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El deshierro del Ártico

La capa de hielo de Groenlandia se derrite mucho más rápido de lo que se pensaba antes, amenaza con inundaciones a cientos de millones de personas y hace que el impacto irreversible de la emergencia climática sea una realidad mucho más patente. Se pierde hielo en Groenlandia siete veces más rápido que en la década de 1990 y la magnitud y velocidad del deshielo es mucho mayor de lo que se había predicho.

The Guardian, diciembre de 2019

No, no es deshielo es deshierro. No es un error de imprenta, solo un juego de palabras sin gracia.

El planeta se calienta. Es peligroso y es culpa nuestra. Se sabe porque miles de científicos expertos en el clima, que ejecutan cientos de modelos matemáticos, lo predijeron hace décadas, y observaciones realizadas por meteorólogos igual de competentes han confirmado la mayoría de las conclusiones más importantes. Podría pasarme el resto del libro sacándole los colores a los marrulleros que tergiversan los hechos para convencer al público de que no hay nada de qué preocuparse y comparando sus sandeces con la creciente evidencia de la realidad del cambio climático producido por los seres humanos, al mismo tiempo que explico los muchos pormenores que todavía no son definitivos. Pero como dice Arlo Guthrie hacia la mitad de Alice’s restaurant, no es eso de lo que he venido a hablar. Hay muchas personas que ya lo hacen mucho mejor de lo que podría hacerlo yo y otras tantas que intentan detenerlas de manera desesperada, no vaya a ser que algunos personajes extremadamente ricos tengan que dejar de destruir el planeta.

El cambio climático es inherentemente estadístico, de modo que se le puede quitar importancia a cualquier suceso concreto y explicarlo como uno de esos fenómenos extraños que ocurren de vez en cuando. Si hay una moneda trucada para que salga cara tres veces de cada cuatro, podrá salir cara o cruz en cualquier tirada individual, como si no hubiese truco. Un solo resultado no basta para descubrir la diferencia. Incluso con una moneda normal puede salir en ocasiones una serie de tres o cuatro caras consecutivas. No obstante, si en 100 tiradas salen 80 caras y 20 cruces, es bastante evidente que la moneda está trucada.

El clima es parecido. No es lo mismo que el tiempo, que cambia cada hora y cada día. El clima es una media móvil a lo largo de treinta años. A su vez, el clima global hace un promedio de esta para todo el planeta. Se necesitan ingentes cambios a muy largo plazo en una escala planetaria para alterarlo. Sin embargo, se dispone de registros de temperatura de gran calidad y de todo el mundo desde hace aproximadamente 170 años, y 17 de los 18 periodos más cálidos han ocurrido a partir de la década del 2000. No es casualidad.

La naturaleza estadística del clima hace que los negacionistas puedan enfangar las aguas con facilidad. Los climatólogos, que no tienen la capacidad de adelantar el planeta a velocidad rápida, han tenido que depender de modelos matemáticos para echar un vistazo al futuro, estimar la velocidad a la que cambia el clima, calcular los efectos que estas alteraciones podrían tener y examinar lo que puede hacer la humanidad para solventarlo, si consigue ponerse de acuerdo. Los primeros modelos eran bastante rudimentarios, lo que los hacía susceptibles a que cualquiera a quien no le gustasen las predicciones pudiese encontrar objeciones. Sin embargo, echando la vista atrás, resulta que incluso esos modelos predijeron el ritmo de aumento de la temperatura global, junto con muchas otras cosas, con bastante precisión. Se ha mejorado mucho a lo largo de los años y las temperaturas previstas para la actualidad se han correspondido con las reales de manera considerable a lo largo del último medio siglo. La cantidad de hielo que se vaya a derretir como consecuencia está menos clara y parece que se ha subestimado. Los mecanismos que afectan al proceso no se comprenden tan bien y se ha presionado a los científicos durante décadas para que no pareciesen alarmistas.

Hasta el momento, me he enfocado en la manera en que las matemáticas, que funcionan sin alharacas entre bambalinas, afectan a las vidas cotidianas de las personas. He omitido de forma deliberada un montón de aplicaciones importantes en ciencia, sobre todo en la teórica. Pero el cambio climático sí tiene un efecto sobre nuestras vidas diarias. Y si no, que se lo pregunten a los australianos, que tuvieron que enfrentarse a incendios forestales sin precedentes a principios de 2020. Ahí están las olas de calor de récord en todo el globo y las inundaciones, que antes eran seculares y ahora se producen cada cinco o diez años. Ahí están, aunque sea paradójico, las olas ocasionales de tiempo frío en extremo. En cierto modo, parece contradictorio que el calentamiento global pueda hacer que algunos lugares se vuelvan mucho más fríos de lo normal, pero la explicación es sencilla. Este fenómeno se refiere a la cantidad promedio de energía calorífica que entra en la atmósfera, en los océanos y en la tierra. Nadie dijo que todos los lugares se iban a calentar de manera uniforme.

