El fundamento de la actividad empresarial es pues la eterna modificación de lo mismo: cambiar de gama, de modelo, de aspecto, modificar aspectos secundarios, mantener al consumidor en la ansiedad del cambio pero dándole más o menos lo mismo. Mantener a los consumidores en el deseo perpetuo. ¿Qué pueden hacer, sino desear y zampar, como los niños? Una «generación de kids definitivos».49
Este aspecto infantil, pueril, del capitalismo y de la sociedad de consumo (la imposibilidad de detenerse, de hartarse, de no pedir más) no ha sido señalado por ningún economista, salvo por el más grande: John Maynard Keynes.
¿Qué es el ahorro, la avaricia, la acumulación de lo que no está transformado, el dinero, sino un rechazo inútil del envejecimiento y de la muerte? ¿De qué tiene miedo el viejo Harpagón cuando abraza su cofre sino de perder unos granos de tiempo que acabará robándole la muerte? ¿Y por qué se inquietan las personas sino por no ver lo que les espera, la enfermedad y la muerte? La acumulación de dinero se alimenta de esta inquietud que, en economía, se llama productivismo.
La posibilidad de una isla (y en menor medida Plataforma) es la novela de esta lucha, de esta búsqueda de eternidad cuya expresión es el productivismo. Pues ¿qué significa buscar hasta el infinito los beneficios de la productividad sino luchar contra el tiempo, esperar eludir sus garras? Y el consumo continuo ¿no es la forma suprema de la diversión pascaliana? ¿Olvidar, comiendo y cambiando de objeto, que el tiempo pasa y la muerte se acerca?
Esta generación de críos definitivos consume los objetos que les son propios: juguetes. Tabletas, consolas, móviles. El mundo moderno es un mundo de juguetes.
Nuestro autor se siente fascinado por un lugar privilegiado del consumo moderno: el supermercado.
«Nada, en ninguna otra civilización ni en ninguna otra época, podía compararse con la perfección móvil de un centro comercial contemporáneo funcionando a toda máquina.»50 Jed, el protagonista de El mapa y el territorio, adora pasear por ellos. Lamenta no haber entablado una auténtica amistad con Michel Houellebecq (motivo: éste acaba de ser asesinado) que habría cuajado con las visitas al supermercado. Los dos amigos habrían deambulado por los pasillos, inspeccionado las cabeceras de los expositores, las nuevas puestas en escena, los trucos para atraer a los clientes, el amontonamiento infinito de objetos. «Habían reforzado aún más la oferta de pasta fresca italiana, decididamente nada parecía capaz de frenar el avance de la pasta fresca italiana.»51 Cuánto humor en este «decididamente»... Y siempre en la novela: «Algunas veces consideraba que disponer del hipermercado para él solo se aproximaba bastante a la felicidad.»52
El mundo como supermercado e irrisión: la lógica del supermercado es la del paseo enamorado delante de la abundancia, pero también de la explosión y dispersión del deseo, un deseo «chillón y alborotador». Polluelos amedrentados, los consumidores son empujados y maltratados por los rótulos publicitarios de los pasillos. Y los pasillos se convierten en los corredores de los corrales por los que se conduce a los animales que serán sacrificados después de ser marcados.
¿Quién marca? Las marcas, la publicidad.
Pues la publicidad es violenta. La publicidad de las marcas es el acúfeno de un mundo violento que nunca calla. La publicidad quiere suscitar, provocar, ser el deseo. Moviliza un superyó aterrador e inflexible, mucho más despiadado que ninguna ley o costumbre conocida, que se pega a la piel y repite sin cesar: «Debes desear. Debes ser deseable. Debes participar en la lucha, en la competencia, en la vida del mundo. Si te detienes, dejas de existir.» La publicidad es el aguijón que empuja a los bueyes o a los borregos, los obliga a moverse. Parpadea y cambia continuamente. Es la provisionalidad infinita, la negación de lo eterno, la destrucción creadora permanente, la renovación despiadada y jadeante. Con una crueldad inimaginable, transforma a las personas en fantoches obedientes, sin lugar, sin lazos, dentro de la vanidad y la superficialidad absolutas.
