Ricardo Piglia comentó alguna vez que el Diario de Rodolfo Walsh se dejaba leer según la lógica de la adicción (y en el caso de Walsh el objeto de esa adicción sería la literatura).
La idea es brillante y tal vez su alcance no haya sido todavía comprendido: leemos y releemos los textos de Walsh (su Diario, sí, pero también el resto de su obra) y encontramos siempre ese deseo de abandonar la literatura –y la recaída (una y otra vez). Como para el adicto y el alcohólico, también hay para Walsh (quiero decir: para su literatura) una última vez que es en realidad una penúltima, porque siempre habrá otra después (la recaída).
Toda la obra de Walsh merecería ser leída en ese abismo que se abre entre el límite (la vez penúltima, la que se cree final pero que no lo es) y el umbral (la verdadera última vez, porque se abre a un paisaje totalmente nuevo). Límite y umbral: de esas fronteras, y tal vez de la imposibilidad de atravesarlas de parte a parte, Walsh se declaró testigo todo el tiempo (todo su tiempo), separando en esferas que pintaba con diferentes colores lo que, para nosotros, es a todas luces una constelación novísima y definitiva en el firmamento.
Tal vez nos sea fácil pretender que, si no hubiera muerto, Walsh habría conseguido, finalmente, atravesar el umbral que estuvo buscando casi toda su vida, como el maniático que era (en su compulsión, fue el primero en reconocer el aire de maestra que se desprendía de su prolijísima letra, formada a fuerza de violencias corporales en la infancia). Pero, además de incomprobable, esa hipótesis es banal: porque parece sugerir que el malestar walshiano a propósito del fin de la literatura (del fin del arte) era apenas un episodio psicológico, y además porque no se entiende de ese modo que la grandeza de Walsh se mide precisamente en el modo en que se mantuvo en equilibrio en ese borde del infierno, en su incapacidad (que vivió con un dramatismo que no deja de asustarnos), sostenida, una vez más con tesón de maniático, para separar literatura, política y trabajo cotidiano.
Mucho más difícil que interpretar una pose o seguir una voz cantante es continuar un gesto o escuchar el silencio, y sorprende que, todavía hoy, a treinta años de su desdichada desaparición, se sigan interpretando los dichos y los escritos de Walsh como si fueran poses congeladas en el pasado y no indicaciones que deberíamos intentar seguir para nuestro propio movimiento, como una danza imposible que a todos nos reuniera.
Pienso en la “Carta abierta a la Junta Militar” (así se llama ese texto en los autógrafos que se conservan). Los archivistas y los historiadores podrán corregir con justicia cada uno de los datos que Walsh encuentra y transcribe para darle sentido al episodio más sombrío de la historia argentina. Pero no habrá un solo dato que, corregido, permita quitarle a ese texto decisivo de la modernidad occidental (comparable solo al “Yo acuso” de Émile Zola[384]) la fuerza que desde un comienzo tuvo para definir de un solo golpe lo que la dictadura era, fue (sus fundamentos, su modo de operar, su metafísica del mal y su carácter absolutamente suicida). Una vez constatada la fuerza de esa voz (fuera del lenguaje) que hace treinta años fijó lo que todavía hoy estamos acostumbrados a sostener sin temor de estar equivocándonos (gracias a un juego complejo de potencias de la imaginación sobre las que sería reiterativo detenerse), de todos modos, para qué complacerse en una admiración sin consecuencias, detenerse, como quien contempla la estatua de un prócer, en la celebración de la pose de quien supo mostrarnos el goce constitutivo del estado de excepción, en vez de ensayar un movimiento consecuente con esa revelación.
Más importante todavía que la interpretación histórica que la “Carta” suministra es la pregunta que la voz que la sostiene hace a sus lectores. Al sostener que la lucha a la que la “Carta” se refiere continuará, pero bajo nuevas formas, lo que postula Walsh como petitio, lo que la “Carta” plantea como pregunta a sus lectores, es cuáles serán esas nuevas formas de una lucha que no puede ni debe cesar.
Es en relación con esa pregunta que la actualidad de Walsh se mide (y que su último sueño se comprende mejor). De acuerdo, fue un gran escritor (imaginó formas de literatura en su época desconocidas); de acuerdo, fue un gran periodista (imaginó formas de periodismo en su época poco transitadas). Pero fue, además, un gran intelectual y lo fue precisamente por la gravedad de las preguntas que pudo plantearle a su tiempo (y, en consecuencia, al nuestro, que no ha conseguido todavía dejar de soñar la misma pesadilla).
En el mismo instante de peligro en el que Walsh entregaba la “Carta abierta a la Junta Militar”, en otra parte, otros imaginaban una ética que proponía liberar la acción política de cualquier forma de paranoia unitaria y totalizante; abandonar el prejuicio de que hay que estar triste para ser militante, incluso si lo que se combate es abominable; soltar las amarras de las viejas categorías de lo negativo (la ley, el límite, la castración, la falta, la carencia) que el pensamiento occidental sacralizó durante tanto tiempo como formas de poder y modos de acceso a la realidad; en definitiva: no enamorarse del poder.
Se me dirá que es imposible saber si en esa dirección se habría dirigido Walsh si no se lo hubiera impedido una emboscada (de la que formaba parte la misma cita que lo llevó a la muerte). Sea. Al mismo tiempo, toda otra dirección no puede ser sino imaginaria, y de lo que se trata, en todo caso, es de llevar la pregunta hasta sus últimas consecuencias, en todas las direcciones posibles, para poder decidir la respuesta que nos gustaría balbucear.
Abandonar el límite… abandonar la angustia por el límite… abandonar la busca desesperanzada de un umbral. Como ya lo habían insinuado otros: aunque encontremos ese umbral lo que es seguro es que la puerta permanecerá cerrada. No soñar el cielo, un más allá; sencillamente hacerlo, acá.
Si bien es cierto que difícilmente podría describirse a Walsh como un intelectual benjaminiano, le cuadra bien la sentencia de las Tesis de filosofía de la historia según la cual “articular históricamente el pasado no significa conocerlo ‘como verdaderamente ha sido’ sino adueñarse de un recuerdo tal como este relampaguea en un instante de peligro”.
Si se relee con detenimiento la obra de Walsh se comprenderá que hay una unidad en la multiplicidad aparente que la constituye (¿pero, una vez más, hay manera de dar el salto de la multiplicidad a la unidad sin perderse en los laberintos de la angustia?): todos y cada uno de sus textos, desde los cuentos de Un kilo de oro y Los oficios terrestres hasta la “Carta abierta a la Junta Militar” –pasando, claro, por Operación masacre, Rosendo y las investigaciones etnográficas que publicó en las revistas de moda– llevan la marca del instante de peligro.
De hecho, sería hacer poca justicia para con la intensidad de una vida que no se privó de una extrema sensibilidad en relación con los vientos de la historia, fijar su sentido en el instante en el que la muerte golpeó a su puerta. Ningún martirologio dice otra verdad que el triunfo irrefutable de la muerte. Mejor es pensar que la historia relampaguea en un instante de peligro en todos y en cada uno de los textos de Walsh (esa es la luz que les reconocemos) y que es la capacidad para detectar esos instantes, y para imaginarlos como textos, lo que permite medir el tamaño de la esperanza walshiana.
El Mesías viene no solo como Redentor, sino también como vencedor del Anticristo. Solo tienen derecho a encender en el pasado la chispa de la esperanza aquellos traspasados por la idea de que ni siquiera los muertos estarán a salvo del enemigo, si este vence.