A Enrique Pezzoni
Vladimir Nabokov nació el 23 de abril de 1899 en el seno de una rica familia aristocrática que, en 1919, abandonó la Unión Soviética. Entre los 25 y los 40 años, el joven escribió diez novelas en ruso. A partir de 1940, comenzó a escribir en inglés (Sebastian Knight, publicada en 1941), lengua que prefirió a cualquiera de las otras que tenía a mano por su plasticidad (el francés, declaró alguna vez Nabokov, “no se doblega tan bien al suplicio de mi imaginación”). A partir de 1941 enseñó sucesivamente en Stanford y en Cornell, adquirió la ciudadanía norteamericana (1945), comenzó a escribir en inglés americano (Barra siniestra, publicada en 1947).
En 1955, apareció en París Lolita. Tres años después, la novela se publicó en los Estados Unidos y, en 1959, Enrique Pezzoni la tradujo para Sur y el seudónimo que utilizó entonces (Enrique Tejedor) lo sobrevivió durante muchos años en ediciones cada vez más alejadas de la original, porque la versión era tan buena que sus pocos deslices[253] y omisiones no opacaban sus aciertos.
En sus seminarios y cursos, Pezzoni nunca leyó Lolita, pero las referencias al texto nabokoviano siempre fueron constantes. Creo que mi interés en el texto fue siempre subsidiario de esa escucha que ni siquiera hoy ha cesado del todo y que persiste como escena recurrente en ciertos sueños en los que es Pezzoni el que vuelve como un espectro, “como negro humo, como un gigante demente” (307), para arrancarme nervio tras nervio.
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Los antecedentes más evidentes de Lolita (más adelante volveré sobre otros) son las Alicias de Lewis Carroll (a quien Nabokov tradujo al ruso entre 1929 y 1939), Pigmalion de George Bernard Shaw y The Enchanter del propio Nabokov, nouvelle de 1938 (la última escrita en ruso), con pederasta protagónico y la aparición de la nínfula, pero sin teoría y sin nombre.
Como en Lolita, allí el protagonista se enamora de la niña y se casa con la madre, que muere enferma. Lolita recuerda su pre-texto a través del nombre del hotel The Enchanter en el que Humbert Humbert y Clare Quilty se encuentran con sus destinos simétricos y, más directamente, en el epílogo “Sobre un libro llamado Lolita”, firmado por Nabokov.
El punto de coagulación de la historia fue la noticia de un chimpancé que, en el Jardin des Plantes, “hizo el primer dibujo que haya esbozado nunca un animal” (310). Lo que une a Lolita con aquella noticia (sea verdadera la referencia o no) es, pues, algo que tematiza lo viviente y la separación entre hombres y animales. “Ese dibujo mostraba los barrotes de la jaula de la pobre criatura” (310). En algún sentido, el tema de Nabokov es el mismo de Kafka en “Bericht für eine Akademie”: el proceso de hominización o el devenir hombre y artista del animal. En sus Lecciones de literatura[254], Nabokov ha enseñado que Gregor Samsa muere porque no se da cuenta de que puede volar. Por eso queda preso de un deseo (o el deseo es su cárcel).
Lolita, entonces, se dejarìa leer como una tragedia del deseo y la crueldad entendidos como cárceles. Humbert Humbert oscila entre la inhibición y la desinhibición de su propio deseo y su propia crueldad (solo por la vía del asesinato llega a la ascesis). Lo mismo podría decirse del narrador de la novela, que mata cruelmente a sus personajes: Lolita se publica cuando Lolita ya ha muerto, en la Navidad de 1952, al dar a luz a un niño muerto. Antes, en noviembre de ese mismo año, Humbert Humbert ha sido víctima de una trombosis coronaria, Annabel, la proto-Lolita, cedió a la fiebre tifoidea a la edad de trece años, Valeria (la primera mujer de Humbert) también muere en el parto, Charlotte, la madre de Lolita, es víctima de un accidente de tránsito “estructuralmente necesario”, Jean Farlow (su amiga) muere a los 33 años de cáncer, Charlie Holmes (el muchacho al que Lolita conoce en el campamento) muere en la guerra de Corea y Quilty es asesinado por Humbert Humbert.
