Los economistas siempre han querido aplicar leyes naturales a los comportamientos humanos.
Así, encontramos la struggle for life (lucha por la vida) en la competencia de las empresas por los mercados y de los individuos por los ascensos, incluso de los hombres por las mujeres. Así, los fuertes se comen a los débiles para la mejora... ¿de qué? ¿De la especie? ¿De su dieta? «¿Estamos condenados a ser los más gordos?», se preguntaba tristemente Bush padre.
Pero, en el fondo, ¿no es natural que los fuertes se impongan sobre los débiles?
Los economistas han llenado las bibliotecas con estas consideraciones vagamente evolucionistas y raciales, empezando por los primeros, Ricardo,87 Say88 y sobre todo Malthus,89 que aquí será el referente de Michel Houellebecq.
Malthus, pastor de los barrios obreros de Londres en tiempos de la Revolución Industrial (publicó su Ensayo sobre el principio de la población en 1798), fue también un triste testigo de los horrores en que vivía la población trabajadora. No sintió el menor deseo de intervenir. No era necesario ayudar a los pobres.
Las leyes para los pobres crean a los pobres a los que amparan. Del mismo modo que el subsidio de desempleo crea al desempleado y las prestaciones para indigentes crean indigentes. Toda ayuda que se destine a los pobres multiplicará la pobreza. «Hay que condenar públicamente el pretendido derecho de los pobres a ser mantenidos a expensas de la sociedad», leemos en el Ensayo. «Un hombre que nace en un mundo que ya está lleno [...] no tiene ningún derecho a reclamar el menor alimento y, en realidad, sobra. En el gran banquete de la naturaleza no hay cubierto para él; la naturaleza le ordena que se vaya y no tardará en ejecutar la orden ella misma.»90
La naturaleza se encargará de eliminar a los débiles. Por enfermedades, hambrunas, guerras. Por el calentamiento climático, dice Michel Houellebecq (la gran sequía de La posibilidad de una isla). Como el apetito sexual de los individuos es irrefrenable, y los recursos alimentarios, en cambio, tienen un límite, la superpoblación acabará por dar cuenta de la especie humana. Lévi-Strauss pensaba que esta superpoblación podría conducir a una especie de implosión demográfica, de suicidio de la humanidad, como los gusanos de la harina, que, cuando hay superpoblación, mueren juntos, o los lemmings, que, sometidos a la presión demográfica, se ahogan en masa.
Bajo la aparente «suavidad» del mercado se incuba la violencia. Tisserand, el ejecutivo de Ampliación del campo de batalla, es competente en el trabajo y una calamidad en el amor. Individuo grotesco, acabará por suicidarse, más o menos, matándose con el coche.
El tema del suicidio occidental al final del capitalismo recorre la obra de Houellebecq. Solamente la muerte de la humanidad puede acabar con el capitalismo, que es, «por principio, un estado de guerra permanente, una lucha perpetua que nunca tendrá fin».91 Y este sistema está agotado. «Ha habido una larga fase histórica de aumento de la productividad que se está terminando.»92
Este mundo violento debía acabar volviendo la violencia contra sí mismo. En La conversación de Palo Alto, un cuadro de Jed Martin,93 Steve Jobs y Bill Gates hablan del porvenir de la informática bajo la tristeza del sol poniente. Este cuadro no es sino una breve historia del capitalismo, dice Houellebecq, y evoca su fin. Jobs, de pie, con expresión endurecida, muriéndose de cáncer, domina sobre Gates, que está sentado, con los ojos fijos en el ocaso. La muerte triunfa.
El sexo ha tenido su papel en este fin. La obsesión sexual se suma a la competencia por el dinero y la exacerba. La metáfora económica es evidente: hay «competencia por la vagina de las mujeres jóvenes»,94 y la obsesión sexual es punto por punto comparable a la obsesión consumista. Cada vez queremos más, cada vez estamos menos satisfechos, y el consumidor de vídeos porno no sacia nunca su deseo, como aquel pachá que, decepcionado por el striptease de una bayadera, pedía con fastidio un poco más: que la desollaran.
