5

INTEGRISMO Y POBRISMO

«Evitar trabajo alguno durante el sábado abarca treinta y nueve ocupaciones; ni una más ni una menos.»

I. SHAHAK1.

La interrupción del periodo dinástico que coincide con Salomé Alejandra, la única reina de Israel, rinde el país a las legiones de Pompeyo y magnifica los conflictos entre moderados y mesiánicos, desencadenando una guerra civil que es al tiempo guerra de liberación nacional. A juicio del Talmud de Palestina, escrito bastante después, florecen entonces hasta veinticuatro sectas «apóstatas» que mezclan fe en YHVW con dualismo iranio, astrología, magia y proyectos de desquite contra quienes no preparen el Fin del Mundo. Su indignación adopta alguna variante de Guerra de los hijos de la luz contra los hijos de la oscuridad, una epopeya descubierta entre los rollos de Qumrán que combina mística con croquis de batalla2.

Galilea, la provincia más inquieta ante el dominio romano, y la menos desértica, responde a la muerte de Herodes el Grande (73-4 a. C.)3 con el alzamiento del primer caudillo mesiánico, que es Judas Galileo. Poniendo entre paréntesis el episodio intermedio —cuyos actores principales son Juan Bautista y Jesús—, unas tres décadas después de su muerte emergen Eleazar Ben Jair, líder de la primera gran guerra, y un tal Ezequías, antecesor de los ulteriores caudillos independentistas4. Exigiendo que el gobierno pertenezca exclusivamente a YHWH, estos hijos de la luz han formado ya en tiempos teocráticos las cofradías de celotes (kanna’im) y sicarios o portadores de daga (sica), opuestas al extranjero en general y a «renegados judíos que proponen pactar con los gentiles»5.

I. UNA SECUENCIA DE REYES-MESÍAS MILITARES

A principios del siglo I les vemos limitados a motines urbanos, guerrillas y represalias selectivas, pero en 66 degüellan con un ataque sorpresivo a la guarnición romana de Masada —una fortaleza en principio inexpugnable—, sublevan a todo el país y demuestran su capacidad militar derrotando al legado Cestio Galo, que acude al frente de treinta y cinco mil legionarios6. Siguen siete años de guerra sin cuartel que acaban donde empezaron, en la inaccesible Masada, cuando los romanos terminan un enorme talud que les permite atacar desde arriba y los defensores se inmolan colectivamente, matando a sus mujeres e hijos, degollándose unos a otros o arrojándose por el precipicio. El mesianismo ofrece una demostración de su capacidad para invocar actos luctuosos, y la campaña de Vespasiano —que le convierte indirectamente en Emperador— será concluida por su hijo Tito demoliendo el templo de Jerusalem.

Acaudillada por Lukuas, otro rey-mesías, la segunda guerra del integrismo contra el Imperio tiene por teatro Chipre, Egipto y la Cirenaica (actual Libia), donde ya en tiempos de Sila (89 a. C.) se registran graves fricciones entre la colonia judía y el resto de la población, concentrada en polis costeras griegas7. En 115 los celotes de estos territorios —cuyos líderes son refugiados de la primera guerra o hijos suyos— crean teocracias que fulminan todo tipo de templos e instituciones civiles paganas. Antes de sucumbir, en 117, han causado graves pérdidas a las legiones de Trajano y dejan un rastro de ferocidad desmedida:

«En Cirene asesinaron a doscientos mil griegos; en Chipre a doscientos cuarenta mil; en Egipto a una gran multitud. Muchas de esas víctimas fueron cortadas de parte a parte, conforme a un precedente que David había sancionado con su ejemplo. Los victoriosos [...] se ciñeron el cuerpo con sus entrañas a manera de cinto»8.

La tercera y última guerra, otra vez con la Tierra Prometida como sede, es preparada secreta y cuidadosamente9 por el rabino Akiba ben José y el nuevo rey-mesías Simón bar Kokhba, que solo será vencido por las legiones de Adriano al cabo de tres años (132-135). Junto a ambos, perecen «quinientos ochenta mil combatientes y un número adicional incontable por hambre, fuego y espada, quedando baldía toda Judea»10. El integrismo ha sacrificado sus cuadros durante cinco generaciones, y de alguna manera ha sembrado en aquellos pedregales un ansia de matar y morir religiosamente. Como sus antecesores, los mártires asesinos actuales tienen en común lo que Mahoma llamará ser «gentes del Libro», guiadas por lo que ya propuso el rabino Ben Sira, cerebro de la primera guerra judía: «Alzad vuestra furia, derramad vuestra rabia, destruid al oponente, aniquiladle»11. Ninguna religión había logrado que proclamas semejantes fuesen obedecidas por una alta proporción de sus fieles, y mucho menos durante más de un siglo.