Conforme aumenta la energía calorífica total del planeta, las fluctuaciones en torno al valor promedio se hacen mayores y estas pueden ser más frías de lo normal al igual que más calientes. El caso es que prevalece el aumento de calor en general. Una ola de frío repentina en una ubicación no demuestra que el calentamiento global sea un fraude. Del mismo modo, si el tiempo en una ciudad es diez grados más frío de lo normal, pero es un grado más caliente en otras once localidades, la temperatura global promedio ha subido. Si esa misma ciudad está hoy diez grados por debajo de lo normal, pero luego está uno por encima durante once días sueltos, la temperatura media global ha subido de nuevo si todo lo demás permanece igual. De hecho, también habrá aumentado en la ciudad.

El problema es que es fácil darse cuenta de la ola de frío repentina, pero es posible que los efectos que la compensan sean demasiado pequeños como para cobrar consciencia de ellos, o pueden darse de manera muy dispersa u ocurrir en otro lugar. Las muy inusuales olas de frío que se han producido en Europa y en América del Norte en los últimos años han ocurrido porque la corriente en chorro atmosférica empujó aire gélido del Ártico más al sur de lo habitual. De modo que esta masa atmosférica que en condiciones normales habría circulado en torno al casquete polar ártico acabó sobre el océano, Groenlandia, el norte de Canadá y Rusia. ¿Por qué se desplazó esta masa de aire frío hacia el sur? Porque el que había sobre la zona polar era mucho más caliente de lo normal y lo desalojó. En conjunto, toda la región afectada se calentó en promedio.

En los modelos del clima hay bastantes matemáticas como para llenar un libro entero, pero no es eso de lo que he venido a hablar. Como Arlo Guthrie, solo estoy preparando el escenario para aquello de lo que sí quiero hablar.

 

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El hielo se derrite por todo el planeta. Su cantidad ha aumentado en unos cuantos lugares poco representativos, pero, en todos los demás, merma con rapidez. Los glaciares retroceden y los casquetes polares se reducen en ambos polos. Estos efectos amenazan las fuentes de agua potable de unos 2.000 millones de personas y la subida del nivel del mar resultante inundará los hogares de otros 500 millones más, a no ser que evitemos que suceda. De modo que la física y las matemáticas del hielo fundente han cobrado de manera repentina un interés decisivo, a nivel personal, para todo el mundo.

Los científicos saben mucho sobre este asunto. Junto con el agua en ebullición y su conversión en vapor, es un ejemplo clásico de transición de fase, un cambio en el estado de la materia. El agua puede presentarse en una serie de estados y ser sólida, líquida o gaseosa. Aquel en el que se encuentre depende sobre todo de la temperatura y de la presión. Para valores habituales de esta última variable, si el agua está lo bastante fría, es un sólido: hielo. Conforme se calienta y supera el punto de fusión, se vuelve líquida: agua. Si su temperatura aumenta más, hasta el punto de ebullición, se transforma en gas: vapor. En la actualidad, la ciencia conoce 18 fases diferentes del hielo. La última, el «hielo cuadrado», se descubrió en 2014. Tres de estas fases se dan a presión atmosférica normal, el resto requieren valores de esta variable mucho más altos.

Los estanques de fusión oscuros resaltan sobre el hielo ártico blanco. ¿Por qué forman unos patrones tan intrincados?

La mayor parte de lo que se sabe acerca del hielo es el resultado de experimentos de laboratorio en cantidades relativamente pequeñas. Lo que hace falta averiguar con urgencia en la actualidad sobre el hielo fundente se refiere a volúmenes inmensos en el entorno natural. Hay dos maneras interrelacionadas de descubrirlo: observar y medir lo que ocurre y desarrollar modelos teóricos de la física subyacente. La clave para una comprensión real es unir las dos.

Una de las señales de que el hielo polar, sobre todo el marítimo, se derrite es la formación de estanques de fusión. La superficie helada empieza a fundirse y unos pequeños charcos negruzcos ensucian su blancura prístina o a menudo su no tan inmaculado color gris, debido a depósitos de polvo. Los charcos son agua líquida, que es oscura a diferencia del hielo, de modo que absorbe la luz solar en lugar de reflejarla. La radiación infrarroja en particular los calienta con más rapidez de lo que lo haría si todavía estuviesen helados, así que crecen. Cuando llegan a ser lo bastante grandes, se unen para formar otros mayores, tanto como para calificarse de estanques. Estos son los estanques de fusión y dan lugar a formas intrincadas complejas: puntos unidos por ramas delgadas, que se separan y se extienden como tapices de algún extraño hongo.

La física del crecimiento de los estanques de fusión es una característica crucial del comportamiento del hielo cuando se calienta. Y es exactamente lo que ocurre, sobre todo con el que flota en el Océano Ártico. Lo que vaya a suceder con el hielo marino al calentarse el planeta es una parte fundamental del problema que supone comprender el impacto del cambio climático. Por ello, es natural que los matemáticos investiguen modelos de hielo fundente con la intención de desentrañar algunos de sus secretos. Así lo hacen. No es sorprendente. Lo que sí resulta inesperado es que uno de los modelos que se estudian en la actualidad no tenga nada que ver con el hielo. Trata del magnetismo y se remonta a 1920. Los materiales magnéticos experimentan sus propios tipos de cambios de fase y, en particular, pierden su magnetismo inherente si se calientan demasiado.