La publicidad es un imperativo categórico mucho más poderoso que el imperativo kantiano, que se basa en la libre voluntad y la razón práctica. Tiránica, cabalga sobre las emociones y exige. Tortura. Somete. Es la moral que sucede al cristianismo, un cristianismo que a través de San Pablo preparó sin duda el terreno, aislando al hombre ante su Dios. Pero el cristianismo se esforzó por conservar algunos momentos «colectivos», en la pareja, en la familia. El cristianismo permitía rechazar «la ideología liberal en nombre de la encíclica de León XIII sobre la misión social del Evangelio».53 El mercado se encarga de abolirlos y de pulverizarlos, aboliendo todo vínculo que no sea monetario.
La tipología de los compradores es bastante simple: está el devoto, que tiene una confianza absoluta en el vendedor, totalmente sobrepasado por el producto; está el técnico, interesado por ver la calidad o la novedad del producto; y por último está el nuevo consumidor –el más idiota–, que no consume para parecer, sino para «ser», que quiere lo auténtico, lo duradero, incluso lo ético y lo solidario.
El turista es un nuevo consumidor típico, totalmente manipulado por sinvergüenzas como los autores de la Guía del Trotamundos: no le interesan más que los lugares o los bienes no turísticos, consumidos, naturalmente, por los turistas como él.
Valérie y Michel, protagonistas de Plataforma, proponen a todos estos compradores un nuevo modelo de club erótico de vacaciones. Sabedor de que el turismo de masas es la primera mercancía que se importa y exporta en el mundo, trata de posicionarse en nuevos sectores del mercado. Y entre estos nuevos sectores, el sexo, en cuya comercialización, y según la vieja ley de la oferta y la demanda, los pobres pondrán la carne y los ricos el dinero.
El consumo masivo de sexo, correlativo a la liberación sexual y al acceso de las clases medias al consumo de bienes de medio lujo (desde campamentos eróticos en el sur de Francia hasta hoteles baratos de Tailandia o de Malasia), ha sido posible gracias al aumento de la capacidad adquisitiva. Houellebecq asocia a esto el momento feliz de las Treinta Gloriosas,* pero también al sistema redistributivo del Estado del bienestar, que permite «estabilizar la demanda de masas» y mantener a cierta cantidad de parásitos, «inútiles, incompetentes y perjudiciales»,54 entre ellos él mismo, que, en Plataforma, trabaja más o menos en el Ministerio de Cultura, promoviendo espectáculos modernos y flojos.
¿Por qué esta redistribución? ¿Por qué la socialdemocracia? Para dejar respirar a los productores-consumidores.
La cultura –típica actividad estéril tolerada por el capitalismo porque depende, como el espectáculo, del consumo de masas– desempeña un papel importante, casi salvador: evita la asfixia. La asfixia en el trabajo y en el consumo. Como en la tortura de la bañera llena de agua, permite, de vez en cuando, sacar la cabeza del hervidero liberal y respirar un poco. En el mundo inverso del espectáculo, el trabajo de todos los parásitos (los empleados en comunicación, por ejemplo) se presenta como útil, aunque es totalmente parasitario.
Valérie, la protagonista de Plataforma, alta ejecutiva de comunicación, lo sabe. Está metida en una espiral infernal y para salir ha de correr un riesgo..., el amor, evidentemente. La terrible cadena del mercado se rompe, una vez más, en esta novela, por el eslabón del amor. ¿Se arriesgará a amar? La muchacha confiesa a Michel que no puede dejar de pedir un aumento de sueldo correspondiente al incremento de su trabajo y sus responsabilidades: «Estoy atrapada en un sistema que ya no me aporta gran cosa y que a fin de cuentas es inútil, lo sé; pero no veo la manera de escapar. Por una vez tendría que tomarme tiempo para reflexionar; pero no sé cuándo podré disponer de ese tiempo.»55
Reflexionar quiere decir aceptar el amor que siente por Michel, vivir con éste... No se atreverá. Es demasiado tarde. Está contaminada. Es una «ejecutiva».