1. Secuelas de la gran batalla. En el año 46, con ocasión de confirmar las prerrogativas del pueblo judío, Claudio les había instado a ser más razonables con las religiones de otros12. Lejos de atender al consejo, en 135 bastante más de un tercio de todas las legiones —en torno a doscientos mil hombres, reforzados por tropas auxiliares— hubo de concentrarse en Judea y Galilea para no perder la última guerra. Roma llevaba siete décadas recurriendo allí a tácticas de tierra quemada, pero un territorio tan pequeño y devastado no solo le impuso el mayor esfuerzo militar sino un dispendio ruinoso13. La lista de bajas propias hará que Adriano no celebre la victoria al modo acostumbrado, y rompa la proverbial tolerancia religiosa romana con un conjunto de medidas humillantes, cuyo fin es demostrar la impotencia del Omnipotente.

Para empezar, diez mil vástagos de las mejores familias salen hacia Roma, donde trabajarán encadenados para levantar el Panteon o templo de todos los dioses. El estamento sacerdotal es reunido a continuación, y obligado a contemplar con los ojos bien abiertos cómo arde públicamente el rollo sagrado de la Torah. La ley penal del territorio se modifica para determinar que la circuncisión será castigada como mutilación, y quienes quieran emascular a su prole serán sediciosos para la ley. Judea se convierte en Siria Palestina («tierra de los filisteos»). Un templo a Júpiter se levantará sobre el dedicado a YHWH. Jerusalem, rebautizada como Aelia Capitolina, queda restringida a paganos. Los judíos solo podrán visitarla, o vivir allí, si demuestran respeto por los dioses de los demás. Tres años después, cuando le llegue su hora a Adriano, los rabinos se alegrarán vivamente por ser manifiesto que le mató YHWH, aunque queda en el aire la pregunta: ¿por qué no lo hizo antes de que concibiese, o ejecutase, sus monstruosos atropellos?

Akiba dijo que «todo está previsto, pero hay libre albedrío»14, y probablemente tanto él como Kokhba se conformaban con dos años más de teocracia —aunque fuese limitada a parte del territorio—, acompañados por el logro de acuñar moneda, perseguir a apóstatas y rebautizar Judea como Israel, con Kokhba como príncipe o nasi de un pueblo «redimido»15. Ningún testimonio del gran rabino o del valiente general permite inferir que condicionasen su fe al apoyo de legiones angélicas, a despecho de que eso fuese lo esperado abierta y secretamente por sus adeptos. Muerto el rey-mesías en combate, la tradición cuenta que Akiba atravesó sonriendo el trance de su despellejamiento, un dato que podría ser cierto o incierto sin modificar la gran lección del último siglo: hay masas están dispuestas a inmolarse para «dar testimonio» de fe.

Las consecuencias políticas y económicas del alzamiento crónico son que el judío expatriado quede sujeto en todos el Imperio a un impuesto selectivo, y que su nación entre en colapso demográfico. Desde la perspectiva de Akiba y Kokhba habría sido quizá más amargo saber que la guerra a su culto, y el régimen fiscal discriminatorio, iban a ser derogados por la benevolencia de Antonino Pío y Marco Aurelio. Ese cambio suponía ni más ni menos que el triunfo del judío no mesiánico, dispuesto a cualquier gobierno salvo una teocracia.

II. LAS FRATERNIDADES LOCALES

Al margen del movimiento Fin del Mundo, defendido inicialmente por celotes y sicarios, solo hay en tiempos de Filón tres «escuelas de vida»: la esenia, la saducea y la farisea. Los perushim o fa riseos16 —que se reclaman seguidores de Esdras y se conocen como escribas, luego devotos (hashidim)— quieren ser fieles al espíritu mosaico, aunque han asumido la idea asiática del alma inmortal y creen en alguna «retribución» futura. Admiten al profeta insistiendo en advertir sobre los falsos profetas, y rechazan el racionalismo filosófico profesando un racionalismo práctico que rechaza toda suerte de magia. Los saduceos17 se oponen también a cualquier milagrería, pero no creen en retribuciones de ultratumba y dicen que

«Dios ni hace mal ni tampoco lo ve. Dicen también que cada uno elige en función de su voluntad. Niegan que haya gloria o tormento para las almas de los muertos»18.

Las familias saduceas habían dado algún sacerdote al Templo, y entraron en brusca decadencia con el fin de la teocracia y la realeza. Los fariseos eran clase media inmersa en la competencia, que se centraba en fundar hogares donde «la juventud es educada con intensidad única en un estilo de vida sólidamente ordenado»19. Preconizando una estricta observancia del Sabbat y el resto de la ley, declaraban que vivir del modo más «alegre» posible exige alcanzar maestría en algún oficio. Su profesionalismo a ultranza, añadido a sostener que «pureza» equivale a conocimiento, no les granjeó una bienvenida ni entre la aristocracia ni en buena parte del campesinado. En ambos ambientes escandalizaba que denunciasen al no instruido en la Torah como masa (amme) moldeable por cualquier llamamiento a la histeria.