Pero además de una tragedia del deseo y la crueldad, Lolita es un documento del traspaso de una cultura (el humanismo burgués) a otra (el masscult, la cultura industrial): “debía inventar Norteamérica” (311), escribe Nabokov, y esa invención lo separa de la “Literatura de Ideas” que constituye la gran tradición del realismo occidental:
Para mí, una obra de ficción solo existe en la medida en que me proporciona lo que llamaré lisa y llanamente placer estético, es decir, la sensación de que es algo, en algún lugar, relacionado con otros estados de ser en que el arte (curiosidad, ternura, bondad, éxtasis) es la norma. Todo lo demás es hojarasca temática o lo que algunos llaman la Literatura de Ideas, que a menudo no es sino hojarasca temática solidificada en inmensos bloques de yeso cuidadosamente transmitidos de época en época, hasta que al fin aparece alguien con un martillo y hace una buena rajadura [crack] a Balzac, a Gorki, a Mann (314).
En esa grieta o escisión (que es también la del “Crack Up” de Fitzgerald[255]) se instalan Nabokov y Humbert Humbert: “Mi mundo estaba escindido[256]. Yo percibía dos sexos, y no uno; y ninguno de los dos era mío” (18). Atravesado por esa grieta que bien puede llamarse imaginación pop[257], Humbert Humbert percibe los mil pequeños sexos que son el resultado de la irrupción de las líneas moleculares en lo molar. Se vuelve un experto en los nuevos dispositivos de individuación relacionados con esa fuerza de la imaginación (la pandilla, la banda, la jauría y la manada), al mismo tiempo que los condena. Humbert Humbert es un impiadoso analista de la cultura industrial de la que Lolita abreva y en la que sus fantasías se nutren.
En el mundo de Lolita, que es ya nuestro mundo, ya no hay clases, sino una iridiscencia de variables que son el resultado del desplazamiento del sentido a lo largo de una serie. En la serie de las publicaciones, Lolita o las confesiones de un viudo blanco, sigue a Do the Sense make Sense? (que no es todavía Stop Making Sense, pero lo prefigura), según el alucinado prólogo de la novela, firmado por un inverosimil “John Ray, Jr., Ph.D.”, donde además se lee:
el doctor objetará que la apasionada confesión de “H. H.” es una tempestad en un tubo de ensayo; que por lo menos el 12% de los varones adultos norteamericanos –estimación harto “moderada” según la doctora Blanche Schwarzmann[258] (comunicación verbal)– pasan anualmente, de un modo o de otro, por la peculiar experiencia descripta con tal desesperación por “H. H.”; que si nuestro ofuscado autobiógrafo hubiera consultado, en ese verano fatal de 1947, a un psicopatólogo competente, no habría ocurrido el desastre. Pero tampoco habría aparecido este libro (9, yo subrayo).
Si Humbert Humbert no hubiera estado preso de un sistema de categorización y de un dispositivo de individuación según el cual él es un “monstruo”, nos dice Nabokov, Lolita no habría existido, porque de lo que se trata es, precisamente, de la colusión de dos culturas y del terremoto que fue su consecuencia. De lo que se trata es del encuentro tenaz entre dos fantasmagorías y la onda de memoria que en esa juntura encuentra su vientre (los puntos de máxima vibración de la memoria).
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Apenas cuatro años mayor que Nabokov, Alfred Kinsey (1894-1956) era, como el novelista, un entomólogo notable. Kinsey estudiaba avispas; Nabokov cazaba mariposas (entre 1949 y 1959 viajó más de ciento cincuenta mil millas a través de los Estados Unidos acompañado por Vera). En 1938, la Asociación de Mujeres de Estudiantes de la Universidad de Indiana pidió un curso sobre sexualidad para estudiantes casados o comprometidos. Por esos extraños vericuetos de la política universitaria, la encomienda recayó en Kinsey. El resultado es conocido: en 1948 apareció Comportamiento sexual del hombre y en 1953 Comportamiento sexual de la mujer, dos libros que estabilizan la imaginación sexual de la cultura pop.