No hay varón menos machista ni más respetuoso con las mujeres que Michel Houellebecq. No en vano ha escrito en varias ocasiones que lo más próximo a Dios es el sexo de la mujer, y los cristianos verán aquí con placer una reminiscencia oculta de la madre de Dios. Pero la obsesión sexual es otra cosa. De hecho es una de las manifestaciones del mal.95
Por culpa de su narcisismo exacerbado, los occidentales ya ni siquiera duermen juntos. Su culto a la eficacia y su individualismo esforzado hacen que no posean ya ese mínimo de generosidad, esa capacidad de dar sin la cual el amor no puede existir. Su permanente deficiencia sexual y el deterioro de su sexualidad conducen al aburrido consumo de productos pornográficos o a vagos intercambios tan pasados de moda como el autostop.
Amor supone abandono, debilidad, dependencia, eso de lo que los occidentales, venales hasta la médula, son ya incapaces. Se encuentra generosidad incluso en la pequeña puta malaya de Plataforma, que se abandona entre los muslos de un alemán viejo y barrigón al que llama... papá, mientras los ojos del anciano se humedecen con gratitud.
Houellebecq, de este deterioro occidental, extrae una teoría sencilla de la oferta y la demanda o, más bien, una constatación: el norte, viejo, tiene el dinero; el sur, joven, tiene la entrepierna: ¡hagamos un trueque! El resultado será un mestizaje generalizado que no le disgusta. (Encontramos esta misma ironía de la oferta y la demanda en El mapa y el territorio: los chinos tienen el dinero, nosotros tenemos el terruño castizo típicamente nuestro. Una vez más, ¡hagamos un trueque!)
El deseo es a la vez frágil e inextinguible. Cuanto más se cansan de consumir los individuos, más los estimula la publicidad y más novedades afluyen. Y el deseo vacilante se reanima.
Aquí interviene otra ley malthusiana, luego recogida por Marx. Marx detestaba a Malthus, le reprochaba que hubiera descubierto en sustancia la célebre ley de la bajada tendencial de la tasa de ganancia, ligada a la competencia. Al final de la competencia, la ganancia es nula: gran principio económico. A la bajada tendencial de la tasa de ganancia, añade Michel Houellebecq, corresponde la bajada tendencial de la tasa de deseo; esta sociedad no sabe ya cómo estimular el deseo, cómo excitar los sentidos. La explosión de la pornografía, de las saunas, de los lugares de intercambios no consigue detener el cansancio.
Hombres y mujeres luchan contra los estragos del tiempo en esta degradación, esta «deshinchazón». Queremos seguir siendo jóvenes, pensamos constantemente en la edad. La obsesión sexual, inversamente proporcional al declive sexual, ocasiona grandes sufrimientos. El sexo atormenta a los humanos. Cuando la humanidad esté «en condiciones de controlar su propia evolución biológica, la sexualidad aparecerá claramente como lo que realmente es: una función inútil, peligrosa y regresiva».96
Los padres de la economía política –Ricardo, Adam Smith– eran tan pesimistas como Malthus. Veían en el futuro de la competencia de todos contra todos un mundo de chabolas en el que una pequeñísima minoría de ricos coexistiría con masas de paupérrimos supervivientes con su mínimo vital. Cuando el nenúfar, a fuerza de crecer, ha ocupado la superficie del estanque, acaba por ahogarse y morir. Lo que aguarda a la humanidad es, pues, la transformación del mundo en una vasta zona de miseria.