Su nombre pasa a ser sinónimo de hipocresía, avaricia y crimen desde los Evangelios, donde aparecen como «guías ciegos», «víboras», «asesinos», «amantes del dinero», «perversos», «podredumbre», «sepulcros blanqueados» y «saqueadores»20. Tampoco faltan noticias sobre fariseos que escuchan a Jesús con atención, quieren conversar con él y hasta le agasajan. En el encuentro más ilustrativo para nosotros —pues invoca el reparto comunista— Jesús acepta la invitación a cenar de uno, a despecho de no venir en son de paz. Omite lavarse las manos antes de comer, y ante la sorpresa de su anfitrión exclama: «¡Malditos seáis, fariseos! Purificáis el exterior de la copa y el plato, mientras vuestro interior está lleno de rapiña y maldad. Dad más bien en limosna lo que tenéis y todo será puro para vosotros»21.

1. Los enemigos originales del comercio. Sobre la hermandad esenia22 disponemos de noticias no solo antiguas sino modernas, gracias a himnos, oraciones y hasta literatura épica hallados en grutas del Mar Muerto. Ya en 143 a. C. hay comunas suyas, pues en tiempos de los pontífices macabeos huyeron a enclaves remotos —para evitar una represión quizá disparada por ellos mismos—, siguiendo a un Maestro de la Justicia cuyas palabras coinciden a veces textualmente con las de Jesús. La falta de mención a ellos en los Evangelios «es quizá la mejor prueba de que proporcionaron a la nueva secta sus principales criterios y adherentes»23. En cualquier caso, la lista de sus hallazgos impresiona. De ellos proviene la institución bautismal; un vivo interés por ángeles y otros seres «intermedios»; la fe en una resurrección de la carne24; el reparto obligatorio de todas las propiedades («consagrar los bienes a Dios»); una limitación del contacto sexual entre esposos a fines procreativos, y la costumbre de llamar «ladrón» al no comunista. Fuese cual fuese su número en otros tiempos, a principios del siglo I comprendía unos cuatro mil individuos dedicados por entero a la santidad25. Es erróneo pensar que fueron «completamente pacíficos», como creía aún Weber, pues depósitos de armas en Qumrán y varios textos prueban lo contrario; de hecho, los más combativos se transformaron en celotes al llegar las guerras, y los más pacíficos en cristianos.

A principios del siglo I sus comunas tenían finalidades contemplativas (meditar la Ley) y bélicas (preparación para «el día de las venganzas»). Flavio Josefo, impresionado por su ascetismo, les suma al primer alzamiento contra Roma, añadiendo que «no lloraron ni rogaron al ser atormentados, sino que perdían la vida con gran alegría, burlándose de sus torturadores»26. Uno de sus documentos les define como «alianza de testigos verídicos para el Juicio, elegidos para sacrificarse por el pueblo y hacer pagar su deuda a los malvados»27. Aunque parecen haber tenido una puerta y un barrio específico en Jerusalem, desde el siglo I a. C. han roto todo vínculo con la vida urbana y practican el rigorismo:

«Evitan los placeres como si fuesen vicios, y observan la abstinencia y el control de los deseos como si fuera una singular virtud. Se casan a desgana, para no rechazar la propagación de la especie»28.

2. El elemento fóbico. Veían en la mortificación corporal un modo de lograr facultades proféticas, y no consideraban el sábado como ocasión de alegría sino de quietud absoluta (donde estaba prohibido incluso defecar). Siendo el cuerpo una cárcel para el alma, mantener a raya su influjo les llevaba a hacer abluciones casi continuas con agua fría, un reto formidable en parajes desérticos que exigía construir aljibes descomunales para pequeñas comunas. Todos vestían el mismo sayal blanco, pasaban gran parte de la jornada en devoto silencio y portaban siempre una azadilla para enterrar sus heces en el campo, pues no toleraban letrinas. Quienes se permitían el matrimonio solo copulaban en miércoles, convencidos de que la criatura nacería entonces en sábado. Pensar que el sexo femenino compendia la debilidad y la impureza hizo que prefiriesen «adoptar hijos de otros, a una edad tierna aún para recibir sus enseñanzas»29. Este conjunto de reglas, y en particular el rechazo de los placeres sensuales, explica la definición farisea: «El esenio es un necio que destruye el mundo»30.

Junto a la creencia de que el alma resucitará con su cuerpo, la tesis más original de la secta fue interpretar el mandamiento «no hurtarás» como prohibición del lucro, entendiendo que cualquier tipo de transacción económica implica saqueo. Pensaban que ni títulos de posesión ni otros méritos son alegables ante la «necesidad», y «ni compraban ni vendían entre ellos [...] pues cada uno toma lo que le falta, aunque sin dar una cosa por otra. Forman con sus bienes un fondo común, de suerte que el rico no puede disponer de mayor fortuna que quien nada tiene»31. Jesús tomaría también de ellos el «tener lo feo por hermoso»32, y venerar las desgracias corporales (congénitas o adquiridas) como signo de favor divino. En sus documentos aparece la primera mención a un «bienaventurado pobre de es pí ritu»33.

