Loca, inmoral, perdida, cruel, incomprensible, independiente, fría como el hielo aunque capaz de las más intensas pasiones, espontánea y calculadora, demoníaca más allá de las apariencias, la mujer fatal es la que arrebata, arrastra, condena. ¿A quién? Al hombre, por supuesto. El mito de la mujer fatal no hace sino condensar los terrores masculinos ante el secreto de los goces femeninos[251].
El psicoanálisis nos acostumbró a pensar que no hay mujeres locas, sino que la mujer es, directamente, la locura del mundo. Devenidas en militantes, las mujeres no hicieron sino invertir ese prejuicio para decir que sí, que lo que la mujer hace es arruinar la falsa calma del régimen patriarcal. No es que la mujer enfrente al orden del varón sino que lo arruina por dentro, aniquilando su centro, haciendo del que se creía amo del cosmos un títere de sus caprichos: Salomé, Lulú, Lolita. Las mujeres fatales, a lo largo de la historia, obligan al hombre a hacer lo que más teme y lo que más quiere: pronunciar con voz quebrada esos nombres en lo que todo es blando, líquido, apenas palpitante. Al hacerlo, el hombre siente que renuncia a su potencia genitora, a su genius. Se vuelve tonto, esclavo, objeto de la burla de los otros.
La primera mujer fatal del cine (y, sin duda alguna, su arquetipo) fue Louise Brooks (1906-1985). A los quince años, la bellísima niña abandonó su Wichita natal (Kansas) con rumbo a Nueva York para no volver nunca. No sabemos si bailaba realmente bien, pero su performance en los escenarios neoyorquinos la llevó a Berlín, a Hollywood, y más allá. Su primer crédito cinematográfico es de 1926, pero fue su aparición como Lulú en La caja de Pandora (Georg Pabst, 1929), su décimoquinto papel en la pantalla, la que la llevó a ocupar el lugar privilegiado que tiene en la imaginación sentimental.
Pandora, la primera mujer sobre la tierra según la mitología grecorromana, fue la que sedujo a Epimeteo antes de entregarle la famosa caja (“Es un regalo de Júpiter”, le dijo). Epimeteo abrió el regalo de los dioses (en otras versiones más militantes del mito es Pandora la que abre la caja por curiosidad) y dejó salir de ella todos los males que aquejan al hombre desde entonces: reumatismo, gota, afecciones venéreas (dolores que debilitan el cuerpo humano), y envidia, despecho, venganza (lo que pudre el alma de otro modo pura y solidaria). La Esperanza no alcanzó a salir antes de que la tapa se cerrara y quedó sepultada en el fondo de la caja.
Pandora dejó suelto en el mundo la plaga del deseo desesperanzado de aquello que no se conoce por principio (la mujer). Pabst comprendió el mensaje que le llegaba desde el inicio de los tiempos y dijo: el goce femenino es nuestra ruina y la mujer fatal al mismo tiempo nos arrebata y nos aniquila porque hace de su propio goce un objeto de su curiosidad. Pabst había visto alguna de las películas previas de Louise Brooks y decidió que solo ella podía prestarle al fantasma imaginado por Wedekin sus predicados: su cuerpo a la vez etéreo y macizo, su mirada intensa, su sonrisa, los movimientos y el emblemático corte de pelo. La caja de Pandora es un melodrama sombrío sobre una mujer bella que provoca la desgracia de quienes la desean (es decir, todos: un doctor honorable, su hijo inocente, una condesa vagamente lesbiana). En la escena final Pabst entiende que la única salida es interponer a Jack el Destripador (aquel que buscaba en las vísceras de sus víctimas los secretos del goce femenino) en el penoso camino de Lulú. La imaginación sentimental de Pabst ató definitivamente la belleza devastadora de la carne femenina y el punto de vista aterrado del varón. La película sufrió censura y mutilaciones en todo el mundo, pero Lulú había llegado al cine a quedarse para siempre.
