Es una desdichada situación mental tener pocas cosas que desear y muchas que temer; y, sin embargo, es el caso corriente de los reyes, quienes, aun estando en lo más alto, ansían cosas que exciten su deseo y hagan languidecer menos su espíritu; y tienen muchas visiones de peligros y sombras que oscurecen aún más su mente. Y esto se debe a una razón, además, de cuyo efecto hablan las Escrituras, que el corazón de los reyes es inescrutable, pues multitud de celos y la falta de cierto deseo predominante que domine y ponga orden en los demás, hacen del corazón de todo hombre algo difícil de hallar y sondar. De ahí que, análogamente, los príncipes hacen muchas veces sus propios deseos y ponen su corazón en juguetes; otras veces en un edificio; otras, en crear un nuevo orden; otras, en hacer progresar a una persona; otras, en obtener maestría en algún arte o habilidad manual, como Nerón en tocar el arpa; Domiciano en puntería con el arco; Cómodo, en la esgrima; Caracalla, en conducir carros, y así sucesivamente. Eso parece increíble a los que no conocen el principio de que el espíritu del hombre se alegra y renueva más aprovechándose de cosas pequeñas que deteniéndose en las grandes. También vemos que los reyes, que han sido conquistadores afortunados en sus primeros años, no siendo posible que eso continúe indefinidamente sino que tienen que sufrir alguna detención o retirada de su buena suerte, se vuelven en sus últimos años supersticiosos y melancólicos; como les ocurrió a Alejandro Magno, Diocleciano y, que recordemos, a Carlos V y a otros; porque quien está acostumbrado a avanzar y encuentra una detención, cae en la desconfianza de sí mismo y ya no es lo que fue.
Hablando ahora del verdadero temple del imperio resulta una cosa rara y dura de conservar, pues tanto el temple como el destemple constan de contrarios; pero una cosa es mezclar contrarios y otra intercambiarlos. La respuesta de Apolonio a Vespasiano está llena de excelente enseñanza. Vespasiano le preguntó: ¿Cuál fue el defecto de Nerón?, y él le contestó: Nerón podía cantar y tocar el arpa bien pero en el gobierno, a veces solía apretar las clavijas demasiado y otras las dejaba demasiado flojas. Y cierto es que nada destruye tanto la autoridad como el cambio desigual y a destiempo del poder, apretar demasiado y aflojar mucho.
Y es cierto que la sabiduría de todos estos últimos tiempos en los asuntos de los príncipes ha sido más bien la de elegantes discursos y desviaciones de peligros y daños, cuando los tenían cerca, que la de sólidas y bien fundamentadas admoniciones para mantenerlos alejados; pero eso no es más que intentar dominio con suerte y dejar a los hombres que se den cuenta de cuánto desprecian y les molesta la preocupación de estar preparados. Pues nadie puede impedir la chispa ni decir cuándo se producirá. Las dificultades en los asuntos de los príncipes son muchas y grandes; pero la mayor dificultad está, las más de las veces, en su propia mentalidad. Pues es común entre los príncipes, dice Tácito, desear las contradicciones: Sunt plerumque regum voluntates vehementes, et inter se contrariae[13]; porque el solecismo del poder es creer que se puede dominar el fin y, sin embargo, no reafirmar los medios.
Los reyes tienen que tratar con sus vecinos, sus esposas, sus hijos, sus prelados o clero, sus nobles, sus segundones o caballeros, sus comerciantes, su pueblo llano, sus guerreros; y de todos éstos surgen peligros si no se utilizan el cuidado y la circunspección.
Primeramente, respecto a los vecinos, no se puede dar una norma general (los casos son muy variados), salvo una que siempre prevalece; la cual es que los príncipes deben mantener la debida vigilancia para que ningún vecino prospere tanto (por aumento de su territorio, por dedicación al comercio, por acercamiento, o cosas análogas) que puedan ser más capaces de aniquilarles que lo eran antes; y eso generalmente es la labor de consejos permanentes que lo prevean y lo eviten. Durante aquel triunvirato de reyes, Enrique VIII de Inglaterra, Francisco I de Francia y el emperador Carlos V, se mantenía tal vigilancia que ninguno de los tres podía ganar un palmo de terreno sin que los otros dos trataran de equilibrarlo ya mediante la confederación o, si era necesario, mediante la guerra; y en modo alguno harían la paz por interés; lo mismo hizo aquella liga (que Guicciardini dijo que era la seguridad de Italia) establecida entre Fernando, el rey de Nápoles, Lorenzo de Médicis y Ludovico Sforza, gobernantes, el uno de Florencia y el otro de Milán. Ni es de aceptar la opinión de algunos escolásticos de que la guerra no puede hacerse con justicia como no se base en una injuria y provocación precedente; pues no hay motivo a no ser el miedo justificado a un peligro inminente, aunque no hubiera habido ningún ataque, como causa legal de la guerra.