Pocos grupos han exhibido un parejo horror a la impureza, manifiesto en una fobia de contagio que les llevaría a vivir aislados del resto, y a combinar su igualdad económica con un tabú de contacto como el vigente entre castas. Los esenios más santos no podían rozarse con los menos santos, por ejemplo, y si resultaban tocados se descontaminaban mediante abluciones inmediatas34. La severidad de sus costumbres —sin ir más lejos, dejar morir de hambre a quien violase el ritual35— les condenaba a ser un grupo minoritario, y tampoco contribuía en principio al proselitismo su planteamiento de un mundo sin comercio. Solo su fe en una resurrección de la carne estaba evidentemente llamada a tener una calurosa acogida popular.

Pero la ecuación propiedad-robo no era solo una idea original sino un programa político y religioso universalizable, y bastó prescindir de sus rituales fóbicos para que un grupo autoexcluido pudiera convertirse en núcleo ético para el más importante culto de masas de la Antigüedad. La ya quebrantada reputación del comerciante alcanza así su punto más bajo. Al noble le parecía un individuo vil, al campesino una sanguijuela, y para la secta en ascenso es la quintaesencia del pecador.

III. EL POBRISMO

La secta de los «hombres pobres» o ebionim36 llega al recuerdo cuando su primer profeta incorpore a la fe mosaica un bautismo acuático, que prepara para el «inminente bautismo de fuego» previsto por el Fin del Mundo. El más antiguo oficiante de dicho rito es Juan, un primo de Jesús nacido seis meses antes, que la tradición supone educado por esenios y vive como ermitaño, cubierto por una piel de camello y alimentándose de saltamontes con miel silvestre. Tras bautizar a Jesús, y reconocer en él al Mesías esperado, convienen en que no solo él sino sus apóstoles podrán administrar el nuevo sacramento. La tradición evangélica fecha tales hechos en el año 29 de la era cristiana, mientras Juan recorre Galilea seguido por muchedumbres crecientes. Con el tono habitual de los profetas, llama a su público «camada de víboras que invoca la inminente Cólera», y si alguno pregunta por qué le aclara que se ha hecho sordo al deber de «compartir»37. Su orden dice: «Quien tenga dos túnicas, compártalas con quien no tenga, y haga lo mismo quien tenga alimento»38.

Para los judíos legalistas es uno entre los futurólogos delirantes que proliferan desde Daniel, y para su primo la persona más notoria que le reconoce, si bien el grupo de Jesús evoca algunas suspicacias por falta de rigor ascético39. Celebra con vino las fiestas, y constituye una hermandad ni pudibunda40 ni volcada sobre mortificaciones corporales, que se mueve por las zonas más idílicas del Jordán y el lago Tiberiades, donde es posible vivir recolectando frutos y peces. Unidos formalmente por el rito del bautismo, ambos grupos practican un rechazo incondicional de la propiedad privada, y en particular del comercio como oficio.

1. Nazarenos y ebionitas. Prácticas ascéticas definen la vida entera de ciertos individuos, o periodos breves de formación para jóvenes como el semestre de noviciado en templos budistas. Para el renunciante indefinido la desposesión justifica también su libertad de conciencia, pues en otro caso incumbe a cada individuo observar sin desviación alguna los criterios y hábitos de su casta. Único descastado respetable, el renunciante atiende a necesidades «espirituales» de los otros, inmersos en las convenciones de su cuadrícula social. Cultos ricos en renunciantes —como el hinduismo, el budismo y el propio judaísmo— corresponden por eso a sociedades con vocación de permanencia, cuyos eremitas contribuyen de modo directo e indirecto a mantener el orden social.

El planteamiento pobrista rompe con la sociedad establecida, ejercitando una actitud «más bien heroica que ascética»41. Sus practicantes tienen tanta libertad de conciencia como el eremita, pero están emancipados de ganársela renunciando a la vida comunitaria y sus abrigos. Lo nuclear para ellos no es el adulterio-apostasía de Israel sino un pecado de avaricia y lujo que mantiene desvalida a la parte del pueblo más amada por Dios, cuya cura será la «restitución». Si Amós maldijo a los «gozadores» en general, Jesús precisa: «¡Malditos seáis los ricos, que disfrutasteis ya de vuestra felicidad!»42. Su hermano Iago o Jacob —el apóstol Santiago—, abunda en ello:

«Vosotros los ricos, llorad a gritos sobre las miserias que os amenazan. Vuestra riqueza está podrida, vuestra ropa roída de polillas [...] Habéis atesorado para una edad que termina. Clama el jornal de los obreros que han segado vuestros campos, defraudado por vosotros, y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos. Habéis vivido en delicias sobre la tierra, entregados a los placeres, y habéis engordado para el día de la matanza»43.