El método Kinsey, como el de John Ray Jr., es esencialmente cuantitativo: entre 1938 y 1952 se realizaron 18.000 entrevistas cara a cara sobre 521 ítems totales sobre la experiencia sexual de las personas (Kinsey realizó personalmente casi ocho mil de esas entrevistas). Las respuestas, tabuladas y cuantificadas, alarmaron a la sociedad norteamericana[259].
Dado que sería imposible, según Kinsey, sostener clases excluyentes en relación con experiencias sexuales, el científico propuso una escala de siete escalones (de 0 a 6[260]), cuyo parentesco con las tablas del sistema de clasificación demográfica, según niveles de poder adquisitivo establecido a mediados del siglo pasado por el National Readership Survey (A, B, C1, C2, D1, D2, E), es evidente. Una tecnología para la tipificación del público lector (es decir, para reorganizar en cierta forma lo que la noción de “masa” había desorganizado para siempre) coincide con (deviene en) una tecnología para la tipificación de comportamientos sexuales. Al haber utilizado un sistema de nominación numérica, sin embargo, Kinsey identifica el grado cero de la sexualidad con la exclusividad heterosexual, con lo cual su modelo no deja de ser un modelo de “desviación” progresiva respecto de una norma. Lo ordinal y lo cardinal se confunden en la escala de Kinsey, lo que en algún sentido demuestra la gravedad de lo que estaba en juego.
Entre las conclusiones “dogmáticas” a las que Kinsey llegó luego de analizar sus Comportamientos (y que por eso mismo, siguen siendo objeto de polémicas), se destacaba la genética bisexual (que seguramente Kinsey había leído en una lectura apresurada de Freud), según el cual es la cultura la que determina la sexualidad innatamente bisexual (indeterminada) de los seres humanos. Los niños, por otro lado, sostenía el entomólogo, como el resto de los mamíferos, están predispuestos a la actividad sexual desde que nacen. Las actividades sexuales entre niños y adultos forman parte de los “desahogos sexuales” (“sanitary relations”, en la terminología de Humbert Humbert). En circunstancias apropiadas (cuando hay afecto genuino y el contexto cultural y legal no es represivo), esas relaciones pueden ser enriquecedoras para el niño, de donde se deduce la importancia de la educación sexual.
Desde el primer momento, e independientemente de su valor de verdad, los Comportamientos fueron un éxito instantáneo, porque ligaba bien con el imaginario de una época que había hecho del desorden de la clasificación (y de la reclasificación) uno de sus cantos de batalla y que necesitaba su propio canto de sirenas (su propio silencio). Era como salir, tal vez, de una opresión de siglos[261].
Como los Comportamientos de Kinsey, cuya retórica parodia desde el comienzo, Lolita solo puede existir en y por la cultura norteamericana (es decir: en ese momento de mutación cultural y antropológica que coincide con la expansión de la cultura norteamericana como cultura industrial global).
Como Kinsey, Nabokov es un entomólogo y un taxónomo. De lo que se trata, en Lolita, es del sistema de clasificación (como cárcel o como condena) y de la teoría (contracultural) de la marca[262]: la nínfula no es una niña cualquiera, es una niña qualunque (nada que ver con la belleza), pero es una niña marcada. Eso es lo que la vuelve una figura monstruosa, objeto de la fascinación: la nínfula es la ninfa extática (maníaca), cuando era niña (¿cuántos años tiene la ninfa Cloris, cuántos años tiene Flora?).
En un contexto cultural que involucra ya el ethos de una avanzada sociedad de consumo y el desorden de la clasificación, lo que se impone es un régimen escópico nuevo que viene de la cultura cinematográfica y sus fantasmas[263]. Como Judy Garland y Liz Taylor, Lolita es una starlet:
Wanted, wanted: Dolores Haze
Hair: brown. Lips: scarlet.
Age: five thousand three hundred days.
Profession: none, or “starlet” (253).
