«La humanidad no posee regla mejor de conducta que el conocimiento del pasado.»
POLIBIO, Historia del ascenso de Roma, I, 1.
Hace algo menos de una década, cuando empecé este libro, me había propuesto en principio algo sencillo y dictado por la necesidad de reconstruir para entender. El objetivo era precisar tanto como fuese posible quiénes, y en qué contextos, han sostenido que la propiedad privada constituye un robo, y el comercio es su instrumento.
Varios años más tarde —tras averiguar quiénes fueron esas personas y grupos desde el siglo XIX— comprendí que la tesis era muy anterior, que había reinado largos siglos sin oposición y que esa zona del árbol genealógico comunista era esencial para no confundir allí el tronco y las hojas, lo perenne y lo caduco. Como cabía esperar, el esfuerzo de documentación se hizo desde ese momento mucho más arduo e incierto, acechado a cada paso por una evidencia tan incómoda como la que constataba un sabio hablando de un colega previo: «Entonces un hombre era capaz de recorrer toda la ciencia y todo el arte, y trabajar en campos muy distantes sin condenarse al desastre»1.
En mi caso el desastre no venía de campos sino de tiempos vertiginosamente distantes, y la anticipación del fracaso se habría sobrepuesto si entretanto el trabajo no lo hubiesen ido compensando descubrimientos en gran medida imprevistos, que ofrecían una prolongación del sentido. Al leer la cuarta historia del socialismo, por ejemplo, pude ver que no solo todas manejaban un paquete de información casi idéntico, sino que hacían gala de un pionero gusto por lo políticamente correcto2. Cuando mucho, mencionan de pasada a una secta israelita que identificó la compraventa con un pecado de hurto, sin añadir que buena parte de sus miembros se transformaron en nazarenos o ebionitas —el grupo original de Juan Bautista y Jesús—, y que su enseñanza vertebra el Evangelio. El especialista en historia moderna de las ideas entiende que esto es religión, mientras lo propuesto por Fourier, Blanqui o Marx es política, clasificando el comunismo como una rama del socialismo.
Preguntándome por qué la genealogía del movimiento comunista se encuentra en un estado tan rudimentario, a despecho de su inexagerable impacto universal, no encuentro mejor respuesta que la de respetar el divorcio entre sus militantes teológicos y sus militantes ateos. Las crónicas suelen estar guiadas por el sine ira et cum studio de Tácito, que en definitiva quiere saber más sobre nosotros mismos, pero en este terreno los protagonistas principales insisten en no querer saber nada el uno del otro. La Academia de Ciencias de la URSS patrocinó cientos de obras sobre el materialismo dialéctico, aunque nunca asumió una historia circunstanciada y veraz del comunismo, donde habría sido imposible, por ejemplo, no aludir a san Juan Crisóstomo y al Código de derecho canónico al documentar la idea llamada más tarde fetichismo de la mercancía. La Santa Sede, depositaria de un archivo incomparable sobre herejías y alzamientos comunistas con raíz evangélica, tampoco ha instado alguna historia del fenómeno, porque exhumar el conflicto entre la civilizada Iglesia actual y sus milenaristas de otrora abriría heridas profundas. Véase, sin ir más lejos, cómo ha preferido perder feligreses en Iberoamérica a admitir en su seno la corriente llamada Teología de la Liberación.
Por otra parte, despreciar el principio de continuidad se paga con dogmatismo, «y grandes perjuicios se han seguido de ceder a esa tentación, que traza anchas líneas divisorias allí donde la naturaleza no ha dibujado ninguna»3. En el caso del movimiento comunista, la tentación simplificadora lleva a pasar por alto la tenacidad de algo que desde la cristianización del Imperio romano alterna fases explosivas con otras de eclipse, sin desaparecer jamás. En realidad, atender a esa combinación de escrúpulos e ignorancia nos vela la evolución del más formidable disidente conocido, cuyo parto coincide con el momento en que nuestra cultura se lanzó a apostar por la libertad política y la innovación, como hicieron algunas ciudades griegas en el siglo VI a. C.
Hasta entonces, el autogobierno era una rareza propia de las sociedades sin Estado —grupos de ágrafos que nunca alcanzan un mínimo de densidad demográfica—, y las sociedades demográficamente densas estaban sujetas a un autócrata divino, que al legislar fundía por fuerza el derecho natural o permanente y sus privadas ocurrencias. Con la democracia que pusieron en circulación Atenas y otras polis comerciales llegó por eso un Estado sencillamente inaudito, donde la autoridad dejaba de ser sagrada. Innumerables automatismos y suposiciones sucumbirían como consecuencia de ello, y la expresión más brillante de escándalo es una República platónica concentrada en oponer seguridad y libertad. Allí, junto a la propuesta de regresar a la severidad del ayer, encontramos también por primera vez la de reconvertir lo privado en común4.
Desatendido políticamente por sus compatriotas, Platón se convirtió más tarde en el principal inspirador de la teología, la pedagogía y la ética cristiana. Su crítica de la democracia como demagogia triunfó y, sin embargo, la aspiración al autogobierno no pudo erradicarse. Por caminos casi siempre sinuosos acabó imponiéndose una libertad inseparable de innovación, y Europa se convertiría en foco de una cultura occidental llamada a ser política y económicamente hegemónica. La tradición china, la hindú y tantas otras se aplicaron a anular la erosión del tiempo, concentrando las energías presentes sobre un retorno perenne de lo igual. La nuestra acabó descubriendo cómo servirse de la caducidad para convertir el círculo en una figura abierta, y se sostiene —de modo tan próspero como acrobático— sobre un cultivo del hallazgo. Como el motor de propulsión a chorro, que jubiló al de hélice, vive de excitar controladamente la turbulencia y es —atendiendo a la conocida expresión de Schumpeter— un sistema de destrucción creativa.