En cuanto a las esposas, hay crueles ejemplos de ellas. Livia fue infamada de haber envenenado a su esposo; Roxolana, esposa de Solimán, fue la ruina de aquel renombrado príncipe, el sultán Mustafá, y además alteró su dinastía y sucesión; la reina, esposa de Eduardo II de Inglaterra, fue actora principal en el destronamiento y muerte de su marido.
Esta clase de peligro debe principalmente temerse cuando las esposas conspiran por la elevación de sus hijos o también cuando son adúlteras.
En cuanto a los hijos, las tragedias de análogos peligros producidos por ellos han sido muchas; y generalmente el que los padres sospechen de sus hijos siempre han sido tragedias desgraciadas. La ruina de Mustafá (al que hemos aludido antes) fue tan fatal al linaje de Solimán que de la sucesión turca desde Solimán hasta nuestros días, se ha sospechado ser falsa y de sangre ajena; por eso se creyó que Selim II fue un fraude. La destrucción de Crispus, joven príncipe de extraordinario empuje, por su padre Constantino el Grande, fue, del mismo modo, fatal para su dinastía; pues sus dos hijos Constantino y Constancio murieron de muerte violenta; y Constante, su otro hijo, lo pasó algo mejor, pues murió de enfermedad, pero después de que Juliano hubiera tomado las armas contra él. La muerte de Demetrio, hijo de Filipo II de Macedonia, se volvió contra su padre, pues murió de repente. Y hay muchos ejemplos semejantes; pero pocos o ninguno en el que los padres se hayan beneficiado con tal destrucción, salvo que los hijos se hubieran levantado en armas contra ellos; como hizo Selim I contra Bayaceto y los tres hijos de Enrique II, rey de Inglaterra.
En cuanto a los prelados, cuando son orgullosos e importantes, también hay peligro en ellos; como ocurrió en tiempos de Anselmo y Tomás Becket, arzobispos de Canterbury, quienes, con el báculo, intentaron hacer tanto como con la espada del rey; y aun tuvieron que habérselas con reyes fuertes y soberbios: Guillermo Rufus, Enrique I y Enrique II. El peligro no procede del propio Estado sino donde depende de una autoridad extranjera; o donde los eclesiásticos intervienen y son elegidos, no directamente por el rey o protectores particulares, sino por el pueblo.
Respecto a los nobles, no es equivocado mantenerlos a distancia; pero rebajarlos puede dar más absolutismo al rey, aunque menos seguridad y menor posibilidad de realizar cualquier cosa que desee. Lo he hecho notar en mi historia del rey Enrique VII de Inglaterra, quien oprimió a la nobleza con lo cual sucedió que su época estuvo llena de dificultades y revueltas; pues la nobleza, aunque mantuvo su lealtad hacia él, no cooperó con el rey en sus asuntos; por lo cual, en efecto, el rey tuvo que hacerlo todo por sí solo.
En cuanto a los segundones, no ofrecen mucho peligro, ya que constituyen un estamento disperso. Pueden, a veces, alzar la voz pero eso produce poco daño; además, son un contrapeso de la nobleza alta para que no se haga demasiado poderosa; y, finalmente, al ser la autoridad inmediata respecto al pueblo llano, atemperan las conmociones populares.
En cuanto a los comerciantes, son la vena porta, y si no florecen, el reino puede tener buenos miembros, pero tendrá venas vacías y se alimentará poco. Las contribuciones e impuestos sobre ellos apenas benefician los ingresos del rey, pues lo que gane en el distrito lo pierde en el condado; aumentan los porcentajes particulares pero el total del comercio más bien disminuye.
Respecto al pueblo llano, poco peligro hay en él, excepto donde tienen dirigentes grandes y poderosos; o donde se interfieren su religión o sus costumbres o sus medios de vida.
En cuanto a los guerreros, resulta un estamento peligroso allí donde viven formando corporación, y se utilizan gratificaciones; de lo cual vemos ejemplos en los jenízaros y los pretorianos de Roma; pero la instrucción de las tropas, situarlas en varias plazas, tenerlas bajo distintos jefes y sin gratificaciones, son forma de defensa y no de peligro.
Los príncipes son como los cuerpos celestes, que producen los buenos o los malos tiempos; y que tienen mucha veneración pero ningún descanso. Todos los preceptos concernientes a los reyes, en realidad, se resumen en estas dos recomendaciones: Memento quod es homo y Memento quod es Deus o vice Dei[14]; la una frena su poder y la otra su voluntad.