Pero esa starlet, dice Humbert Humbert, no cabe en el repertorio fantasmático de figuras del star system. Lo que brilla en ella es un pasado (y un límite) anterior, es el silencio de las sirenas, el éxtasis ninfeico, la onda mnemónica de la especie, que se remonta hasta “las hijas pre-núbiles del rey Ekhnaton y la reina Nefertiti” (22). Por eso el poema dice la edad en días: la cifra de una prehistoria (la infancia como prehistoria). La mirada de Humbert Humbert se preocupa también por ese límite anterior de la clasificación, cuando las figuras de una fantasmagoría podía existir en un más allá de la cultura (cuando la niñez, por ejemplo, no había sido estatizada). Lolita es la construcción de una mirada y por eso la escisión (el split) alcanza a la niña (real) haciéndola devenir nínfula (imaginaria):
Lo que había poseído frenéticamente, cobijándolo en mi regazo, empotrándolo [encasing her], no era ella misma, sino mi propia creación, otra Lolita fantástica, acaso más real que Lolita. Una Lolita que flotaba entre ella y yo, sin voluntad ni conciencia, sin vida propia (64-65).
Hay que ser artista y loco, un ser infinitamente melancólico, con una burbuja de ardiente veneno en las entrañas y una llama de suprema voluptuosidad siempre encendida en su sutil espinazo (¡oh, cómo tiene uno que rebajarse y esconderse!), para reconocer de inmediato, por signos inefables –el diseño ligeramente felino de un pómulo, la delicadeza de un miembro aterciopelado y otros indicios que la desesperación y la vergüenza y las lágrimas de ternura me impiden enumerar– al pequeño demonio mortífero entre el común de las niñas: y allí está, no reconocida e inconsciente ella misma de su fantástico poder (20).
El régimen escópico que la novela tematiza encuentra en la anamorfosis de los espejos deformantes los fundamentos de su lógica. Por eso, Lolita se deja leer bien como anamorfosis de la pederastia griega y Humbert Humbert se ve a sí mismo perseguido por un Erlkönig heterosexual[264].
Espejos deformantes de la fantasmagoría: Vivian Darkbloom, esa otra de Clare Quilty que es el doble de Humbert Humbert[265], esa “máscara –a través de la cual parecen brillar los dos ojos hipnóticos”–(7), ese nombre reduplicado que separa lo mismo en dos mitades diferentes, un ser insensato que, sin conocer nada sobre sí, sueña y piensa, y un ser condenado al exilio por la concupiscencia de la carne, Vivian Darkbloom es un anagrama de Vladimir Nabokov. En esa larga cadena de figuras fantasmáticas, Nabokov queda como doble deformado de Humbert Humbert: no hay identificación entre autor y narrador. Lo que para uno es un dispositivo de ascesis y liberación, para el otro es un ensayo de interpretación y de transgresión cultural[266].
Lo que los une, claro, es la fascinación que, ya desde Virgilio (“que pudo cantar a la nínfula con un tono único, pero quizá prefería el perineo de un jovenzuelo” [22])[267], liga sexo y espanto y establece el nacimiento de la culpa[268]. La humanitas clásica no es tanto falócrata como fascinócrata y contra ella levanta la imaginación pop su protesta contracultural. Lolita usa el mismo vocabulario de la fascinación para llamar a sosiego a sus fantasmas y así como recuerda a esas “novias de diez años forzadas a sentarse en el fascinum, el marfil viril en los templos el saber clásico” (22), llama a Humbert Humbert “fascinated sufferer” (245).
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Lolita puede leerse como una tragedia del deseo: el deseo como cárcel, el deseo imposible, el sexo y el espanto (la crueldad). El amor es desesperado (porque no tiene esperanzas). Habría, allí, una fantasmagoría para la cual sexualidad e inhibición (del propio deseo) funcionan como tecnología del yo (como ascesis): mejor que desear (mejor que ser deseado por la nínfula) es cazar mariposas vivas y pincharlas en un tablero.
En relación con esta avenida de sentido (la más evidente), Lolita, sobre todo desde el punto de vista de Nabokov, es subsidiaria de la estética idealista[269]: el arte como reconciliación, el arte como cancelación de los conflictos (“Pienso en bisontes y ángeles, en el secreto de los pigmentos perdurables, en los sonetos proféticos, en el refugio del arte. Y esta es la única inmortalidad que tú y yo podemos compartir, Lolita” [307]).
Por eso se insiste en destacar el carácter imaginario de la nínfula: es una construcción estética (sin materia), depende de una mirada, que es la mirada del esteta (Humbert Humbert, Claire Quilty), del que puede ver lo demoníaco en la starlet. Al mismo tiempo, no se puede ignorar que en Lolita el esteticismo (los estetas) mueren y, con ellos, los objetos sobre los que depositaron su mirada. Como en el caso de la Medusa (Gorgo, Gorgona): la mirada fascinada mata.
