Jueves, 29 de enero de 2009, 11.50
Querido Andrés:
Sí, es verdad, es verdad. De todas las categorías estéticas necesarias para una descripción adecuada de los movimientos estéticos del siglo XX, la imaginación es la que (salvo en Blanchot) menos atención ha recibido. Son muchas las teorías de la percepción, de la experiencia, de la representación o de la percepción referidas a la producción literaria del siglo pasado; pero permanece más o menos en el misterio (o en una deliberada confusión romántica) qué entender por imaginación literaria. Una pobreza teórica semejante representa una paradoja en relación con un período que hizo precisamente de la imaginación uno de sus signos. Una paradoja o un enigma: ¿de dónde viene y qué involucra ese odio a lo imaginario que desembocó o bien en teorías y posiciones que se encargaron de propugnar su cancelación (¡depurar, depurar!, ¡develar!, des-imaginarizar) o bien en teorías y posiciones que se prohibieron mencionar la palabra (una mala palabra, una palabra prohibida), aun cuando de lo imaginario y sus figuras hablaran todo el tiempo (pienso en Deleuze, ejemplarmente)?
El estatuto de la “imaginación” permanece hoy en un hiato teórico-epistemológico-político: de lo que se trata, sencillamente, es de sacárselo de encima, como si fuera el traje de fiesta que la adolescente quiere ocultar a sus padres para resguardar el secreto de que participó de ese baile prohibido o de ese lugar interdicto (el fantasma como esqueleto en el armario). Por imposibilidad histórica, o por interdicción enunciativa, en los más poderosos paradigmas interpretativos del siglo pasado (desde el marxismo hasta el psicoanálisis y la fenomenología), el orden de lo imaginario aparecía, una y otra vez, como un fantasma, en esa obsesión por aniquilarlo o por demostrar su falsedad.
Hoy sabemos (volvemos a saber) que nociones como “imaginación” e “imaginario” remiten, al mismo tiempo, al universo de lo privado y de lo público, al campo de las prácticas sociales pero también al campo de las prácticas retóricas. La imaginación y lo imaginario no son necesariamente las cárceles que nos dijeron que eran y, si lo son, basta con saberse preso precisamente para ponerse a imaginar maneras de fugarse (nadie habita una cárcel por propia voluntad). Es la cultura la que captura y encarcela imaginarios: culturalizados, las figuras y los fantasmas pierden esa cualidad de indeterminación radical que constituye su naturaleza[46]. Por supuesto, lo imaginario es un laberinto y probablemente un laberinto sin centro. Por eso los fantasmas que lo habitan van y vienen, se encuentran en callejones sin salida, vuelven sobre sus pasos, caminan juntos o se separan, establecen reglas de sociabilidad que nos son parcialmente desconocidas. A veces, cuando alguno de los pasadizos de lo imaginario conecta con otros laberintos (¿no son los laberintos figuras de lo imaginario ellos mismos, y sometidos por lo tanto a la lógica del infinito, de lo que nunca se acaba, de lo que no puede acabarse, de lo que conecta cualquier cosa con cualquier cosa, de lo que relaciona mundos, estratos temporales y registros de conciencia, la lógica de la mise en abyme: el laberinto en el laberinto, el laberinto del laberinto?), los fantasmas nos interpelan.
No es como el canto de las sirenas (no es, en todo caso, como el canto de las sirenas tal como Adorno y Horkheimer las entienden) porque las sirenas (lo sabía Kafka) en verdad estaban mudas y, más hermosas que nunca (schöner als jemals) no quieren seducir (verführen) sino tan solo interceptar (erhaschen) la mirada de Odiseo. Lo que nunca se sabrá es si ese héroe de la tecnocracia llegó a notar que las sirenas callaban (die Sirenen schwiegen) o si fue incapaz de oír su silencio (hörte ihr Schweigen nicht).
Saludos
Martes, 5 de mayo de 2008, 19.30
Querida Beatriz:
Si es cierto que cualquier producción simbólica o discursiva resuelve imaginariamente determinados conflictos, y en ese caso habría de dilucidar la lógica de esa resolución (por ejemplo, la lógica de la inversión tan cara a Marx[47]), también debe aceptarse el presupuesto de que, por medio del lenguaje y la imaginación, el discurso propone fantasmagorías que, en algunos casos, se adoptan como si existieran, y en ese como si, que es una manera de citar lo performativo de lo imaginario, se cifra todo su secreto (su pequeño secreto, habría que decir, porque es tan evidente que de eso se trata, que hasta los niños asocian imaginación y performatividad: “dale que yo era…”[48]). Lo imaginario, entonces (la fantasmagoría del arte, si queda así más claro), es una performance de aquello que jamás será posible oír o ver (percibir o experimentar) más allá de la palabra. Lo imaginario en su estado más puro nos arrastra a una versión de la literatura como el arte de lo no construido, en vez de la opción (mucho más banal) de la literatura como arte de lo preconstruido.
