Uso el método Sontag, comienzo con un dato autobiográfico. En el mes de febrero de 1992 se terminó de imprimir el que probablemente haya sido mi libro más dichoso, El pequeño comunicólogo ¡ilustrado!, que puse bajo la hipotética autoridad de “Daniel Link y sus amigos”: Rolando Barto, Miguel Fucó y Susana Domingo, entre otros, a quienes cada tanto les cedía la palabra. Era un libro relativamente experimental (su objeto, “los medios masivos de comunicación”, lo era por entonces) destinado a la escuela secundaria y mediante el procedimiento de hacer hablar a las voces que me habían inspirado, suponía, declaraba la deuda de una vida entera y ponía mi relación con aquellos cuyos libros había leído con reverencia bajo el más fantasmagórico de los predicados: el amigo.
Siempre leí así la obra de Sontag, como la de una amiga distante a la que podía pedirle consejo. Nunca hubo entre nosotros una de esas ásperas discusiones que ponen fin a un idilio o una complicidad y que transforman a los viejos amigos en portaestandartes de bandos irreconciliables, pero de algún modo sentí que nuestros gustos estéticos y nuestros horizontes imaginarios se separaban. Teníamos, de todos modos, amigos en común (Barthes, Benjamin, Edgardo Cozarinsky). De Roland Barthes escribió en 1980: “‘Ah, Susan. Toujours fidèle’. Fueron las palabras con que me saludó, afectuosamente, la última vez que nos vimos. Lo fui, lo soy”.
Por supuesto, cualquier persona con dos dedos de realismo podrá argumentar que Sontag y Barthes (Susana y Rolando) fueron realmente amigos, mientras que yo solo me inscribo en una relación inexistente y, aun más, imposible. Pero como no hay nada más fantasmático que la amistad y la lectura repetida puede comprenderse como un pacto amistoso entre dos conciencias lejanas (en el tiempo y en el espacio), me considero con derecho a seguir manteniendo la impostura. Repito: siempre leí la obra de Sontag como la de una amiga y hablo de ella, ahora, en esos términos, para tratar de poner en negro sobre blanco nuestras diferencias.
*
Susana Domingo (o Susan Sontag, como la conocía todo el mundo), nació un 16 de enero de 1933 en la ciudad de Nueva York como Susan Rosenblatt, en el seno de una familia judía-americana. Cuando la niña tenía cinco años, su padre, Jack, murió de tuberculosis en China, donde se dedicaba al comercio de pieles. La que estaba destinada a convertirse en emblema de la gauche divine neoyorkina creció, sin embargo, en Tucson (Arizona)[127], donde realizó sus primeros estudios y donde adquirió su apellido, por la vía del segundo matrimonio de su madre. A los doce años, Susan recibía de Nathan Sontag el regalo divino del nombre del padre.
Hizo su escuela secundaria en Los Ángeles (North Hollywood High School) y obtuvo su título de grado en la Chicago University, donde conoció a Philip Rieff, con quien se casó después de un noviazgo relámpago de diez días y con quien tuvo un hijo, David, que se convertiría, entre otras cosas, en su editor en la editorial Farrar Straus & Giroux. David ordenó los papeles póstumos para Al mismo tiempo, de acuerdo con los planes de su madre, eligió el título para la compilación, y prologó el volumen.
El matrimonio con el académico Rieff le permitió a Sontag continuar sus irregulares estudios en las más diversas universidades (por ejemplo, estudios de filosofía, literatura y teología en Harvard University y en el Saint Anne’s College de Oxford). Pero todo llega a su fin. Después de ocho años de matrimonio, en 1958, se divorcian y Susan llega (¡por fin!) a Nueva York con solo dos bultos (una valijita y su pequeño vástago), un bovariano hastío de la vida provinciana y grandes ilusiones.
El objetivo de esta muchacha de provincias es, naturalmente, convertirse en una “gran escritora” (ser simplemente “una escritora” no entró nunca en sus cálculos). En Al mismo tiempo se lee: “La lectura me salvó cuando era una colegiala en Arizona, mientras esperaba crecer, esperaba escapar a una realidad más amplia” (p. 18). Crecer no es, para Sontag, ser abandonada por la infancia (o quedarse abrazada a la propia infancia como a un muerto-vivo), sino escapar “del provincianismo”, “de los destinos imperfectos y de la mala suerte”. Para escapar, precisamente, comienza, con habilidad de estratega, a investigar el reverberante mapa cultural neoyorkino y, al mismo tiempo, a pasar temporadas en París, su otra patria, donde prosigue su formación intelectual y sentimental.
