Llegamos a Catamarca después de haber atravesado La Rioja. Íbamos a Pomán, que fue durante algunos años capital de la provincia y hoy es la cabecera del departamento de Pomán, que ocupa el valle del mismo nombre, justo al borde de la puna y de los Andes. Íbamos a Pomán (Catamarca) para registrar el Festival de San Sebastián (patrono de la ciudad), a quien el pueblo homenajea cada 20 de enero con una misa solemne y un festival folclórico. El himno (más militar que místico) dice: “Por defensor te aclamamos/ de este pueblo de Pomán/ de este pueblo de Pomán/ que a tus plantas se ha postrado/ y su corazón te ha entregado/ solo a ti, solo a ti, solo a ti/ San Sebastián”.
Nos había costado llegar a Pomán. De hecho, una vez atravesadas las sierras de Córdoba (que no en vano fue durante la colonia la aduana seca, el límite posterior del virreinato), cuesta llegar a cualquier parte si uno se aparta un poco de esos destinos turísticos a los que acuden europeos con sed de paisaje. Entre La Rioja y Pomán hay poco más de doscientos kilómetros, tantos como entre La Rioja y Catamarca. En los mapas, Catamarca y nuestro destino están muy cerca, pero separadas por el Ambato, una cadena de montañas de la precordillera. Llegar desde la actual capital de la provincia hasta el valle de Pomán supone un rodeo que desde hace dos años se ha alargado considerablemente porque el único paso (la quebrada de la Cébila) quedó inhabilitado después de sucesivos desmoronamientos. De modo que los poco más de 150 kilómetros que separan a Pomán de la capital provincial obligan a un rodeo de cinco horas (hasta prácticamente la ciudad de La Rioja) en micros desvencijados que en el país de la soja han sido retirados de circulación. “Que nadie se enferme”, nos advirtieron al llegar, “porque si hay que llevarlo a algún lado, llega muerto”. Y también: “Van a tener aire acondicionado y televisión mientras haya luz”.
Las rutas y el transporte, los servicios y la comunicación son un problema más allá de las sierras. Es otro país, el país de los olivares, los nogales y los membrillares (regados a gota). Y después, el páramo. No es raro que los pueblos de La Rioja y Catamarca parezcan, antes que postales de otro tiempo, directamente ruinas: iglesias sin techo, casas de adobe abandonadas, viejas estaciones de tren ocupadas por caranchos, tapaderas desbaratadas por sismos que los noticieros no registran por su potencia de escaso porte.
Extenuada, esa otra Argentina (que no cesa de depositar botellas de agua en los infinitos altares de la Difunta Correa) espera intervenciones geopolíticas que la saquen de esa sensación de irrealidad que se siente en todas partes. La penúltima intervención de ese tipo fue la del peronismo histórico, que trazó líneas rectas a través de la nada (rutas, vías férreas), como si el espacio pudiera pasar de liso a estriado con tan poco. La última, más neoliberal, más cínica, más entregada a los falsos fastos de la cultura pop que inaugura Mahagonny, levantó casinos en las capitales de provincia y solo eso. Íbamos a Pomán (Catamarca) para participar del Festival de San Sebastián (una de las dos celebraciones que en la Argentina recuerdan al mártir). Llegamos a Pomán en un micro de la empresa Transmutquin, exhaustos, a la medianoche, bajo un cielo atravesado por una tormenta eléctrica sin sonido. Una hora después, el pueblo entero estaba a oscuras y bajo una lluvia torrencial sobre la cual los lugareños, no sin ironía, sentenciaban: “No hay agua mala”. Dos horas más tarde, yo tenía el primer ataque de pánico de mi vida[336].
Si me atrevo a recordar esta experiencia de turismo extremo es porque Paula Fernández y Matías Capelli hicieron algo parecido en Antofagasteño. Una celebración a destiempo (2005). Lo que el documental muestra es un improvisado festival folclórico en Antofagasta de la Sierra, un pueblo en plena puna catamarqueña, a 3000 metros sobre el nivel del mar y a casi 500 kilómetros de la capital provincial.
“El antofagasteño” es el nombre de la única empresa de transporte público con la que cuenta la localidad, y el paupérrimo Festival fue organizado como celebración de uno de sus aniversarios, en enero de 2005. Todo comienza bajo un cielo atravesado por una tormenta eléctrica muda y termina bajo una lluvia torrencial que obliga a los lugareños a refugiarse bajo techo. Antes de la precipitada fuga alguien ensaya una canción folclórica que parte el alma y unas parejas bailan sin demasiado entusiasmo.
Olvidada no solo por el Estado sino también por los operadores turísticos (la última guía de destinos publicada por ypf apenas menciona su nombre), la provincia de Catamarca es un ejemplo de esas tierras malditas que tanto abundan en América Latina y en la que muchas veces se ha pretendido fundar una cierta metafísica (el caso de Pedro Páramo, sobre el que volveré, es el más conocido, pero no el único). Lejos de intenciones tan descabelladas, los habitantes de esos lugares remotos y casi inaccesibles se reúnen para celebrar la existencia de un colectivo. Es justo que, en ocasiones así, llueva. No hay agua mala. Y es justo que Paula Fernández y Matías Capelli hayan detenido su mirada en Antofagasta de la Sierra para salvar a esa fiesta y a ese pueblo del más allá al que parecen condenados.
Ganador del festival Mínimum de la Ciudad de Buenos Aires (2005) en la categoría mejor cortometraje documental, Antofagasteño hace de la pobreza, una experiencia (como quería Benjamin). La mala iluminacion, por ejemplo, ha obligado a los realizadores a un forzamiento de la cámara que otorga a los movimientos de los celebrantes la precisa sensación de irrealidad (la pesada conciencia corporal de haber sido excluidos del banquete argentino) que la película necesitaba.