¿Se puede aflojar la tenaza del trabajo y el consumo?
Robert, el pagano de Plataforma, catedrático de matemáticas ya jubilado, persigue a las chicas de paraíso erótico en paraíso erótico, consume sin parar y consume incluso sexo de tarifa fija. Es cínico, cree que ha «comprendido», aunque lo que hace es siniestro y vano, tan vano como ingerir pizzas hasta reventar, y no es sino el avance despreciable y despavorido de un vencido hacia la muerte.
Robert consume sexo y no encuentra nunca el amor de una mujer, lo más maravilloso que pueda existir para un hombre, comparable a la revelación de la fe: «¿Con qué se puede comparar a Dios? En primer lugar con el coño de las mujeres, es evidente.»56 Esta comparación, sincera, aparece con frecuencia en Houellebecq. ¿Hay algo más misterioso, infinito y eterno que el sexo de una mujer? Este misterio no se compra: no puede alcanzarse más que al precio del amor.
Por desgracia, o más bien por suerte, el amor no se consume. El amor inocentísimo y purísimo de los protagonistas houellebecquianos es una plenitud, una realización. Solamente él permite olvidar el consumo, único horizonte posible propuesto por nuestra horrenda sociedad y susceptible de convertirse en tortura.
En El mapa y el territorio, Houellebecq, visitado por el retratista Jed Martin, se deshace en lágrimas al pensar en «tres productos perfectos». Estos tres productos son: «los zapatos Paraboot Marche, el combinado ordenador portátil-impresora Canon Libris y la parka Camel Legend».57 Pero la caducidad determinada por el personal de marketing prohíbe a Houellebecq comprar estos tres objetos a intervalos regulares.
«Mientras que las especies animales más insignificantes tardan miles, a veces millones de años en desaparecer, los productos manufacturados son desterrados de la superficie del planeta en unos días.»58 Y todo esto en razón del «diktat irresponsable y fascista de los responsables de las líneas de producción». Esos sujetos «pretenden captar una espera de novedades [en el consumidor] y lo único que hacen en realidad es transformar su vida en una búsqueda agotadora y desesperada, un vagabundeo sin fin entre lineales eternamente modificados».59
Este mundo es agotador y desesperante. En el centro del capitalismo y de la sociedad de mercado está prohibido plantarse, descansar, quedarse en un mismo sitio, contentarse con lo que se tiene, acostumbrarse a los objetos, a las marcas, al propio trabajo. Es todavía la destrucción creadora de Schumpeter, pero vista desde la perspectiva del consumo, generador de tristeza y medio de coerción feroz. Manteniendo a los individuos en la incertidumbre perpetua, obligándolos a moverse, a cambiar de costumbres, el consumo los hace añicos.
La técnica de dominio propia de los campos de concentración reaparece aquí bajo la forma de suplicio de Tántalo: lo que tienes no lo tienes ya y lo que tendrás lo perderás. Debes alargar las manos hacia otra cosa, que se alejará a medida que tus manos se le acerquen.
La movilidad, el «movilizacionismo», la revolución comercial sistemática y cada vez más rápida –los saldos, los descuentos, las rebajas, la excitación ante el cambioson una forma de mantener en el terror. Existe un terrorismo de la caducidad. Sí, son sinceras las lágrimas de Houellebecq cuando evoca los objetos a los que estaba acostumbrado y que ahora le prohíben poseer. Como si a una niña se le prohibiera mimar a su muñeca.
Es verdad que el consumo tiene también buenos aspectos: en La posibilidad de una isla o en El mapa y el territorio se elogian los grandes y silenciosos coches alemanes. La técnica inspira respeto. No hay que desdeñar su comodidad, sobre todo porque nos aleja de lo espantoso: la naturaleza, la de los bosques y el mar.
Pero ¿qué es la naturaleza? En un mundo totalmente colonizado por el hombre, ¿no es el supermercado la morada natural de la especie?