En diciembre de 1973 Clarice Lispector renunció al Jornal do Brasil, donde venía publicando desde 1967 extrañas crónicas semanales[339] como principal forma de subsistencia. En 1959 se había separado del padre de sus dos hijos (uno de ellos, esquizofrénico), un diplomático de carrera que le había hecho conocer la angustia del mundo. Vivía de sus traducciones, de los relatos infantiles que publicaba y de sus intervenciones periodísticas.
En 1974 publicó la colección de relatos (si tal etiqueta les correspondiera) El vía crucis del cuerpo[340], un trabajo que aceptó por encargo y que suponía la escritura de textos eróticos.
En 1975 viajó con Olga Borrelli (su compañera durante sus últimos ocho años de vida) al Congreso Mundial de Brujería (Bogotá, Colombia) donde a último minuto decidió no presentar la intervención que llevaba escrita y pidió que, en cambio, se leyera su cuento “El huevo y la gallina”[341].
Tratándose de Clarice, el episodio no puede ser minimizado. Desde la madrugada del 14 de septiembre de 1966, cuando se quedó dormida con un cigarrillo encendido y estuvo a punto de morir quemada (tres días al borde de la muerte, dos meses hospitalizada, su mano derecha salvada por milagro de la amputación), pareciera que Clarice fue hundiéndose progresivamente en la imaginación del desastre, una de las formas de la imaginación que dominan el siglo XX (desde Kafka, con quien no ha cesado de relacionársela[342], hasta Carver) y de la cual se convirtió, por vocación y por fatalidad, en uno de sus portavoces más destacados. Y así, Clarice se convirtió en la bruja (o la samaritana, o la autista, o la hermética) de las letras brasileñas.
En una de sus crónicas, Clarice parece reforzar el mito hermético (la oscuridad, por todas partes, pero también la videncia): “Una de mis hermanas estaba visitándome. Jandira entró en la sala, la miró muy seria y de repente dijo: ‘El viaje que la señora desea hacer se cumplirá, y la señora está pasando por un período muy feliz en su vida’. Y se retiró. Mi hermana me miró, espantada. Un tanto intimidada, hice un gesto con las manos para significar que yo nada podía hacer, al mismo tiempo que le explicaba: ‘Es que ella es vidente’. Mi hermana me respondió tranquila: ‘Bueno. Cada uno tiene la empleada que se merece’”[343].
¿Pero y si no se hubiera entendido bien a una mujer que jamás dejó de escribir lo poco que la entendían, lo sola que se sentía, lo abrumada que estaba por la incapacidad de comunicación de la que se sentía presa (“Es inútil. La otra persona siempre es un enigma”)? ¿No es, después de todo, un chiste familiar (el cotilleo de dos hermanas, la delicia del hogar, la impertinencia de los subalternos, etc.), lo que, en primer término, le interesaba rescatar a Clarice en aquella estampa? ¿Y podría, cualquiera de nosotros, rechazar una invitación a un “Congreso Mundial de Brujería” (no importa dónde)? ¿No se nos impondría la obligación de ir a ver un poco de qué se trata?
Tal vez convenga aprovechar la distancia y las torsiones de la imaginación milenarista de la que hoy participamos para sacarla de ese lugar incómodo sobre el que, todo el tiempo, los peores fantasmas de la trascendencia (“ese generoso, exquisito modo de la religiosidad en la escritura de Lispector”[344]) revolotean para hacer sus nidos.
Es cierto que a la obra de Clarice Lispector se le ha reprochado tanto su hermetismo (su reconcentrada dificultad, su carácter agónico y su incapacidad para escribir cualquier otra cosa que no fuera el sí mismo: “Sé que algunas veces exijo mucha cooperación del lector, sé que soy hermética. No querría, pero no tengo otra manera”[345]) como poco se le ha agradecido su alegría y su delicadeza para tratar hasta el más inaccesible vericueto de la conciencia (naturalmente, la suya propia es la que tenía más a mano) como una cosa viva.
Si a Clarice le perdonamos todo (hasta los homenajes que ella –que en junio de 1968 había participado de la “Passeata dos 100 mil”, la gran manifestación contra la dictadura militar brasileña–, aceptó en 1976 durante la segunda edición de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires) es precisamente por esa obsesión y esa delicadeza sobre aquello que nos constituye (la conciencia, la imaginación) y esa curiosidad indestructible que siempre le indicó que fuera más allá (como Fitzgerald) para ir a ver un poco qué pasaba: hacia la crónica, hacia el relato infantil, hacia la novela de introspección, hacia la brujería, hacia los relatos que otros le contaban (“A veces me asquea la gente. Después pasa y de nuevo me siento curiosa y atenta”), hacia la locura y el silencio.