Saludos
10 de mayo de 2008, 18.01
Seneca suo Lucilio salutem. Warburg tiene un ensayo fantástico, 1902, sobre los retratos de Lorenzo de Medici de Ghirlandaio en que destaca que tudo bem, eran grandes pintores, tenían maestría, todo lo que quieras, pero aquello convivía con unas réplicas hechas por esos mismos artistas, unos exvotos en cera de los grandes personajes florentinos, que se moldeaban, como digo, en cera, y vestidos con las auténticas ropas de los personajes se colgaban de las vigas de la iglesias hasta pudrirse, cayéndose a veces con estrépito. Es decir que artistas y artesanos eran idénticos y tanto hacían cosas para ver como para tocar: esas réplicas se llamaban Fallimagini[49], hágase la imagen. Entonces el Renacimiento no es reproducción de lo Clásico, como diria cualquier Carmelo Bonet, sino re-nacimiento, nueva repetición de la vida confiscada como biopolítica (el retrato de seres principales).
Eso da vuelta la idea de historia en el 900. Y para nosotros aún se aplica porque solo un abordaje anacrónico que te muestre la mezcla, el catatau de sentidos de restos quechuas y prenuncios occidentales, es lo que hace a lo contemporáneo. Donde lo fundamental sería el con y no el tiempo. O mejor, un tiempo que ya no es evolutivo sino des-astrado, abandonado por la estrella guía (si es que alguna vez existió). Es una relación totalmente ambivalente con el tiempo, al cual, en parte, adherimos, aunque no por ello dejemos de tomar distancia de él. Esa concepción intempestiva del tiempo (dirían Nancy o Didi-Huberman) o inactual (diría Nietzsche) se maneja con una clara carga anti-teológico-política.
Solo una crítica que rescate el carácter acéfalo de la vida podrá cuestionar el retorno a las formas autonomistas de pensar la cultura, que no son otra cosa sino retornos reductores a la unidad, a un mundo anterior al des-astre y todavía habitado por Dios (llámese esa divinidad Verdad, Modernidad, Nación o Justicia). El carácter acéfalo, acéfalo como la pulsión, es la pasión de lo real, una experiencia de extimidad, algo más íntimo que la mayor intimidad, algo mas expuesto, más extraño que la más extranjera de las actitudes.
Y no sigo porque en media hora tengo que estar en la pileta colgado del pescuezo de mi terapeuta. Mi kama-sutra fisioterapéutico…
Beso,
Raúl[50]
Sábado, 23 de agosto de 2008, 13.50
Querido Jorge:
Decís “antes el que escribía lo hacía como una carta de amor, y ahora….”. Podría desplegar a partir de esa frase un fantasma, una unidad de pesimismo existencial: “y ahora…”. Ese cansancio o repulsión en relación con el presente que se deja leer en esos puntos suspensivos[51] nos serviría para caracterizar la fantasmagoría en relación con la cual se sitúan tus palabras, un cierto pesimismo cultural, del cual seguramente participamos todos, porque se trata de la cultura entendida como encarnación del mal absoluto. Dejemos ese punto para más adelante (grandes nihilistas nos preceden).
Para tranquilizarte, se me ocurre que ya Nietzsche invalidaba esa política de cría y reproducción que, en aras de amansar al ser humano a través de las “cartas de amor”, producía seres cada vez más empequeñecidos y no el Superhombre tan anhelado (precisamente por imposible, por su caracter totalmente fantasmagórico y, por lo tanto, negativo). Si adoptáramos el paradigma hegelo-marxiano hasta sus últimas consecuencias, veríamos que el límite de la historia, todo límite, actuaría envileciendo a los hombres, convirtiéndolos en espíritus atrofiados e incapaces. El Hombre poshistórico (si tal cosa fuera posible) es el “último Hombre” nietzscheano.
En Fragmentos de un discurso amoroso, Roland Barthes recorre las figuras de ese amor letrado que los carteros llevaban y traían en su tiempo, no sin reconocer previamente el carácter anacrónico, extemporáneo, intempestivo, inactual y por lo tanto obsceno del amor. Sí, el discurso amoroso es tan imaginario que tal vez por eso hoy nos resulte insostenible (salvo en un segundo grado). ¿Pero, entonces? ¿Qué nos queda? Cualquier cosa, muchas cosas, pero en todo caso no la melancolía por los tiempos idos. La comunidad que viene[52]. Barthes finaliza los Fragmentos con una figura central en sus últimas indagaciones: el No Querer Asir[53], que es como un retiro silencioso, no afligido. Uno de los cursos que dictaba por esa misma época se llama, precisamente, Lo Neutro[54]: la époché, suspensión (¿budista?[55]) de las contradicciones, de las tiranías del lenguaje, de la arrogancia de la Verdad, de los procesos de depuración (como si algún Real me fuera permitido, alguna vez: como si el futuro del mundo fuera únicamente perseguir su propia imposibilidad), etc…
Saludos
Viernes, 8 de febrero de 2008, 09.59
Querida Estela:
Como sabés, las descripciones definidas (determinante + nombre + predicado), “el unicornio azul”, “el tirano prófugo”, presuponen existencia[56]. En relación con esa insensata presuposición levantan los lógicos sus rigurosos edificios. Sea. Pero si las fantasmagorías son puramente negativas (porque están habitadas por una nada de un determinado tipo, este o aquel[57]), la presuposición de existencia queda suspendida, por principio. Así, las unidades de la fantasmagoría no son como las descripciones definidas o son como descripciones definidas arruinadas. Fantasmáticas, participan de lo indeterminado, o conectan con él sin mediaciones de ningún tipo. Digamos, se asocian con un tipo particular de determinación indefinida[58]: “un unicornio azul”, diese gewaltigen Sängerinnen (“esas cantantes poderosas”).