Hace tiempo que este modelo en concreto es un ejemplo paradigmático de transición de fase. Fue propuesto por el físico alemán Wilhelm Lenz, así que por supuesto todo el mundo lo llama modelo de Ising. Los matemáticos y los físicos bautizan siempre a las cosas con el nombre de la persona asociada a ellas de manera más estrecha en sus mentes, quien a menudo no es el verdadero inventor. Lenz tenía un estudiante, Ernst Ising, y le propuso un problema para su doctorado: resolver el modelo y demostrar que tiene un cambio de fase magnética. Ising lo resolvió y demostró que no lo tenía. A pesar de todo, sus investigaciones pusieron en marcha toda una rama de la física matemática y ampliaron mucho nuestra comprensión de los imanes.

Y ahora, vamos a por el hielo.

 

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Los imanes son tan habituales en la actualidad que casi nadie se pregunta nunca cómo funcionan. Se utilizan para pegar cerdos de plástico en la puerta de la nevera (bueno, en casa lo hacemos), para cerrar las fundas de los móviles y (unos bastante grandes) para detectar el famoso bosón de Higgs, que dota a las partículas subatómicas de masa. Sus usos cotidianos incluyen los discos duros de los ordenadores y los motores eléctricos (del tipo de los que suben o bajan las ventanillas de los coches de manera automática o de los que producen gigawatios de energía eléctrica). A pesar de su ubicuidad, son muy misteriosos. Se atraen o repelen entre sí mediante algún tipo de campo de fuerza invisible. Los imanes de barra más sencillos y comunes tienen dos polos, cada uno cerca de un extremo, denominados norte y sur. Norte y sur se atraen entre sí, mientras que dos polos norte se repelen y lo mismo pasa con los dos polos sur. Así, si se empujan polos iguales de dos imanes pequeños pero potentes para acercarlos, puede notarse cómo se resisten. Por el contrario, si se intentan separar polos opuestos, se nota cómo intentan unirse. Tienen efecto uno sobre otro incluso cuando no se tocan: «acción a distancia». Con los imanes es posible hacer levitar objetos, incluso grandes, como trenes. De un modo misterioso, este campo de fuerza es invisible. No se ve nada.

La humanidad conoce los imanes desde hace al menos 2.500 años. Están presentes de forma natural en la magnetita, un mineral que es un óxido de hierro. Un fragmento pequeño de magnetita, conocido como piedra de imán, es capaz de atraer los objetos de hierro y puede convertirse en una brújula si se cuelga de una cuerda o se hace flotar en agua sobre un trozo de madera. Estas piedras se empleaban de manera rutinaria para la navegación desde cerca del siglo XII de nuestra era. Materiales como este, que pueden estar dotados de un campo magnético permanente, se denominan ferromagnéticos. La mayoría son aleaciones de hierro, níquel y/o cobalto. Algunos de ellos mantienen sus propiedades magnéticas de manera casi indefinida, mientras que otros son susceptibles de imantarse temporalmente, pero pierden su fuerza poco después.

Los científicos empezaron a prestar atención en serio a los imanes en 1820, cuando el físico danés Hans Christian Ørsted descubrió una conexión entre el magnetismo y la electricidad. En concreto, que una corriente eléctrica puede crear un campo magnético. William Sturgeon, un científico británico, construyó un electroimán en 1824. La historia del electromagnetismo es demasiado extensa para describirla en detalle, pero un avance decisivo vino de la mano de los experimentos de Michael Faraday. Estos llevaron a James Clerk Maxwell a formular las ecuaciones matemáticas de los campos eléctrico y magnético y la relación entre ellos. Estas expresiones indican, de manera precisa, que la electricidad en movimiento produce magnetismo y que el magnetismo en movimiento produce electricidad. Entre ambos, generan ondas electromagnéticas que se desplazan a la velocidad de la luz. De hecho, la luz es un fenómeno de este tipo, igual que las ondas de radio, los rayos X y las microondas.

Una característica intrigante de los materiales ferromagnéticos es su respuesta cuando se calientan. Hay una temperatura crítica, denominada temperatura de Curie. Si se calienta uno de estos materiales por encima de este punto, su campo magnético desaparece. No solo eso, sino que el cambio es abrupto. Conforme se aproxima a la temperatura de Curie, el campo magnético empieza a decaer de manera dramática y lo hace más rápido cuanto más se acerca al valor crítico. Los físicos llaman a este tipo de comportamiento una transición de fase de segundo orden. La pregunta crucial es por qué sucede.

