Hay un pensamiento sobre el que no es necesario extenderse demasiado: fantasmas y viajes se presuponen, porque no hay imagen sin una relación con el tiempo y el espacio (es decir: el movimiento). Y porque las imágenes se llevan y se traen, los imaginarios van y vienen.
Sabemos que dos son las matrices de sentido que organizan los viajes: el viaje ordinario (cuyo modelo son los Periplos escritos por geógrafos, mercaderes y otros profesionales para un público que necesitaba de esas descripciones más o menos realistas para organizar sus expediciones) y el viaje extraordinario (cuyo modelo es la Odisea, donde el viajero parte al encuentro de lo desconocido[310]).
El viaje de Colón es ya otra cosa, tal como se lee en su “Carta anunciando el descubrimiento” del 15 de febrero de 1493, donde leemos:
Hay palmas de seis o ocho maneras, que es admiración verlas, por la deformidad hermosa de ellas, mas así como los otros árboles y frutos e hierbas. En ella hay pinares a maravilla y hay campiñas grandísimas, y hay miel, y de muchas maneras de aves, y frutas muy diversas. En las tierras hay muchas minas de metales, y hay gente en estimable número.
Objetivamente ofensiva como es, la noción de “descubrimiento” ha sido reemplazada en los últimos años por la noción, políticamente más pertinente, de “integración operativa de lo disponible”. El texto de Colón inaugura un nuevo género de viaje, y sus palabras son bien elecuentes de ello. Combinan la propaganda turística más colorida, con el seco y desangelado informe del explorador capitalista: hay materias primas, y hay mano de obra disponible. Combinan, pues, el viaje de placer (todo es bello) con el viaje colonial (todo es explotable, integrable). Colón continúa diseñando el mapa estratégico de la expansión capitalista:
La Española es maravilla; las sierras y las montañas y las vegas y las campiñas, y las tierras tan hermosas y gruesas para plantar y sembrar, para criar ganados de todas suertes, para edificios de villas y lugares. Los puertos de la mar aquí no habría creencia sin vista, y de los ríos muchos y grandes, y buenas aguas, los más de los cuales traen oro.
En ese mapa la seducción ocupa un lugar destacadísimo y todos los textos de Colón deben entenderse como un desesperado dispositivo de seducción política y económica. No es extraño, en ese punto, que el almirante (si hay que creerle a su diario) se cruce con las sirenas el el miércoles 9 de enero de 1493:
El día pasado, cuando el Almirante iba al río del Oro, dijo que vido tres sirenas que salieron bien alto de la mar, pero no eran tan hermosas como las pintan, que en alguna manera tenían forma de hombre en la cara. Dijo también que otras veces vido algunas en Guinea, en la costa de Manegueta.[311]
Los escépticos dirán que lo que Colón confunde con sirenas no son sino manatíes, pero lo que importa destacar es el carácter completamente libresco (y medieval) de su visión[312]. Las sirenas que interceptan la mirada de Colón, sin interés alguno en seducirlo, por supuesto, son tres (y poco falta que el almirante las llame por su nombre: Pisinoe, Aglaope y Telxiepea) y además parecían tritones (nada que ver con los monstruos gallináceos de Odiseo y de Ovidio): ¿es que tenían barbas?[313]
Esa doble cara de lo novomundano (lo “inviolable”, lo que encanta a los sentidos, vs. lo “violado”, lo integrado al orden del capitalismo) ha sido siempre difícil de sostener en imágenes, y la mayoría de las representaciones emblemáticas de lo latinoamericano se han dedicado alternativamente a exaltar o el primer polo o el segundo, lo que significa un empobrecimiento respecto de la complejidad de la realidad que el forzado rótulo de “lo latinoamericano” nos obligaría a tener en cuenta.
Están, podría decirse, figuras de lo novomundano que se integran con comodidad en ese folleto turístico que encontró en Cristóbal Colón a su mejor “creativo”. Y están esas otras figuras que encuentran su sentido como comentario (por lo general muy crítico) de los procesos de integración de lo disponible de los que las tierras y las gentes americanas fueron y son objeto (lo que se reconoce, históricamente, como “explotación” y que hoy llamamos “globalización”), vaciados de toda posibilidad de seducción.
Marco Guazzo hizo el inventario de los souvenirs que el futuro Felipe II llevó a Génova en 1548: “tres sátiros recién llegados de las Indias, el uno de diez y el otro de cuarenta años, y una hembra; y también una sirena, pero muerta”[314].
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El caso de Sebastião Salgado (Minas Gerais, 1944) es bien emblemático de la potencia de sentido de ese “entre” de lo novomundano, que sea tal vez el rasgo menos explorado de los fantasmas que nos constituyen: la identidad novomundana se construye no en una imagen, sino en la delgada línea de sombra que separa a una imagen de otra y no es, por lo tanto, una imagen sino una línea de fuga, o la voz de un fantasma que llega siempre de otra parte, de un más allá de la acumulación y del sentido.
Según Salgado,
Todo mi trabajo está relacionado como si fueran distintos capítulos de una misma historia: mis fotografías de los campesinos latinoamericanos que luchan por la supervivencia; las fotografías del Sahel; las de los refugiados y poblaciones desplazadas; las de trabajadores… son todas sobre seres humanos que luchan por su dignidad e intentan vivir mejor juntos. Intento ser coherente con este pequeño momento que me toca vivir en el planeta y, a la postre, mis fotografías son mi forma de vida.
En la perspectiva del fotógrafo mineiro, se trata de la posibilidad de pensar de nuevo el estatuto de “humanidad” de esos hombres y mujeres excluidos de todo contrato social tras la retirada del Estado (Salgado es un agudo crítico de los procesos de integración operativa de lo disponible, y expone sus resultados). Y sin embargo, su obra ha podido ser considerada más cerca del pintoresquismo que demanda el mercado, que de la captación del dolor de los desheredados.
Tal vez la contradicción valorativa respecto de la obra de Salgado encuentre su fundamento en la unilateralidad de sus imágenes, en la toma de partido por un punto de vista que nunca puede estar diciendo toda la verdad precisamente porque ignora el “entre”, la zona de transición entre el adentro y el afuera, la luz y las sombras, la selva y el desierto, la ciudad y el campo, la apertura de diafragma y el párpado cerrado, la voz y la mirada de las sirenas. En las imágenes de Salgado, porque suponen la lógica dialéctica de un imaginario milenarista cuyo texto más espectacular será siempre el Apocalipsis de Juan de Patmos, lo real se presenta siempre bajo la forma de lo Uno (porque la negación del Uno, el Dos, se deduce y se integra en el primero, princeps, principal).
Habría que ir más allá de la posición-Salgado (o no ir tan allá, como se prefiera) y proponer como fantasma de lo americano una serie inestable de figuras que recupere la mirada compuesta de Colón. El mapa de lo novomundano como espacio agujereado se dibuja a partir de los bordes de las figuras y la fuerza (de atracción o de repulsión) de esos bordes. El Nuevo Mundo existe en el arte del bordado[315].