Sigo viendo películas de ciencia ficción en el punto en que Susan Sontag dejó de verlas: Día de la Independencia, o El día después de mañana, o La guerra de los mundos, o Armageddon, himnos a la tecnofilia.
Verifico en ellas que la cultura industrial ha capturado unidades de la imaginación de la catástrofe y las ha puesto a trabajar en relación con la conservación del mundo (tal cual es). Esas películas reclaman y permiten alguna reconciliación, el triunfo de la inteligencia y de la religión (tomamos nota, podemos ir en paz). En esas visiones del Apocalipsis se privilegia no la apatía de Cristo, sino la crueldad de Juan de Patmos y su planificación maníaca del retorno al abrazo de la humanidad colectiva y bárbara.
Veo The Happening (2008). Me dejo arrastrar por el potente nihilismo de esa fuerza de la imaginación: no hay futuro, y no lo hay precisamente por la imbecilidad y la maldad constitutivas de la especie humana en su fase actual de “desarrollo”.
M. Night Shyamalan, director de The Happening, saca partido de los motivos agónicos siempre presentes en sus películas: unos árboles se mueven, los personajes solo dicen tonterías y de pronto se desencadena un happening de horror. No hay jinetes del apocalipsis, ni ángeles exterminadores, ni siete sellos, ni siete trompetas. En la calma horrenda de las mejores ciudades, las más seguras, sus habitantes deciden suicidarse, uno tras otro. El director (que rechazó escribir la cuarta entrega de Indiana Jones y dirigir la tercera Harry Potter) es pesimista y antimoderno como solo un verdadero moderno podría serlo. No hay prácticamente efectos especiales (a diferencia de lo que sucede en el Apocalipsis de Juan de Patmos) y tal vez por eso mismo las imágenes propuestas impresionan hasta el desasosiego: los obreros de la construcción, sencillamente, se arrojan al vacío, uno tras otro. Las chicas lindas se clavan en el cuello las horquillas para el pelo. Las viejas siniestras se golpean la cabeza contra paredes o vidrios. Mientras tanto, la brisa lleva y trae la voz de los árboles, el susurro de los arbustos y los prados. No hay nada más que eso, en la película de Shyamalan, y no podría haberlo. No hay ni siquiera argumentaciones y apenas si hay tiempo para la desesperación. Tampoco hay salvación posible ni reino de los justos.
Lo que en definitiva no hay es posibilidad de experiencia: los personajes, completamente deslucidos, solo pueden pronunciar frases estereotipadas mientras la radio y la televisión emiten sinsentido (“ataque terrorista”, “huyan”). La única línea de diálogo más o menos heroica: “Si vamos a morir, que estemos juntos”. Cuando creen que el mal ha pasado, todos retoman su propia estupidez donde la habían dejado, como si nada hubiera sucedido. Afortunadamente, impiadoso como esperábamos que fuera, Manoj Nelliattu Shyamalan se toma su tiempo para señalar que todo volverá a suceder, hasta la extinción final y el último suspiro, porque el mal no es exterior sino que sale de nosotros, que habitamos el capitalismo con algarabía vil, que somos testigos mudos del des-astre, que corremos como si se pudiera huir del viento o de las sombras.
The Happening (que no ha sido vista como una “gran” película: ¿y cómo podría hacerse una “gran” película, una película divertida, inolvidable, con semejante tema?) es al mismo tiempo una celebración y una elegía (siempre fue así, siempre[204], y en esa concordancia entre el himno y el lamento se revela el girar en el vacío de toda forma de glorificación) cuyo tema es el suicidio colectivo, incluso: el suicidio como epidemia imposible de ser exorcizada. No la mano de Dios, no los Aparatos de Justicia Celestiales ni los Burócratas del Salvamento.
Somos abortos de la naturaleza y la canción de la tierra celebra nuestra desaparición mientras las sirenas en silencio miran pasar los barcos.