Pero la condena no corresponde tanto al rico tradicional como al nuevo rico, pues la riqueza del César no se pone nunca en duda. Tampoco parece haberse puesto en cuestión la riqueza eclesiástica hasta la baja Edad Media, ya que el esenio ha denunciado el comercio como pecado de hurto y el ebionita sigue centrado en rechazar la acumulación de origen mercantil, como aclara el capítulo dieciocho de Apocalipsis. Allí, cuando anuncia el castigo final inminente de la «ramera Babilonia» —símbolo a su vez de Roma— sus pecadores son precisamente «mercaderes enriquecidos», «traficantes», «hombres de negocios» y «patrones de navíos»44. El vaticinio de su redactor es que «quienes se dedican al comercio [...] esperarán el suplicio llorando y gimiendo»45.

Las historias clásicas del dogma46 desvinculan esta tesis-actitud de la posterior herejía ebionita, de la cual solo recuerdan que practicaba ritos distintos y negó la naturaleza divina de Jesús. Pero tampoco discuten la ascendencia esenia de los notzrim o nazarenos47, que fueron los seguidores iniciales de Jesús. Orígenes de Alejandría, el más culto y prolífico de los apologetas, afirma a principios del siglo III que «todos los judíos fieles a Cristo se llaman ebionitas»48, dato confirmado textualmente cien años después por otro escritor cristiano49. Prefiriendo el sarcasmo a la precisión, Gibbon sostuvo que «la penuria de su entendimiento y condición social les valió a los ebionitas dicho epíteto»50; aunque ya antes de nacer Orígenes, en 170, un romano había zanjado la cuestión aclarando: «Ser llamados pobres no es nuestra desgracia sino nuestra gloria»51.

La ambigüedad se desvanece planteando el conflicto entre judeocristianos y grecocristianos sin simplificaciones, atendiendo no solo a su divergencia teológica sino programática52, pues además de defender la circuncisión —y el resto de la Ley mosaica— el ebionita o judeocristiano está inmerso en lo que Flavio Josefo llama «alzamiento general de pobres contra ricos». Aguarda lo que Santiago llama día de la matanza, y no deifica a su mesías. Por su parte, el grecocristiano o paulino profesa que la esclavitud y las diferencias patrimoniales son cosas consentidas por Dios, y deifica al Mesías53. Aunque unos y otros tienen en común una actitud de renuncia ante el mundo, el primero es un revolucionario político y el segundo un revolucionario teo ló gico.

La letra de los Evangelios no despeja el dilema entre la condición divina o humana de Jesús, pues el hecho de que llame «Padre» (Abba) al ser antes llamado YHWH se inserta en un cuerpo de doctrina expuesto mediante revelaciones indirectas o «parábolas», cuyas enseñanzas invitan constantemente a ejercicios de interpretación. Desde principios del siglo III, sin embargo, los grecocristianos son hegemónicos y no admiten la Encarnación como algo alegórico. El testimonio quizá más antiguo de su intolerancia es la visita a Roma del ebionita sirio Alcibíades de Apamea, que en tiempos de Caracalla —cuando muchos cristianos viven refugiados en las catacumbas— escandaliza con un texto54 donde la verdad revelada se limita al Evangelio de Mateo, expurgado de sus dos primeros capítulos (relativos a la genealogía de Jesús y su concepción virginal).

La tragedia para el judeocristiano será que desde una orilla se le impute negar la fe de Moisés y desde la otra ignorar al Cristo-Dios. El modelo más precoz y ejemplar de este desgarramiento es el propio Santiago, albacea de Jesús en la primera comuna de Jerusalem, que rompe con Pablo por exigir una observancia estricta de la Ley y muere lapidado a manos de judíos ortodoxos. Los residuos de su grupo —luego llamados también «hemerobaptistas,55 baptistas, elcasaítas o simplemente cristianos de san Juan Bautista»56— no pasarán de ser minorías exóticas, perseguidas desde mediados del siglo IV por herejes. Pero su llamamiento a «restituir» se incorpora intacto al Nuevo Testamento, y no se pondrá en cuestión hasta el cristianismo del Renacimiento.

IV. EL PROGRAMA EBIONITA

Definida por una proverbial mansedumbre, la vida pública de Jesús empieza y termina con la excepción de administrar latigazos a algunos mercaderes. Los tres primeros evangelistas —Marcos, Mateo y Lucas— atribuyen a ese preciso hecho su posterior procesamiento, pues cuando entra en Jerusalem aclamado por una gran multitud se dirige al Templo y aterroriza a los vendedores de ofrendas, diciendo que la casa de su Padre ha dejado de ser «casa de oración para convertirse en cueva de bandidos»57. Algo menos presente en el recuerdo está lo relatado por el cuarto evangelio, donde le vemos arremetiendo contra esos mismos comerciantes cuando está solo y es todavía un desconocido:

«Halló allí a los que vendían bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas allí sentados. Y haciéndose un azote de cuerdas les echó fuera a todos, y a las ovejas y a los bueyes; y esparció las monedas de los cambistas y volcó las mesas. Y dijo a los que vendían palomas: “Quitad de aquí esto y no hagáis de la casa de mi Padre casa de comercio”»58.