Toda la literatura de Clarice está puesta bajo el signo de una ruptura: el derrumbe de la imaginación humanista. Había nacido un 10 de diciembre de 1920, casualmente, en Ucrania, cuando su familia había emprendido ya la emigración a América, huyendo de los desastres de la guerra. Recién en 1922 los Lispector consiguieron embarcarse rumbo al Brasil, donde la hermana de la madre esperaba a la familia. La que se llamaba Haia de nacimiento pasó a llamarse Clarice.
Para Clarice, su lengua materna siempre fue el portugués y no se cansaba de explicar (tal vez fuera lo único que no le cansaba explicar) que su extraña pronunciación (parecida a la de Julio Cortázar, y por la misma causa) no se debía a ningún sustrato o acento sino sencillamente a que jamás quiso operarse.
En todo caso, Clarice responde bien a esa genealogía de escritores desclasificados (desnacionalizados, desclasados, huérfanos de cualquier otra patria que no sea la escritura) con los cuales se la relaciona insistentemente (Rimbaud, Kafka, Pavese). Y es, además testigo del derrumbe de la imaginación humanista, cuyos últimos vestigios se quemaron en los hornos de Auschwitz, y una extranjera respecto de las líneas directrices del modernismo brasileño (inscripto, como toda vanguardia que se precie de tal, en la imaginación dialéctica) respecto del cual su obra supone un salto adelante, muy adelante, a un territorio donde la literatura ya no será nunca lo que era, hacia un tiempo en el cual lo único que importa es la performance de lo literario (lo que se llama pop): “Quiero reinventarme. Y para eso tengo que abdicar de toda mi obra y comenzar humildemente, sin endiosamientos. Un comienzo en el que no haya residuos de ningún hábito, tic o habilidad. Tengo que dejar de lado el know-how. Para eso, me expongo a un nuevo tipo de ficción, que todavía no sé cómo manejar”, escribió en los papeles que Olga Borelli reunió después de su muerte con el título Un soplo de vida[346]. Y en El vía crucis del cuerpo: “Qué sé yo si este libro va a agregar algo a mi obra. Mi obra que se jorobe. No sé por qué las personas le dan tanta importancia a la literatura. ¿Y en cuanto a mi nombre? También que se embrome, tengo muchas más cosas que pensar”.
En la explicación de El vía crucis del cuerpo, Clarice escribe: “Yo tenía los hechos; me faltaba la imaginación”. No hay que entender en esa frase terrible una apelación a las musas sino el deseo de inscribir sus textos, de algún modo, en relación con la desaforada imaginación pop de la que, por esos años, hacían gala sus colegas latinoamericanos (los narradores del boom). Pero desde su primer libro publicado a los 19 años (Perto do coraçao selvagem, 1944) quedaba claro que la escritura de Clarice Lispector iba en otra dirección y que lo suyo era el registro (la experiencia) de la crisis. Lejos de la imaginación humanista (por imposibilidad histórica), y de la imaginación dialéctica (por distancia crítica), Clarice solo podía oscilar entre la imaginación del desastre (hacia la que su sensibilidad la arrastraba) y la imaginación pop (con la que tenía lazos históricos).
Si leemos los textos de Clarice solo como función de la imaginación del desastre no podemos sino poner en primer plano a la bruja, la vidente o la huérfana, invocando a los pájaros de la trascendencia[347].
Afortunadamente, los textos de Clarice no hacen sino citar, a su manera despojada, los temas y mecanismos de la imaginación pop y ahí están los textos de El vía crucis del cuerpo para demostrarlo. Fue precisamente una ética lo que hizo que el amor para Clarice fuera una ascesis y un ejercicio de lo cotidiano (“cualquier gato, cualquier perro vale más que la literatura”) y no una palabra asociada a alguna conversión mística: escribir columnas destinadas a niñas infelices, ayudar a los soldados durante la guerra, cuidar a sus hijos[348], escribir contra la “vida puerca” (“el mundo perro”): “Uma pessoa leu meus contos e disse que aquilo não era literatura, era lixo. Concordo. Mas há hora para tudo. Há também a hora do lixo. Este livro é um pouco triste porque eu descobri, como criança boba, que este é um mundo cão”[349].