Una pista importante vino del descubrimiento del electrón, una partícula subatómica que tiene una carga eléctrica muy pequeña. Una corriente eléctrica es una multitud de estas cargas en movimiento. Los átomos tienen un núcleo, compuesto de protones y neutrones, rodeado por una nube de electrones. Su número y disposición determina las propiedades químicas del átomo. Estas partículas también tienen una propiedad llamada espín. Es cuántica y aunque ellas no rotan en realidad, tiene mucho en común con el momento angular, un nombre matemático elegante para una característica de los cuerpos que rotan en la física clásica. El momento angular indica la potencia de la rotación y la dirección en la que se produce, el eje en torno al cual gira el cuerpo.

Los físicos descubrieron de manera experimental que el espín del electrón lo dota de un campo magnético. Siendo la mecánica cuántica lo que es (en concreto, una cosa muy rara), el espín del electrón medido sobre cualquier eje concreto es siempre «arriba» o «abajo». Estos estados se corresponden en general con un imán minúsculo que tiene un polo norte en la parte superior y uno sur en la inferior, o al revés. Antes de medir el espín, este puede ser cualquier combinación de arriba y abajo de manera simultánea, lo que se podría entender en resumidas cuentas como una rotación en torno a un eje diferente, pero cuando se observa sobre el eje seleccionado, resulta que siempre es arriba; o abajo. Uno de los dos. Esa es la parte más extraña y es diferente por completo de la rotación en la física clásica.

La conexión entre el espín de un electrón y su campo magnético explica en buena medida no solo por qué los imanes pierden su magnetismo si se calientan demasiado, sino cómo sucede. Antes de que un material ferromagnético esté imantado, los espines de sus electrones están alineados de manera aleatoria, de modo que sus minúsculos campos magnéticos tienden a cancelarse. Cuando se imanta el material, bien mediante un electroimán o por acercarse a otro imán permanente, se alinean los espines de sus electrones. Entonces se refuerzan unos a otros y crean un campo magnético detectable a escala macroscópica. Si se deja a sus propios medios, esta disposición se conserva y ya se tiene un imán permanente.

No obstante, si se calienta el material, la energía térmica empieza a agitar los electrones y da la vuelta a algunos de sus espines. Los campos magnéticos que se ejercen en direcciones diferentes se debilitan entre sí, de modo que desciende la fuerza global del campo magnético. Esto explica la pérdida del magnetismo de manera cualitativa, pero no dice nada acerca de por qué hay un cambio de fase tan brusco ni por qué se produce siempre a una temperatura concreta.

En estas llegó Lenz. Se le ocurrió un modelo matemático sencillo: un conjunto de electrones, cada uno de los cuales afecta a sus vecinos según sus espines relativos. En el modelo, cada partícula está ubicada en un punto fijo en el espacio, que suele formar parte de una red regular, como las casillas de un gran tablero de ajedrez. Cada electrón modelo puede estar en uno de dos estados: +1 (espín arriba) o – 1 (espín abajo). La red está cubierta en todo momento por un patrón de ±1. En la analogía del tablero, cada casilla es, o bien negra (espín arriba), o bien blanca (espín abajo). Es factible cualquier distribución de cuadrados blancos y negros, por lo menos en principio, porque los estados cuánticos son aleatorios hasta cierto punto, si bien unos patrones son más probables que otros.

Los estudiantes de doctorado son muy útiles para hacer cálculos o experimentos que su director de tesis prefiere evitar, de modo que Lenz le dijo a Ising que resolviera el modelo. Aquí, el significado de «resolver» es muy sutil. No se trata de la dinámica del cambio de espín ni de las secuencias de estados individuales, sino de calcular la distribución de probabilidad de todos los patrones posibles y la dependencia de esta con la temperatura y con cualquier campo magnético externo. Una distribución de probabilidad es un dispositivo matemático (a menudo una fórmula) que en este caso indica lo probable que es cualquier patrón dado.

El director de tesis ha hablado y si el estudiante quiere conseguir su doctorado, hace lo que le dicen. O, al menos, lo hace lo mejor que puede, porque a veces los problemas que se proponen a los estudiantes son demasiado difíciles. Después de todo, el motivo por el que se les pide que resuelvan el cometido es porque el director de tesis no conoce la respuesta y a menudo no tiene ni idea, más allá de una vaga intuición, de lo difícil que va a resultar.

De modo que Ising se puso manos a la obra para resolver el modelo de Lenz.

 

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Hay algunos trucos habituales que los directores de tesis conocen y que pueden sugerir a sus estudiantes. Los alumnos brillantes de verdad los descubren por sí mismos, junto con otras ideas que nunca se le han ocurrido al director. Uno de ellos es bastante curioso, pero cierto en general: si se quiere trabajar con un número muy grande, todo es más sencillo si se toma como infinito. Por ejemplo, si se quiere entender el modelo de Ising para un tablero de ajedrez grande pero finito, que represente un trozo de material ferromagnético de tamaño realista, es más conveniente, desde un punto de vista matemático, trabajar con un tablero de ajedrez de tamaño infinito. El motivo es que el primero tiene bordes y que estos tienden a complicar los cálculos porque las casillas de los extremos son diferentes de las de la mitad. Esto deshace la simetría del conjunto de electrones y esta es una característica que tiende a hacer que los cálculos sean más sencillos. Un tablero de ajedrez infinito no tiene bordes.