Sobre el problema del indefinido, recuerdo las bellas observaciones de Deleuze:
Por regla general, las fantasías de la imaginación suelen tratar lo indefinido únicamente como el disfraz de un pronombre personal o de un posesivo: “están pegando a un niño” se transforma enseguida en “mi padre me ha pegado”. Pero la literatura sigue el camino inverso, y se plantea únicamente descubriendo bajo las personas aparentes la potencia de un impersonal que en modo alguno es una generalidad, sino una singularidad en su expresión más elevada: un hombre, una mujer, un animal, un vientre, un niño… Las dos primeras personas no sirven de condición para la enunciación literaria; la literatura solo empieza cuando nace en nuestro interior una tercera persona que nos desposee del poder de decir Yo (lo “neutro” de Blanchot).[59]
El predicado, que fue víctima propiciatoria del purismo literario de los modernos (“el adjetivo, cuando no da vida, mata” fue el grito de batalla), sin embargo, sigue siendo esencial, porque no hay fantasma o imagen sin cualidad o atributo, aunque se trate de una predicación presupuesta, una red compleja, confusa, semiolvidada o que atraviesa varios estratos temporales: “el unicornio” (donde la predicación aparece presupuesta) es “un caballo blanco”, “un caballo con cuerno”, etc…, La primavera es, para Abi Warburg, una Ninfa extática (maníaca), el cuerpo está atravesado por la potencia (Deleuze, Agamben); para deshacer la existencia presupuesta por las proposiciones asertivas es necesario un suplemento (Barthes[60]), etcétera.
No hay fantasma descalificado (aun cuando todo fantasma sea, por principio, un desclasificado) y para que haya fantasma, figura, debe haber calificación[61].
Roland Barthes, en su faceta más moderna, rechazó al adjetivo: “La categoría lingüística más pobre” (“El grano de la voz”[62]), “diga lo que diga, por su sola cualidad descriptiva, el adjetivo es fúnebre” (Roland Barthes por Roland Barthes[63]). Es que, rechazado por la ciencia, el adjetivo queda a merced de la ideología, esa bruja de la Historia. Pero si el proyecto barthesiano se reconoce en el deseo de fundar una analítica generalizada de los qualia[64], el adjetivo es la vía regia: “Cuando escapa de la repetición, el adjetivo, en tanto atributo mayor, es también la vía regia del deseo: es el decir del deseo”[65].
En el curso Lo neutro, Barthes dedica al problema una sesión completa[66]: si bien es cierto que “lo neutro” (lo desclasificado) “querría una lengua sin predicación, donde los temas no estarían fichados (puestos en fichas e inmovilizados) por un predicado (un adjetivo)” (103), también hay que tener en cuenta que “Rechazo del adjetivo = práctica moral, represión del adjetivo, que no se dice por ‘actitud’ de rigor: en general, actitud de la ‘ciencia’, que reprime el adjetivo, no porque haga daño, sino porque no es compatible con la objetividad, la verdad” (108). Se podría soñar con “experiencias de abolición del lenguaje (…) que tienen en común intentar esta empresa sobrehumana: cuestionar + extenuar la predicación (= el adjetivo)” (109): el discurso amoroso, los sofistas, la teología negativa, Oriente. Pero ese sueño, finalmente, aniquilaría la fantasmagoría: las sirenas no estarían ya calladas y expectantes, sino muertas, exterminadas (sie wären damals vernichtet worden[67]):
sin el señuelo, sin el adjetivo, nada pasaría. Por cierto, un adjetivo encierra siempre (al otro, a mí), esa es incluso la definición del adjetivo: predicar es afirmar; por ende, encerrar[68]. Pero suprimir los adjetivos de la lengua es esterilizarla hasta la destrucción, es fúnebre (…). No desinfectar la lengua, más bien saborearla, frotarla suavemente o aun rastrillarla, pero no “purificarla”. Podemos preferir el señuelo al duelo, o al menos podemos reconocer que hay un tiempo del señuelo, un tiempo del adjetivo. Quizá lo Neutro sea eso: aceptar el predicado como un simple momento: un tiempo (112).
Más allá de eso, de todas las unidades de una fantasmagoría, la más inquietante es el “yo”. Nadie podría decir que “yo” es una expresión definida, lo que excluiría a esa categoría de la presuposición de existencia. Y sin embargo, no: la posibilidad de decir “yo” es lo que presupone la existencia del sujeto. Y no puede pensarse en la sentencia “yo” sino como siendo sostenida por un sujeto. En ese hiato de presuposiciones (en esa contradicción, en ese agujero negro del sentido) se sostiene el “yo”[69].