Se trata, como ya señalé, de un conjunto de textos escritos por encargo (como, por otro lado, sucede con gran parte de la obra de Lispector). Ninguna “inspiración”, pues, es lo que Clarice puede echar en falta, sino la forma de la imaginación. ¿Será la imaginación del desastre o la imaginación pop? ¿O una extraña mixtura entre ambas, algo que va a dar lo más característico de la producción cuentística de la autora? Bien mirados, los textos reunidos en El vía crucis oscilan entre la crónica y la ficción, entre la exposición testimonial del yo y la descripción del barrio (Leme, donde Clarice vivió desde 1964 hasta el final de sus días). En esos inextricables cruces entre formas de la imaginación, Clarice escribe estos “cuentos”, en un rapto, durante un fin de semana de mayo (que coincide con el Día de la Madre y el Día de la Liberación de los Esclavos).
En el primero de ellos, “Miss Algrave”, el demonio meridiano asalta a la protagonista bajo la forma de un fantasma nocturno que la obliga a desear los goces de la carne. Intrigada por la identidad de quien captura de ese modo su espíritu y su cuerpo, Miss Algrave le pregunta su nombre: “Llámame Ixtlán”, le contesta el que ha venido de Saturno para amarla.
Entre otras cosas, Ixtlán es un nombre célebre porque aparece en el título de uno de los libros de Carlos Castaneda (Viaje a Ixtlán), uno de los éxitos instantáneos de la imaginación pop de 1974.
En “Viaje a Ixtlán” (fechado el 15 de abril de 1962), Don Juan enseña una poética que resuena en los textos de El vía crucis del cuerpo:
Este es tu mundo –dijo, señalando la calle tumultuosa detrás de la ventana–. Eres hombre de ese mundo. Y allá afuera, en ese mundo, está tu campo de caza. No hay manera de escapar al “hacer” de nuestro mundo; por eso, lo que hace un guerrero es convertir su mundo en su campo de caza. Como cazador, el guerrero sabe que el mundo está hecho para usarse. De modo que lo usa hasta lo último. Un guerrero es como un pirata que no tiene escrúpulos en tomar y usar cualquier cosa que desee, solo que el guerrero no se aflige ni se ofende cuando lo usan y lo toman a él.[350]
Clarice reconoce ese campo de caza que es el mundo como un “mundo perro”, pero jamás le da la espalda. Antes bien, hunde su conciencia en el mundo para hacerlo decir lo que ella querría pero no puede porque las palabras le faltan. En El vía crucis escribe que escuchó historias que no sabe a qué lógica responden (en todo caso, llamó “la hora de la basura” a su propia versión de la imaginación pop) ni qué significan (“¿Qué hacer con esta historia que pasó cuando el puente Río-Niterói no dejaba de ser un sueño? Tampoco lo sé. La regalo a quien la quiera, pues estoy demasiado asqueada de ella. Y eso es todo”).
Ya sabemos qué pasaba cuando Clarice se asqueaba del mundo o su cansancio llevaba su equilibrio emocional a un punto crítico: tomaba la valija que tenía siempre armada al lado de la puerta y se internaba durante tres días en un hotel, hasta que pasara la crisis[351].
Sí, Clarice cita, convoca para que brinde testimonio y, al mismo tiempo, parodia la imaginación del desastre y la imaginación pop, de las que se coloca a idéntica distancia (ni la protesta por la cosificación del espíritu que caracteriza el mesianismo de Castaneda ni el nihilismo suicida de Celan). Ni el falso trascendentalismo de la imaginación dialéctica ni la maciza confianza de la imaginación humanista. Clarice se resiste a las trampas de todas las demandas y a los chantajes de todas las afiliaciones (“Solo pido a Dios que nadie me pida nada más, porque por lo que parece obedezco en rebeldía, yo, la no liberada”), por la vía de un humor tan sutil que a veces no se nota (o no queremos notarlo). Es la sonrisa de quien, en definitiva, sabe que “Soy un yo que anuncia. No sé de qué estoy hablando. Yo soy nada. Después de muerta me agrandaré y me esparciré, y alguien dirá con amor mi nombre”.