En tiempos de Luis XV, para burlarse de los economistas1 y de sus complicados razonamientos, se referían a la «secta». La palabra es extraordinariamente justa: se trata, desde el principio, de una secta que repite un discurso hermético y confuso. Se la respeta porque no se la entiende. La secta reverencia las palabras abstrusas, la abstracción y las cifras. Se aceptan sus contradicciones.
Nuestra época está saturada de economía, más que ninguna otra. Y aunque huye del silencio, drogada con la música de los supermercados y los ruidos de los coches que giran sobre sí mismos, tampoco sabe arreglárselas sin los rebrotes del crecimiento, el desempleo, la competitividad y la globalización. Al canto gregoriano de la Bolsa, que sube y que baja, responde el coro de los expertos: empleo, crisis, crecimiento, empleo. Dismal science, decía el isleño Carlyle.2 Ciencia lúgubre. Diabólica y siniestra, la economía es la ceniza con que nuestra época cubre su triste rostro.
¿Quién se acordará de la economía y de sus sacerdotes, los economistas?
Dentro de unos decenios, de un siglo, antes quizá, parecerá inverosímil que una civilización haya podido conceder tanta importancia a una disciplina no sólo vacía, sino también absolutamente aburrida, así como a sus celadores, expertos y periodistas, graficómanos, pregoneros, barones y polemistas del pro y del contra (aunque lo contrario sea muy posible). El economista es el que siempre es capaz de justificar ex post por qué se ha equivocado por enésima vez.
Disciplina que de ciencia sólo tuvo el nombre y de racionalidad sólo sus contradicciones, la economía acabará revelándose como una increíble charlatanería ideológica que fue también la moral de una época. ¿No entendemos nada de ella? Tranquilicémonos: no hay nada que entender, como tampoco había que ver ropajes suntuosos cubriendo el cuerpo desnudo del rey. Que un premio internacional, bautizado «Nobel» por quienes usurpan su nombre –banqueros autopromovidos que dotan el premio homónimo–, fuera concedido en nombre de chismorreos adornados con ecuaciones a buscadores de quimeras,3 parecerá algún día tan extraño, o al menos tan similar, como poner en un libro traducido a doscientos idiomas una faja que diga que el autor tiene el récord de mayor abridor de botellas de cerveza con los dientes. Y los libros de economía no merecerán ya ni siquiera la crítica roedora de los ratones.
Pero nadie ha olvidado a los casuistas. Si Pascal no hubiera escrito Las Provinciales, ese texto tan alegre como violento, ¿quién se acordaría de los casuistas? Lejos de nosotros la intención de comparar a los razonadores jesuitas con los economistas –¡San Ignacio de Loyola ni siquiera se parece a Walras!–, pero sin la obra de Houellebecq nadie se acordará ya de la economía ni de esos extraños casuistas que habrán sido los economistas.
Para Houellebecq economista hay dos razones y un origen.
La razón menor: como Pascal a propósito de otra casta dañina y respondona, Houellebecq saca a los economistas de la nada y les regala el tiempo que dure su obra. Él cree en su duración. Y no se equivoca. Su fama rescatará la ideología de la competencia como la de Homero rescata todavía los clamores del combate bajo las puertas Esceas de Troya. Recuerda a Marx, a Malthus, a Schumpeter, a Smith, a Marshall, a Keynes y a otros. Habla de competencia, de destrucción creadora, de productividad, de trabajo parasitario y de trabajo útil, de dinero, de muchas otras cosas, y habla de todo esto mejor que los economistas, porque es escritor.
Todos los escritores dignos de este nombre harán mejor psicología que Freud, que sabía escribir, y mejor sociología que el querido Bourdieu, que no sabía. No hablemos de filosofía: ningún filósofo puede pretender alcanzar ni la centésima parte de verdad que hay en una gran novela; además, ningún filósofo honrado se entretendría diciendo lo contrario. Véanse, entre un millar de ejemplos, las pamplinas del aparatoso Deleuze a propósito de Kafka. D’Artagnan, guindilla de tres al cuarto, vivirá tanto como Los tres mosqueteros, el Gran Inquisidor tanto como Los hermanos Karamázov, y Joseph Alois Schumpeter, pedestre ministro de Economía y vago teórico de la innovación, tanto como El mapa y el territorio.
La razón mayor es más noble. Siempre buscaremos en los escritores, y en particular en los novelistas, un fragmento de la verdad de este mundo al que somos arrojados y que nos angustia. Ellos saben hablar de la muerte, del amor y la desdicha; más raramente, de la infelicidad, que los economistas quieren cuantificar con el PIB y los altereconomistas sugieren altercuantificar.4
Lo que los economistas y los psicosociólogos abstrusos se esfuerzan en vano por extraer de nuestra vida para restituírnoslo con cantidades industriales de teorías y cifras, haciéndonos masticar en debates radiofónicos o televisivos algo que recuerda el serrín mezclado con ceniza, Houellebecq nos lo ofrece bajo la exquisita forma de novelas o poemas. Cada obra suya filtra y purifica toneladas de papel amontonadas en millares de bibliotecas «eruditas».
