4. Sobre el lago genético (y Dios como pareidolia)

«(...) nos apareamos no para complacernos a nosotros mismos, sino al gran lago genético que chapotea a nuestro alrededor».

Roger Lambert, La versión de Roger,

John Updike, 1986-1988

Plaza & Janés, p. 166

Aquí Lambert monologa relatando una relación sexual frustrada con Verna, su sobrina. Posiblemente, Lambert refleja en este párrafo las ideas difundidas por el biólogo evolucionista Richard Dawkins en su exitosa y controvertida obra El gen egoísta (1976), donde enuncia la tesis de que son los genes los que determinan la inclinación a la reproducción de los animales y las personas, incluyendo decisiones aparentemente nacidas del libre albedrío como el altruismo. La doctrina de Dawkins es muy polémica, pues destierra a la condición de carcasas mortales que trasladan genes todopoderosos (e inmortales) en el tiempo y el espacio a las criaturas vivientes, incluyendo a la humanidad. Volveré luego a Dawkins.

Se ha hablado mucho de la «necesidad de Dios». En este pequeño capítulo afirmo esa necesidad, a pesar de que a primera vista pueda ir en contradicción a lo expuesto anteriormente. Veremos enseguida que no es así.

Creo que Dios es una necesidad para el hombre. Está en nuestro origen y en nuestros genes, en nuestra ontología básica, su necesidad es. La evolución nos ha llevado a ella por recónditos y azarosos caminos.

Pienso que la vida es una posibilidad de nuestro Universo actual, que se da como posible, considerando por ahora sólo el ejemplo que conocemos, el de la Tierra, en un área determinada de los sistemas solares, con soles amarillos no demasiado grandes, en órbitas estables de planetas facilitadas por gigantes gaseosos más exteriores que minimizan las colisiones catastróficas con otros objetos como cometas y asteroides, y en resumen, de la existencia de esa área llamada «zona habitable» por los planetólogos, en la que un planeta como la Tierra pueda contener agua líquida y tener climas relativamente estables durante largos períodos de tiempo. En esas condiciones la vida parece hacerse posible según las reglas de nuestra física, y de ella surge, mediante el proceso evolutivo, una serie de especies animales que se desarrollan utilizando los «descubrimientos» evolutivos creados por sus antecesoras, en forma de una escalera que asciende, generando estructuras que se sostienen unas sobre otras, con una máxima economía de medios.

En este estado de cosas, la humanidad es producto de esa necesidad evolutiva, y gran parte de nuestras características sensoriales y, claro está, de pensamiento, están condicionadas por ese proceso evolutivo.

La pareidolia es un fenómeno perceptivo interesante. Cuando percibimos una serie de estímulos no estructurados nuestra percepción tiene la tendencia a ordenarlos, formando rostros y formas familiares. Ejemplos como ver una cara en una nube, un pez en una forma caprichosa de una baldosa de mármol o un Cristo en una tostada, una sonrisa en el morro de un automóvil formada por los faros y el parachoques son efectos de pareidolia. Claramente, esa necesidad de dar sentido a lo que percibimos nace en algún momento de nuestra evolución. Tal vez como necesidad de encontrar el rostro de un depredador oculto tras una fronda. Hawkins desarrolla este modelo de percepción en su marco de Memoria-Predicción.

Postulo, basándome precisamente en la pareidolia y peculiaridades perceptivas similares, y en las tesis de Hawkins, en que la necesidad de Dios tiene un origen evolutivo. La necesidad del padre, de una norma común dimanante de una autoridad superior que todos los miembros tribales deban cumplir sin cuestionarla, de dar sentido a la muerte, la racionalización primaria de la locura o los comportamientos inexplicables en los semejantes (epilepsia, parálisis cerebral, etcétera) parecen transmitir a nuestros antepasados una necesidad de un «orden superior», que aparece como una preciencia, siempre antes que la ciencia, como intuición. De la adoración de los astros y el Sol se pasa a la adoración de un ser abstracto; todo un salto intelectual, por cierto.

Llegamos entonces a lo que defino así: Dios como Pareidolia, Dios como Ilusión Necesaria.18 La necesidad de la existencia de un ser supremo es una suerte de automatismo intelectual, el resultado de un primer análisis de la naturaleza de origen precientífico y puramente intuitivo, una especie de mecanismo automático de explicación. Lo más grande y lo inexplicable han de tener origen en alguien que como el ser que piensa ha de pensar, y por tanto es un semejante, pero de rango superior. Esa necesidad entonces está en nuestro origen y en nuestros genes, es un subproducto de nuestra inteligencia, un primer resultado de nuestro proceso de explicación del mundo, el más primario de todos, pero no por ello el menos importante.