Una vez más, nuestro autor coincide con los clásicos. La multiplicación de los individuos ha destruido la naturaleza. A Houellebecq no le gusta la naturaleza: no es buena en sí misma, es más que nada hostil, muy hostil incluso, y el destino del hombre es aniquilarla.97
Por otra parte, es lo que está pasando. Pronto no habrá ya animales grandes, ni árboles, ni peces en el mar. El hombre habrá realizado su misión. El hombre no forma parte de la naturaleza, la naturaleza le es hostil, «y su misión es exterminarla». Este mamífero ingenioso es un inventor de herramientas y creador de ciudades. La chabolización del mundo pasa por la edificación de megalópolis gigantescas tan complejas como los laberintos que las compactan.
En La posibilidad de una isla la especie humana casi ha desaparecido, los que han sobrevivido son repugnantes, viven en un estado brutal y salvaje, estúpido y cruel, a consecuencia de una catástrofe nuclear que se produjo seguramente durante una guerra. Solamente viven eternamente los ricos.
¿Qué es La posibilidad de una isla sino una metáfora de nuestro mundo, en el que una minoría de multimillonarios acapara la práctica totalidad de las riquezas del planeta? No hay duda de que nuestros multimillonarios, cuya riqueza aumenta exponencialmente, serán los futuros clónicos, los que podrán aprovechar los progresos de la medicina y de la ciencia cuando el resto de la humanidad ya no tendrá acceso a ellos. La desaparición de la especie humana debe ser aceptada con resignación y sosiego.
Los clónicos viven eternamente bajo la suave ley de la Hermana suprema. El matriarcado ha triunfado finalmente sobre la brutalidad masculina, correspondiente a la sociedad liberal.
Los valores femeninos desbordan altruismo, amor, compasión, fidelidad. En el mundo moderno, nuestro mundo, esos valores se juzgan ridículos o risibles. Pero es posible que la masculinidad sea solamente un «paréntesis peligroso» en la historia de la humanidad. Así, la superhumanidad de los clónicos eternos recuperará la antigua mitología en la que se adoraba a las diosasmadres antes de que las mitologías judaica y helénica impusieran la superioridad de los machos, que trajeron las virtudes guerreras y... las económicas.
Es verdad que los liberales siempre han querido negar la guerra económica. Incluso han pretendido que el comercio amansaba las costumbres y que al tolerar e intercambiar, los individuos evitaban matarse. El comercio permitiría la «conciliación razonada de los egoísmos, error del Siglo de las Luces al que los liberales siguen remitiéndose en su incurable necedad (a menos que se trate de cinismo, lo cual, por lo demás, daría exactamente igual)».98 Por un juego de manos de la razón, el conflicto de los egoísmos conduciría... a la armonía.
La realidad es que el mundo de la economía es el mundo del odio y de los golpes terribles, insidiosos e hipócritas, de las torturas lentas y calladas, invisibles a menudo, mortales a veces, venenosas siempre.
Peleándose en la jaula del tiempo, creyendo avanzar, no hacen más que dar vueltas, como hámsters en la rueda giratoria, «el tiempo, el anciano tiempo que prepara su venganza»,99 el tiempo que nunca tiene piedad. Pero esta rueda acaba por triturarlos.
¿A quién? A ellos. ¿Quiénes son ellos? Los machos. Porque la competición es un valor masculino, viril, caótico, y refleja voluntad de poder. La voluntad de poder hace la historia y por lo general la historia la hacen los hombres.
Las partículas elementales tienen el mismo happy end para happy few. Los hombres desaparecen y llegan los eternos, que probablemente son mujeres. Éstas salvan este mundo brutal, egoísta y malvado, porque son capaces de bondad, una palabra inadmisible para nuestra época y que Houellebecq utiliza sin sonreír y con emoción. No merece salvarse más que quien «practica la idea del amor [...] no mata ni trata de hacer daño [...] no intenta hacerse valer humillando al prójimo».100 Confesad, amigos lectores, que habíais pasado por alto este evangelismo del autor, el menos angélico que se conoce...