En sus diarios de la época (que serán publicados como libro, pero que la voracidad periodística ya ha anticipado parcialmente), se leen sus encuentros con el amor que no osa decir su nombre: “Mi relación con Harriet [Sohmers] me perturba. Quiero ser espontánea, irreflexiva, pero la sombra de sus expectativas sobre lo que es tener un affair me desequilibra, me hace actuar con torpeza. Ella, con sus insatisfacciones románticas; yo, con mis románticas necesidades y nostalgias… Un regalo inesperado: es hermosa. Yo no la recordaba hermosa, sino más bien corpulenta y fea. No lo es, en absoluto. Y para mí, la belleza física es enormemente, casi mórbidamente, importante” (30 de diciembre de 1958).
Poco tiempo después la fama le llega por la vía más inesperada (como todo acontecimiento que se precie de tal). No por las novelas que va prolijamente escribiendo sino por el conjunto de ensayos en los que lee su época y en los que su época se siente leída, Contra la interpretación (1964). Ya nada podrá detenerla.
Susan Sontag murió el 28 de diciembre de 2004, a la edad de 71 años, víctima de una leucemia que, tal vez, haya sido provocada por la radioterapia que recibió cuando, a sus 43 años, sufrió un cáncer de mama del cual consiguió reponerse. Esa misma replicación se deja leer en sus dos últimos libros de ensayos, Cuestión de énfasis (Alfaguara) y Al mismo tiempo (Mondadori), en los cuales vuelve sobre los temas que fueron siempre su obsesión, pero para decir, esta vez, algo diferente. Susan Sontag temía al tiempo, y por eso le parecía, pese a mi convicción, que el eterno retorno de lo idéntico no era un modelo que le conviniera. Tenía necesidad de decir siempre cosas nuevas, no importa cuánto se contradijera.
La sobrevivieron su hijo y su pareja durante sus últimos dieciseis años, la fotógrafa Annie Leibovitz, quien el 19 de octubre de 2006 inauguró en el Brooklyn Museum, como forma de hacer su duelo, una exposición con el título “Vida de una fotógrafa: 1990-2005”, con más de doscientas fotografías: sus célebres trabajos para Vanity Fair, pero también retratos intimistas de una vida en común con Sontag sobre la cual la fotógrafa ha declarado: “Palabras como ‘compañera’ o ‘pareja’ no formaban parte de nuestro vocabulario. Éramos dos personas que se ayudaban mutuamente en sus vidas. La palabra más cercana sigue siendo ‘amiga’”. Ah, Annie. Toujours fidèle.
*
Los restos de Sontag descansan (¿podía ser de otro modo?) en el cementerio parisino de Montparnasse, pero su pensamiento vivo habita nuestras bibliotecas, va y viene en nuestra imaginación y en nuestra conciencia. Fue una testigo privilegiada y agudísima de su tiempo, con el que consiguió desarrollar una relación de profundo desconcierto que muchas veces la llevó a las afirmaciones más peregrinas. Como su tono fue siempre muy solemne y parecía fundar sus juicios en no se sabe bien qué lecturas, porque no las citaba, la gente tendía a no darse cuenta de los disparates que decía, como la absurda teoría sobre la “hipernovela” que atribuye, en Al mismo tiempo (p. 225), a una vaga conspiración de académicos hostiles a la literatura. ¡Susan, cómo nos reímos!
El 9 de diciembre de 1961 anotó en su diario: “El miedo a envejecer nace del reconocimiento de que uno no está viviendo la vida que desea. Es equivalente a la sensación de estar usando mal el presente”.
Esa sensación de usar mal el presente, ese miedo a la vejez (es decir, al tiempo), domina sus dos últimas recopilaciones de ensayos. Y es por eso que Sontag vuelve sobre sus propios pasos para corregir sus dichos o para ponerlos a la altura que ella siempre consideró que merecían. Hay mucha moralización en sus dos últimos libros, y esa moral se asocia con un sentido de final y desacomodamiento respecto del presente. “El arte facilón actual ha dado luz verde a todo” se lee en “Un argumento sobre la belleza” (incluido en Al mismo tiempo). En “La idea de Europa (otra elegía más)” (incluido en Cuestión de énfasis) no sorprende el paréntesis, porque declara el tono elegíaco de todas y cada una de sus intervenciones, sino más bien la persistencia en aferrarse a esa cosa muerta: “Si he de describir lo que para mí representa Europa como estadounidense, comenzaría por la liberación. La liberación de lo que en Estados Unidos pasa por cultura. La diversidad, seriedad, exigencia, densidad de la cultura europea constituyen un punto de Arquímedes desde el que puedo, mentalmente, mover el mundo”. ¿Será que en esa desesperanza chic terminan los sueños de infancia de las chicas de Arizona? Envejecer como una relectura.
