Ampliación del campo de batalla dio a conocer a Michel Houellebecq. Es mucho más que una novela empresarial: es el lamento contra el liberalismo. El lamento chirría, el lamento es postizo como el lenguaje de los administradores y dirigentes que quisieran desarrollar una «cultura de empresa».
La empresa es un ecosistema. En él anida un personaje esencial, el ejecutivo. La empresa en que trabaja el protagonista de Ampliación, un informático, ha desarrollado pues una cultura de empresa. Esto no es exactamente un oxímoron, sino una expresión bastante desorientadora y un poco vulgar, desagradable, casi indecente, un poco como «cultura publicitaria». Frédéric Beigbeder, uno de los personajes fugitivos de El mapa y el territorio, que ha «pasado» de la comunicación a la literatura, dice riéndose que la publicidad no es más que una técnica destinada «a hacer comprar a los que no tienen medios aquello que no necesitan». Es «publicidad repugnante», repetitiva, inevitable y chabacana, tan repelente como la gestión de recursos humanos, con el abeto de Navidad, las felicitaciones de los directivos y las primas, y toda esa dirección que quisiera envolverse en esa famosa cultura de oficina.
Adherirse a la cultura de la propia empresa es bastante deprimente, según todas las personas sanas, o malsanas, según se mire. Los ejecutivos se adhieren. Observemos sus rubicundas caras, falsamente alegres, encima de las camisas de rayas con cuello blanco durante los cócteles de despedida o los cumpleaños...
La empresa es el reino del vasallaje voluntario. El ejecutivo no tiene el poder. Está condenado a servir a su amo para mantener un nivel salarial destinado a satisfacer su única motivación: el consumo.
Unos ejecutivos consumían. No tienen otra función.35
Perro fiel, periódicamente es humillado y obligado a competir con los demás ejecutivos. Sufre de esta rivalidad mimética. Siempre en estado de alerta y obligado a compararse con sus congéneres, a espiarlos, a tratar de ganarles por la mano. Al ver la lucha de los ejecutivos se piensa en esos tarros llenos de caracoles que no hacen más que subirse unos encima de otros. Los ejecutivos, siempre con sus menesteres, en el doble sentido de quehaceres y necesidades.
¡Ah, la necesidad! ¡Una de las palabras clave de la economía!
Las necesidades son infinitas, los recursos escasos... De aquí los premios, etc. «Sin embargo, los engranajes de la necesidad vuelven a ponerse en marcha.»36 El ejecutivo trabaja para no acabar de satisfacer nunca sus necesidades. Podrá ganar más dinero, pero no sacia nunca su sed de baratijas, y sobre todo nunca controla nada, ni él ni los demás.
En El mapa y el territorio, el rostro de los ejecutivos pintados en el cuadro que representa la conferencia de redacción animada por Jean-Pierre Pernaut refleja una especie de «odio servil», templado por un poco de admiración. Es imposible no envidiar, incluso admirar, a ese jefe que nos hace sufrir... Pero en su mismo nivel, Jean-Pierre Pernaut es un ejecutivo. Y el propio Patrick Le Lay, borracho y bufón, otro personaje fugaz de la novela, no es sino un superejecutivo sometido a los auténticos jefes de la empresa, que acaban de comprar la cadena de la que él creía ser el dueño y salen de esta velada de borrachos con la suficiencia de los verdaderos patronos, mirándolo de arriba abajo.
Cuando entramos en la empresa, entramos en el campo de batalla del que no saldremos nunca. Es un rito de paso, un rito de iniciación. Dejamos de ser niños. O quizá seamos, como dice el poeta, semejantes a «un niño sin derecho a seguir llorando».37 La mano de hierro del mercado encierra y aprieta nuestra manecita para siempre. En adelante habrá que pelear para sobrevivir, víctima o tiburón entre tiburones.
Esta batalla, esta competencia que nos obliga a correr todos juntos,38 pobres borregos, refleja una versión simple de la ley de la selva, según la cual los más fuertes se comen a los débiles para mejorar la especie. Este darwinismo social, este liberalismo a lo Spencer (que interpretó al revés a Darwin, que hacía hincapié en las facultades de cooperación de la especie humana, en el origen del dominio de ésta sobre las demás especies) quiere que los asalariados buenos venzan a los malos, del mismo modo que las empresas buenas se comen a las malas.
Al final de este banquete caníbal, al final de la competencia, se llega a un equilibrio.
Un teórico del equilibrio fue el francés Léon Walras.39 El equilibrio es un estado mítico, intemporal, en el que todas las ofertas equilibran todas las demandas y en el que todo el mundo, empresa y consumidores, queda satisfecho, cosa que no ocurre nunca. Pues el principio vital del capitalismo es, por el contrario, la insatisfacción permanente.