Saludos
Viernes, 8 de febrero de 2008, 10.17
Querida Violeta, algunas precisiones:
Lo que se reconoce como lo imaginario no se corresponde propiamente con la cultura (que es un dispositivo que conecta con cualquier fantasmagoría pero la somete a su propia lógica y la inscribe en su propia moral, cuando sostiene alguna[70]). La relación con el arte tal vez sea un poco diferente, pero podemos reconocer que entre fantasmagoría y cultura o entre fantasmagoría y arte hay una relación de estratos: las pathosformeln de Warburg atraviesan los estratos. El “cuento de fantasmas para adultos” que Warburg pretendía contar con su Mnemosyne arrastra todo a lo gestual, esa dimensión ética[71] donde los estratos se tocan:
Winckelmann, chère maman, no ha entendido nada. La serena grandeza de la que habla es de todo menos serena porque está animada por un espíritu dionisíaco, por un pathos que solo Nietzsche ha entendido (…). En el Renacimiento, la figura humana se mueve y conmueve, goza; corre, combate, danza, padece, ama… En el Renacimiento regresa aquel pathos clásico que dota al cuerpo humano de un nuevo énfasis gestual.[72]
Ese énfasis gestual es el predicado del fantasma, la potencia que caracteriza su canto o su silencio, su fundamento ético, eso que no puede decirse sino solo señalarse[73]. Es probable que una sociología de la literatura pueda definir dos polos de la literatura (abstractos, porque en la realidad se dan entremezclados), la evasión y el conocimiento, o el olvido y la memoria. Pero en relación con una fantasmagoría todo es del orden de lo patético y la memoria deja de ser el triunfo de la voluntad para ser un dispositivo automático que emite sus señales hasta que se cansa o se extravía (sin cesar nunca de cantar o de callarse). La memoria es un grito de dolor insoportable. Y “la literatura es el intento de interpretar muy ingeniosamente los mitos que no se comprenden, cuando ya no se comprenden porque no se sabe cómo soñarlos ni reproducirlos”[74].
Lo que decía es que no hay poder en los fantasmas, son puras potencias[75]. “¡El deseo!”, dirán algunos. “El amor…”, pensarán otros. Digamos que entre fantasmagoría (como potencia) y la cultura (como dispositivo) la relación es de abismo. La cultura se verifica históricamente, mientras la fantasmagoría prescinde de la verificación porque atraviesa estratos temporales según la lógica de lo intempestivo o lo inactual.
La cultura es un dispositivo de administración (selección, promoción, discriminación, clasificación) de unidades de lo imaginario, pero lo imaginario sobrevive, establece su campo de proliferación y dispersión en un más allá de la pedagogía cultural. La edad del imperialismo como edad de la educación obligatoria, por ejemplo, es una evidencia histórica: la época en la que los estados imperiales (luego nacionales) imponen programas de alfabetización obligatoria a sus súbditos. La época en la que la educación primaria se vuelve obligatoria. ¿Por qué? Bueno: en principio, por la necesidad de constituir mercados homogéneos, claro. En segundo término, para crear esas ficciones que son las naciones (para esto, hay un librito muy lindo de Benedict Anderson que se llama Comunidades imaginadas[76]). Pero el pathos (que no es universal sino singular), ¿por qué habría de ser nacional, es decir: cultural)?
Saludos
Viernes, 8 de agosto de 2008, 20.14
Querida Cynthia:
Me quedé pensando en lo que decías sobre la escritura: “me atormenta y me apasiona a la vez la idea de escribir”. ¿Por qué la escritura puede llegar a atormentar? (una vez, claro, que uno ha dominado la sintaxis, quiero decir: la normativa).
Me parece que hay en tu teoría una imaginación sobre la escritura que se podría analizar en sus fundamentos y en sus consecuencias.
¿En qué imaginario, podríamos decir, cabe la imagen, el fantasma, de la escritura como tormento? Está Flaubert, que sufría el suplicio del trabajador calificado y, sobre todo, Kafka, para quien era un tormento físico (y que no dejó de tematizar ese tormento en cada una de las páginas que destinaba al potlatch de las llamas).
Kafka nos permitiría pensar en una configuración imaginaria (una fantasmagoría) que podríamos llamar “la imaginación de la catástrofe”, robando palabras de Susan Sontag[77]. En ese contexto, la escritura bien puede aparecer (y seguramente no puede aparecer de otro modo) como una pasión sin salida, y también como un tormento. ¿Por qué sin salida? Porque se presupone que esa manía, la escritura, es anacrónica (no guarda relación con un tiempo en el cual lo que se verifica es precisamente la pérdida de eficacia de la cultura que llamamos letrada, en fin: de la imaginación humanista). Eso, naturalmente, conduce al tormento: es una condena sin remedio, como el mito de Sísifo, el de Prometeo o el de Poseidón, que desea el fin del mundo para poder conocer aquello que, hasta ahora, solo ha administrado (Die Verwaltung aller Gewässer gab ihm unendliche Arbeit, “la administración de todas las aguas le daba infinito trabajo”[78]). ¿Pero por qué colocarse en posición de administrador de los flujos acuáticos, por definición indefinidos? ¿No es la cultura la que administra fantasmas? El Prometeo de Kafka o se hunde en la piedra hasta formar un todo con ella, o se olvida el castigo que se le había impuesto por su traición, o “se cansaron los dioses, se cansaron las águilas, la herida se cerró, cansada”. El tormento, entonces, pasa.
