Algunos desean en su discurso más el elogio de su ingenio, al poder sostener cualquier argumento, que juicio en discernir lo que es verdad; como si fuese un elogio saber lo que se pudiera decir y no lo que se debe pensar. Algunos usan ciertos lugares comunes y temas en los que se sienten fuertes, pero necesitan variedad, pues esa clase de pobreza resulta tediosa la mayoría de las veces y, cuando es advertida, ridícula. La parte más honorable de la conversación es proponer el tema y luego moderar la marcha y pasar a cualquier otro; de ese modo, el que habla dirige la danza. Está bien en el discurso y la conversación variar y entremezclar al tema presente argumentos diversos, anécdotas, hacer preguntas y opinar, y mezclar lo jocoso con lo serio; porque es aburrido estirar un tema y atiborrarse de él. En cuanto a las jocosidades, hay ciertas cosas que deben quedar a salvo de ellas; más concretamente, religión, asuntos de Estado, personas eminentes, todo asunto de importancia de una persona que esté presente, y todo caso que merezca compasión; no obstante, hay algunos que creen que su ingenio ha estado dormido, salvo que lanzan algo que es incisivo, y rápidamente; eso es una inclinación que debe refrenarse: Parce, puer, stimulis, et fortius utere loris[20]. Y, en general, se debe encontrar la diferencia entre lo salado y lo amargo. En verdad que quien tiene vena satírica, al tiempo que hace a los demás temer su ingenio, debe él temer la memoria de los demás. El que pregunta mucho aprenderá y satisfará mucho, pero, en especial, si encamina sus preguntas a la habilidad de las personas a quienes pregunta, pues les dará ocasión de complacerse en contestar, y él seguirá recogiendo información; pero que sus preguntas no sean embarazosas pues eso es propio de los examinadores. Y que esté seguro de dejar a los otros su correspondiente turno para hablar; es más, si hay alguien que quiera predominar y ocupar él solo todo el tiempo, déjesele tiempo para que se descargue y que continúen los otros, como hacen los músicos con los que bailan gallardas demasiado largas. Si disimulas algunas veces tu conocimiento de lo que crees saber, en otra ocasión pensarás que conoces lo que no sabes. El hablar un hombre de sí mismo debe ser raras veces y eligiendo bien. Conocí uno del que se decía con desprecio: Necesitaría ser sabio, habla demasiado de sí mismo; sólo hay un caso en que el hombre puede alabarse en buena ley y es alabando la virtud de otro, especialmente si es una virtud a la que él aspira. Las conversaciones sobre particularidades individuales de otros deben utilizarse con moderación; porque el discurso debe ser como un campo, que no entre en casa de nadie. Conocí a dos nobles, del oeste de Inglaterra, de los cuales, uno era dado a las burlas, pero siempre se mantenía serio en su casa; como el otro preguntara a los que se habían sentado a la mesa del primero: Decidme sinceramente, ¿no profirió algún insulto o hizo un comentario sarcástico?, los invitados le contestaron: Sucedió esto y lo otro. El otro dijo: creí que estropearía una buena comida. La discreción en el hablar vale más que la elocuencia; y conversar en tono agradable con quien tratamos vale más que expresarse con buenas palabras y en buen orden. Una intervención buena y continuada, sin ninguna buena intervención del interlocutor, indica estupidez; una buena réplica, o segunda intervención, sin palabras bien sentadas, indica superficialidad y debilidad. Como vemos en las bestias que las que son más débiles en la carrera son más ágiles en las vueltas; como sucede con el galgo y la liebre. Utilizar demasiada prolijidad, antes de entrar en materia, es enojoso; no utilizar ninguna, es grosería.