Al final de esta novela desesperada, cuyos dos protagonistas más interesantes, Michel Djerzinski y Annabelle, aquél con toda su inteligencia, ésta con toda su belleza, no llegan a conocer el amor a pesar de que se atraen, Michel Djerzinski aporta a la humanidad la inmortalidad física. Su teoría revolucionaria, tan importante como pudo ser en su época el descubrimiento de la relatividad, le permite no solamente «superar el concepto de libertad individual [...] sino [...] restaurar [...] las condiciones de posibilidad del amor»,101 destruidas por el mundo de la economía. Djerzinski restituye los vínculos.
En sus Prolegómenos a la duplicación perfecta, el científico presenta la teoría que permitirá la duplicación de los humanos. Jamás conoció el amor de la mujer que amaba, pero piensa que las mujeres son mejores.
Cuando desaparezca la humanidad masculina, nacerá «una nueva especie, asexuada e inmortal, que habrá superado la individualidad, la separación y el devenir».102 Hostil y siniestro antaño, el mundo será redondo y cálido «como el pecho de una mujer». Decididamente..., es un mensaje marxista, del Marx utópico de los Manuscritos de 1844, que veía en el comunismo una especie de cristianismo laico.
Los epígonos del científico, para defender el proyecto de clonación, se sirven del eslogan «EL MAÑANA SERÁ FEMENINO». Y los nuevos dioses salvan la especie que los engendró, esa especie dolorosa y vil, torturada, contradictoria, individualista y pendenciera, de un egoísmo ilimitado, en ocasiones capaz de increíbles explosiones de violencia.
Los hombres habían extirpado de su corazón el amor. En el matriarcado de La posibilidad de una isla, preparado por los descubrimientos del Djerzinski de Las partículas elementales, la Hermana suprema enseña que el deseo y el apetito de procreación tienen el mismo origen: el sufrimiento del ser y la búsqueda del otro.
Así pues, los eternos han eliminado el sexo, el deseo y el dinero, fuentes del mal; viven una vida apacible y un poco gris, sin contactos ni violencia. Pero, por desgracia, sufren todavía. Sufren... porque no conocen el amor.
En consecuencia, Daniel 25 se pone a investigar en un mundo vacío en el que desaparece, nada en la nada. Él que, a la luz moribunda, asistía sin lamentarlo a la desaparición de la especie, la especie de los hombres, vil, sucia, brutal, fétida, belicosa, viciosa, ávida de sangre y de tortura, que ha visto el exterminio de la naturaleza, inmenso espacio prácticamente estéril, es a su vez engullido por ella.
Al final de El mapa y el territorio, la especie humana desaparece igualmente, aunque Francia conoce un período de alivio. Se convierte en una especie de museo y escapa temporalmente a la crisis final: reaparecen los viejos oficios: herreros, cesteros, ferreteros, cuchilleros. Incluso reaparece el burdel a la antigua. Los franceses se vuelven rurales, venden su arte de vivir, su manera típica de llevar la gorra y de lavarse moderadamente. Pasean por un museo de costumbres locales. Se recuperan las huertas de regadío y los utensilios de latón. La industria ha pasado a mejor vida. Como la jungla que asfixia los templos antiguos, la vegetación cubre los antiguos talleres. Lo que no se ha derruido está cubierto de herrumbre. Algunas fábricas se han transformado en museos. Europa, el «coloso industrial», no es ya más que un campo de ruinas industriales.
Meditación nostálgica de Houellebecq sobre el fin de la era industrial en Europa y, más generalmente, sobre el carácter perecedero y transitorio de toda industria humana. Y la especie humana desaparece. «Sólo quedan hierbas agitadas por el viento. El triunfo de la vegetación es absoluto.»103
Malthus tenía razón. El hombre había querido agotar la naturaleza y ha muerto agotado. Ya no podía más. «La verdad es que los hombres, sencillamente, estaban abandonando la partida.»104