¿Houellebecq habla de economía?
No, diréis, y tendréis razón. Como todo gran escritor, habla de lo que habla todo poeta o escritor desde el origen de las palabras o de la escritura, como Homero en la Ilíada, en que el destino se ensaña con Héctor, como Ronsard en «Mozuela, vamos a ver si la rosa», o como Proust en En busca del tiempo perdido: habla de la irreversibilidad del tiempo. «Si hay una idea, una sola, que atraviesa todas mis novelas, hasta la obsesión quizá, es la de la irreversibilidad absoluta de todo proceso de degradación, una vez iniciado.»105
Ahora bien, la economía liberal se basa en la supuesta inexistencia de la flecha del tiempo, como la mecánica newtoniana, es decir, en la reversibilidad del tiempo. Los precios suben, pero la ley de la oferta y la demanda los hará bajar. El paro aumenta, pero el descenso de los salarios lo hará decrecer, etc. Todo acaba siempre por arreglarse. ¿Se agotan los recursos? La productividad resolverá el problema. ¿Desaparecen especies? El hombre creará otras. Todo conduce siempre al equilibrio, exactamente como una canica lanzada en un tazón termina por estabilizarse al cabo de cierto número de oscilaciones, correspondientes al juego de la oferta y la demanda.
Esta hipótesis de la reversibilidad ha sido criticado, evidentemente, por los economistas «historicistas» (Marx), así como por Nicholas Georgescu-Roegen,106 el único que ha tratado de aplicar a la economía la idea de entropía, y una vez más por nuestro querido Keynes, que utilizaba la imagen de la calma después de la tormenta para ilustrar el mito liberal del equilibrio resultante del juego de la oferta y la demanda: después de la tempestad viene la calma, es decir, el equilibrio, sólo que mientras tanto el mundo puede quedar devastado. Pero la corriente dominante de los economistas, los Nobel, los expertos, los consejeros, desprecia a Marx, a Georgescu-Roegen y más aún a Keynes.
Houellebecq habla, pues, de economía contra los economistas incapaces de concebir ninguna degradación o irreversibilidad. Las paparruchas sobre el «fin de la historia» a lo Fukuyama o sobre la «reproducción» a lo Bourdieu le hacen sonreír. La entropía se aplica a la especie humana, que empezó con su civilización el proceso de su propia degradación y de aumento de su desorden. Y se aplica al capitalismo.107
Cada cual inicia su propio proceso de degradación envejeciendo. No hay una segunda oportunidad. Lo que se pierde, se pierde para siempre. La vida no se repite.
¿Es esta degradación lo que está en el origen del mal que generan los machos? Sin duda. Las mujeres, en cambio, sufren la violencia, la tortura, los golpes, como todos los débiles, como el pequeño Bruno, de Las partículas elementales, que en el internado sufre la tortura de los fascistones de su dormitorio y la repugnante risa de los vencedores. Burla y cinismo, las ubres de nuestra civilización.
Este mundo, nuestro mundo, se hunde en el horror y el desorden, a pesar del aumento de la esperanza de vida, ese señuelo que no hace otra cosa que prolongar vidas fracasadas, como las cremas antienvejecimiento prolongan la juventud del rostro. Creced, multiplicaos, vivid más tiempo, henchid la tierra... Al final de vuestra degradación volveréis a ser partículas elementales.
Naturalmente, ningún problema humano puede resolverse sin la estabilización de la población mundial, sin la gestión inteligente de los recursos renovables, sin la vuelta a una economía cíclica y no de crecimiento, sin prestar atención a los peligros climáticos... Y Houellebecq explica que siente como una misión el dar testimonio de nuestro mundo: «Siempre he preferido la poesía, siempre he detestado contar historias. Pero sentí [...] algo parecido a una especie de deber [...]; me requerían para salvar los fenómenos.»108
Por eso escribe Ampliación del campo de batalla, que es un «libro saludable y creo también que no podría publicarse hoy día, porque nuestras sociedades han llegado ya a ese estadio terminal en que se niegan a reconocer su malestar».109 Y por eso escribe El mapa y el territorio, donde el protagonista, Jed Martin, salva los fenómenos, los objetos y el espacio con sus fotos, con sus cuadros, y además los oficios de esta época de hierro en que el crecimiento y la competencia estaban aún a la orden del día. Da testimonio de nuestra época de competencia y globalización económica. Da testimonio del sentido del bien y del mal en la civilización comercial y técnica.110
Es verdad que el capitalismo conoce momentos de paz y nuestro poeta se alegra de vivir en un mundo temporalmente apaciguado en el que la renuncia a la violencia física como modo de solucionar conflictos le parece una de las pocas ventajas del paso a la edad adulta. Bienaventurados los mansos. Bienaventurados los vencidos. Bienaventurados aquellos a quienes Nietzsche calificaba de resentidos y esclavos, por quienes un hombre que se hizo pasar por Dios sufrió el suplicio de los esclavos, la crucifixión.
Pero Michel Houellebecq no es cristiano, porque no puede perdonar. El odio a los demás, a su madre, a los torturadores del dormitorio, a ese muchacho que baila con la chica a la que desea, el sufrimiento, las lágrimas fueron heridas incurables y el terreno abonado para su poesía. Los monstruos le enseñaron a no amarse y a no amar la vida. «Aprender a ser poeta es desaprender a vivir.»111
¿Vivir? Pero ¿quiénes entre vosotros, los sufrientes y los torturadores, merecen la vida eterna?