Louise Brooks no sobrevivió a la sonorización del cine. Le faltaba la voz, que es lo que Greta Garbo (1905-1990) podía ofrecer, además de una belleza sobrenatural e inquietante. En Mata Hari (1931) desempeña a la más grande espía de todos los tiempos, la que seduce a los hombres para arrancarles sus secretos. Al traicionarlos con un beso, Garbo señalaba que no es solo fatalidad lo que se esconde en la mujer fatal, sino también el cálculo profesional. La mujer es capaz de hacer con su goce (y con el goce del otro) una intriga política. La contracara es La dama de las camelias (1936), donde vuelven las eles a los labios, y donde no es tan importante que Garbo niegue su amor para ahorrarle al amado el desprecio de su padre, sino el anonadamiento en que el varón queda sumido cuando se siente víctima del capricho de la mujer fatal. Al final, como es de rigor, ella muere y solo muerta puede perdonársele que haya sido, a fin de cuentas, una mujer altiva que hizo de su curiosidad por los goces de la carne una carrera mundana.
La tercera de la tríada sublime que pudo llevar con soltura el look del cielo fue Marlene Dietrich (1901-1992), en cuyo nombre la ele ya choca con una erre que hace ruido. Sus contemporáneas cuentan que, en el teatro, mientras ellas tenían que entregarse a los más disparatados excesos actorales para llamar la atención del público, a Marlene le bastaba con sentarse en una silla, cruzar las piernas (las piernas de Marlene), encender un cigarrillo y mirar el vacío para que el tiempo se detuviera para siempre.
En El ángel azul (1930), Marlene es una regordeta cantante en un cabaret de mala muerte al que concurre un gran burgués. Fatalmente, el Prof. Rath sucumbe a los hechizos combinados de las piernas, la voz y la mirada de Lola Lola y, al pronunciar ese nombre maldito, se deshace en un pozo de impotencia y autoconmiseración. Ni siquiera Marlene pudo salvarse de una condena masculina (cierto que irónica): el final de Morocco (1930) la encuentra rendida (¡a ella, que había llegado como la última Pandora a aniquilar la confianza del varón en su entereza!) ante el inclaudicable legionario Tom Browne (Gary Cooper). La última escena la muestra sacándose los zapatos de taco aguja y hundiendo sus piernas (¡las piernas de Marlene!) en la arena del desierto para seguir a su amor como una cuartelera más.
Por supuesto, Hollywood pronto comprendió que no era prudente quedarse a esperar que aparecieran esas mujeres arrebatadoras, incontrolables, peligrosas y deseables (por todo lo anterior). Más rentable era fabricarlas como un producto y ver qué sucedía. Algunas sobrevivieron a la empresa y otras no. La jovencísima modelo Lauren Bacall fue obligada por Howard Hawks a transformar su voz, llevándola de un chillido nasal parecido al de Fran Drescher (“la niñera”) a ese pozo de gravedad acariciadora que tan bien combinaba con su sinuosidad al caminar, sus movimientos felinos y su elegancia meditada. Lauren Bacall alcanzó la fama a sus 19 años representando a Marie Browning en Tener y no tener (1944) y se quedó con el corazón de su coestrella, Humphrey Bogart. Para Lulú o Lola Lola podía haber resultado fácil, después de todo, deshacer en el puño de sus labios a sus víctimas, burgueses maduros y poco experimentados en los asuntos de la carne. Lauren Bacall estaba hecha de otra madera, la que hacía falta para poner en riesgo al menos sentimental de todos los galanes de la época. Le bastó susurrar en su oído una de las frases más famosas del cine clásico: “Sabes como silbar, ¿no? Basta con que pongas los labios juntos y… soples”.
Rita Hayworth tuvo un entrenamiento más difícil. Al principio de su carrera tuvo que lidiar con el capricho de algunos productores, que pretendían que cantara y bailara, cosa que no le quedaba bien a su cuerpo de pelirroja maciza. Más de una vez cambió de nombre (hizo más de diez películas como Rita Cansino), antes de que un guión bizarro como pocos le permitiera lucir su sex appeal arrebatador en Gilda (1946), donde un vago casino de una muy aproximativa Buenos Aires se convierte en el escenario de las pasiones encontradas de varios hombres por la misma mujer, lo que en el contexto de la imaginación sentimental de los varones lleva fatalmente al crimen.
