta de unos cuatrocientos guerreros francos deportados del Rin al Bósforo, que ignorando por completo el arte de navegar se apoderan allí de algunas naves y emprenden un periplo de saqueo en zigzag por la costa africana y la europea. Tras conquistar algunas ciudades sicilianas llegan al Atlántico —el proceloso Océano evitado por todos los pueblos mediterráneos—, pero en vez de detenerse aprovechan sus improvisados conocimientos para seguir navegando hasta la Bretaña gala. Allí desembarcan cargados de botín y «enseñan a su nación cómo despreciar las amenazas del mar, abriendo un nuevo camino de gloria y riqueza»63.

3. La libertad como ética y estética. Los griegos conquistaron con guerras civiles una igualdad jurídica que entre los nórdicos reina sin lucha, aparentemente desde siempre. Nada limita la acumulación personal de riqueza, aunque cada tribu adjudica sus lotes de tierra arable a distintas parentelas cada año, con arreglo a la institución de una gewere que equivale a mera tenencia. Así moderan un apego que llevaría a crear comodidades en cada residencia, estimulando la molicie, y logran «que la gente menuda esté contenta con su suerte, viéndose igualada con la más ilustre»64. El contacto con el Imperio hará que esos repartos periódicos pasen de recaer sobre familias troncales a ser concesiones hechas a tal o cual individuo, aunque asimilar pautas civilizadas no borra aún la diferencia radical. El romano venera alguna autoridad absoluta, como la del padre o la del Estado, y para el nórdico cualquier cosa semejante es simplemente abyecta. Sus reyes solo existen en momentos de guerra, e incluso entonces están sujetos al consejo de los notables y a la asamblea formada por todos los guerreros.

Estéticamente, la idea de un rey divino —que Roma consagra desde Augusto en adelante bajo el título de Divus— no casa con gentes que reservan el estatuto de dioses «a lo visible cuya benevolencia se experimenta, como el Sol, la Luna y el fuego»65. Éticamente, el fundamento para negar la condición religiosa del monarca deriva de que estos pueblos tienen a gala no recibir órdenes inapelables de ninguna especie, y mucho menos de quien no se demuestre superior al resto en el inmediato aquí y ahora. Les resulta no ya ajena sino odiosa la costumbre de convertir en sacrilegio cualquier conducta distinta de la sumisión incondicional66, pues sus democracias tienen en común con las helénicas que el gobernante sea siempre revocable, que deba rendir cuentas y que esté controlado por cuerpos colegiados. Pueden atribuírseles truculencias muy variadas67, aunque «Europa debe sus constituciones libres [...] básicamente a las semillas que plantaron estos generosos bárbaros, guiados en origen por la persuasión antes que por la autoridad»68.

Cuando el poder del rey se limita a servir de ejemplo en la batalla —pudiendo incluso entonces ser depuesto o desobedecido—, están puestos los cimientos de un Estado que ni se deifica ni se personifica ni es confesional, cosa manifiesta mientras los nórdicos no se conviertan en católicos. Los visigodos, por ejemplo, promulgan una legislación para ellos (el Código de Eurico) y mantienen para el resto los usos previos (la Lex romana visigothorum), sin discriminar entre galorromanos, iberos, cristianos y judíos. Más tolerantes aún resultan los vándalos en sus dominios del norte de África, y en las islas del Mediterráneo occidental.

4. Crímenes y castigos. Entre las taras de aquello que las ligas nórdicas consideraban originalmente derecho69 está la arbitrariedad de su sistema probatorio70. Esta barbarie solo se compensa, aunque en medida notable, por un derecho consuetudinario que desde Alfredo el Grande se llamará common law. Originariamente, los crímenes más graves se castigaban con una «pérdida de la paz» que permitía a cualquiera disponer del culpable como quisiere, añadida a una «venganza de la sangre» que podía prolongarse durante indefinidas generaciones. Pero no tardan en adaptarse a instituciones civilizadas, como tampoco en mezclarse con las poblaciones sometidas.

Lo más singular de su antigua ley es que ignore la tortura como parte del procedimiento jurídico, y que «hasta el homicidio se expíe pagando en vacas y ovejas»71, pues desde el rey al último de sus guerreros las agresiones y afrentas se solventan con una reparación material adaptada al delito. Los argumentos de la clemencia humanitaria y la reeducación del delincuente han hecho que muchos códigos modernos acaben adoptando la misma postura ante el tormento y la pena de muerte, que «se diría el progreso inevitable de la jurisprudencia penal en todo pueblo libre»72.

Concebían el paraíso como una reunión de valientes compañeros en la gran sala del castillo de Wotan, comiendo y bebiendo a grandes tragos hidromel en los cráneos de enemigos vencidos. La Lex saxonum, por ejemplo, determina que seducir a la esposa del vecino se paga con una multa y comprándole otra. Un siglo antes Constantino el Grande decide castigar no solo el adulterio sino la seducción consentida de solteras con pena de muerte para ambos (en la hoguera o arrojándolos a las fieras), y si algún sirviente hubiese ocultado su acción se le obligaba a engullir plomo derretido a través de un embudo metálico73. Llamando brutales a los sajones y otros nórdicos será difícil encontrar un epíteto adecuado para el primer emperador católico, que inventa un nuevo tipo de tortura sin desviarse en esencia de lo habitual para sus antecesores.

Básicamente altriciales —lo inverso de precoces—, las tribus del Norte tardarán un milenio en decidirse a cambiar la depredación por la industria. Pero su anarquismo está libre de rencor, admite la aspereza del mundo sin engañarse, y se sentirá como pez en el agua cuando finalmente toque pasar del esquema clerical-militar a una dignificación del trabajo experto. Solo el pueblo judío está llamado a tener un influjo comparable, aunque obedezca a razones muy distintas. Tras concentrar a los comerciantes grandes y medianos, culminando la tradición del fenicio-cartaginés, será también el origen de una cruzada anticomercial que se coordina admirablemente con la crisis del Bajo Imperio. Veamos a grandes rasgos esa crisis, y su progresiva interacción con los profetas y apóstoles que aportan el ideal de una sociedad desmercantilizada.