La imagen del tablero corresponde a lo que los matemáticos y los físicos denominan una red bidimensional. La palabra «red» quiere decir que las unidades básicas, las casillas, están dispuestas de un modo muy regular (en este caso, en filas y columnas, todas alineadas a la perfección con sus vecinas). Las redes matemáticas pueden tener cualquier cantidad de dimensiones, mientras que las físicas suelen tener una, dos o tres. El caso más relevante para la física es la red tridimensional: un conjunto infinito de cubos iguales, superpuestos unos a otros de manera ordenada, como cajas idénticas en un almacén. En este caso, los electrones ocupan una región del espacio, del mismo modo que los átomos en un cristal con simetría cúbica, como la sal.

Los matemáticos y los físicos matemáticos prefieren con mucho empezar con un modelo más sencillo, aunque menos realista: una red de una dimensión en la que las ubicaciones de los electrones están dispuestas en una fila en intervalos regulares, como los enteros a lo largo de la recta de los números. No tiene mucho sentido físico, pero sirve para desarrollar ideas en la configuración relevante más sencilla. Conforme aumenta la cantidad de dimensiones, también lo hacen las complicaciones matemáticas. Por ejemplo, hay un tipo de red cristalina en una recta, 17 en el plano y la friolera de 230 en el espacio tridimensional. De modo que Lenz propuso a su estudiante el problema de encontrar cómo se comportan modelos como este y tuvo la sensatez de decirle que se concentrara en la red de una dimensión. El alumno hizo suficientes progresos como para que todos los casos de este tipo se denominen modelos de Ising hoy en día.

Aunque el modelo de Ising se refiere al magnetismo, su estructura y la manera de concebirlo pertenecen a la termodinámica. Esta rama tiene su origen en la física clásica, en la que trata de magnitudes como temperatura y presión en gases. En torno a 1905, cuando los físicos se convencieron por fin de que los átomos existían y se combinaban para formar moléculas, se dieron cuenta de que variables como la temperatura y la presión son promedios estadísticos. Son cantidades «macroscópicas» que pueden medirse con facilidad, debidas a fenómenos que ocurren a una escala «microscópica» mucho más pequeña. Por cierto, no está de más decir que en realidad no son visibles en un microscopio, incluso aunque en la actualidad hay aparatos capaces de captar átomos individuales, si bien solo funcionan cuando estos últimos no se mueven. En un gas, hay volando por ahí una gran cantidad de moléculas, que chocan entre sí y rebotan de manera ocasional. Los rebotes hacen que su movimiento sea aleatorio.

El calor es una forma de energía causada por el movimiento de las moléculas. Cuanto más rápido se mueve, más se calienta el gas y sube la temperatura, que es diferente del calor y es una medida de la calidad del mismo y no de la cantidad. Hay relaciones matemáticas entre las posiciones y velocidades de las moléculas y los promedios termodinámicos. Esta relación es el objeto de una rama denominada mecánica estadística, que pretende calcular variables macroscópicas a partir de las microscópicas, con especial interés en los cambios de fase. Por ejemplo, ¿qué cambia en el comportamiento de las moléculas de agua cuando se derrite el hielo? Y ¿qué tiene que ver la temperatura del material con ello?

 

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El problema de Ising era parecido, pero en lugar de moléculas de H2O y hielo que se vuelve agua al calentarse, analizaba espines de electrones e imanes que pierden su magnetismo cuando se calientan. Lenz había dispuesto su modelo (al que ahora se llama modelo de Ising) para que fuese lo más sencillo posible. Como es habitual en matemáticas, el planteamiento puede ser simple, pero solucionarlo no lo es.

Cabe recordar que «resolver» este problema implica calcular cómo varían con la temperatura las características estadísticas del conjunto de imanes minúsculos. Esto se reduce a encontrar la energía total de la configuración, la cual depende del patrón del magnetismo (el número y disposición de los espines arriba y abajo, de casillas negras y blancas en el tablero). Los sistemas físicos prefieren adoptar estados con la menor energía posible. Este es el motivo por el que, por ejemplo, cae la proverbial manzana de Newton: su energía potencial gravitatoria se reduce conforme cae hacia el suelo. La genialidad de Newton consistió en darse cuenta de que el mismo razonamiento es válido para la Luna, que cae de manera perpetua pero que no alcanza nunca el suelo porque también se desplaza hacia los lados. Hizo los cálculos adecuados y demostró que la misma fuerza gravitatoria explica ambos movimientos de forma cuantitativa.

Sea como sea, todos los imanes diminutos (los electrones con sus direcciones de espín) intentan reducir su energía global todo lo posible. Pero la manera en que lo hacen y el estado que alcanzan dependen de la temperatura del material. A nivel microscópico, el calor es una forma de energía que hace que las moléculas y los electrones se desplacen y agiten de manera aleatoria. Cuanto más caliente está el material, más rápido lo hacen. En un imán, el patrón exacto de espín cambia sin cesar debido a esta agitación fortuita y por eso «resolver» el modelo conduce a una distribución de probabilidad estadística, no a una configuración concreta de espines. No obstante, los patrones más probables parecen todos bastante similares, de modo que cabe preguntarse qué aspecto tiene uno que sea representativo a cualquier temperatura dada.