Recién entonces pudo despegarse de la sexualidad pesada que los varones de Hollywood atribuyen a las mujeres latinoamericanas (Jennifer López, Jessica Alba, Salma Hayek). En La dama de Shanghai (1947), Orson Welles la tiñó de rubia, la adelgazó y le devolvió el misterio y la falsa fragilidad que todas las herederas de Lulú necesitan. En 1953, en el punto más alto de su esplendor, Rita hizo de Salomé para que no quedaran dudas de que ella era capaz de pedir y obtener en bandeja la cabeza de quien quisiera.
El caso de Jane Russell (1921) es un poco triste. Huérfana de padre, tuvo que trabajar desde muy chica para sostener la casa familiar. Presionada por su madre, consiguió ahorrar la pequeña fortuna que le costarían sus estudios dramáticos. En 1943, Howard Hughes la volvió famosa (y censurable) con El forajido, una película bastante menor pero que ponía todo el tiempo en primer plano los 96 y medio centimetros de busto que serían la perdición de Jane. Para colmo de males, fue obligada firmar un contrato de exclusividad con Hughes durante siete años. Hizo pocas películas y en todas ellas quedó siempre relegada al papel de teta parlante. Recién en Los caballeros las prefieren rubias (1953) pudo desempeñar un papel a la altura de su talento: una mujer cínica y experimentada que sabe cómo controlar a los hombres (la contraparte perfecta de la “inocente” Marilyn Monroe). Pero ya era tarde. La marea pop estaba llegando a su apogeo e iba a transformarlo todo.
Con su carga de liberación sexual, voto femenino, igualitarismo laboral, control de la natalidad a cargo de las mujeres y teorías psicoanalíticas que desmantelaron los misterios de la atracción sexual, la posguerra volvió prácticamente imposible cualquier metafísica de la carne. De la mujer fatal o la vamp, el cine pasó a las heroínas o malvadas.
Barbarella, Ripley, Gatúbela, Lara: gotas de sexualidad líquida en el combate de los sexos. Jane Fonda, en Barbarella (1968), fue la primera de una larga lista que incluye a Gatúbela de Batman regresa (1992, Michelle Pfeiffer), Lara Croft de Tomb Rider (Angelina Jolie, que en Alexander se atrevió a dar muestras de todo lo que será capaz cuando madure) y, en un más allá de belleza, sensualidad y eficacia asesina, la Novia de Kill Bill (Uma Thurman, que en sus primeros papeles había incursionado con éxito en la piel de la mujer fatal: Henry & June, por ejemplo). Son, ya, mujeres que patean paladares y cuya potencia sexual se vuelve fuerza de aniquilación solamente combinada con la ingesta de sustancias alucinógenas y la práctica de artes marciales. Nada que ver con el lánguido desdén, los misterios de Pandora o la capacidad de arruinar la vida interior de los varones de sus antecesoras.
La única que intentó ocupar ese lugar imposible (y así le fue) fue Sharon Stone, que venía de derrotar a puñetazos a Arnold Schwarzenegger en El vengador del futuro (1990). En Bajos instintos (1992) le hicieron cruzar y descruzar las piernas y el mundo creyó ver, abierta por última vez, la caja de Pandora. La esperanza, sin embargo, volvió a quedar guardada: Sharon tuvo un episodio cerebrovascular, quedó loca de atar y solo apta para papeles como la villana de Gatúbela (2004), Laurel Hedare, una mujer de mármol obsesionada por el envejecimiento y tan empastillada como Nicole Kidman, tal como se la ve en las ceremonias de entrega de los Oscars, quien en Moulin Rouge! (2001) ofreció una mezcla tan calculada y tan carnavalesca como inverosímil de Louise, Garbo, Marlene, Lauren y Rita: el cementerio cantado de la mujer fatal.
Nos queda, claro, la esperanza: ¿qué será de Dakota Fanning, la niña prodigio, cuando crezca? Ojalá que la imaginación sentimental le permita revivir a Pandora y que el punto de vista aterrado del varón no pretenda aniquilar esa suave fuerza misteriosa y grave. La queremos Lulú, la sabemos Lolita, la soñamos Lola.