Que nadie se confunda: Porno, el cuarto largometraje de Homero Cirelli[352] es mucho más y mucho menos que pornografía.
Se trata de una película que, como es habitual en el cine de Homero, juega con el formato del documental para llevarlo a sus límites (a su extenuación: allí donde el documento se transforma en monumento, y viceversa). Porno es mucho más (y mucho menos) que documentalismo y es más bien un raro ensayo cuyo mérito principal radica en haberse propuesto separar obscenidad y pornografía, fantasmagoría y cultura. Lo porno de Porno es apenas su pretexto: un grupo de personas (de personas corrientes, habría que agregar) se reúne en una casa de campo para realizar una película pornográfica y la cámara de Cirelli (como si se tratara de un mero making off) registra el proceso de registro de esas hipotéticas algarabías de la carne.
Cine dentro del cine: la película porno a cuyo rodaje asistimos no puede ser más precaria y patética aun cuando sea la clave de todo lo demás. Los actores son bastante malos en su performance erótica, el director lleva anotadas las pocas ideas que tiene en un cuaderno espiralado, la iluminadora considera pertinente mover el foco de luz según los movimientos de cámara, con lo que uno puede sospechar el resultado más parecido a un ejercicio expresionista a la Murnau que a cualquiera de las delicias a las que la industria del porno tiene acostumbrados a sus clientes. ¿Por qué el porno interesa en Porno? Porque es el índice de una cierta excedencia y, por lo tanto, una descripción del estado de la cultura, pero también un índice sobre relaciones de fuerzas imaginarias.
Hay industria porno, en principio, porque hay industria cinematográfica y hay industria cinematográfica porque hay excedentes económicos que permiten patrocinar una cierta cultura. La Argentina, uno de los principales países productores de cinematografía en el mundo, tiene también una consolidada industria pornográfica (que incluye incluso producciones del complicado subgénero gay), varias de cuyas películas han sido exhibidas en los canales de cable destinados a calmar la fiebre carnal de los varones.
De modo que Porno lleva el razonamiento hasta el colmo e imagina un making off de una película pornográfica. Y, todavía más, imagina una obra de arte (un “monumento”) con los restos de ese making off: las distracciones del camarógrafo, los errores de todo tipo, los intervalos entre secuencia y secuencia, la vida cotidiana del equipo de rodaje, el “fuera de cuadro” (un perro que juega con un envase de leche, los autos que pasan, las laboriosas hormigas, el espectáculo del campo bonaerense debidamente domesticado y convertido en casa de campo con pileta).
Lo obsceno de Porno no radica en el modo en que exhibe la mecánica sexual (en lo que la película, porque le interesa otra cosa, es muy medida). Lo obsceno de la mirada de Cirelli tiene que ver con la exhibición de la cultura como un conjunto de figuras y una serie de comportamientos. En el caso de la cultura argentina: el asadito, el mate, la voracidad (hay tantas secuencias de gente comiendo como de gente fornicando), la charla (desde “la familia” hasta las mejores maneras de copular con una oveja), la improvisación y la precariedad de todo lo que se realiza[353].
Así, parece decir Porno, funciona la industria del entretenimiento. Pero mucho más allá de ese argumento que haría del cuarto largometraje de Cirelli apenas un atinado cuadro de costumbres, se deja leer una hipótesis sobre la cultura: si se trata de algo que solo existe en relación con los excedentes económicos (lo que se llama, una cierta riqueza), los caracteres y comportamientos que arquetípicamente asociamos con la cultura (esa pesadilla de la que no atinamos a despertar) corresponden en realidad a una cultura, la que tiene excedentes económicos para financiar caprichos culturales, porque el rendimiento de la soja (o el petróleo, o el café: en fin, cualquiera de los recursos que especifican hoy a las “repúblicas novomundanas”) así lo permiten. Partida en dos o completamente fracturada la patria, sin embargo se reconoce como “cultura” lo que se corresponde con la zona económicamente más rica y su cultura metropolitana (en el caso de la Argentina: el campo bonaerense, Buenos Aires).
Habiendo perdido su potencia integradora, las culturas nacionales operarían hoy como un gigantesco dispositivo de exclusión y diferenciación social. La distancia que hábilmente coloca Cirelli entre Porno y la película pornográfica cuyo rodaje registra no puede ser más elocuente en ese punto. La cultura ya no sirve como mapa y por eso no es casual que la primera larga secuencia de la película encuentre a sus protagonistas perdidos entre rutas, autopistas y extravagantes nombres de country clubs, esas ciudadelas del pánico que pueden observarse en los rústicos arrabales de cualquier ciudad novomundana.
Que nadie se confunda: Porno solo es obscena porque exhibe obscenamente los rasgos más deleznables de la cultura actual y transforma los sueños nacionalitarios en una pesadilla: una fiesta carnal en comparsa de mucamos y sirvientas impúdicos.