Lo único seguro como real, nos enseña la filosofía, es la nada. La muerte es el único nombre posible para la libertad pura, y lo único de lo cual no se puede verdaderamente sospechar es el “bien morir”[152]. Sobre todo lo demás, se nos dijo, debíamos sostener nuestra desconfianza (la imagen es sospechosa como mímesis, como imitación): ¿serían eso y aquel reales o tan solo semblantes, máscaras, disfraces, fantasmas?
Hay una pasión por lo real identitaria que nos obliga, en busca de lo auténtico (esa entelequia), a desenmascarar y destruir. Bien pronto nos dimos cuenta de que ese proceso infinito de depuración se parecía mucho a pelar una cebolla: en el centro había nada. Podemos decir, ahora, que hay también una pasión por lo real diferencial y diferenciadora, que se desentiende de los problemas de la autenticidad y se propone más bien construir la diferencia mínima y proponer su axiomática precisamente allí donde hay casi nada. No se trata ya de destruir (heroicamente) las máscaras y los semblantes para revelar lo real, que había estado oculto, sino de descomponer: acelarar la precipitación hacia la nada desde dentro. No se trata ya de sostener una hermenéutica de lo imaginario (la demostración de su carácter de semblante, su destitución y su reemplazo por un real), sino de proponer una analítica de lo imaginario, un discurso riguroso de lo imaginario en lo imaginario.
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Hay dos grandes teorías sobre los sueños: o vienen de un más allá de la conciencia (y por eso son premonitorios) o vienen de la conciencia y solo hablan de ella: son una recombinación obsesiva de representaciones. La discusión sobre el origen de los sueños domina la filosofía moderna (de Descartes hasta Foucault y más allá).
“La gallina y la vaca sueñan veinticinco minutos cada noche. El hombre sueña noventa minutos y el gato, doscientos. El sueño de los gatos ha sido descifrado: es la predación encarnizada de un pájaro, de una abeja, de una hoja seca. O bien de una ramita. O incluso de un ratoncito”[153].
Encuentro en el sueño de los animales una forma de hablar de la pasión por lo real o, lo que es lo mismo, sobre lo imaginario y sus configuraciones fantasmáticas. Llevo a mis gatas al campo (sucedáneo de vida salvaje). Doy a mis gatas imágenes para que sueñen ya no con bolitas de papel, con hojas secas o con ramitas, sino con presas palpitantes.
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Llamamos “mal del sauce” al sopor que nos invade a la hora de la siesta. Perros: Tango y Sici duermen en sendos recovecos debajo de la parrilla, Cala se acomoda en un pozo que hizo ad hoc en la leñera, Pampa se instala en el porche de la casa y su cachorra bebé se acurruca contra una escoba al lado del tacho de basura. Gatas: Tita elige un estante del armario, Cartulina la silla de mi estudio, Mía la mesa ratona de la sala, debajo de una planta de interior, y Liza, un recoveco en el alero de la galería. Yo trato de hacer la siesta en el catre de mi estudio o en una hamaca paraguaya bajo un árbol, pero me cuesta porque no tengo el hábito incorporado y aunque esté cansado o tenga sueño, no puedo dormirme: el menor ruido me saca de mi ensimismamiento.
Porque una cosa es dormir, y otra es hacer la siesta. Los animales, cada uno por su lado, me enseñan que la siesta es un ejercicio solipsista: me retiro de los demás, me abandono a la calesita de mi imaginario. Sueño o no, tal vez no duerma, pero floto hacia la ronda de figuras que me envuelven lentamente. No es que las preocupaciones cesen. Como la hormiga, pienso en un invierno con crisis energética, en la inminente vuelta a la ciudad, en las propuestas laborales que deberé evaluar en poco tiempo y en lo poco que leo en los veranos en que decido jugar al retiro campesino.
Pienso también cómo sería yo si mi vida hubiera sido otra. Todo me llega amortiguado, inconsistente, blando. A la hora de la siesta no se decide nada y de ese embotamiento que parte la jornada en dos la única ganancia es la suspensión del mundo como un todo. Salgo de la siesta como si no hubiera vivido una mañana, como si la vida entera fuera un sueño y yo tuviera que empezar a destejer los embrollos entre lo real y lo imaginario.