Quería señalarte esto como para despejar un poco el carácter metafísico de la escritura, que no es sino una unidad más de la fantasmagoría, y tiene un valor específico, porque es la que la pone en marcha, la que la transforma en una práctica con sentido de futuro.
Saludos
Martes, 11 de marzo de 2008, 06.45
Sí, querida Jeaninne, puedo decirte algo en relación con eso, claro…
En principio, lo que me parece que no debería escapársenos es que no se está hablando de la imaginación como “capacidad creadora”, el sentido corriente de la palabra, sino como una fuerza que define a la conciencia: hay conciencia porque hay capacidad de imaginar. ¿Qué es esa capacidad de imaginar? Para Sartre: la capacidad de negar el mundo libremente, pero de acuerdo con un punto de vista. El registro de lo imaginario sería el resultado de esa negación… bla, bla, bla.
Para Caillois, por el contrario, imaginar es simplemente dotar de cierta fuerza “mítica” (si me permitís, si aceptás la palabra) a ciertas configuraciones naturales, es decir: investir de una potencia (y por lo tanto, de un efecto posible: terror o placer, goce, pathos) algo que por sí mismo es un lenguaje exterior (para Caillois, las piedras hablan como las sirenas cantan –incluso su silencio es una forma de expresión o el silencio es la forma de expresión–, así como las estrellas bailan: hay un lenguaje de lo natural)[79]. La idea de Blanchot de la imagen como cadáver, probablemente, liga bien con esa perspectiva[80]. La imagen no está en lugar de nada (mejor dicho: está en lugar de nada) y permanece como resto de la fuerza (natural, diría Caillois, pero podemos prescindir de eso, con la condición de no hacer antropomorfismos con los geomorfismos) que la ha desencadenado. La unidad de la fantasmagoría, así como puede aislársela (sustantivo más adjetivo, sin determinación, o con determinación indefinida), es el efecto de una afección (el trazo de una ausencia: lo Real que la provocó). No hay que pensar, entonces, en las unidades del imaginario como en íconos, sino como índices (la fotografía, claro, sigue siendo el mejor ejemplo) o como gestos.
En ese contexto es en el que aparecen las observaciones de Barthes, desde Mitologías hasta Fragmentos de un discurso amoroso o La cámara lúcida, que trazan un itinerario en relación con el problema de lo imaginario. En “El mito, hoy” se deja leer el proyecto, luego abandonado, de inventar una ciencia política de lo imaginario. Pero ya en “L’effet de réel” Barthes nota el carácter completamente agujereado y asistemático del discurso y el texto: imposible superponerle un sistema de “ideologemas”, porque lo real (esa fuerza) se cuela en todas partes. El texto o el discurso usan figuras tomadas de un repertorio más o menos estable, pero las serializan, de acuerdo con una lógica que no es la de la colección completa, necesariamente. El texto está asaetado por voces (o silencios) que vienen de diferentes lugares (S/Z retoma la idea de partitura que está ya en Lévi-Strauss y en Greimas[81]) pero además, es un espacio agujereado. Si el texto es un tejido, las figuras responden a la lógica del bordado.
En Roland Barthes por Roland Barthes y en Fragmentos de un discurso amoroso[82], Barthes ya se muestra francamente reticente a la elaboración de una teoría que permita “denunciar” las “trampas” de lo imaginario[83]: como hemos alcanzado esta desconfianza sin medida con respecto a lo inefable y las imágenes, como lo Imaginario está por doquier bajo el control de lo Simbólico, como sabemos que las sirenas no pretenden seducirnos sino tan solo capturar nuestra mirada (fascinarnos), como ya no existe el riesgo de dejarse atrapar en las fábulas del “yo”, es hora de devolver un porvenir a lo Imaginario. Por ese lado, se desemboca en una casuística axiológica (las figuras de lo imaginario no tienen el mismo valor, ni tampoco la misma belleza) y, naturalmente, en una ética.
Pero, además, en Fragmentos se aclara qué cosa es una figura como unidad de lo imaginario: “La palabra no debe entenderse en sentido retórico, sino más bien en sentido gimnástico o coreográfico; en suma, en el sentido griego: σχήμα no es el ‘esquema’; es de una manera mucho más viva, el gesto del cuerpo sorprendido en acción, y no contemplado en reposo: el cuerpo de los atletas, de los oradores, de las estatuas” (13). Por eso lo imaginario es un teatro: “La idea es siempre una escena patética que imagino y de la que me conmuevo; en suma, un teatro. Y es la naturaleza teatral de la Idea de lo que saco provecho” (219). Allí, lo que se deja leer es que el registro de lo imaginario no es plano (no es un sistema o colección de figuras planas), sino una cámara o caverna, donde las imágenes aparecen cualificadas y los cuerpos, en movimiento, gestualizados.
Saludos
Viernes, 22 de agosto de 2008, 10.45
Querido Jorge:
No fueron, naturalmente, los románticos los primeros en reivindicar la imaginación (como capacidad de la conciencia diferente de la percepción y de la concepción). Recordemos que ya Aristóteles había señalado (lo cito según la vulgata medieval) que nihil potest homo intelligere sine phantasmata. “Nada puede el hombre conocer sin fantasmas”. ¿Qué son esos extraños objetos? La imaginación, en todo caso (no hay que ser romántico para adoptar un punto de vista semejante, sino todo lo contrario), no es lo contrario de la razón, sino su fundamento.