En otros términos, la sociedad competitiva o abierta se construyó polemizando con un alter ego soliviantado por su prosaísmo calculador. Al exigir una identidad mucho más estrecha como garantía de sosiego estable, este anverso del yo comercial se demostró capaz de «crear, educar y subvencionar un disfrazado (vested) interés por el desasosiego social»5, y como podremos seguir el fenómeno en sus pormenores baste recordar ahora dos momentos estelares. Al principio, antes de que el Imperio romano se convirtiese en un Saturno devorador de su prole, el régimen de amplísima autonomía municipal diseñado por Julio César creó clases medias locales, y un número creciente de personas pasaron a ser hombres de negocios. Pero es precisamente entonces cuando llega una denuncia del propietario y el comerciante como enemigos del pueblo, unida al anuncio de un Juicio Final donde los pobres se regocijarán viendo cómo Dios fulmina a los ricos. Dos milenios más tarde, en un mundo secularizado, cincuenta años bastan para que ateos enérgicos impongan dicho trance a la mitad de la población mundial. Han cambiado muchas cosas salvo el contenido, que antes y después es un ajuste de cuentas precisamente «implacable».
El sello occidental del movimiento brilla en el hecho de que acabase siendo asumido por veintidós estados6 de cuatro Continentes, sin que ninguno de esos gobiernos le encontrara algún paralelo o precedente autóctono al marxismo-leninismo. Tanto en África como en Iberoamérica y Asia un alemán y un ruso iban a ser, y son, su única brújula. Entre los europeos de mediana edad, quienes no resultaron guiados materialmente por ella se criaron tomando partido a favor o en contra, y ahora —a juzgar por el espacio que ocupa en los medios— la actitud se encuentra en una de sus fases poco expansivas, más proclive por ello a ser pensada sin tanto apasionamiento. Al ritmo en que hemos ido acostumbrándonos a no padecer guerras, el marxista ha ido decantándose por una lectura alegórica de proposiciones como que «la última palabra de la ciencia social será siempre el combate o la muerte, la lucha sangrienta o la nada»7.
Por lo demás, las democracias solo están a cubierto de tentaciones demagógicas mientras se mantengan relativamente prósperas, y reflexionar sobre las «otras» democracias parece más realista que dar por difunto al alter ego. Ser occidental significa de alguna manera tener sitio en el corazón para un altar donde lo venerado es la igualdad humana, principal motivo de orgullo para nuestra cultura. Sin embargo, algunos limitamos ese principio inviolable a un trato no discriminatorio por parte de las leyes, y reclamamos una igualdad jurídica compatible con las más amplias libertades. Otros —a cuyos motivos e iniciativas se dedica este libro— llevan veinte siglos abogando por abolir compraventas y préstamos para defender a quienes obtuvieron peores cartas, son incapaces de autogobernarse o sencillamente no están dispuestos a tratar la vida como un juego, aunque sus reglas sean claras.
I. APLICANDO EL PRINCIPIO DE CONTINUIDAD
Las consecuencias de escindir episodios religiosos y ateos pueden calibrarse con una muestra extraída de su propia historia. Los primeros alzamientos comunistas reconocidos como tales8 ocurren en la baja Edad Media, anunciados por brotes de reyes-mesías en Flandes y Bretaña que acaban cristalizando en las grandes guerras campesinas de checos y alemanes durante el Renacimiento. Los asaltos de fincas, abadías, castillos e incluso ciudades, reprimidos inicialmente con el acero, pasaron a merecer hoguera cuando la Iglesia comprendió que el acicate de sus saqueos no era la codicia, sino una interpretación literal y por eso mismo herética de los Evangelios. Seguirán tres siglos de revolución intermitente, y supondríamos que su crescendo fue paralelo a un agravamiento de la miseria si la situación real no demoliese tal hipótesis. De hecho, una Europa devastada crónicamente por las hambrunas y la lepra, cuya única fuente de ingresos era cazar en masa a sus propios adolescentes de ambos sexos —para vendérselos a bizantinos y árabes—, tiene entonces ante sí el primer destello de una luz al final de ese túnel.
Hasta el momento ha reinado la llamada Paz de Dios, un sistema sin circulación monetaria donde el pueblo devuelve al señorío su protección —material y espiritual— regalándole prestaciones laborales. Ahora empieza a ser posible cobrar el trabajo en dinero, gracias a un restablecimiento de las comunicaciones y a la consolidación de los burgos, y los alzamientos comunistas crecen al ritmo en que formas cada vez menos tímidas de sociedad comercial se instalan dentro del monolito clerical-militar. He ahí una paradoja solo aparente, si tenemos en cuenta que —para el conforme con la Paz de Dios— una vida sujeta a oferta y demanda está cargada de exigencia e incertidumbre, además de ser impía. Solo la pequeña fracción de audaces que va desertando de su gleba está dispuesta a correr con tales riesgos, y cuando algunos de estos aventureros empiecen a prosperar, poco después, los cronicones de Froissart, Commines o Mateo París describen a labriegos tan resentidos como abiertos a la predicación de profetas airados, cuya promesa es reivindicar una pobreza antes santa y ahora escarnecida. Uno de cada treinta campesinos, aproximadamente, se unirá a razzias contra nuevos ricos de la nobleza y el alto clero, a quienes se acusa de practicar el luxus y la luxuria. Para la Inquisición, tanto católica como eventualmente luterana, son masas enloquecidas por «un milenarismo fanático».