Partiendo de esa necesidad, creo que los seres humanos por definición estamos «hambrientos de Dios», o en términos no divinos, «hambrientos de trascendencia» por definición, porque estamos estructurados así. Es por ello que nos es tan difícil escapar a esa necesidad, contando además con los problemas de análisis de pensamiento que padecemos, y que también tienen origen evolutivo, y de los que hemos hablado anteriormente, como el sesgo cognitivo, nuestra dificultad para proceder a cambiar nuestros prejuicios, etcétera. No pretendo negar esa necesidad. Está en nosotros y es una pulsión intensa, como el sexo o el hambre. La tenemos dentro. ¿Eso hace a las religiones necesarias? En este momento y durante mucho tiempo sí. Y es probable que sea bueno que nos acompañen como nos han acompañado hasta ahora. Si bien han sido causantes, a lo largo de nuestra historia, de infinidad de conflictos, sufrimiento innecesario y muertes masivas, algo más que suficiente como para examinarlas con prudencia y distancia.

Necesitamos a Dios,19 esa necesidad nos persigue desde nuestro interior. Somos necesidad de Dios. Pero pararse a comprender ese hecho puede liberarnos del yugo que en otros aspectos de la vida las religiones, convertidas en herramientas del poder, han impuesto a la especie humana. Esta liberación es necesaria, pero no urgente, porque no nos podemos negar a nosotros mismos, pero entender el proceso de esa necesidad, su origen evolutivo, será un gran paso adelante hacia cierta conquista de la libertad por encima de las cadenas evolutivas, una trascendencia por encima de los límites de nuestra mente. Podemos saltar sobre esos límites. La prueba es que podemos cuestionarlos.

Sin embargo, cierta liberación de los yugos que trae consigo la religión organizada es necesaria para el progreso social y científico. Darwin vivió toda su vida en un estado de sufrimiento, pues sus descubrimientos lo llevaban a conclusiones opuestas a su fe, y países bajo el dominio de religiones especialmente invasivas en el campo privado (islam, catolicismo, cristianismo ortodoxo, ciertas formas de protestantismo,20 etcétera) se caracterizan por su retraso de siglos en comparación con quienes han liberado a sus ciudadanos del yugo del deber religioso como imperativo de moralidad.

Es interesante recordar el ejemplo del bioquímico Alexander Oparin, cuyo modelo del Océano de Oparin fue pionero en el asunto del estudio de modelos posibles del origen de la vida. Oparin era ruso y concibió esa teoría en 1922, en mitad de una Rusia que había liberado por la fuerza a su pueblo de las creencias religiosas y había creado una nueva orientación del pensamiento (que generó otro tipo de monstruos y un terrible sufrimiento al pueblo ruso). J. B. S. Haldane publicó un artículo de gran importancia en ese mismo asunto, titulado «The Origin of Life», que también sentó las bases de futuras investigaciones al respecto. Haldane era marxista. Se puede ver en éstos y otros ejemplos cómo la liberación intelectual del yugo religioso permite a los hombres el manejo de nuevas ideas, que antes tal vez fueran inconcebibles por, precisamente, los tabúes que las normas religiosas han impuesto durante siglos a sociedades enteras.

Sin los trabajos de Oparin y Haldane no existirían los experimentos seminales de Miller y Urey, que permitieron, con un sencillo circuito de tubos y probetas, simular las condiciones de una Tierra prebiótica y generar de forma espontánea aminoácidos y otras sustancias clave para la vida. La ciencia precisamente requiere en ocasiones de ideas extraordinarias, y éstas sólo pueden ser generadas por mentes libres. Pueden surgir, bien es verdad, en momentos sociales más opresivos (y cuando nos referimos a «sociales» estamos hablando de influencias de la religión en la sociedad), como los vividos por Galileo, Darwin, o incluso Mendel, pero justo es cuando las sociedades y los hombres se liberan de las cadenas mentales impuestas por el colectivo, especialmente las religiosas, cuando el pensamiento puede fluir libre. Miller es otro buen ejemplo, pues realizó experimentos contraintuitivos en su madurez, a los que claramente un científico obsesionado por su fe no podría haber llegado, pues implican un pensamiento profundo en el problema, libre de todo tipo de prejuicios, incluyendo aquellos que provienen del sentido común, que en ocasiones es más un enemigo que un aliado.

Richard Dawkins es otro ejemplo de este proceso intelectual. En su libro El gen egoísta, que sigue despertando controversias, pues su hipótesis de que somos esclavos de unos genes que nos usan para perpetuarse se muestra dolorosamente en contra de nuestras ideas preconcebidas, de nuestro concepto de libre albedrío y de destino. Todo está dictado por los genes. No somos más que sus vehículos. La idea de Dawkins es intensamente provocadora. Como añadido, Dawkins es un declarado escéptico y ateo.

Antes de saltar al siguiente capítulo, he de advertir que varios conceptos e ideas que he usado y definido en estos cuatro primeros, serán de uso general en él.