En la tradición hermenéutica que pasa por el marxismo y el freudismo (vertientes ambas de las que Nabokov abomina), se trataba siempre de demostrar la materialidad de la Idea, porque lo que se presupone es, precisamente, el idealismo como cultura hegemónica. Pero Lolita está ya en otra parte: si la imaginación pop no fuera directamente materialista (el bajo materialismo que la arrastra), sería, por lo menos, post-idealista. Nabokov recurre, para “inventar Norteamérica”, a un “tema prohibido”, el amor por la infancia. Lejos de su declarada pretensión de l’art pour l’art, la novela sostiene una voluntad de transgredir determinadas prohibiciones de discurso.
Por esa vía, la transgresión, al mismo tiempo que se pretende desmontar una cultura (por la vía del sarcasmo y de la sátira, la mayoría de las veces), Nabokov queda atrapado en ella. Al elegir descomponer desde dentro la cultura norteamericana, Nabokov tuvo que esperar el advenimiento de esa cultura (lo que explica el carácter “tardío” de Lolita y de la fama de Nabokov), es decir, tuvo que esperar la posibilidad de inscribirse en ella para mejor transgredirla. Porque Lolita (Nabokov no es Ginsberg o Gore Vidal[270]) no se postula como ejercicio ascético (una investigación del propio deseo) sino como objeto transgresor (y por eso mismo, cultural): un dispositivo de examen antropológico/entomológico que, al mismo tiempo que descalifica un mundo, lo inventa, mediante una política de la fascinación que organiza el régimen escópico.
Si Lolita es una tragedia del deseo lo es porque no deja oír la utopía de lo indeterminado (de lo no legislado, de lo no clasificado y lo desclasificado) que sostiene la imaginación pop. Como Ulises, Nabokov también cree (o no, jamás lo sabremos) en el poder de los taponcitos de cera en contra de la potencia de las fantasmagorías.
Los cambios culturales promovidos por la imaginación pop afectan en primer término al arte (porque es el universo de lo gratuito y lo indeterminado), en segundo término a la cultura (que es el desorden de la clasificación) y, en tercer término, a la civilización (a la política). Al mismo tiempo, afecta a la separación misma de esas esferas antes relativamente autónomas, estableciendo entre una y otra una relación de grieta, de hendidura, de split (y no de corte): “cultura” y “civilización” son aporísticas en el contexto de la imaginación pop (la lógica del puro presente, y es por eso que la infancia se vuelve un tema complejo para el Estado[271]).
En Lolita, la infancia misma aparece como insostenible: la niña y el niño pueden elegir en el mercado, pero no pueden contar, entre los “derechos de la infancia”, el “derecho al rapto”[272]. En Kidnapped de Stevenson, David Balfour se va de viaje por Escocia con Alan. En The Pupil de Henry James, el joven Morgan suplica a su preceptor que se lo lleve (“partiría como un dardo si me llevase con usted”). En esos textos, el “seductor” aparece como un genio maléfico que el niño necesita para garantizar su propia existencia. Por eso hoy el rapto (sobre todo el rapto de menores) resulta culturalmente más abominable aún que el asesinato: hay que censurarlo, precisamente porque hay deseo de él. Lolita le ruega a Quilty que la rapte y llama “traidor” a Humbert Humbert porque se ha casado con su madre.
Humbert Humbert es un perverso y un héroe trágico del fracaso, porque sostiene al mismo tiempo dos regímenes diferentes: el rapto (Erlkönig) y la familia (padre sustituto). Lo que Humbert Humbert no entiende (y de ahí su patetismo) es el deseo del otro (el deseo de la nínfula). Esa es la falla, la grieta, el agujero y la aporía: sexualizar el cuerpo de la infancia para declararlo al mismo tiempo intocable y, además, libre de deseo (pura polimorfía), haciendo coincidir dos de los procesos históricos descriptos por Foucault en la Historia de la sexualidad[273]: la histerización del cuerpo de la mujer y la pedagogización del cuerpo del niño. De los tres “temas prohibidos” que Nabokov enumera en Lolita, dos de ellos tienen final feliz mientras que la paidofilia, en cambio, convoca a una muerte generalizada (como una guerra).