No conozco nada de Michel Houellebecq, solamente sus libros. Pero he oído decir que sabía un poco de informática, lógica y ciencias naturales. Sus obras abundan en referencias académicas. Informático como es, no le es indiferente un algoritmo al que por definición se asocia el concepto de optimalidad (eficacia o eficiencia), caro a los economistas; era normal que sintonizara con el hiperracionalismo de la economía y su forma binaria útil para la omnipresente ley de la oferta y la demanda de ver las cosas («¿Sube el precio? Quiero menos. ¿Baja? ¡Quiero más!»).
Para entender la vida, los economistas no dejan de eliminar lo que contiene: la sal, el amor, el deseo, la violencia, el miedo, el terror, en nombre de la racionalidad de las conductas. Acosan, para destruirla, esa «emoción que suprime la cadena causal».5
Han construido una economía del crimen en la que los bandidos racionalizan su comportamiento criminal y sus previsiones de riesgos en función de sanciones probables y de botines futuros. Han inventado una optimización del número de hijos para que las familias oscilen entre pocos hijos de buena calidad y muchos de mala. (Rigurosamente cierto: incluso se concedió ese premio llamado Nobel al idiota que parió la ocurrencia, Gary Becker.)
Ni siquiera se dejó en paz a la Muerte cuando otro premio Nobel, Gérard Debreu, explicó que el gran reto de las sociedades era la prolongación de la vida de los muy ancianos: ¿había que desenchufarlos ya, para que la Seguridad Social ahorrase dinero, o había que mantenerlos a toda costa en la periferia del otro barrio para crear empleos de cambiadores de pañales sucios? Son cosas que hay que meditar bien...
Un tercero, y pronto premio Nobel (Larry Summers), sugirió, partiendo del mismo esquema, que era mejor verter los productos contaminantes del Norte en los países del Sur, sobre todo de África, y que eliminaran a sus habitantes –básicamente negros y muy poco productivos–, que conservarlos arriba para que eliminaran a los lugareños –básicamente blancos y mucho más productivos–. La humanidad ganaría mucho desde el punto de vista de la renta mundial.
Podríamos multiplicar los ejemplos. Algunos economistas consideran que la existencia de un mercado de esclavos en el Sur de Estados Unidos permitió, por razones de conservación del valor, economizar mucha más carne humana que los campos de concentración. Hay cierto humor negro en la economía: enterarse, durante el discurso de fin de año del presidente de la República, y a propósito de la «inversión de la curva de desempleo», de que los trescientos multimillonarios más ricos del mundo se han embolsado 530.000 millones de dólares más en un año es francamente satisfactorio. La economía se engalana con el humor cínico. A Michel Houellebecq, como a Céline, no le falta sentido del humor; en cambio, a diferencia de Céline, no es un cínico.
No cabe duda de que el leve perfume económico que emana la obra de Houellebecq tiene mucho del color «gris» que se ha atribuido a su humor.6
El hombre sufre desde los tiempos de Adán. Todos esos razonamientos socio-psico-filosóficos, y ahora económicos, que zumban alrededor de la humanidad sufriente como moscas alrededor del futuro cadáver, tenían que llamar la atención de un gran escritor. Nadie hablará del hombre ante la muerte como Tolstói en La muerte de Iván Ílich, ni del amor como Madame de La Fayette en La princesa de Clèves, del odio como Céline o del horror melancólico del tiempo que pasa como Proust y Houellebecq: «Prefieres no vivir, pero igualmente envejeces / y nada cambia en nada, no el verano ni las cosas»,7 dirá Michel al querido Marcel. Pero, que yo sepa, ningún escritor ha llegado a comprender como él la enfermedad económica que gangrena nuestra época.8
Es verdad que ya estaban ahí Las ilusiones perdidas, o El dinero, o La jauría, o Bel-Ami, incluso El primer hombre (que empieza con un asesinato «monetario»), y podría decirse que todas las grandes novelas. Desde que hablamos de ambición, de crueldad, de egoísmo, de pasión, dinero y guita, el éxito o el fracaso se mezclan con delitos y arrullos. Pero nadie ha captado en ellos esa pequeña música, ese fondo sonoro de supermercado que, con sus notas cargantes e insulsas, contamina nuestra existencia, esos acúfenos del pensamiento cuantificador –gestión, administración, inversión, jubilación, seguro, crecimiento, empleo, PIB, competencia, publicidad, competitividad, comercio, exportaciones...– que caen gota a gota sobre nuestra cabeza y roen nuestro cerebro hasta el extremo de volvernos locos. Porque nuestra época está loca, por su pretensión de enmascarar lo que ha torturado y torturará a las personas hasta que la humanidad desaparezca (hipótesis houellebecquiana): el amor y la muerte.