*
Sería imposible decidir ahora, aquí, si las impresiones de Susan Sontag sobre el arte actual son correctas o no, pero lo inevitable es la constatación de que coinciden, grosso modo, con las impresiones de los enemigos históricos del alto modernismo y que, por citar solo dos obras que ella ha transitado reiteradamente, ni Walter Benjamin ni Roland Barthes se hubieran atrevido a sostener.
Sobre Barthes, Sontag había escrito ya en Bajo el signo de Saturno (1972) un ensayo admirable al que poco agrega el que leemos en Cuestión de énfasis. Son tantas las correcciones que Sontag cree necesario introducir en el prólogo a la edición del trigésimo aniversario de Contra la interpretación (incluido en esta antología) que casi no dan ganas de releer ese libro capital de los años sesenta. ¡Qué lejos estamos de esas palabras que llaman a la resistencia y a la rebeldía en el posfacio a la edición española de Estilos radicales (la traducción tardía, 1985, del segundo libro de ensayos de Sontag, de 1969)!
En 1968, contra su propia expectativa, Sontag publicó su Viaje a Hanoi (un documento imprescindible para comprender la relación de los Estados Unidos con Vietnam). La experiencia vuelve en “Cuestiones de viaje” (incluido en Cuestión de énfasis), pero esta vez solo para destacar la imposibilidad de conocimiento verdadero que involucra toda visita organizada a un “estado revolucionario”.
Ante el dolor de los demás (2003), su corrección de Sobre la fotografía (1977), vuelve en “Ante la tortura de los demás” (incluido en Al mismo tiempo), texto significativo porque en él se notan los riesgos de los comentarios culturales sin una teoría sobre la cultura (o al menos alguna hipótesis consistente y duradera) que los justifique. Con la gravedad, la elegancia y la inteligencia que siempre la caracterizó, Sontag analiza el escándalo suscitado por las fotografías en las que alegres soldados estadounidenses torturaban a prisioneros iraníes en la cárcel de Abu Ghraib. “Sí, al parecer una imagen dice más que mil palabras”, concluye Susan. “E incluso si nuestros dirigentes prefieren no mirarlas, habrá miles de instantáneas y videos adicionales. Incontenibles”. Ese carácter incontenible, inocultable, de la barbarie reposa en un dato insoslayable de “nuestra” cultura: la digitalización. De modo que si es posible sostener una protesta enérgica contra las fuerzas más abyectas del capitalismo imperial, esto sucede precisamente gracias a una de las características de esa misma cultura de la que, en otros tramos del libro, se abomina.
*
Hay en estos dos libros últimos de Sontag un mariposeo intelectual (lo que se reconoce como “pluralismo norteamericano”) y un par de contradicciones irreductibles:
1) entre “lo viejo” y “lo nuevo” (“No podemos deshacernos de lo viejo porque en él está invertido todo nuestro pasado, nuestra sabiduría, nuestros recuerdos, nuestra tristeza, nuestro sentido del realismo. No podemos deshacernos de la fe en lo nuevo porque en ella invertimos toda nuestra energía, nuestra capacidad de optimismo, nuestro ciego anhelo biológico, nuestra capacidad para olvidar: la capacidad curativa sin la cual toda reconciliación es imposible”);
2) entre la escritora y la intelectual (“la escritora en mí desconfía de la buena ciudadana, de la ‘embajadora intelectual’, de la activista a favor de los derechos humanos” (“La literatura es la libertad”, en Al mismo tiempo), que vuelven paradójicas todas las protestas (por otra parte, fundadísimas) en contra del antiintelectualismo de la cultura norteamericana, del cual Sontag no puede (y a veces, ni siquiera quiere) escapar: ¿por qué se citan como biblias de todo y cualquier razonamiento La democracia en América de Alexis de Tocqueville y La deshumanización del arte de Ortega y Gasset, sino por pereza o desconfianza intelectual ante formas de pensar más contemporáneas?;
3) entre, si se cruzan las dos contradicciones anteriores, radicalidad y conservadurismo. No es un ingrediente menor del cariño que nos inspira, que Susan Sontag haya conseguido construir una obra enérgica, severa, caprichosa y chisporroteante, en el borde exacto en el que entran en colisión esas posiciones irreductibles.
*
Aunque se pensó a sí misma como una novelista, no fue sino hasta el año 2000, con la obtención del National Book Award para In America, que fue reconocida como tal. En su vasta producción, solo otros cinco libros de ficción: El benefactor (1963), Death Kit (1967), Yo, etcétera (relatos, 1977), The way we live now (relatos, 1991) y El amante del volcán (1995), no habían alcanzado, antes, el mismo grado de reconocimiento que su producción ensayística. Realizó cuatro películas: Duet for Cannibals (1969), Brother Carl (1971), Promised Lands (1974), rodada en Israel durante la guerra de octubre de 1973, y Unguided Tour (1983), basada en un cuento propio. Escribió tres obras de teatro: A Parsifal (1991), Alice in Bed (1993) y Lady from the Sea (1999) y dirigió el montaje de puestas célebres como el primer acto de Esperando a Godot de Beckett en Sarajevo durante el sitio de 1993 (en Cuestión de énfasis, dos textos se refieren a esa experiencia y a la idea de Europa que traumáticamente con ella se asocia).