Al matadero de los siglos XV y XVI sigue una pausa, y las masas revolucionarias no recobran una clara conciencia de sí hasta 1848, año de la segunda Comuna parisina y el Manifiesto de Marx-Engels. Dichas muchedumbres y sus líderes siguen abogando por la sociedad sin Tuyo ni Mío, precedida por una guerra civil sin cuartel, aunque antes enarbolaban visiones apocalípticas y ahora aspiran a un desarrollo más racional de las fuerzas productivas. Se consideran hijos de la Revolución francesa, un episodio a su entender «liberal», dentro de una Europa «ancestralmente capitalista», ofreciéndonos con ello un modelo de la distorsión retrospectiva que se sigue de postular la discontinuidad. En efecto, el primer Estado liberal no llega hasta los Países Bajos del siglo XVII, y desde el Bajo Imperio romano hasta entonces Europa ha conocido algo muy distinto del capitalismo privado. La actitud llamada hoy «pensamiento único» apenas tiene protagonistas durante unos mil años, pues estar expuesto al señorío compartido de «quienes siempre rezan» y «quienes siempre batallan» impuso al comerciante trabas tan nucleares como que el crédito y la compraventa inmobiliaria fuesen operaciones ilegales.
Que llegase a concentrar no solo la bajeza sino el pecado podemos atribuirlo a los dos estamentos hegemónicos, pero desde siempre el militarismo prefiere saquear los almacenes y cofres del mercader a título excepcional, colaborando el resto del tiempo con lo oportuno para permitir que vayan llenándose. Que el oficio de negociar pase de ser algo vil a algo pecaminoso es doctrina eclesiástica, y los alzamientos comunistas empiezan cuando una Santa Sede inclinada a civilizarse convoca el IV Concilio de Letrán (1215), porque admitir allí la mera existencia de un derecho mercantil pone en entredicho su militancia previa. La fase apoteósica del igualitarismo coincide con papas que admiran de modo más o menos solapado a individuos como Leonardo, Maquiavelo o Galileo, haciendo gala de un contubernio con lo mundanal que insurge a Thomas Müntzer, Jan de Leyden, Jan de Batenburg y otros teólogos armados. El denominador común de estos últimos es dirigir a los ejércitos de la Iglesia Pobre, alzados contra la Iglesia Propietaria.
Los manuales escolares que estudiaron mis padres, estudié yo y estudian mis hijos afirman o dan por supuesto que Müntzer, por ejemplo, puede considerarse un remoto precedente de Lenin con arreglo al orden laico de las cosas; y también que con arreglo al orden clerical puede considerarse un adepto de Pedro el Lector y quienes le ayudaron a quemar la Biblioteca de Alejandría un milenio antes. Lo que no encontramos en estos textos es una compenetración de ambos órdenes, pues junto a su noble y esforzada función —desbravar al adolescente— la enseñanza secundaria ha asumido tradicionalmente el compromiso de interponer un abismo entre religión y política.
1. El lecho de Procusto como sobredeterminación. Se objetará que negar la cesura entre comunismo milenarista y comunismo científico construye unidades saltando sobre sus diferencias, y que la vitalidad del entendimiento no depende de aglomerar sino de separar, distinguir y matizar. No hay duda de que la estupidez extrema identifica los sujetos a partir de sus predicados, deduciendo de su común blancura una identidad entre la nieve, la cal y la pasta de dientes. Pero no merece omitirse que este tipo de operación mental cunde cuando las cosas han sido reducidas previamente, y cierta audiencia aplaude oyendo decir que «quien no está conmigo está contra mí»9. Así como nada puede considerarse más profiláctico que discernir lo heterogéneo de lo análogo, lo parejo y lo accidentalmente afín, nada justifica ignorar un espíritu unitario allí donde se ponga de manifiesto. Una secuencia puede descomponerse en planos cronológicamente desordenados, pero el nervio de asunto reaparecerá aquí y allá, imponiendo al montador de la película transformar sus coincidencias en casualidades.
Supongamos que la tesis permanente sobre la propiedad privada y el comercio no es suficiente para postular una copertenencia. Será mero azar, pues, que la lógica del celote integrista reaparezca intacta en los comisarios políticos ateos. No menos casual puede ser que escribir Liberté en vez de liberté —otorgando al término una diosa patrona— justifique derogar el cuadro de libertades reconocido por la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano, un documento que dos años después de aprobarse democráticamente le parece a la facción jacobina un recurso del antipatriota. Como los ateos previos nunca propugnaron uniformidad ideológica, un azar adicional explicará que el ateo antimercantil imponga o consienta una censura tan amplia y meticulosa como la ortodoxia monoteísta.