No hay más buenos entre los pobres que malos entre los ricos. ¡Ni mucho menos! La violencia es peor abajo que arriba. Fijaos en las reyertas de vagabundos... No hay víctimas sociales; hay verdugos y víctimas. Y hay quienes merecen sobrevivir.
Éstos son los capaces de bondad. Y una vez más, nuestro poeta está en los antípodas del mundo de los economistas, donde solamente deben reinar el egoísmo, la crueldad y el cinismo. El altruismo y la cooperación son ideas antieconómicas, como la compasión, la caridad, la generosidad y, naturalmente, el acto supremo, el amor.
«La cara luminosa es la compasión, el reconocimiento de la propia esencia en la persona de cada víctima, de cada ser vivo sometido al sufrimiento. La cara oscura, sí, es el reconocimiento de la propia esencia en la persona del criminal, del verdugo; de quien ha sido el causante del mal en el mundo.»112 Nietzsche contra Platón y Schopenhauer, a los que no considera ya como maestros, sino como... ¡colegas!
Tomemos esta palabra en serio en quien tanto nos hace sonreír.
El capitalismo promete la vida eterna. Esto lo comprendió muy bien Keynes, el único economista cuyo nombre merece recordarse, pues sitúa el arte y la literatura por encima de todo, y en particular a los empresarios, a los que trata con ironía («No pudieron ser artistas»).
El capitalismo se dirige a niños cuya insaciabilidad y deseo de consumir sin trabas van de la mano con la negación de la muerte. Por eso es morboso. El deseo furioso de dinero, que no es sino un deseo de prolongar el tiempo, es pueril y dañino. Nos hace olvidar el verdadero deseo, el único deseo noble, el deseo de amor. Como Midas, que, por transformarlo todo en oro, estaba condenado al suicidio, el ejecutivo-consumidor destruye el mundo por querer enriquecerse.
Estos compradores que se creen eternos, que quieren rejuvenecer consumiendo y se ahogan en horteradas, componen el coro de las novelas de Houellebecq: son el «rumor sutil de los intercambios sociales» en el océano en que se mueven Tisserand, Bruno, Michel, Daniel, Jed... y sobre todo Annabelle, Olga, Valérie...
Houellebecq economista ha sido una sonrisa, sin duda... Una sonrisa para poner al descubierto la triste moral y la mano férrea ocultas bajo el relumbrón de una ciencia. Porque no existe la ciencia económica; hay un sufrimiento disimulado bajo la oferta y la demanda, en otras palabras, poesía y compasión aplastadas de continuo por el talón de hierro del mercado, mercado de bienes, de trabajo, del sexo.
«Ella miraba bajo, ella tenía buen ojo», hace decir Céline a un personaje de Muerte a crédito. De lo que se trata en Michel Houellebecq es de la vida a crédito y la desesperación de sus personajes no tiene nada que envidiar a la del médico loco de Meudon.
Por las calles desiertas de Ruán vagan bandas de jóvenes analfabetos y antipáticos, más o menos violentos, mientras los ascensores del Arco de la Defensa transportan a ejecutivos estresados, consagrados a su empresa, a sus jefes y a sus salarios, febriles e infelices, ignorantes a pesar de sus hojas de cálculo Excel; al pie de unas viviendas deslumbrantes se pelean unos vagabundos; unos ancianos compran entrepiernas jóvenes mientras unos adolescentes martirizan a un niño y una hippie deja que su criatura muera entre excrementos; en unas snuff movies se ven actos de barbarie insólita observados por participantes en una orgía sexual; y todo este mundo inmundo se cubre de términos de economía: crecimiento, competencia, comercio, exportaciones... ¡Menuda farsa!
Atreveos a mirar lo que sois, pequeños esclavos bien alimentados, atreveos a mirar la ruina a que os conduce vuestra prisa. Competid para arrojaros de lo alto de los acantilados, como los cerdos de la Biblia. ¡Atreveos a contemplar vuestro suicidio colectivo! «No tengáis miedo de la felicidad: no existe.» Quisieron forjar una nueva idea para vosotros, so memos, y cuantificarla después: tal fue el papel de la economía, hija de la razón omnipotente, de las Luces y de la Revolución. Se os promete poder adquisitivo, empleos u objetos, y no sois más que cifras en la tabla compuesta por empleados del registro. Más aún: una cifra tiene más realidad que vosotros, porque pertenece al mundo matemático y vosotros no valéis ni siquiera la serie numérica de vuestra cartilla de la Seguridad Social.
A menos que... ¿A menos que se os abran los ojos ante la palabra «amor»?
¡Adelante, pues! Para envileceros se han inventado las pelis porno, los clubs de intercambio de parejas y el Cap d’Agde.
Nada. Nada os salvará.
Nada esta espuma, verso virgen
que no designa más que la copa;
tan lejos se ahoga una tropa.113
Vuestra vida no tiene más valor que el de una camada de gatitos destinados a morir ahogados.
No. No abriréis los ojos. Jamás os limpiaréis el polvo gris de las cifras, de la publicidad, de los eslóganes que nublan la vista de esos ojos que ya no podéis abrir más, pobres caballos a los que sacaban los ojos antes de descender a la mina.
Y está bien. Sobre los escoriales, la vegetación...