Familias, hombres, mujeres, niños y niñas: figuras fantasmáticas de un adentro que se resiste al borramiento de sus límites. No hace falta recordar a Engels (El origen de la familia, la propiedad privada y el estado, 1884) ni a Marcuse (esos paladines de la dialéctica hegeliana) para darse cuenta de la relación íntima entre esas unidades fantasmáticas y los procesos de explotación capitalista.
¿Pero no aparece el monstruo, siempre y cuando menos se lo espera, en el interior de esas instituciones de la reproducción biológica? ¿No hay una relación siempre de umbral y de apertura entre la casa[296] y la calle, la ciudad y el campo (“el horizonte de un suburbio”), lo categorizado y lo queer? ¿No hay, además del espacio liso de la pura intemperie y el espacio estriado de la cultura (los cultivos) un espacio agujereado? ¿No está el espacio, como el tiempo, para siempre agujereado? ¿Y no es el espacio agujereado la proyección en la tierra del cielo, ese cielo, y sus constelaciones? ¿No es en la danza de las fantasmagorías donde la ruina del mundo conocido y el des-astre encuentran su sentido (su vacío de sentido)?
Un ex campeón de box que viene huyendo de su decadencia despierta en un tren y ve por la ventana el nombre de la estación de un pueblo perdido en medio de la Madre Rusia: Mar_s, lee. Y Boris decide bajar del tren. El pueblo, en realidad, se llamaba Marks pero el derrumbe del comunismo se llevó, junto con esa letra, el sentido del mundo. El minúsculo villorrio vive enteramente de la fabricación de muñecos de peluche que, dado el estado incipiente del capitalismo, circulan a la vez como mercancía y como moneda. Boris conoce a Gregori, enamorado de Greta, la bibliotecaria del lugar, cuyo mayor anhelo es escapar de ese pueblo olvidado y extraño a Moscú, en el peor de los casos, a Nueva York, París o Marruecos, en el mejor.
Cada paso de Boris en Mars está signado por el desconcierto, el pasaje de lo marxiano a lo marciano, que la película tematiza con la suave ironía que caracterizó las grandes películas de Fellini. La presencia constante de muñecos de peluche sirve por un lado como contraste de color con un paisaje predominantemente gris pero también como marca de una batalla cultural de la cual son indicio el estado completamente ruin de las instituciones y sus íconos (edificos semiderruidos, estatuas de Lenin tiradas entre escombros). Es probable que haya algo de melancolía en la mirada de Melikian (la melancolía es el tono emocional del fantasma[297]), pero sobre todo hay mucho de incerteza: lo que vendrá, en el interior de la Madre Rusia (si es que algo viene), no se sabe bien qué puede ser.
Si es verdad que el capitalismo actual es una superficie agujereada, con vastos territorios que escapan a su lógica (o, si se quiere, que han sido abandonados por ella), su extensión a la parte comunista del mundo se rige por la misma relación entre la vida y el abandono que podría verificarse en otras latitudes (América Latina, por ejemplo[298]). Lo que no llega (o tarda en llegar a ese pueblo de Crimea) es, sobre todo, el Estado en su nueva forma. Boris sorprende y agrada a los lugareños porque viene de la remota capital del Estado pero además porque maneja dinero “de verdad”.
Hay una asimetría insalvable entre Boris y los habitantes de Mar(k)s: ellos quieren escapar del agujero de sentido en el que se encuentran sin poder hacerlo. Boris, que aparentemente ha escapado de la “mafia rusa”, será descubierto por los representantes de esa manifestación emblemática (y un tanto mitológica) del capitalismo postsoviético. Toda la película se juega entre la distancia que se plantea entre el Estado y un más allá, representado por Mar(k)s.
Pero no es que Mars (2004) sea un ejercicio tardío del cine de la perestroika, del cual City Zero (1989) de Karen Shakhnazarov sigue siendo su mejor ejemplo, sino un sofisticado homenaje a una manera de contar el desconcierto. Menos cercano al cine de tesis y de ideas que a las fantasías románticas al estilo de Amélie (Jean-Pierre Jeunet, 2001).
Hay que agradecerle a Anna Melikian que haya sabido combinar la levedad del pop (que para los rusos, siempre atados al estereotipo de la “tristeza eslava”, debe de ser un problema) con una cierta sensibilidad sobre el presente que no se agota en el mero comentario de la compleja realidad postsoviética. Menos enfática que irónica (la presencia de la ganadora del certamen “Miss Trenza Rusa” y los anuncios de la “Maratón Marx-Engels” suman su potencia de irrealidad a la única actividad productiva de la que sabemos algo: la fabricación y circulación de muñecos de peluche), la película de Anna Melikian parece hacer de un vieja sentencia de Susan Sontag su divisa: “Vivimos bajo la continua amenaza de dos destinos igualmente temibles, pero en apariencia opuestos: la banalidad inagotable y el terror inconcebible”.