Para el laico en general, que juzga al prójimo por sus obras, la «pureza de principios» es tan indiferente como el número de zapato o las estrías del codo. Pero necesitamos un nuevo golpe de azar para entender cómo el ateo de la sociedad sin clases exige no solo identidad de opinión sino de sentimiento. La cama del legendario Procusto, que cortaba o estiraba al huésped para adaptarlo a sus medidas perfectas, no sería en general una condición de su «nueva» mentalidad. Desde mediados del siglo I a mediados del III millones de cristianos pusieron todos sus bienes a los pies de sus apóstoles, por ejemplo, esperando con ello acelerar un Juicio Final donde «los dedicados al comercio aguardarán la tortura llorando y gimiendo»10. Esto tampoco guarda otra relación que la casual con prácticas de tribunales revolucionarios modernos y contemporáneos.
El principio de continuidad no cambia una coma de la historia, pero al cancelar el eslabón perdido incrementa la densidad del significado, aportando detalles antes relacionados solamente con algún otro sector del registro escrito. La versión irreflexiva de los hechos cree que el comunismo es el fruto maduro de dificultades económicas, por ejemplo, equiparándolo así a instituciones tan intemporales como el chivo expiatorio o el imaginario del parricidio. Pero al mirar el asunto con algo más de detenimiento topamos con un proceso esencialmente histórico, surgido en el interior de una cultura que él mismo condiciona desde entonces. Como acaba de recordarnos el auge del movimiento antimercantil desde el otoño de la Edad Media, no hay base para suponer que sea una función de decrementos en la renta general, sino más bien de que reaparezca el cultivo del riesgo aparejado a la existencia de libertades cívicas. Escindir la forma espiritualista y la materialista de su apostolado solo contribuye a cerrarnos los ojos ante algo más palmario aún: la diferencia que media entre raptos aislados de furia y un llamamiento perenne a expropiar.
2. El cambiante sentido del trabajo. La emergencia del comunismo moderno se considera explicada aludiendo a las penurias del proletariado industrial. Sin embargo, quienes solventan así nuestras cuentas con la causalidad omiten que el triunfo del cristianismo coincide con otra proletarización masiva. En el siglo XVIII los no-propietarios o desarraigados son personas que dejaron el campo atraídas por un jornal notablemente superior en fábricas, y ante todo porque la ciudad sugiere posibilidades de formación y promoción. En el siglo II los no-propietarios son granjeros, artesanos y profesionales venidos a menos, que en vez de padecer el desarrollo industrial sufren a causa de su ausencia, dentro de un engranaje donde lo radicalmente funesto para ellos ha sido el crecimiento de dos tipos de esclavos: las grandes cuadrillas de peones que trabajan los latifundios y los siervos provistos de alguna formación, que desempeñan todo tipo de oficios especializados.
Reinando Tiberio —cuando nace Jesús, según el Nuevo Testamento— el granjero y el artesano libre han dejado de ser una clase media, capaz de comprar y vender. Viven directa o indirectamente de alguna cartilla de racionamiento, y su promoción social topa con la rivalidad del esclavo en todas las profesiones salvo la militar, un oficio obviamente indeseable para algunos temperamentos. Los males del Imperio se atribuyen a haber olvidado la austera virilidad de otros tiempos, al desgaste de hacer frente a naciones invasoras o sublevadas, a mala administración y en realidad a cualquier cosa distinta del factor crucial. Puesto que las prestaciones laborales no se remuneran, la oferta parte de rendimientos mínimos en todas sus ramas productivas, y la falta de dinero circulante estrangula en cualquier caso la demanda.
Quien trabaja lo hace solo por terror, y el hombre libre carga con la competencia desleal de esa «herramienta humana» (Aristóteles). Debe ajustarse a los jornales que el esclavo de cada profesión cobra para dárselos de inmediato a sus amos, y aceptar no solo algo ínfimo sino el contagio con una actividad que las gentes de respeto consideran abyecta en y por sí misma. Entretanto, la bancarrota del Fisco va aumentando el número y entidad de las prestaciones gratuitas que el Estado exige a su ciudadanía, y para cuando llegue el Bajo Imperio la frontera entre ese proletariado y el esclavo es cada vez más tenue. Precisamente entonces, contemplando las tierras que el fracaso del latifundismo ha dejado baldías, la semilla del entusiasmo es sembrada por una religión de la periferia más marginal, que reinterpreta la quiebra como victoria del providencialismo sobre el cálculo y —cosa más cargada aún de repercusiones políticas— recomienda aplazar sine die el retorno a un trabajo remunerado, como el que sirvió de trampolín a Atenas y Roma para lanzarse a la gloria.
El mundo concreto pasa a ser un banco de pruebas para aspirar al premio o castigo de ultratumba, y un cristiano repugnado por el luxus paga con lealtad incondicional el monopolio del culto que le entrega el poder político. Esto consolida un plan de estabilización en la miseria, que aunando el ideal más sublime con la necesidad más perentoria cronifica economías de estricta supervivencia. Poco después, cuando el hundimiento del Imperio deje a la Iglesia como único consejero ecuménico, la emergencia de los reinos bárbaros precipita la puesta en práctica de una economía autárquica, emancipada de elementos superfluos como el dinero y los mercaderes. Medio milenio más tarde, obrando como albacea de ese plan contra los primeros desertores del vasallaje —que resultan ser buhoneros y caravaneros, armados hasta los dientes para defender sus carros— el hijo y sucesor de Carlomagno, Luis el Piadoso, decreta en 806 que «solo aceptamos a quienes compran para quedarse con lo adquirido, o para regalarlo a otras personas»11.