Careciendo de seguidores, es ciertamente heroico atentar contra el núcleo de la piedad mosaica, que priva a los peregrinos no solo de víctimas propiciatorias para YHWH sino de cambio para sus divisas. El acto resulta tanto más audaz cuanto que cualquier santuario concurrido —tanto da monoteísta o politeísta— tiene siempre un cinturón externo de puestos, que los enclaves cristianos van a completar con una red interna de cepillos. Desde finales del siglo IV, cuando toda suerte de santuarios sean gestionados exclusivamente por abades, obispos y párrocos, justificar el recurso de Jesús al látigo será embarazoso59, y quien haya recibido educación católica recordará al menos un sermón dominical donde se explicaba como un rapto de náusea motivado por su parte humana, ofuscada por la contigüidad de lo sacro y lo crematístico. El capítulo correspondiente de los Evangelios va a llamarse «La purificación del Templo», y la feligresía recibirá el mensaje más o menos subliminal de que el comerciante debe mantenerse a una respetuosa distancia de cada santuario.

Sin embargo, el programa pobrista no entiende que el comercio sea admisible en lugar alguno. Propone trascender la esfera económica repartiendo todos los bienes escasos, y en la historia de la ulterior Iglesia nada será tan recurrente como negar que pueda ser propietaria, y que tenga derecho a constituirse en una organización ritualizada y jerárquica60. Expulsar a los mercaderes del templo no es un arrebato que carezca de sentido cuando estos recintos pasen a ser administrados por cristianos, sino parte de un plan que rechazando la propiedad privada rechaza también cualquier nación excluyente, cualquier sacerdocio con pretensiones de casta o clase y, en definitiva, cualquier Estado ensayado hasta el momento. «La religión del Evangelio libera a los hombres de toda legalidad»61, y Jesús es por eso un revolucionario incomparable, cuya audacia sería infinita si no añadiese a ello confiar en un cataclismo cósmico tan milagroso como próximo.

Será delicado para sus sucesores ver cómo el mundo perdura sin cataclismo mientras ellos crecen en influencia, porque obliga a conciliar el carisma pobrista con el hecho de ser durante más de un milenio el único foco sostenido de opulencia. Pero las vaguedades melifluas no ayudan a entender una evolución que empezó afirmando «ser amigo del mundo es ser enemigo de Dios»62, y llama mundo precisamente a un estado de cosas donde la compraventa impone competición y derechos adquiridos. La Virgen celebra en su oración que «el Señor despoje a los ricos»63, y su hijo se ha ocupado de aclarar que «no cabe servir a Dios y al Dinero»64: un rico solo entraría en el Cielo si los camellos pasaran por el ojo de una aguja65. La madurez del mensaje llega un siglo más tarde gracias a Tertuliano, que amplía la bendición dirigida al pobre de espíritu con una maldición dirigida al admirado por riqueza de eso mismo:

«¡Cómo me gozaré, me reiré, me alegraré [...] cuando vea a tantos sabios tostándose entre las llamas con sus engañados discípulos; a tantos celebrados poetas trémulos ante el tribunal de Jesucristo; a tantos dramaturgos, tan melodiosos en la expresión de sus propios padecimientos; a tantos bailarines»66.

Jesús había preparado este sentimiento diciendo:

«Ay de vosotros los ricos, porque tenéis lejos el consuelo. Ay de vosotros los saciados, porque pasaréis hambre. Ay de vosotros los que aquí reís, porque lloraréis y aullaréis»67.

El destinatario de la promesa pobrista no es una raza o un linaje, sino la fusión del doliente y el creyente, el afligido y el crédulo. De ahí que tras fustigar a los mercaderes el siguiente acto público de Jesús sea el Sermón de la Montaña, donde enumera cuatro categorías de elegidos: «pobres de espíritu, humildes, afligidos y sedientos de justicia»68. Aunque no haya cohesión sociológica o psicológica entre los cuatro grupos, reunidos solo por alguna modalidad particular de desgracia, a este conjunto hipotético incumbe zanjar el combate entre luz y tinieblas con una sociedad de obsequios mutuos, que prepara el Fin del Mundo. Lo prometido es que entonces «la muerte desaparecerá para siempre»69 y los últimos serán los primeros, con un premio seguro para quien tome partido por los ebionim:

«Cuando des una comida no invites a amigos, hermanos o parientes, ni a ricos vecinos, para que no te inviten a su vez y te sea devuelta la atención. Al contrario, invita a los pobres, a los tullidos, a los cojos y a los ciegos. Serás afortunado porque no pueden pagártelo, y tendrás tu recompensa en la resurrección de los justos»70.