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El antecedente inmediato de The Happening es Eli, Eli, lamma sabacthani? (2005, 107), dirigida por Shinji Aoyama, un director japonés condenado al circuito de festivales. Aoyama ha imaginado una historia que transcurre en 2015, cuando circula por el mundo un virus que provoca un denominado síndrome de Lemming, enfermedad que, como en Happening, induce al suicidio repentino a quienes la padecen. El resultado ha sido devastador (lo sabemos por la película de Shyamalan) y la población de las ciudades se ha reducido al mínimo. En ese contexto, dos músicos graban sonidos naturales o producidos por elementos azarosamente recolectados (una manguera que gira montada sobre el motor de un ventilador), con los que componen su música, de la que se dice que cura el síndrome de Lemming o, por lo menos, que suspende la sed de muerte de sus víctimas.
Lo primero que salta a la vista es que el argumento es una adaptación del mito de Orfeo, ese competidor tramposo de las sirenas, aquel que con su música pudo dormir a los guardianes del Hades para arrancar a su amada del fondo del Infierno, lo que plantea el desafío de adivinar cómo habría sonado esa música órfica que vencía a la muerte, potenciado por el problema de cómo sonará la música del futuro. Esas preguntas inquietantes seguramente constituyen para Shinji Aoyama (1964), que es también compositor, obsesiones que definen su arte. La banda de sonido de la película es encantatoria y completamente verosímil como música del futuro y como canto órfico, salvo en un momento de un anacronismo perturbador, en el que un larguísimo solo de guitarra eléctrica parece desmentir todas las anteriores hipótesis musicales de futuro. Es como si Shinji Aoyama quisiera coincidir totalmente con Orfeo, que precisamente fracasó en su operación de rescate cuando, en su ansiedad, miró hacia atrás.
Lo segundo que salta a la vista es que la película se sostiene en relación con el terror que asociamos a un virus y un síndrome, efecto de ese virus. Y que Shinji Aoyama propone no a la química (los cocteles antivirales) como inhibidora de la potencia de autodestrucción desatada por el virus sino al arte (la música, el cine).
Hablando del futuro, Eli, Eli, lamma sabacthani? propone hipótesis (biopolíticas) sobre un presente que, en todo caso, no puede sino entenderse inscripto en una determinada forma de la imaginación: la fantasmagoría del des-astre.
¿Pero participa el relato de Shinji Aoyama de la ciencia ficción o no? Tanto su título (la protesta de Cristo crucificado: “¿Señor, señor, por qué me has abandonado?”) como el mito órfico a partir del cual se desarrolla el relato corresponden a tradiciones completamente exteriores a la cultura nipona. El animé y el manga ya nos acostumbraron a licencias semejantes y la modernidad japonesa (desde Mishima hasta Evangelion) se reconoce por su capacidad de reunir en alegre revoltijo tradiciones lejanas. Pero Shinji Aoyama parece ir en otra dirección, donde no importa tanto la mixtura de fragmentos de fantasmagorías diversas sino el hecho de que esos fragmentos constituyen retazos, piezas sueltas, restos de un mundo agonizante o perdido para siempre. El legítimo lamento de Cristo.
Tanto Tadanobu Asano (1973, 1.80 de altura, actor, músico, artista plástico y modelo de los diseñadores Takeo Kikuchi y Jun Takahashi), esa rara intersección de Johnny Depp con Toshiro Mifune, como el resto del elenco han sido despojados de todo rasgo folclórico japonés. Lo mismo puede decirse de los paisajes y los comportamientos (salvo el suicidio, claro). Es como si Shinji Aoyama postulara en el universo del 2015 que ya no habrá rasgos culturales nacionales o que, en el mejor de los casos, estos aparecerán recombinados de forma totalmente nueva. No la cultura global de la que ya tanto se ha hablado sino lo que los analistas culturales llaman una cultura glocal (ni global ni local), lo que vuelve aun más extraño, fascinante e hipnótico un film que, al mismo tiempo, se descoloca del modelo de relato clásico para salirse de la ciencia ficción, postula la música órfica del mañana y se interroga sobre la continuidad de lo viviente (¿cómo y para qué hemos sido concebidos?).