3. La sempiternidad del mensaje. A mediados del siglo XIX, la inquietud de Carlomagno y Luis el Piadoso ante un crecimiento del intercambio voluntario es una curiosidad exótica. Heeren acaba de explicar que el «cambio de mercancías es un cambio de ideas»12, nadie pone en duda que el cazador y el pescador intercambiaron presas, y a su venerable antigüedad el comercio añade ahora el hecho de parecer una bendición pública. Es entonces cuando Marx recuerda que el trabajo constituye «alienación» tanto si es por cuenta ajena como por cuenta propia, porque solo estará recompensado con justicia y prudencia cuando lo pague la «sociedad», y deje de computarse en dinero.
La monetización —añade— solo ha producido una competencia «salvaje», ruinosa para «la inmensa mayoría», y el único consuelo es saber que resulta inminente una crisis total e irreversible del sistema capitalista. Sobre las cenizas de su iniquidad se levantará otra organización, donde las horas de labor se reducirán al tiempo que aumenta su eficacia, porque lo esmerado e inventivo de trabajo crecerá en proporción a la seguridad de cada empleo. Tampoco se despilfarrarán energías, gracias a una reglamentación de cada rama productiva que armoniza las aptitudes y necesidades de cada uno. Convirtiendo el dinero en vales, el trabajador tendrá acceso a todas las cosas y servicios oportunos, y a la vez se evitarán la inflación, los ciclos económicos, los impuestos y los intermediarios.
Así se ha trabajado siempre en cuarteles y conventos, por no decir que exclusivamente en estos recintos, cuando el nivel de vida parecía ajeno a condiciones como inversión o rendimiento. Antes de que cundiese el capitalismo privado los extremos de la miseria y la opulencia se intepretaban subjetivamente, como deseables e indeseables, necesarios y accidentales, fruto del mérito y obra de la ignominia, desvinculando el conjunto de la articulación impersonal ligada al dinamismo de sus elementos. Solo siglos de intercambio pacífico y regular, dentro y fuera de cada país, permitieron discernir entre economía doméstica y política; y serán necesarios algunos cientos de años más para que Cantillon —en su Ensayo sobre el comercio (1755)— defina la economía de cada país y la internacional como un equilibrio de magnitudes interdependientes. Todo este campo se había considerado hasta entonces un acólito dócil del mando, inspirando a una serie interminable de autócratas el propósito en buena medida imposible de estafar a su país sin estafarse a sí mismos13. El Capital (1867)14, que se escribe cuando la interdependencia de magnitudes empieza a ser analizada de cerca, propone en su lugar una «organización consciente» de todos los procesos.
Una vez más, y en condiciones casi diametralmente distintas, resuena la tesis de que la propiedad privada y comercio sobran, si aspiramos a una existencia propiamente «social». Para entonces la sociedad esclavista ha desaparecido, devorada por la industrialización, pero Marx propone que —tras la proeza de poner en marcha el progreso técnico— un mantenimiento de las libertades burguesas solo puede redundar en anarquía caótica, y su propuesta es lo más fascinante del mundo con mucho durante un siglo. Numerosos marxistas se sentirán traicionados luego por la veintena de países que practican el «socialismo real», y Marx ingresa en círculos académicos como padre de la «teoría social», otro nombre para la sociología. Bastante más tarde, la caída del Muro berlinés demostrará que sus ideas no colapsan, suscitando desde los años 90 un retorno a la teorización como no se había conocido desde los años 20. Tendremos ocasión de examinar incluso el movimiento que lucha por impedirle a la Organización Mundial del Comercio sus reuniones, o la interesante convergencia insinuada por el abrazo de Chávez y Ahmadineyah.
II. EL FIN Y LOS MEDIOS
Despejados ya algunos equívocos, faltaría a la veracidad si no empezase añadiendo que todos los capítulos de este volumen y el siguiente me parecen apresurados, o cuando menos susceptibles de una expresión mucho más fluida. Penélope, según el mitógrafo, tejía durante el día lo que ella misma destejía por la noche, para no tener terminada una tela que la obligaba a desposarse acto seguido con alguno de sus pretendientes. Sin estímulo remotamente parejo, he luchado con mis limitaciones y la hondura del asunto tachando por norma gran parte de lo escrito en cada jornada, y el hecho de que el texto acabe confiado a la incorregible letra de imprenta es al menos en parte tributario de un consejo sobremanera cómodo: «Si alguien ha conseguido avanzar un paso en el análisis [...] sus esfuerzos ulteriores están llamados probablemente a rápidas disminuciones de rendimiento, y otros estarán mejor cualificados para colocar la próxima hilera de ladrillos»15.
Desearía, pues, que las deficiencias de esta exploración puedan equilibrarse hasta cierto punto por ofrecer una historia no compilada hasta ahora, que replantea en lugares y momentos inesperados el diálogo fundamental entre libertad y sometimiento, realismo y añoranza. La primera sorpresa que ofrece su conjunto es una genealogía paralela del liberalismo, pues se trata de movimientos que se desarrollan coaxial men te, como las espirales del ADN. La segunda es una posibilidad de acercarse sin ingenuidad a la cuestión última, que versa sobre el componente de «razón» incorporado a la causa comunista. Pero los elementos de juicio se forman a posteriori, y aplazo el tema hasta el epílogo del segundo volumen —único capítulo pendiente de redacción—, porque la secuencia entera de sus propugnadores es una brillante galería de temperamentos, colmada de enseñanzas sobre aquello que propugnan. De hecho, empiezo publicando la parte del trabajo compuesta en último lugar, para aprender del posible debate suscitado por ella antes de elevar a definitivas sus conclusiones.