Saludos
Viernes, 22 de agosto de 2008, 11.00
Querido Lorenzo:
Tal vez sin quererlo has tocado de costado uno de los puntos más complejos relacionados con la imaginación. Podría pensarse, en efecto, en términos de binarismos trascendentales (percepción vs. conocimiento), pero también podría pensarse en términos de superar esos binarismos, y la vía más adecuada para superarlos tal vez sea la imaginación y lo imaginario (registro que ha sido puesto bajo la regencia del 2, pero que constituye un tercero enigmático[84]).
Tomo la última de tus oposiciones, “sentido vs. memoria”. ¿En qué sentido podría establecerse una dicotomía entre sentido y memoria? ¿Y qué categorías asociamos con esa tensión? El problema del “archivo”, naturalmente es una de ellas. El problema del “testigo” y del “testimonio” es otro[85].
Uno es siempre testigo de la fantasmagoría que lo arrastra. Lo que podríamos decir, entonces, es que el testimonio ni garantiza verdad, ni sentido, ni memoria, sino futuro (el testimonio se sustrae, así, tanto a la memoria como al olvido).
Siendo imposible como es de ser representado, a lo real, entonces, hay que imaginárselo, y es en ese punto donde las oposiciones trascendentales se desmoronan: ya no hay más dilema, sino trilema. La danza embriagadora de las fantasmagorías, lo desnudo y lo vestido (al mismo tiempo) de las ninfas, diocesillas de las aguas cuyos comportamientos Poseidón no cesa de administrar sin placer (Man kann nicht sagen daß ihn die Arbeit freute[86]).
Saludos
Martes, 19 de agosto de 2008, 13.00
Querido Pablo:
En los textos que comentás, la destrucción (como característica del siglo XX) ocupa un lugar destacado. Podríamos pensar, incluso, que en relación con ese dato (que no lo es tanto, porque no hay destrucción sin que se presuponga al mismo tiempo un punto de vista que vea la destrucción en la transformación de ciertas masas en otras masas o de la materia en energía) se definen diferentes posiciones imaginarias.
Benjamin no habla, propiamente, de la imaginación y del imaginario aunque es cierto que convoca ciertas figuras que permiten pensar el problema: has traído a cuento el “ángel de la historia”, precisamente, una poderosa figura que está en el centro de la concepción mesiánica de la historia que Benjamin sostiene. Ese ángel mira, en efecto, el pasado:
En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe sin modulación ni tregua, que acumula sin cesar ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero una tormenta desciende del Paraíso y se arremolina en sus alas y es tan fuerte que el ángel no puede plegarlas. Lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas sube ante él hacia el cielo. Esa tempestad es lo que llamamos progreso.[87]
Badiou y Sloterdijk, nuestros contemporáneos, sostienen una posición crítica sobre paradigmas pretéritos: Sloterdijk declara muerta la posibilidad humanista de suministrar síntesis culturales y Badiou aprovecha su argumentación sobre lo real (y, por lo tanto, sobre lo imaginario), para criticar sus antiguas adhesiones a la dialéctica[88]. Por eso, el cuadro de Malevich no señala “el colmo de la depuración”, como decís, sino otra vía:
¿Por qué es algo distinto de la destrucción? Porque, en vez de tratar lo real como identidad, se lo trata desde el principio como distancia. la cuestión real/semblante no se resolverá mediante una depuración que aísle lo real, sino comprendiendo que la distancia misma es real. El cuadrado blanco es el momento en que se ficcionaliza la separación mínima.[89]
A la negatividad destructora (depuradora) se opone la negatividad sustractiva (la diferencia mínima). Hay un pasaje y una transformación. Una vez cumplida la depuración (como tarea de la modernidad), no se puede seguir sosteniendo el paradigma de la negatividad destructora. No es que lo imaginario funcione como máscara (eso ya se sabe, y es tan sabido que no tiene sentido detenerse en ello), sino que en lo imaginario se nota la potencia, la fuerza de lo real.
Volviendo, entonces, a las formas de imaginar la historia: Benjamin toma respecto de la imaginación humanista la misma distancia que Sloterdijk (podríamos decir) y eso los colocaría (o no, podemos discutirlo) en relación con una misma fantasmagoría. No hay lugar para la experiencia, dice Benjamin, en un mundo saturado de discursos culturales.
Por otro lado, ¿qué diferencia a la imaginación humanista de la imaginación dialéctica? Precisamente la consideración sobre el tiempo (y, por lo tanto, sobre la historia). Para la imaginación humanista el tiempo es un continuo proceso de acumulación. Para la imaginación milenarista o dialéctica el tiempo está cortado por profundos procesos de recomienzo, negación de lo precedente, saltos cualitativos, espera y preparación del futuro (más o menos inminente). En ese sentido, la imaginación dialéctica y la imaginación de la catástrofe comparten una misma imagen sobre el presente y el pasado y solo las separa el modo en que imaginan el futuro: no lo hay, en la perspectiva de los catastróficos, mientras que para los dialécticos, el futuro está contenido in nuce en las tensiones del presente.