La parte crucial del modelo de Ising es una regla matemática para describir la interacción de los electrones que especifica la energía de cualquier patrón. Para simplificar, se asume que cada elemento del sistema interactúa solo con sus vecinos inmediatos. En una interacción ferromagnética, la contribución a la energía es negativa cuando los electrones contiguos tienen el mismo espín. En materiales antiferromagnéticos, es positiva cuando los electrones contiguos tienen el mismo espín. También hay una contribución adicional debida al efecto de un campo magnético externo sobre cada elemento del sistema. En modelos simplificados, todas las fuerzas de interacción entre los electrones contiguos son de la misma dimensión y el campo magnético externo se hace cero.

La clave de las matemáticas en este caso es comprender cómo cambia la energía de un patrón dado cuando el color de una casilla pasa de negro a blanco o viceversa. Es decir, un único electrón en una ubicación arbitraria salta de +1 (negro) a – 1 (blanco). Algunos cambios aumentan la energía total y otros la disminuyen. Estos últimos son los más probables. No obstante, no es posible descartar por completo que haya otros que la incrementen, debido al movimiento termal aleatorio. De forma intuitiva, es de esperar que la distribución converja hacia algún estado que tenga la energía más baja. En un material ferromagnético, esto debería hacer que todos los electrones tuvieran el mismo espín, pero no es eso lo que ocurre exactamente en la práctica, porque se tardaría demasiado. En su lugar, a temperaturas moderadas, hay distintas regiones en las que las orientaciones de los componentes están alineadas de manera casi perfecta y se crea un mosaico blanco y negro. A temperaturas más elevadas, los desplazamientos aleatorios superan a las interacciones entre espines contiguos y las regiones se hacen tan pequeñas que no hay relación entre la situación de un electrón y la de sus vecinos. De modo que el patrón es caótico y parece gris, excepto en una escala muy fina de blanco y negro. A bajas temperaturas, las regiones se hacen más grandes, lo que lleva a una configuración más ordenada. Estas distribuciones nunca se quedan fijas del todo porque siempre hay cambios aleatorios. Pero, para una temperatura dada, las características estadísticas del patrón permanecen constantes.

Lo que tiene más interés para los físicos es la transición de tener regiones de color separadas, un estado ordenado, a un caos gris y aleatorio. Se trata de un cambio de fase. Los experimentos sobre este fenómeno en materiales ferromagnéticos, que pasan de estar imantados a no estarlo, muestran que por debajo de la temperatura de Curie el patrón magnético presenta regiones. El tamaño de estas difiere de unas a otras, pero se agrupa en torno a un valor típico concreto o «escala de longitud», que disminuye conforme se calienta el material. Por encima del punto de Curie no hay regiones: los dos valores de espín están mezclados. Lo que ocurre a la temperatura de Curie es lo que entusiasma a los físicos. En este caso hay regiones de varios tamaños, pero no hay una escala de longitud dominante. La distribución por zonas forma un fractal, un patrón con estructura detallada en todas las escalas. Una porción aumentada de una parte tiene las mismas características estadísticas que todo el conjunto, de modo que no es posible deducir el tamaño de la región a partir del patrón. Ya no hay una longitud de escala bien definida. No obstante, puede darse una medida numérica del ritmo al que cambia la distribución durante la transición de fase, que se denomina exponente crítico. Los experimentos son capaces de medir esta magnitud con mucha precisión, de modo que proporciona una prueba de gran sensibilidad de las formulaciones teóricas. Un objetivo importante de los investigadores es derivar modelos que proporcionen el exponente crítico correcto.

Las simulaciones por ordenador no logran «resolver» el modelo de Ising con exactitud (no consiguen proporcionar una fórmula de las características estadísticas con una demostración matemática rigurosa que sea correcta). Los sistemas informáticos de álgebra modernos podrían ayudar a los investigadores a encontrar la fórmula, si es que hay una, pero todavía necesitaría demostración. Las simulaciones por ordenador más tradicionales pueden proporcionar una evidencia sólida a favor o en contra de la correspondencia del modelo con la realidad. Pero el Santo Grial para los físicos matemáticos (y para los matemáticos dados a la física, pues es esta última la que motiva el dilema principal, aunque la naturaleza de este sea matemática por completo) es obtener resultados exactos acerca de las propiedades estadísticas de los patrones de espín en el modelo de Ising, sobre todo en lo que se refiere al modo en que cambian esas propiedades cuando la temperatura supera el punto de Curie. En particular, los investigadores buscan una demostración de que se produce un cambio de fase en el sistema y pretenden caracterizarlo mediante el exponente crítico y las características fractales de los patrones más probables en el punto de transición.

 

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A partir de aquí la cosa se pone más técnica, pero intentaré aportar las ideas principales sin preocuparme de los detalles. Habrá que suspender el escepticismo y dejarse llevar.

