En un congreso que se realizó en Los Ángeles durante 2008, se pretendía definir el campo de problematización que los organizadores del coloquio habían propuesto como “the new liter-ary and cultural configurations of post-2001 Argentina”[355].
Martín Kohan leyó un trabajo muy agudo y muy preciso, presentado con su habitual brillantez, sobre la guerra en la literatura argentina, a partir de tres o cuatro novelas (Marechal, Fogwill, Bioy). Durante la discusión de su presentación, le pregunté qué lugar ocuparía El eternauta en su esquema y él me contestó no haberlo considerado porque trabajaba solo con textos literarios. Agregó algo que me dejó pensando los días subsiguientes (en LA, en San Francisco, en México, donde volvimos a encontrarnos): “Para mí la autonomía literaria es la única garantía para poder proponer mundos alternativos”.
Entendí, en esa frase, que los abismos que separaban mi presentación y la suya no eran sino producto de un equívoco terminológico, porque para mí no es la autonomía literaria, y ni siquiera la literatura (es decir: el esteticismo), la garantía de la negación (no importa qué forma esta adopte) sino el acto mismo de imaginar. En ese punto, me siguen pareciendo decisivas las contribuciones de Sartre en Lo imaginario y de Roland Barthes en El imperio de los signos, Fragmentos de un discurso amoroso y La cámara lúcida (como debería haber quedado ya suficientemente claro en las páginas previas de este libro).
Porque es capaz de imaginar, la conciencia es capaz de negar el mundo y lo imaginario está siempre habitado por una nada: es la negación libre e indeterminada del mundo, de acuerdo con un punto de vista que implica un compromiso con lo existente. El arte no hace sino actualizar el acto imaginante (la experiencia), proponiéndose como un análogon material (no la representación) de ese acto o experiencia.
Barthes va mucho más allá y se impone la construcción de un discurso riguroso de lo imaginario en lo imaginario: llega, entonces, al punto de renunciar a la teoría y la verdad para poder proponer la verdad de lo imaginario, entendido como acto.
A mi juicio, el dilema de la autonomía literaria se disuelve si uno acepta hipótesis como esas (recordadas en un cuarto de hotel de la Zona Rosa de México, mientras por mi ventana entran ráfagas de “música latina”) y, con él, la pesadilla de los intelectuales y los escritores como sujetos privilegiados en relación con algún tipo de verdad, que es precisamente lo más penoso en las posiciones autonomizantes.
No es, como me dijo Fermín Rodríguez en el encuentro de LA, que yo acepte la hipótesis de que no hay valor, sino que me repugna la idea del “valor universal”. Hay valores, claro, y los míos no necesariamente deben coincidir con los de mi vecino (y viceversa). Pretender que el punto de vista de la literatura contiene un plus de lucidez respecto de otras prácticas culturales (basándose en su presunta y regia autonomía) me parece una posición no solo ingenua sino, incluso, peligrosa.
Los organizadores del IV Encuentro de Escritores Latinoamericanos que se desarrolló en la ciudad de México entre el 24 y el 26 de abril de 2008 incluyeron en la programación dos espectáculos artísticos, que me permitieron profundizar esa reflexión sobre la autonomía del arte que había comenzado en Los Ángeles.
El Circo Raus (que hace diez años realizó una versión teatral de Salón de Belleza de Mario Bellatin) propuso la “instalaformance” (sic) “Tiro a blanco”, con música encantatoria y una puesta basada en el movimiento azaroso de unos diez personajes alrededor de uno de los patios del ex-convento de San Jerónimo y en sus galerías superiores. Durante el show, los espectadores éramos conminados a movernos a través del espacio y, al mismo tiempo, se nos prohibía pisar unos caminitos de tela que atravesaban el patio. Como era difícil hacer una cosa y no la otra, fuimos conducidos de la mano por los mismos partiquinos que, disimulados entre el público, susurraban cada tanto en nuestros oídos frases poéticas tomadas, probablemente, del repertorio de Octavio Paz, a quien se homenajeaba.
El resultado no habría desentonado en cualquier Festival de Teatro, incluido el de Buenos Aires, y era de un gran desasosiego porque no se entendía nada y se apelaba a la peor de las complicidades, la autonomía del arte y sus universales: la lentitud de los movimientos, la duración, el engolamiento, el sentido opaco, la autocomplacencia, el vanguardismo repetido hasta la náusea. “Ahí tenés, el arte autónomo”, le dije a Martín Kohan, que había sufrido tanto como yo la peregrina puesta del Circo Raus (mejor habría sido un concierto de música pelada, sin performance, sin poesía, sin la consideración artaudiana del público como un material más del “arte”). “Esto no es arte autónomo, es arte malo”, contestó Martín con una carcajada. Coincidíamos en eso, claro, pero yo creo que el fundamento de esa coincidencia había que buscarla en la incapacidad para imaginar algo, cualquier cosa, precisamente lo que habría funcionado como negación del mundo y nos habría puesto en otro trance. Como si toda figura de lo imaginario fuera por definición enemiga del arte y no hubiera manera de habitar absolutamente ninguna fantasmagoría.
Al día siguiente, los alumnos de la Escuela Nacional de Danzas Folklóricas ofrecieron en el mismo espacio una muestra de danzas aztecas. Cosa menos “artística” no podría imaginarse, desde los trajes de gala, casi una comparsa para agradar al interesado turista del Zócalo mexicano, hasta el previsible hundimiento de la percepción en el más hondo tradicionalismo. Y sin embargo…
Hubo más emoción y más riesgo en la performance de las estudiantes de danza (mujeres, en un 99%) que en la del Circo Raus, y en pocos minutos lo que hacían, a través de sus saltos y sus gritos, y la monotonía de los tambores, suspendió verdaderamente el tiempo y nos retrotrajo a un mundo cruel donde la danza, la cacería y el sacrificio formaban parte del mismo ritual (no había escenario, el espacio no estaba delimitado y los bailarines parecían atónitos, ensimismados o raptados por un bucle temporal de varios siglos).
Contra el circo del arte, la escuela de danza ofrecía un arte menor que no encerraba el sentido, sino que lo liberaba en flujos de energía que nos atravesaban y nos daban miedo. Cualquiera de nosotros podía haber ocupado el lugar de la víctima en esa “guerra florida” y la función de la coreografía no era tanto agradar a un auditorio cultivado sino mostrar lo que ya no podíamos ser y lo que nunca fuimos (ruidos, voces, rumores, canciones lejanas).