1. Paraíso y pobreza como cuencas de atracción. Paradeisos en griego, pairidaeza en arameo y edén en hebreo son términos descriptivos de un «jardín cercado», que deja fuera la intemperie, el trabajo y la muerte. El anónimo autor de Génesis cuenta que disponía de un manantial bifurcado en cuatro brazos y estaba provisto de la más seductora vegetación, para solaz de la pareja humana recién creada por Dios. Disfrutar de sus delicias solo imponía a Adán y Eva no comer el fruto del manzano —que llevaba consigo el «conocimiento del bien y el mal»—, pero la serpiente les sugirió que desobedeciesen, alegando: «vuestros ojos se abrirán, y seréis como dioses»16. Tentado por Eva, Adán acabó catando lo prohibido, y su desobediencia les condenó a una expulsión descrita como «la caída». Desde entonces ellos mismos y su descendencia se vieron sometidos a una vida de penalidades y reversión al polvo.
El Paraíso perdido (1667)17 de Milton es quizá el primer gran libro donde leemos que la serpiente tenía razón, ya que sugirió en definitiva pasar de un mundo básicamente onírico a perspectivas más empíricas. Cargar con la finitud y el esfuerzo precipitó la emergencia del homo sapiens, una especie cuyos individuos son animales en todos sentidos aunque pueden «abrir los ojos», e inventar así grandes cosas. Pero la interpretación miltoniana es el negativo de la oficial, y ha reinado en realidad tal duelo por la pérdida del Paraíso que ese recinto acabó resucitando en forma de Cielo, un artículo de fe innegociable para cristianos y musulmanes. No es ocioso recordar que en 1848, durante su breve residencia parisina, Marx redefinió la caída como efecto de acatar la propiedad, insistiendo desde ese momento en que abolirla nos llevará a un medio bastante más satisfactorio que el rústico jardín de las delicias. Para obtener datos recientes sobre esa aspiración bastar teclear en cualquier buscador la frase Otro Mundo es Posible.
Todo este orden de cosas abunda en wishful thinking («pensamiento colmado de deseo»), pero sería banal pasar por alto un sentimiento lo bastante poderoso como para justificar el más allá metafísico, e incluso religiones sin Cielo como el budismo. La idea del paraíso no es separable de que la vida práctica pueda parecer un infierno, y creer en ella ha demostrado ser una demanda lo bastante elástica como para que la caída pueda atribuirse unas veces a ley divina y otras a ley humana. En ambos casos una angustia difusa y concretada sostiene el anhelo de otra realidad, cuya aparición solo exige una sincera renuncia a la efectiva. Por otro lado, reconquistar el Edén representa una empresa civilizadora, pues por más que sea indirectamente lleva a admitir la muerte como cosa inevitable. Los pueblos propiamente bárbaros siguen pensando que no ya toda defunción sino toda enfermedad provienen de algún hechizo18. Hace falta desplegar en alguna medida las alas del conocimiento para que la intemperie aparezca en cuanto tal.
No hay por ello exageración o sarcasmo al afirmar que —tanto en sus formas clericales como ateas— la causa comunista percibe en el presente la maldición derivada de cierto error original específico, que una vez subsanado erradicará en todo o en buena parte la inhospitalidad del medio físico. Para alcanzar esa meta hay un procedimiento común también, que consiste en fundir descontentos heterogéneos: «Bienaventurados los pobres de espíritu, los humildes y afligidos»19. Mucho más esencial que unos estatutos —nunca admitidos por Jesús o Bakunin, entre otros grandes jefes de fila— es el hallazgo de invocar a crédulos, explotados y perseguidos, que crea un conjunto de gran extensión e intensión mínima. Faltando esta convocatoria, el infortunio se mantiene disperso y arbitrario, agrupado por iniciativas del que no está inmerso en sus penurias.
«La pobreza es una constelación sociológica única: cierto número de individuos, que por un destino puramente individual ocupan un puesto orgánico específico dentro del todo. Pero este puesto no está determinado por aquél destino y manera de ser propios, sino por el hecho de que otros (individuos, asociaciones, comunidades) intentan corregir esta manera de ser»20.
Como las asociaciones surgen normalmente de costumbres, preferencias e intereses comunes, hemos de atribuir al comunismo el descubrimiento de un principio asociativo que puede saltar sobre esa afinidad inmediata. Fuentes aflictivas dispersas se reconducen a un antídoto único, los vacíos del conjunto le mueven a llenarse nivelando los deseos, y aquello que desde fuera constituye capacidad de resurrección es, desde dentro, el carisma de fundir filantropía y guerra civil, esperanza pura y puro resentimiento. Antes de estudiar su evolución, daba por supuesto que el factor revolucionario se centraba en ir hacia lo desconocido. Pero mi pesquisa sugiere que —al menos hasta ahora— los ciclos de latencia y alta actividad en el movimiento comunista corren paralelos a hitos en el desarrollo de la libertad prosaica, dibujando una reacción análoga al echarnos hacia atrás que impone cada ataque de vértigo21.