Saludos
Jueves, 14 de febrero de 2008, 13.00
Querida Marcela:
Tu pregunta es tan densa como pertinente, y me obliga a unos rodeos. La diferencia entre destrucción y sustracción es correlativa (al menos en Badiou) a dos formas de negatividad: dialéctica y no dialéctica. Pensá, en relación con formas de negatividad no dialéctica, en la negatividad acefálica propuesta por el grupo de la revista Acéphale y el Collège de Sociologie (Bataille y compañía: la noción de transgresión, la noción de gasto, que no son dialécticas, porque sobreviven como negatividad sin empleo al fin hegelo-marxiano de la Historia).
La lógica de la depuración/destrucción supone destruir la distancia entre lo real y el semblante (su máscara), guiada por esa pasión por lo real que domina el siglo. Ahora bien, de acuerdo con esa lógica lo que se pierde es precisamente el sentido de la distancia entre lo real y el semblante, el espesor de lo imaginario, los gestos y las predicaciones: como si no importara dar cuenta de las figuras o fantasmas que ocuparon ese espacio (o mejor aún: ese devenir en espacio).
Por el lado de la sustracción (de la diferencia mínima, de la negación no destructora), por el contrario, se puede acceder al espesor de lo imaginario y, naturalmente, al “en sí” de lo real, que ya no sería algo a recuperar detrás de las apariencias (hipótesis platónica) sino aquello que se constituye en una distancia, en un semblante, porque la distancia misma es real, en el sentido de que es nuestra única manera de acceder a ese real que, en última instancia, seguiría siendo irrepresentable.
En las artes visuales, eso se ve bien en el arte abstracto, donde la diferencia mínima (la diferencia entre marco y tela, pero también entre registros de colores, etc.) cumple un papel decisivo. Una mancha es una mancha, y sin embargo… intercepta nuestra mirada (como las sirenas de Kafka) por la vía de la diferencia mínima. Esa diferencia mínima (esa “inadecuación” podríamos decir, entre una forma y una idea) ficcionaliza el problema de la diferencia y la otredad: ¿qué me vuelve otro del otro?, ¿cuál es la diferencia mínima que me separa del prójimo (Pierre, digamos)?, ¿y cómo se articula la serie de diferencias con la noción de comunidad?
Al respecto, un chiste viejo pero muy hermoso. Dos niños (dos chavos) descubren un campo nudista detrás de un muro. Uno se sube sobre los hombros del otro para espiar. El de abajo le pregunta: “¿Y, y?”. “Están desnudos”, le contesta el de arriba. “¿Pero son mujeres u hombres?” “Pues no sé”, le contesta el mirón, “es que no tienen ropa…”.
Saludos
Martes, 12 de agosto de 2008, 12.55
Querido Ignacio:
Es interesante tu observación sobre las películas de juicio (pasión malsana que comparto). Ahí se nota una adhesión o identificación a un imaginario, con total prescindencia del juicio de valor (estético). En el “me gusta/no me gusta” (no me gustan las películas con monjas, por ejemplo, e incluyo en esa categoría incluso a La novicia rebelde, que mis amigos adoran para mí de manera inmoderada e incomprensible), se cifra toda la máquina binaria de las identificaciones.
No hay necesariamente que abominar de esos procesos de identificación sino que hay que ser capaz de notarlos, de saber que existen y de investigarlos en los procesos de lectura (leer es otra cosa que la mera identificación narcisista: es desplegar el sentido a lo largo de una serie[90]). No proscribamos la relación con lo Mismo, pero sepamos que esa relación con lo Mismo está puesta bajo la vigilancia necesaria de lo Otro. Lo Otro no es necesariamente perceptible, sino una postulación. A lo Otro hay que sostenerlo (en el discurso, claro). En todo caso, lo Otro es la línea de fuga de la identidad (en el mismo sentido en que la Mujer, como figura imaginaria, es la línea de fuga del Hombre).
Saludos
Sábado, 23 de agosto de 2008, 13.42
Querida Victoria:
Agregaría: por fortuna te “falta el tiempo para pensar en todo”. ¡Qué pesadilla sería poder pensar en todo! ¡Qué pesadilla no poder olvidar nada! (Ireneo Funes).
No se trata de pensar todo, sino de pensar esto: una mota de polvo, un gesto entrevisto en la calle, la textura de una voz[91]. Con eso, ya es bastante y hasta diría, es mucho. Las grandes totalizaciones y abstracciones (pienso en el abominable Hegel) son concentracionarias.
Sí: la imaginación es una distancia. Sí: la imaginación es una distancia entre el ser y el logos. ¿Podríamos vivir sin esa distancia? No, no podríamos. Lo imaginario es necesario tanto en los procesos de constitución de la propia subjetividad (“El estadio del espejo”[92]) como en los procesos históricos (el 18 Brumario de Luis Bonaparte[93]).
Ahora bien, la pregunta del millón: “¿Qué es, cómo es un imaginario? ¿Cómo lo describo?”. Según las figuras que incluya la fantasmagoría, y según la lógica que las relacione.
Sloterdijk dice[94]: a, b y c son contenidos de la imaginación humanista (no con esas palabras, pero ya sabemos que leer es redenominar), y esa imaginación es para nosotros ya imposible. El poshumanismo heideggeriano, también. ¿Aceptamos esas proposiciones? Supongamos que las aceptamos. ¿Qué queda? Necesariamente (porque no se puede vivir sin imaginación), otros imaginarios. ¿Cuáles?
