“Pero esta chica lee peor que yo”, me dijo alguien. Se refería a Dana Otero, la reina de la vendimia saliente, que el 6 de marzo de 2005 leyó un discurso durante los últimos minutos de su reinado: un discurso completamente desarticulado al que ella no consiguió agregarle ni gracia ni emoción (aunque lloriqueó cuando se equivocó de línea, y la gente presente en el anfiteatro Frank Romero Day la aplaudió para darle ánimos). Poco antes, en el baile inaugural del impresionante acto de la 69ª Fiesta Nacional de la Vendimia, que transmitió en directo atc (para mi felicidad), la chica había perdido una vez el pañuelo y otra vez se le había enredado la coronita en el pañuelo de su pareja. Deben de haberla traicionado los nervios: a ella le tocaba abrir una celebración ctónica de dimensiones propiamente olímpicas (de hecho, desde los juegos de Atenas no se veía algo igual en la televisión), ante cien millones de espectadores presentes en el anfiteatro griego y seguramente otros tantos televidentes de todo el país.
Antes de los sucesivos traspiés de la reina habían sido introducidas todas las reinas de la vendimia (desde 1930 en adelante) y todas las aspirantes al cetro, cada una de ellas representante de uno de los departamentos de Mendoza, que desfilaban (perdiéndose en los vericuetos de una escenografía gigantesca como los Andes mismos) con fondo de una marcha marcial que hilvanaba los nombres de las regiones mendocinas a las que representaban: Guaymallén y Uspallata eran las más notorias en la confusión sonora que salía del televisor. También pasó raudamente frente a las cámaras una “virreyna”, pero no llegamos a enterarnos bien de cuál era su papel en la corte vitivinícola, en la que también había personas disfrazadas de racimo de uva, ajo, morrón, pera y otros frutos de la tierra menos identificables (¡uno de cada!) que se movían aleatoriamente frente a las cámaras de televisión.
Después empezó el acto propiamente dicho, que era una puesta en escena con “650 bailarines, actores y figurantes”, como dijeron varias veces las presentadoras de atc. Yo creo que eran más, o al menos la rotación permanente y los innumerables cambios de vestuario tuvieron ese efecto.
El guión del acto era, dentro de lo previsible (permanentes alusiones a las vides, sus frutos y los trabajos que implican), bastante raro. Primero hablaba la Madre Tierra (y usaba los pronombres y las desinencias de España: “vosotros”, “tenéis”, “tú”, “obtendréis”). Después me perdí un poco porque justo me llamó Pablo Pérez para contarme que se iba a Club 90º y que habían cerrado Contramano. Cuando cortamos, luego de las lamentaciones de rigor, estábamos ya en el crisol de razas.
Esa parte me pareció poco lograda y un poco atemorizadora: seguían sucediéndose los centenares de bailarines, actores y figurantes, representando esta vez a cada una de las colectividades que contribuyeron al crecimiento de la Argentina en general y de la provincia de Mendoza en particular. Primero (no sé por qué misterio) aparecieron los italianos, quienes por las palabras que ponían en su boca eran bastante vagos. Después aparecieron los españoles (cada vez, ¿hay que decirlo?, había momentos de danzas típicas de cada uno de esos pueblos), que se mostraron huraños, protestones y enemigos de los niños. Los siguieron los judíos, y aquí me alarmé un poco: la mujer española le recriminaba al judío tendero que el género que le vendiera días antes se hubiera deshecho al primer lavado. No le dijo estafador, pero lo insinuó todo el tiempo. El judío se lavó las manos y culpó al turco que le había vendido el jabón. Transición dispuesta para que Golondrina Ruiz, el régisseur, hiciera entrar en escena las danzas árabes y el tenderete del tal turco, a quien la señora de Italia estaba acusando de hacer subir los precios arbitrariamente, cuando la hija de la señora española entró a pedir azúcar al fiado. El turco se negó terminantemente porque, como ya se sabe, las personas de esas razas hacen negocio con la miseria de los otros. Al final llegaban los franceses, y le ofrecían al turco ganar todavía más dinero con los riquísimos vinos que salían de las vides que habían traído de La France. Durante este momento de la trama, los centenares de actores, bailarines y figurantes bailaban el vals, muy bien vestidos.
Según la peregrina imaginación del guionista de este segmento, la Argentina es una mala combinación de los vicios de otras naciones. Y así nos va.
Yo pensé que ya todo acabaría, pero no. Había que justificar semejante puesta escenográfica, los fuegos de artificio, la luminotecnia seguramente carísima, satisfacer la curiosidad de los 100 millones de espectadores presentes en el anfiteatro griego y el esponsoreo de muchísimas otras empresas.
Entonces llegó el turno de los países limítrofes y se sucedieron (sin ton ni son) Chile, Brasil, Paraguay, Bolivia y Uruguay con sus danzas, músicas y trajes típicos. Cerró el carnaval americano la Argentina y ahí me emocioné, porque solamente en un evento como este podía aparecer como representación de nuestra patria el Pericón[338].
Ya todo parecía dispuesto para su terminación (incluso había pasado una coreografía futurista que parecía aludir a la manipulación genética de las vides), pero de nuevo no fue así: ahora tocaba el turno a una sucesión completamente azarosa y sin sentido de danzas criollas dispuestas para que los 650 bailarines, actores y figurantes se movieran por el escenario (todo era tan gigantesco que no importaba nada lo que hicieran), mientras desde una consola alguien trataba de conseguir efectos lumínicos agradables para la audiencia.
Lamenté no haber podido estar allí de cuerpo presente porque estoy seguro de que todo hubiera sido más impactante que por la pantalla de televisión, donde lo que resaltaban eran los textos, bastante malos (para mi gusto), aunque de ritmo muy logrado. Anoté algunas frases: “con el alma henchida de sueños cosecheros”, “un pentagrama de notas presentidas”, “la esperanza frutal de sus desvelos” y, sobre el final, las palabras de la Madre Tierra otra vez: “Abrid el cauce de las alegrías. Impaciente lo reclama el vino nuevo”.
La sucesión última de danzas criollas nos resultaron aburridas, así que tuve que ceder el control remoto y me perdí la elección de la reina 2005. Grabé la repetición del programa para atesorarlo y para mostrárselo a mis hijos, que (producto como son del neoliberalismo y la globalización) han perdido casi todo el contacto con las cosas nuestras, con la autoctonía.