En el límite, el equilibrio de Walras podría recordar al de Darwin en lo referente a las especies animales: un equilibrio perenne, natural, que apenas se modifica con el paso de los siglos o de los milenios.40 El equilibrio de los seres humanos y las empresas que emplean a seres humanos es muy precario, siempre provisional y continuamente cuestionado por los jefes.
Los ejecutivos (no hablamos de los proletarios, que no cuentan y apenas hay lugar para ellos: son brutales y detestables)41 están pues en todo momento en el filo de la navaja y su sufrimiento es inmenso. Algunos se han dado muerte en France Télécom, mientras el patrón, bromista él, habla de una «moda de suicidios».
Al sacar a relucir la «destrucción creadora», Houellebecq cita, evidentemente, al inventor de esta idea, Joseph Schumpeter.42
El mercado desmenuza, remueve y mezcla sin cesar: personas, dinero, mercancías. Schumpeter estimaba que el capitalismo acabaría por agotarse en este juego de destrucción creadora, por debilitarse en una socialdemocracia triste; Houellebecq piensa más bien que el resultado será el Apocalipsis, coincidiendo aquí con Malthus.
La destrucción creadora trae el reinado del terror entre los ejecutivos y los asalariados en general.
Influye en su trabajo (cuestionamiento continuo de sus funciones, duda hipócrita e incesante sobre la utilidad de sus tareas, incitación a la competencia de los subalternos) y en su consumo, el de ellos, que no tienen más objetivo que consumir. La caducidad programada de las mercancías –su retirada continua y creciente que es objeto de una magnífica escena de El mapa y el territorio–43 es un medio de perpetuar la incertidumbre en la que se sumerge esta pobre gente. La sociedad les concede un pequeño excedente en relación con la estricta satisfacción de sus necesidades alimenticias: pueden, pues, «intentar vivir». Intentar vivir...
Es el concepto del «mínimo vital social» elaborado por Malthus y recogido casi íntegramente por Marx en su teoría de la plusvalía. Hay que dar al asalariado un poco más de lo que le permite vivir, a fin de que pueda perpetuarse y fabricar otros pequeños asalariados. Etimológicamente, el proletario es el que no tiene más caudal que su progenie. Una amplia progenie está en condiciones de constituir un vasto ejército de mano de obra en reserva, capaz de hacer presión sobre los salarios. Una reserva razonable de desempleo tampoco está mal.
El kilo de pan era el elemento básico del mínimo vital del asalariado en los tiempos de los directores de acerías y altos hornos. Hoy es evidente que el smartphone, la conexión a Internet y el litro de gasoil han reemplazado al kilo de pan. Pero el concepto sigue siendo el mismo: el ejecutivo no puede sobrevivir sin utilizar continuamente el ordenador. Mínimo vital social quiere decir que se nos mantiene con la cabeza fuera del agua el tiempo necesario para consumir los objetos que hemos construido nosotros mismos, y que, fuera de ese tiempo de consumo, no podemos vivir.
Una vida tal sería inadmisible si no existiera el señuelo de la novedad. Por eso es necesario innovar. Es empresario, escribía Schumpeter, el individuo capaz de innovar.
Pero no nos equivoquemos: cuando hablamos de innovación hablamos más que nada de hacer que a los ojos del público pasen de moda objetos a los que dicho público haría mal en habituarse y con los que adquiría cierta seguridad. Al mismo tiempo, las innovaciones demasiado importantes amenazan los ingresos de las grandes empresas, que las recuperan para explotar y asfixiar a sus promotores. Nadie cree tanto como los economistas en la «verdadera» competencia, en la competencia «libre y no viciada»: en El mapa y el territorio, Houellebecq recuerda el cinismo declarado por Bill Gates en su libro Camino al futuro,44 cuando el amo de Microsoft confiesa no haber inventado gran cosa, sino solamente haber sabido recuperar lo que las pequeñas empresas innovadoras crearon allanando el terreno, mientras él se contentaba con llegar en segundo lugar con la producción masiva, cuyos bajos costes permitieron matar a los inventores.
Pero la destrucción creadora, la esencia del capitalismo, oculta algo mucho más terrible bajo sus falsas novedades y su oropel: oculta el terror que el cambio continuo produce en la vida de los subalternos, al mismo tiempo que el control de hierro que les impone. La destrucción creadora es el látigo y el miedo.
A principios del presente siglo, la patronal francesa45 trató de vender una filosofía del riesgo y una distinción entre riesgofilia y riesgofobia. «El riesgo es nuestra materia prima», dijo Denis Kessler. Es, añadió, una especie de extensión del dominio de la incertidumbre, sólo que no está vinculado a la naturaleza (Dios, el destino), sino al comportamiento de las personas.