1. El mérito de no tener mérito. La corriente sapiencial judía intenta proteger al débil inspirándole fortaleza. Por eso «el maestro de su oficio trabaja para reyes, no para el vulgo»71, usando «balanzas no lastradas, que pesen fielmente»72, pues la justicia no debe «favorecer al pequeño ni ser intimidada por el grande»73. La corriente profética aborda de modo inverso la protección del débil, y declara: «Palabra de YHWH: llega el momento donde se podrá laborar y cosechar a la vez, plantar la vid e ir a pisarla a los lagares»74. El ebionita da un paso más, afirmando que no solo es posible plantar y recoger al tiempo sino prescindir de la actitud previsora en general. Quien ande preocupado por necesidades futuras blasfema consciente o inconscientemente contra la divina providencia. Tras recordar que pájaros y lirios existen sin siembra ni vendimia, Jesús declara:

«No os inquietéis por lo que comeréis o beberéis, o por cómo iréis vestidos. Esas son las cosas que preocupan a los gentiles. Buscad la justicia, y todo se andará por añadidura, todo os será dado con sobreabundancia. No os inquietéis por el mañana».75

Mientras llega la otra vida el fiel vivirá sin apreturas cediendo a los demás lo suyo, y exigiendo de ellos lo mismo. Puesto que el Juicio está próximo, resulta ocioso plantearse si la masa patrimonial derivada de poner todos los bienes en común pudiera ser una «plétora» sobreabundante, como hará tres siglos más tarde san Juan Crisóstomo. Todas las comunas cristianas cumplen estrictamente la regla de desposesión individual en los comienzos, guardando un mandato expreso de practicar la imprevisión que Jesús aclara en su parábola de los vendimiadores:

«El propietario del viñedo dijo a su capataz: “Llama a los obreros y da a cada uno su salario, subiendo desde los últimos a los primeros”. Los de la undécima hora vinieron entonces, y percibieron un denario por cabeza. Cuando llegaron los de la primera hora pensaron que iban a percibir más, pero a ellos también se pagó un denario, y al recibirlo murmuraron contra el dueño: “Estos recién llegados solo trabajaron una hora, y les trataste como a nosotros, que hemos cargado con la dureza y el calor de toda la jornada”. Entonces él replicó diciendo a uno de ellos: “No te perjudico en nada, amigo mío. ¿No habíamos quedado en un denario? Toma lo que te dan y vete. Me place dar a quien llegó el último tanto como a ti. ¿Acaso no tengo derecho a disponer de mis bienes como me plazca? ¿Acaso debes sentir envidia porque soy bueno? He ahí como los últimos serán los primeros, y los primeros serán los últimos”»76.

El comunismo niega al individuo el derecho de hacer con sus bienes lo que le plazca, entendiendo que todo pertenece a todos. Pero el dueño de esta finca no es un propietario cualquiera sino el Señor universal, y Jesús le presenta en el acto de llamar envidioso a quien pretenda medir los esfuerzos como méritos. El principal mérito es precisamente ser pobre o débil de alma, como el jornalero conforme con cobrar lo mismo trabajando menos. Los seres humanos no responden ante sus iguales sino ante Él, en un marco donde los logros materiales y profesionales se desvanecen al cesar el descreimiento. Hasta qué punto abundancia gratuita y fe van de la mano lo demuestran la multiplicación del pan y los peces, o la del vino en las bodas de Caná. A la vista de esos portentos ya no hay excusa para desoír la orden: «Vended todos vuestros bienes, y regalad el dinero»77.

2. Abundancia y milagro. Las sectas expropian por sistema a sus iniciados, y los ermitaños renuncian a cualquier propiedad tasable. Vale la pena recordar, sin embargo, que Jesús no impone pautas monacales, y que su Reino de Dios constituye una secta sin aspiraciones a un establecimiento convencional. A cualquier afán conservador, como el que más adelante impondrá la ortodoxia, opone un «he venido para establecer la división. Desde ahora los cinco miembros de una familia se opondrán; tres contra dos y dos contra tres, padre contra hijo e hijo contra padre»78. Junto al amor fraterno, reivindicar a los pobres de una u otra naturaleza demanda «incendiar la tierra [...] trayendo no la paz sino la espada»79. Procede dar al César lo que es del César, pero dar a Dios lo suyo impone desmercantilizar las relaciones.