El dispositivo matemático más importante en termodinámica es la «función de partición». Esta se obtiene al sumar, para todos los estados del sistema, una expresión algebraica particular que depende de la configuración y de la temperatura. Para ser precisos, esta expresión se obtiene para cualquier estado dado al tomar su energía, convertirla en negativa y dividirla por la temperatura. Se toma la exponencial de esto y se suma cada una de estas expresiones para todos los patrones posibles.1 La noción física aquí es que los estados con menos energía contribuyen más a la suma, de modo que la función de partición está dominada por (tiene un pico en) el tipo de configuración más probable.

Todas las variables termodinámicas habituales pueden deducirse a partir de la función de partición mediante operaciones adecuadas, de modo que la mejor manera de «resolver» un modelo termodinámico es obtener su función de partición. Ising encontró su solución al derivar una fórmula para la energía libre2 y deducir otra para la imantación.3 La expresión que obtuvo es impresionante, pero debió de ser una gran desilusión para él, porque después de todos esos cálculos difíciles, viene a decir que el material no tiene un campo magnético propio en ausencia de uno externo. Lo que es peor, esto es cierto para cualquier temperatura y en todos los casos. De modo que el modelo no predice el cambio de fase ni las propiedades magnéticas espontáneas del material supuestamente ferromagnético.

Enseguida se sospechó que la principal razón para este resultado negativo era la simplicidad del modelo. En efecto, se alzó un dedo acusador contra la cantidad de dimensiones de la red. En esencia, una sola de ellas no era bastante para conducir a resultados realistas. Resultaba evidente que el siguiente paso debía ser repetir el proceso para una red bidimensional, pero esto era muy difícil. Los métodos de Ising eran inadecuados. Solo en 1944, después de varios avances que hicieron que los cálculos fuesen más sistemáticos y sencillos, pudo Lars Onsager resolver el problema en dos dimensiones. Fue un tour de force matemático, con una respuesta complicada pero explícita. Incluso así, tenía que asumir que no existía campo magnético externo.

La fórmula muestra que ahora hay un cambio de fase y lleva a un campo magnético interno distinto de cero por debajo de una temperatura crítica de 2kB – 1J/log(1 + √2), donde kB es la constante de Boltzmann de la termodinámica y J es la fuerza de las interacciones entre los espines. Para temperaturas cercanas al punto crítico, el calor específico tiende al infinito, al igual que el logaritmo de la correlación térmica, una característica de los cambios de fase. Contribuciones posteriores también derivaron varios exponentes críticos.

 

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¿Qué tiene que ver todo este lío de espines de electrones e imanes con los estanques de fusión en el hielo del mar Ártico? La fusión del hielo es un cambio de fase, pero no se trata de un imán y derretirse no consiste en un cambio de espín. ¿Cómo puede haber una relación útil?

Si las matemáticas permaneciesen ligadas a la interpretación física particular que las ha originado, la respuesta sería «no puede». Sin embargo, no es así. No siempre, por lo menos. Es justo aquí donde entra en juego el misterio de la irrazonable eficacia de las matemáticas y este es el motivo por el que las personas que defienden que la inspiración en la naturaleza explica la eficacia se olvidan del calificativo «irrazonable».

Simulación del desarrollo de estanques de fusión basada en el modelo de Ising.
Yi-Ping Ma

A menudo la primera indicación de que este tipo de portabilidad, en la que una noción matemática salta de un campo de aplicación a otro en apariencia sin relación, es, posiblemente, una inesperada apariencia familiar en una fórmula, un gráfico, un número o una imagen. Es común que este tipo de similitudes resulten no ser más que un juego de imágenes, un accidente o una coincidencia, llena de ruido y furia, que nada significa. Después de todo, la cantidad de gráficos o formas es limitada.

No obstante, a veces y solo a veces, constituye de verdad un indicio de una relación más profunda.

Y así es como se inició la investigación a la que llega por fin este capítulo. Hace cerca de diez años, un matemático llamado Kenneth Golden miraba unas fotografías de hielo marino en el Ártico y se dio cuenta de que tenían un parecido increíble con imágenes de campos de espín de electrones cerca del cambio de fase en el punto de Curie. Se preguntó si el modelo de Ising podría aprovecharse para arrojar luz sobre la manera en que se forman y extienden los estanques de fusión. En el caso del polo los cálculos se aplican a una escala mucho mayor y se sustituye la configuración arriba/abajo de un electrón minúsculo por el estado congelado/derretido de una región superficial del hielo marino de cerca de un metro cuadrado.

Pasó bastante tiempo hasta que esta idea dio frutos en la forma de matemáticas serias, pero cuando lo hizo, llevó a Golden, que trabajaba junto con el científico atmosférico Court Strong, a una descripción novedosa de los efectos del cambio climático sobre el hielo marino. Mostró algunas simulaciones del modelo de Ising a un colega especialista en analizar imágenes de estanques de fusión y este pensó que se trataba de fotografías reales. Un análisis más detallado de las características estadísticas de las figuras (tales como la relación entre las áreas de los estanques y sus perímetros, una medición de lo irregulares que son sus bordes) demostró que los números se correspondían de manera muy estrecha.