Quien dice riesgo, dice moral patronal del riesgo. El riesgo pasa a ser algo así como el núcleo de la conciencia social y política contemporánea. Es, subrayó el asegurador Kessler, el momento de un «renacimiento, de una nueva oportunidad para sacar a la filosofía política de su mortal degeneración». Ahora bien, en la sociedad, los hay que afrontan riesgos y los hay que no.
Nuestra cultura aplaude a los aventureros, a los cazadores, a los pioneros, a los inventores, etc., más que a los funcionarios. Y entre los aventureros, los cazadores, los inventores..., a los empresarios. La economía de Francia depende del humor de cinco mil empresarios. Enfrente de ellos, «los asalariados se aferran a su trabajo como lapas», decía el duque de Brissac, ex propietario de Schneider.
Es verdad. En el asalariado hay un aspecto siervo apegado a su gleba, por la fuerza o por miedo. Los amos son riesgófilos, los esclavos riesgófobos.
Los personajes de Houellebecq viven esta interiorización del miedo. El protagonista de Ampliación del campo de batalla suda de miedo. Bruno, el protagonista de Las partículas elementales, ha interiorizado el terror y los malos tratos sufridos cuando estaba en el internado. Jóvenes varones más fuertes lo humillaron, lo golpearon, mearon encima de él. Se formó en la sociedad capitalista. Todos los personajes positivos de las novelas son poetas en una sociedad de bestias. Ahora bien, el mercado (la competencia, le empresa) mantiene a los dos –y, por otra parte, a casi todos los demás– en un terror en buena medida vinculado a la incertidumbre que éste impone: incertidumbre por el trabajo (riesgo de desempleo) y por la recompensa del trabajo, el consumo (caducidad de objetos que volveremos a encontrar más lejos).
Hasta él, ningún novelista había percibido tan bien la esencia del capitalismo, basado en la incertidumbre y la angustia.
La incertidumbre y la angustia fueron las más eficaces alambradas de los campos de concentración. Bruno Bettelheim,46 superviviente de Dachau y de Buchenwald, se hace la siguiente pregunta: ¿cómo pudieron los guardianes, con tan pocos medios, mantener el orden de aquellos lugares superpoblados? ¿Por qué no hubo sublevaciones durante los desplazamientos, cuando una minúscula minoría de guardias movilizaba grandes masas?
La respuesta de Bettelheim es muy ilustrativa y es la misma que la de Houellebecq para la sociedad del dinero: los guardias no habían dejado de infantilizar a los prisioneros manteniéndolos continuamente en la incertidumbre, la improbabilidad, el riesgo, la indeterminación. Rompían todo nexo de causalidad que permitiera la acción. Semejantes a niños, los prisioneros vivían en el presente inmediato. Unas veces se recompensaba una acción, otras esa misma acción se castigaba. Observar y reaccionar era imposible para un prisionero y desde ese momento el instinto de conservación se hacía añicos despiadadamente. Saber únicamente lo que aquellos que mandan autorizan a saber es la condición del niño o la del esclavo.
Lo mismo en la fábrica, donde la contingencia destruye la personalidad de los individuos. En la espantosa sociedad del campo de concentración sólo sobreviven los que no llegan a ser mecanizados y los que consiguen conservar un poco de emoción. En la espantosa sociedad en que se mueven los personajes de Michel Houellebecq, no sobreviven más que los amables, los poetas, los soñadores, los débiles y en particular las mujeres, infinitamente más altruistas y amables que los hombres, con todos los que no reaccionan mecánicamente a los estímulos del dinero; en pocas palabras, los anti-homo-oeconomicus. Los demás, los «siervos voluntarios», los que «se lo creen» o hacen como que se lo creen, tratan de reconquistar el espacio o la fuerza, identificándose con quienes los tiranizan. Luchan por el espacio o por el tiempo.47
Los ejecutivos son lastimosos como los niños; al igual que ellos se manifiestan como pequeños crápulas viciosos, caprichosos, pedigüeños, gritones, y Houellebecq nos recuerda el carácter infantil de la sociedad de mercado, basada en la insaciabilidad.
Infantil es el deseo incesante y por siempre insatisfecho de los consumidores. Jamás nos sentiremos hartos de dinero. Infantil es su manera de comportarse cuando pasan cerca de los asalariados, delante de sus jefes. Infantiles sus vagabundeos en los supermercados, su precipitación durante las rebajas, su forma de toquetear sus juguetes.
La insaciabilidad del deseo, su reaparición incesante a pesar de las compras, a pesar de la acumulación de bienes, la incapacidad para satisfacerlo, y esta forma pueril de mendigar más y más objetos, es la esencia del capitalismo. Lo descubrió un gran economista: no Marx, que nunca contempló la idea de deseo o de necesidad en economía, sino John Maynard Keynes.48