Dada la profundidad hasta la cual cala en el ánimo de cada uno, tan distinta de compromisos transitorios en materia de ética y política, no me parece discutible tampoco que el igualitarismo patrimonial merezca el nombre de alma, espíritu y conciencia. Hace gala de un especial horror a la incertidumbre —que tan esencial resulta para hacer llevadero el acto de vivir22—, aunque tiene en común con su oponente mercantil una capacidad para sobreponerse a cualquier inercia. La inquietud de su movimiento corresponde a un fenómeno de autoorganización, realimentado por el tipo de proceso que la física contemporánea ha ido identificando en objetos fractales, estructuras disipativas, órdenes por fluctuaciones, efecto mariposa y atractores extraños. Tales dinámicas —en su mayoría invisibles hasta que la potencia computacional de los ordenadores permitió investigarlas— se acumulaban en el desván de un caos que llamaba desorden a los órdenes de grano fino y, ante todo, a cualquier fenómeno que se negase a ser anticipado con exactitud.
Todavía hoy seguimos oyendo decir que el clima es previsible, pongamos por caso, cuando todo cuanto hemos logrado es una red de satélites que informan puntualmente, y en modo alguno evitar que el tiempo se haga a sí mismo. Las aspiraciones de infalibilidad, antes concentradas en el Santo Padre, han sido asumidas por algunas ramas del saber que olvidan describir para jactarse de profetizar, y como todo fenómeno complejo es siempre una modalidad de autoproducción, impredecible por naturaleza, no será en realidad un objeto «científico» y estudiarlo tampoco será propiamente «ciencia». Sin embargo, tanto el movimiento comunista como el liberal exhiben una proporción de regularidades o autosemejanzas análoga a la de cualquier otro fenómeno complejo de la naturaleza, y librarlos al mero opinar —como implícita o explícitamente propone la banalidad— equivale a una rendición intelectual, tanto más innecesaria cuanto que uno y otro se entrelazan de modo espontáneo.
III. LOS RESORTES DE LA OPULENCIA
Antes de concluir no sobrará una mención a Carl Menger (1840-1921), fundador de la escuela austriaca, a quien debo el concepto de «actitud antieconómica» y comprender que el comercio es tan productivo como la actividad industrial o la agrícola23. En 2000, mientras pasaba un año sabático en el Sudeste asiático, sus Principios de economía política me hicieron ver también que una teoría de los precios no puede partir —como pensaban Locke, Smith, Ricardo y Marx— de un valor monetario medido por las horas de trabajo empleadas en producir cada tipo de bien. Lejos de ello, todos y cada uno pagamos por la insatisfacción que nos causaría no tener tal o cual bien determinado, aquí y ahora. Este hallazgo, llamado más tarde utilidad marginal, me ayudó también a entender por qué Marx solo publicó un tercio de su tratado antieconómico. Redactar el resto suponía el trabajo añadido de refutar la nueva teoría del valor, que cuatro años después de aparecer el primer tomo de El Capital era ya la gran noticia del pensamiento económico24. En cualquier caso, durante las primeras semanas de la nueva residencia asiática demasiadas cosas inclinaban al ánimo depresivo, y el contenido entusiasmo de Menger —que compuso su tratado teniendo treinta años— me ofreció la alegría de ser menos ignorante. Cierta tarde, cuando vegetaba en una playa tailandesa prototípica, con el paladar incendiado por unos anacardos al estilo local, pasé de la modorra a la vigilia con tres párrafos que no me resisto a transcribir:
«Lo antiguo y primigenio es el monopolio. El primer efecto de una competencia es que ninguno de los agentes económicos pueda extraer ventajas de destruir o retirar de la circulación parte de sus mercancías o de los medios productivos [...] Estimulado por esa competencia, el número las mercancías crece y se abarata, quedando asegurado con mayor plenitud el abastecimiento de la sociedad entera [...] Muchas ganancias pequeñas y un alto nivel de actividad económica conducen a una producción masiva, pues cuanto más pequeño sea el margen de ganancia en cada uno de los bienes más antieconómica resulta la rutina comercial, y menos posible es sacar adelante un negocio con métodos anticuados y poco imaginativos»25.
Por entonces el país de los thai no era un modelo de negocios imaginativos sino más bien del monopolio primigenio, donde los prósperos identificaban márgenes muy altos de ganancia con «decencia»26. Imitando el sistema social con el que volvería a encontrarme al investigar nuestra Edad Media, allí estaba prohibido de un modo u otro que la casta superior viniese a menos, y si un plebeyo venía a más quedaba expuesto a letales suspicacias. Una manera de detectar instantáneamente al hombre o mujer de rango superior era el tono muy bajo de su voz, inaudible sin mediar un total silencio de los circunstantes, mientras el resto hablaba muy alto con harta frecuencia. Para no quedar tan al margen de aquellas reservadas gentes quise estudiar la lengua, aunque su política lingüística me disuadió de inmediato27.
El pretexto académico del año sabático había sido investigar causas nacionales de pobreza y riqueza —subtítulo del Wealth of Nations (1776) de Smith—, que acababan de ser actualizadas por un historiador contemporáneo28, y viajar por la antigua Indochina acabó de ilustrarme. Daba antes por supuesto que la presencia duradera de prosperidad es algo prefigurado por materias primas y posición geográfica, cuando la variable crucial es el carácter educado —o si se prefiere abierto— de cada grupo humano. Los pueblos educados son ricos, vivan donde vivan, mientras no resulten invadidos o vampirizados a distancia por sociedades cerradas. Singapur, un territorio ínfimo, especialmente insalubre y privado por completo de materias primas, decuplicaba en renta a Tailandia, un país relativamente próspero para lo habitual en aquellas latitudes. Birmania —quizá el lugar más rico del orbe por recursos naturales— compite con Haití y Sierra Leona en miseria extrema. No podemos atribuirlo a falta de ferro carriles, carreteras o puertos, sino a que nueve décimas partes de las infraestructuras dejadas por los colonizadores ingleses, incluyendo el obsequio de una lengua planetaria, se echaron a perder con planes patético-enfáticos de exaltación nacional.