Renán pensaba que nunca conoció el mundo un momento de intensidad emocional comparable al primer cristianismo, y es en todo caso cierto que nunca habían abundado tanto los milagros. El curso normal de la naturaleza aparece suspendido crónicamente por ellos, que ahora reclaman el estatuto de «pruebas». Un siglo más tarde la vehemencia sigue intacta o ha crecido, aunque se disemina por un área mucho más amplia. En Alejandría o Cartago los viajeros pueden topar por los caminos con fieles rigoristas, que no se limitan a predicar ascesis y fin del tiempo. En nombre de su grupo —montanista, novaciano, donatista— los más impacientes amenazan de muerte a quien no se avenga a matarles, pues solo el martirio asegura ir al Cielo.

Para cuando eso acontezca la situación material ha entrado en la aguda recesión que sigue a la llegada de Septimio Severo y su dinastía. Los esclavos vagan famélicos, sin amos capaces de sostenerles, y las clases medias locales han sucumbido al pillaje del estamento civil por el militar. Como anticipó Tácito, «Italia será saqueada, arruinándose las provincias, los pueblos aliados y las ciudades que se llaman libres»80. El estado de producción y circulación de bienes determina que sobren innumerables bocas, y mientras unos se adelantan a pedir el martirio el resto sufre sin grandeza, viniendo simplemente a menos. El obispo de Cartago, san Cipriano, redacta en 238 una carta pastoral donde leemos:

«Fueron los suplicios quienes cedieron ante vosotros; los miembros desgarrados vencieron a los garfios desgarradores; abiertas sus entrañas, los tormentos recaían no ya en miembros sino en las mismas heridas. ¡Qué grande y sublime espectáculo a los ojos del Señor!»81.

V. L A NUEVA FE

Cinco o seis siglos antes, cuando aparecen las primeras sinagogas, el judaísmo puso término a lo claustrofóbico del círculo familista recordando al pueblo: «Eres del país de Canaán, tu padre amorreo y tu madre hitita»82. Quien quiera convertirse en hermano de pleno derecho se circuncidará, aprenderá el prolijo listado de deberes que incumbe al buen fiel y obrará con rectitud algunos años. Cumplidos tales requisitos, nada podrá distinguirle en lo sucesivo del resto de los fieles, y se han esquivado así tanto los inconvenientes del racismo como los de un ansia proselitista indiscriminada. El rito bautismal, que simplifica al máximo el trámite de incorporación, trastorna este punto de acuerdo entre judíos mesiánicos y legalistas, al cronificar un fiel llamado irresistiblemente a la conversión del prójimo. Con todo, las primeras comunas cristianas exigen que se cumpla no solo lo relativo al prepucio, la sangre, la carne de cerdo y avestruz o la levadura, sino todo el prolijo conjunto de la Ley.

La aparición de un culto realmente distinto solo llega cuando en el si glo IV el Concilio de Nicea ponga en pie de igualdad a YHWH y Jesús, llamándoles Padre e Hijo respectivamente. Pendientes de que la tendencia grecocristiana se sobreponga a la judeocristiana, los bautistas empiezan siendo una simple bifurcación dentro del credo mesiánico, y aunque su rey-mesías termine predicando compasión universal ha dicho también que no trae la paz sino la espada, la desunión y el fuego. Menos ambiguos, los reyes-mesías militares quieren recobrar un rigor nacionalista emparentado con la xenofobia antigua, y nos equivocaríamos suponiendo que sus respectivos fieles son substancialmente distintos. En realidad, celotes y cristianos han descubierto con idéntico alborozo el entendimiento fanaticus.

La diferencia radical entre unos y otros es algo que formulará el Evangelio más tardío, consumando la fusión de mosaísmo y platonismo propuesta por Filón de Alejandría. Este evangelista afirma que «el Verbo (logos) se ha hecho carne, y mora entre nosotros»83, algo infinitamente blasfemo para el tipo externo de deidad que postulan tanto el pagano como el judío. «Logos» puede traducirse como «palabra», aunque es el gran término de una filosofía griega donde significa más bien determinación racional, puesta en límites. Líneas antes Juan ha aclarado que «en el principio era el Logos, y el Logos estaba junto a Dios»84, descartando que la voluntad de YHWH pudiera haber existido alguna vez sin una forma lógica. Ambas tesis, que están en las antípodas del fanatismo, inauguran una religión en principio libre a priori de supersticiones, cuya base es «la dignidad divina del ser humano y el mandamiento del amor»85.

Sin embargo, hasta la naturaleza lógica y encarnada del dios puede asimilarse fanáticamente —e inventar supersticiones como los santos, sin ir más lejos—, en momentos donde el dogma es para muchos más apasionante que la vida, y el instinto de supervivencia lo acepta. Al espiritualismo reñido con todo lo mundano corresponde una recesión crónica, dentro de la cual el trabajo ha añadido a sus viejos baldones el de parecer una maldición divina que el bautismo borra. Con la apoteosis del fervor la libertad se proyecta a una esfera puramente íntima, centrada en salvarse del infierno eterno, y la crisis progresiva del modelo esclavista entra en un nuevo ciclo, que opone a la desolación material el entusiasmo moral.