El dispositivo foucoultiano genera cuatro figuras, cada una de las cuales encuentra su correspondiente fantasma en Lolita: la mujer histérica (Dolores Haze), el niño masturbador (todos los de la novela, incluyendo al narrador), la pareja malthusiana (los Farlow) y el adulto perverso (Humbert Humbert). En Lolita, esas cuatro figuras mueren (se desploman bajo su propio peso) y amenazan con volver como fantasmas porque lo que se ha derrumbado es el sistema clasificatorio mismo.
Humbert Humbert aparece en el desorden de la clasificación que constituye la imaginación pop. Pero en lugar de trascender ese desorden, se reconoce como el monstruo que dicen que es según un sistema de clasificación ya caduco e irreconocible como tal[274]. El monstruo vuelve (volverá, puede volver[275]) porque ha quedado preso de un sistema de clasificación espectral.
Así como la nínfula es un objeto imaginario (fantasmático) de deseo, Humbert Humbert es un sujeto (fantasmático) de deseo y ese combate entre fantasmas es lo que explica la inversión genérica que domina la atracción en la novela (tema que Nabokov, por otro lado, encuentra servido en Proust[276]). El género de la nínfula es diferente del género femenino. Está más allá de la humanidad, incluso, y la sola mención de La sirenita (174) alcanza para transformar a la seducción en fascinación y a la niña en monstruo.
Además, sobre el género femenino se declara el pánico heterosexual (si tal cosa existiera): “esa cosa chata y lamentable que es ‘una mujer atractiva’” (75). La fascinación de la mirada lleva a Humbert Humbert a reconocer a la nínfula en cualquier cuerpo y en ninguno:
Uno de los bañistas acabada de salir de la pileta y semioculto por la sombra ramificada de los árboles, permanecía inmóvil, asiendo las puntas de la toalla que le rodeaba el cuello y siguiendo a Lolita con ojos ambarinos. Así permaneció, en el camouflage de sol y sombra, desfigurado por el claroscuro y por su propia desnudez, con el pelo negro y mojado, o lo que subsistía de él, pegoteado en la redonda cabeza, el bigotito convertido en un tizne húmedo, la lana de su pecho extendida como un trofeo simétrico, el ombligo palpitante, las piernas hirsutas cubiertas de gotas luminosas, su pantalón de baño ajustado, negro, empapado, henchido y tenso como un escudo acolchado sobre el grueso bulto de toro de su animalidad invertida y escindida. Y mientras miraba su cara oval y atezada, comprendí que si algo había reconocido en él era el reflejo de la actitud de mi hija: la misma beatitud, la misma expresión, aunque horriblemente desfigurada por su masculinidad (235).
En un momento particularmente sensible de la relación entre Humbert Humbert y Lolita, este accede a que la nínfula participe en una obra de teatro, “provided male parts are taken by female parts” (196)[277]. Más que un problema de representación, lo que parecería estar planteando Hunbert Humbert, incapaz ya de distinguir entre naturaleza y actuación, es un problema de performance: ¿cómo es legítimo actuar en un más allá de las categorías?
Humbert Humbert considera “un símbolo bastante bueno” (224) de su relación escópica con Lolita (con la nínfula) una escena entrevista en una vidriera:
Un joven atractivo estaba limpiando con una aspiradora un tapiz raído sobre el cual había dos figuras que parecían devastadas por una ráfaga de viento. Una estaba completamente desnuda, sin peluca ni brazos. Su estatura relativamente baja y su sonrisilla sugerían que vestida representaba –y representaría, vuelta a vestir– una niña de la edad de Lolita. Pero en su estado actual carecía de sexo (224).
Lo que se ve, según el dispositivo anamórfico de la imaginación pop, es el cuerpo desmembrado y desclasificado de la nínfula. Es la transformación de la pederastia griega (una institución pedagógica) en una relación imposible y bloqueada para siempre. Es la razón por la cual las últimas palabras de Humbert Humbert a Lolita son: “Be true to your Dick” (309).