¡Que nadie se llame a engaño con nuestro título! Hacer de Houellebecq un economista sería tan vergonzoso como comparar a Balzac con un psicólogo conductista.
Tampoco quisiera alejarme, a mi pesar, por culpa de un pegajoso etiquetaje de la lectura del más grande escritor francés de estos tiempos, del cuadro técnico, ese pobre cuadro técnico que es el héroe houellebecquiano por excelencia, si por casualidad consintiera en levantar la vista de las hojas de cálculo de Excel, consultadas incluso en el lecho conyugal mientras la señora sueña con su amante... Tampoco quiero que se crea que vamos a perder el tiempo entendiendo la economía con él.
En principio, repito, no hay aquí nada, nada, absolutamente nada que entender: una novela o un poema son la antieconomía misma. No se trata de esto. Del mismo modo que al leer a Kafka entendemos que nuestro mundo es una cárcel, y al leer a Orwell que la comida que se da en ella es la mentira, al leer este aspecto económico de Michel Houellebecq que voy a exponer, el lector sabrá –aunque ¿acaso no lo sabe en el fondo?– que la materia pegajosa que frena sus pasos, lo debilita, le impide desplazarse y lo vuelve tan triste y tan tristemente lamentable es de naturaleza económica. Rimbaud habló al comienzo de un poema de los horrores económicos9 y Viviane Forrester hizo con ello un hermoso libro odiado por los intelectuales (¡buena señal!). Y el lector saboreará en lo sucesivo a Michel Houellebecq sabiendo –ah, pero decididamente lo sabía ya– que lo vacuna contra la economía.
Sus libros curan de la salud pública. Una cosa es ver que nuestra época está cuadriculada por la siniestra ciencia y la estadística, que etimológicamente se sitúa en el eje de la razón de Estado y de su voluntad de normalizar el mundo según la «Ley Normal»;10 otra muy distinta, y mucho más oxigenadora, es abordar a continuación las dos razones de vivir o sobrevivir houellebecquianas, la bondad y el amor.
Nietzsche creyó que la ciencia echaría a perder la filosofía. Falso. Lo que pasó es que fue reemplazada por las pseudociencias, en cabeza de las cuales estaba la economía, cuyo hiperbolismo matemático oculta su nada conceptual. La matemática es, con su jerga, la artimaña mimética que encubre el cáncer económico en el cuerpo social.
Que la sociedad –habría que decir más bien la humanidad– muera de economía es, por una vez, totalmente previsible. Es la previsión de Michel Houellebecq.
Desenmascarar al asesino es bueno.
Es hora de confesar que en el origen de este libro hay una revelación: El mapa y el territorio. Una gran novela de amor, como todas las novelas de Houellebecq, pero también un fino análisis del trabajo, del arte, la creación, el valor, el progreso, la industria y la «destrucción creadora», tan grata al gran economista Joseph Schumpeter; en resumen, todo lo que entusiasma a un especialista en economía espacial e industrial cuando sabe leer.
Partiendo de este descubrimiento, bastaba conjugar sus otras novelas importantes: Ampliación del campo de batalla hablaba del liberalismo y de la competencia, Las partículas elementales del reinado del individualismo absoluto y del consumismo, Plataforma de lo útil y lo inútil y de la oferta y la demanda de sexualidad, La posibilidad de una isla de la sociedad poscapitalista que ha realizado la fantasía de los «kids definitivos» que son los consumidores, la vida eterna. Y cada novela reanudaba la cantinela de las anteriores: la competencia perversa, la servidumbre voluntaria, el miedo, el deseo, el progreso, la soledad, la obsolescencia, etc., etc. Y no solamente la reanudaba, sino que remitía nominalmente a grandes economistas: Schumpeter, Keynes, Marshall, Marx, Malthus, o a grandes pensadores: Fourier, Proudhon, Orwell, William Morris.
El programa marchaba por sí solo: 1) reinado de los individuos, 2) la empresa, 3) los consumidores insaciables, 4) el arte y el trabajo, y finalmente 5) el verdadero fin de la historia y de la especie, en otras palabras el más allá del capitalismo. Un paseo por los poemas y los ensayos, para reencontrar sin sorpresas estos cinco temas capitales, y el circuito se cerraba.
Empezar por los individuos y terminar con la muerte de la especie es bastante lógico; pero ver cómo Houellebecq utiliza y destruye el pensamiento económico no deja de sorprender.