1. La distancia estética como condición. Regresé de aquellos trópicos más alerta de lo que había llegado a la diferencia entre simple y complejo. A fin de cuentas, esto último es un tipo de cosa que no se identifica con objetos externos ni con voliciones subjetivas, sino un género de realidad no hipotecado a lo subjetivo ni a lo objetivo. Una nube de actos humanos, no algún designio, provoca algo anónimo como las sintaxis, el dinero, el derecho, la ciencia o la sociedad misma. Ser nuestras no somete estas instituciones al antojo particular, y de pretenderlo derivan gran parte de las crueldades sistemáticas y más inhumanas. Como el resto de nuestros actos se explica en función de algún propósito, «solo se presenta un problema requerido de explicación teórica allí donde surge alguna modalidad de orden no planeada como resultado de las acciones individuales»29.
Por otra parte, la diseminación de órdenes endógenos o espontáneos se hace necesariamente a costa de órdenes exógenos, sostenidos a toque de clarín y campana. Sintetizando este paso, Saint-Simon aclaraba a principios del siglo XIX que lo único propiamente «social» es la reciprocidad llamada «industria», un sistema de servicios mutuos donde nadie subsiste sin el apoyo constante de ilimitados otros, unos visibles y otros invisibles. La gran novedad es que ni el mando ni la obediencia en abstracto se consideren servicio mutuo, y sea preciso hacer algo prosaicamente útil para terceros —o haberlo hecho en medida bastante— para disfrutar de algún desahogo. Eso pensaba en el avión que me devolvía a casa, comparando lo aprendido con suposiciones como que la riqueza de unos empobrece a otros, o que la indigencia remite ilegalizando el afán de lucro. Tales hipótesis eran el fruto de una juventud cristiana, seguida por un compromiso con la conciencia roja, y llegaba el momento de reconstruir la constelación que empieza con Jesús expulsando a los mercaderes.
En todo caso, mi crónica debía partir de un eje donde la novela personal de cada protagonista se explicase en función de complejidades, no a la inversa. Si se prefiere, era necesario observar la distancia llamada punto de vista crítico, que fundamentalmente significa autocrítico. En el panegírico, el sermón y la sátira los objetos se ventilan en función del humor de quien los compone. El sentido crítico quiere atender a lo condicionante, como cuando investigamos no a qué nos huele cierta cosa sino a cómo podría el olfato ordenar tantas sensaciones, ya que cada entorno tiene innumerables objetos en trance de emitir partículas. La Crítica de la razón pura (1781) fue un hito porque describió un «entendimiento» repartido entre todos y monopolizado por nadie, responsable de convertir las impresiones en noticias.
Al hacerlo se interpone entre lo real y nosotros, desde luego, y quien lo olvide promueve el «sueño dogmático» de una relación directa con la cosa30. Solo captamos apariencias («fenómenos») de lo real, y para formarnos un criterio mínimamente ecuánime es necesario poner en relación los datos relativos a cada asunto, hasta que él mismo reaparezca a partir de ellos. Criticar en el sentido de rechazar, subrayando algo que le falta o le sobra a algo, es un residuo de tiempos en los cuales a la arbitrariedad de quien hablaba se añadía la de confundir lo humano con la voluntad de alguien en particular, inmortal o mortal. Al hacernos conscientes de órdenes autoproducidos —y de que la voluntad acaba domada por la inteligencia, o bien convertida en perseguidor y verdugo suyo—, se consolidó también la opción de un pensamiento que ni echa en falta ni descarta factores cuando reflexiona sobre algo. Desde entonces su deber, y su goce, es que el objeto en cuestión descubra su propia trama:
«Esos esfuerzos [los del simplismo] representan una tarea fácil a despecho de su aspecto. En vez de ocuparse de la cosa misma, van siempre más allá; en vez de permanecer en ella y olvidarse allí este tipo de saber pasa siempre a otra, sin salir de sí [...]
Lo más sencillo es enjuiciar aquello que tiene contenido y consistencia; es más arduo captarlo, y lo más arduo de todo la combinación de lo uno y lo otro: lograr su exposición»31.
A efectos de exponer sin más pretensiones, debo añadir, Internet ofrece ya un banco de datos que es buena parte de lo pensado, trasladable en paquetes discretos a velocidades lumínicas. Aunque el efecto inmediato pueda parecerse al aturdimiento, este logro nos desafía a justificar el adjetivo «racional» añadido al indiscutible género animal, y ofrece anticipaciones como el fantástico número de gentes que regalan información al prójimo. Hacia 2005, cuando descubrí que unos toques del ratón convocaban vidas de santos, decretos del señor feudal, viejas crónicas y todas las obras de primera fila, la regla de usar fuentes primarias pudo ser más que un desiderátum para el periodo que a grandes rasgos va del siglo VI a mediados del XVIII. Eso sucedió cuando tenía dos historias en vez de una, dudando de que el esfuerzo hubiese valido la pena. Pero la inyección de noticias galvanizó el proyecto, pues ayudaba a descartar algunas intuiciones al tiempo que confirmaba otras.