La geometría de los estanques de fusión es crucial en la investigación del clima porque influye sobre procesos importantes del hielo marino y de las capas superiores del océano. Estos incluyen la manera en que cambia el albedo de la superficie congelada (la cantidad de luz y calor radiante que refleja) conforme esta se derrite, cómo se fragmentan los témpanos y cómo cambia su tamaño. A su vez, esto afecta a los patrones de luz y sombra bajo el hielo, a la fotosíntesis de las algas y a la ecología de los microbios.

Cualquier modelo aceptable debe estar de acuerdo con dos conjuntos principales de observaciones. En 1998, la expedición SHEBA midió los tamaños de los estanques de fusión mediante fotografías tomadas desde helicópteros. La distribución de probabilidad observada de la superficie de las zonas derretidas es una ley potencial: la probabilidad de encontrar un estanque de área A es aproximadamente proporcional a Ak, donde la constante k está cerca de – 1,5 para tamaños entre 10 y 100 metros cuadrados. Este tipo de distribución es indicativa a menudo de una geometría de fractales. Estos mismos datos, junto con las observaciones de la expedición ártica Healey-Oden, HOTRAX, de 2005, revelan un cambio de fase en la geometría fractal de los estanques de fusión conforme crecen y se combinan, al evolucionar desde formas simples a regiones autosimilares cuyos bordes se comportan como funciones que recubren el espacio. La dimensión fractal de las curvas de las orillas (la relación entre el área y el perímetro) pasa de 1 a cerca de 2 en una superficie crítica de unos 100 metros cuadrados. Esto afecta a la manera en que cambian las anchuras y las profundidades de los estanques, lo que a su vez tiene un efecto sobre la dimensión de la interfaz agua-hielo a través de la que se expanden las zonas derretidas y, en última instancia, sobre la velocidad a la que se funden.

El valor observado del exponente k es – 1,58 ± 0,03, acorde con la estimación de SHEBA de – 1,5. El cambio en la dimensión fractal constatado por HOTRAX puede calcularse de forma teórica mediante un modelo de percolación y el tamaño más grande, de cerca de 2, resulta ser 91/48 = 1,896 en esta representación. La simulación numérica del modelo de Ising arroja una dimensión fractal muy próxima a este valor.4

Una característica interesante de este trabajo es que se manejan escalas de longitud muy pequeñas, de unos pocos metros. La mayor parte de los modelos del clima tienen escalas de varios kilómetros, por lo que este tipo de análisis supone un desarrollo radical y novedoso. Todavía está en pañales y hace falta desarrollar el modelo para incorporar más física del hielo fundente, la absorción y la radiación de la luz solar e incluso el viento. Pero ya sugiere formas nuevas de comparar las observaciones con las formulaciones matemáticas y es un primer paso para explicar por qué los estanques de fusión dibujan unas formas fractales tan intrincadas. También es el primer modelo matemático de la física básica de los estanques de fusión.

El informe de The Guardian citado al inicio de este capítulo pintaba un panorama desolador. La reciente aceleración de la pérdida de hielo ártico, constatada a partir de las observaciones, no de modelos matemáticos, implica que la subida del nivel del mar para 2100 será de dos tercios de metro (unos 66 centímetros). Esto son siete centímetros más que la predicción anterior del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, IPCC, por sus siglas en inglés. Unos 400 millones de personas estarán en riesgo de sufrir inundaciones cada año, un 10 % más que los 360 millones que el IPCC había previsto antes. La subida del nivel del mar también hace que las marejadas ciclónicas sean más graves, lo que causará más daños en las zonas costeras. En la década de 1990, Groenlandia perdía 33.000 millones de toneladas métricas de hielo anuales. A lo largo de los últimos diez años, esta tasa se ha elevado hasta los 254.000 millones de toneladas anuales. Desde 1992, se han perdido 3,8 billones de toneladas de hielo. Cerca de la mitad de esta pérdida está causada por glaciares que se mueven con mayor rapidez y que se rompen cuando alcanzan el océano. La otra mitad se debe al derretimiento, que ocurre sobre todo en la superficie. De modo que la física de los estanques de fusión tiene ahora una importancia vital para todo el mundo.

Si la metáfora de Ising se pudiera hacer más precisa, entonces todas las ideas potentes sobre su modelo, adquiridas mediante los esfuerzos denodados de generaciones de físicos matemáticos, podrían aplicarse a los estanques de fusión. En particular, la conexión con la geometría de fractales hace posible que haya ideas nuevas acerca de la compleja geometría de los estanques. Sobre todo, la historia de Ising, del hierro y del deshielo del Ártico es un ejemplo estupendo de la irrazonable eficacia de las matemáticas. ¿Quién podría haberse imaginado, hace un siglo, que el modelo de Lenz del cambio de fase ferromagnético tendría algo que ver con el cambio climático y con la desaparición en curso de los casquetes polares?