Pero es en el ensayo donde la escritura de Sontag brilla con luz propia por su claridad, su elegancia y su erudición un poco rancia. Sus primeros ensayos, más fragmentarios y aforísticos, cedieron paso a colecciones más meditadas y razonadas de cuestiones ligadas tanto con el arte y la cultura como con la política, entre los cuales Cuestión de énfasis y Al mismo tiempo funcionan como una retrospectiva algo tendenciosa de lo que podía leerse en libros anteriores.
*
Al mismo tiempo se organiza en tres secciones: la primera recoge principalmente prólogos a traducciones de la más exquisita literatura europea, y la última, conferencias pronunciadas en ocasión de los varios premios que se otorgaron a Susan Sontag (la más impresionante: el discurso de aceptación del premio de los libreros alemanes, que comienza con un contundente ataque al gobierno de Bush, porque no envió representante).
En el corazón del libro, como formando parte de su sustancia medular, las reflexiones posteriores al 11-09-2001. De acuerdo con el método de revisión y corrección de las palabras propias, el primero de los tres textos es el más contundente (el más indignado, el más lúcido) sobre la posición de la opinión pública norteamericana ante los atentados. El segundo, “Unas semanas más tarde”, ya espera “que se esté planeando algo inteligente para mantener a nuestras poblaciones a salvo de la yihad contra la modernidad” (como la traducción española no es precisamente buena, tal vez no se entienda que el acento está puesto en “algo inteligente”, es decir, algo diferente de los previstos bombardeos a gran escala; de todos modos la identificación entre Torres Gemelas y modernidad no deja de alarmar. El tercero, “Un año más tarde”, “ni por un instante” pone en duda “la obligación del gobierno estadounidense, como todo gobierno, de proteger la vida de sus ciudadanos”; “Estados Unidos tienen todo el derecho del mundo a dar caza a los perpetradores de estos crímenes y a sus cómplices”. Lo único que se pone en duda es la “seudodeclaración de una seudoguerra”.
Es probable que la ausencia de una esfera relativamente autónoma de opinión pública en los Estados Unidos obligue a sus intelectuales a piruetas argumentantivas como esas, pero de todos modos siempre será un misterio la reticencia de Sontag a nombrar a otros intelectuales norteamericanos (Noam Chomsky, por ejemplo), o su ausencia en todas las listas de adhesiones que publica en Internet el movimiento “Not in Our Name” de resistencia contra la guerra imperialista.
*
En “La imaginación del desastre”[128], uno de sus penetrantes esbozos de sociología cultural, Sontag encuentra en el seno de la imaginación pop unos fantasmas que vienen de otra parte: “el género de ciencia ficción (como un género contemporáneo muy diferente, el happening) está relacionado con la estética de la destrucción, con las peculiares bellezas que pueden procurarnos los estragos, la confusión” (236-237). La cultura pop, podría pensarse, es un vehículo que potencia las ondas mnemónicas: “La moderna realidad histórica ha contribuido en gran medida a extender la imaginación de la catástrofe” (239)[129]. Y aunque, por lo general, ese cine responda a las necesidades de expresión de una unidad del capitalismo (la tecnofilia), entendido como dispositivo de captura (pero eso, Susan, Susan, es la lógica de la cultura y no la potencia de las fantasmagorías), en esas películas sencillas “acechan las más profundas angustias por la existencia contemporánea” (247) y ellas nos señalan que “tenemos que habérnoslas con cosas que son (muy literalmente) impensables” (250).
Alguna vez, Sontag fue testigo de su tiempo, y escribió: “Vivimos bajo la continua amenaza de dos destinos igualmente temibles, pero en apariencia opuestos: la banalidad inagotable y el terror inconcebible” (250).
No podía proponer, como años más tarde Blanchot en La escritura del desastre: “Que las palabras dejen de ser armas, medios de acción, posibilidades de salvación. Encomendarse al desconcierto. Cuando escribir, no escribir, carecen de importancia, cambia entonces la escritura, tenga o no tenga lugar; es la escritura del desastre”, ni “Debes escribir no solo para destruir, no solo para conservar, para no transmitir, escribe bajo la atracción de lo real imposible, aquella parte de desastre en que zozobra, a salvo e intacta, toda realidad”[130]. Miraban las mismas fantasmagorías, pero tal vez no fueron testigos de lo mismo.