Digamos:
1. La imaginación humanista considera al tiempo como una continuidad entre pasado, presente y futuro. Tal vez sea eso lo que hoy se nos impone como imposible (quejas benjaminianas y hobsbawnianas ante la pérdida de referencia a las tradiciones). Entonces, nos encontramos con posiciones del tipo no future (no hay futuro). Nihilismo, depresión, melancolía, nostalgia: unidades de la imaginación de la catástrofe[95].
2. O posiciones del tipo: solo hay futuro y hay que forzarlo, obligarlo a que advenga a nosotros (en nosotros). Guerra, destrucción, aceleración de la historia (o, por el contrario,
espera infinitamente organizada: plan total), unidades de la imaginación milenarista (cuya versión más articulada es la imaginación dialéctica)[96].
3. O posiciones del tipo: solo hay presente y tanto pasado como futuro son ilusiones. Es la imaginación pop[97].
Tu carta termina con un “sigo en digestión”, y me acuerdo de la antropofagia paulista: conocer es devorar al otro, digerirlo (incorporar algunas partes, desechar otras). No pensar en todo, no; pensar en las deyecciones, en todo caso: los restos, los fantasmas.
Saludos
Viernes, 15 de febrero de 2008, 13.20
Querida Susana:
La imaginación milenarista se relaciona con el Milenio, tal como se lo presenta en el Apocalipsis de San Juan y otros textos canónicos: luego del Apocalipsis, y antes de la resurrección de los muertos (todos ellos: ¿pero en qué estado? –es otro problema[98]) advendrá el Reino de los Justos, un período de mil años. Ya desde la Edad Media, los diferentes partidos religiosos tuvieron dos posiciones al respecto: esperar pacientemente el advenimiento del Milenio o tratar de provocarlo por todos los medios. Naturalmente, la imaginación milenarista, en su variante guerrera y destructiva, coincide con la imaginación dialéctica, que es su heredera, como bien notó Engels en La guerra campesina en Alemania[99].
Por otro lado, para contestar a tu demanda ética en relación con “la humanidad”, la mayoría de los historiadores y filósofos coinciden en señalar que el humanismo fue una estrategia de aniquilación, antes que nada. Ejemplo: el humanismo cristiano en América (en nombre de la cruz y la “humanidad”, se masacraron a millones de los antiguos pobladores de nuestra triste tierra)[100], o el nazismo, que no es una locura pasajera de un líder y sus seguidores sino que es la directa consecuencia y el desarrollo lógico de todo lo que el positivismo cientificista del siglo XIX había planteado en su momento (la eugenesia, y otras aberraciones, son en Europa doctrinas corrientes mucho antes del advenimiento del nazismo, que no hizo sino llevar a la práctica lo que ya existía como teoría o como fantasma)[101]. De modo que hay que despejar al humanismo de toda su piedad para entender su lógica histórica acabadamente.
La conciencia de esa imposibilidad puede leerse en el pesimismo de entreguerras, precisamente como constatación de algo que no salió bien o que terminó mucho peor de lo que se esperaba, tanto en los textos de la Escuela de Frankfurt[102] como en los del Collège de Sociologie (tan distintos) y también, por qué no, en el Viaje al fin de la noche de Céline.
Saludos
Sábado, 23 de agosto de 2008, 13.21
Querida Marcela:
Cuando nos referimos a imaginación no nos estamos refiriendo necesariamente a cuestiones estéticas (es decir: el plano de la composición), sino a aspectos cognitivos y éticos. Aby Warburg anotó en su diario, en 1917: “Soy historiador de la imagen (Bildhistoriker), no historiador del arte”. Y según Kurt Forster, el proyecto Mnemosyne fue un proyecto de evocación comparable a los altares de la tribu indígena de los Hopi, que Warburg había conocido en un viaje al desierto de Arizona en 1895-1896[103].
Si me interesa ese modo de aproximación tal vez sea precisamente porque lo indecidible entre ética y estética queda claro en el registro de las fantasmagorías: la imaginación es una capacidad que define la conciencia (y, por lo tanto, que especifica lo propio del ser humano). En tanto tal, la imaginación es un modo de relación con el mundo (cosas y hechos, pero también con los otros).
Ahora bien: ¿qué podemos decir de ese modo de relación? Que su fundamento es la negatividad: lo imaginado (a diferencia de lo percibido), lo es en tanto ausente, no presente, etc. (Sartre). Como la imaginación es una fuerza siempre operando, y como nuestro régimen de lectura está dominado por la sospecha y la paranoia, el siglo XX, cuya característica es, repitiendo a Badiou, la “pasión por lo real”, no hizo sino sospechar de esas figuras que aparecen en el lugar de lo ausente, de lo que no es[104].
Marxismo y psicoanálisis son las ciencias de la sospecha: vastos paradigmas destinados a demostrar el carácter ilusorio (por lo tanto, perturbador y enmascarador) de esas figuras o fantasmas (¿no es el psicoanálisis una vasta teoría sobre el fantasma?, ¿no se refiere Marx al fetichismo de la mercancía como fantasmagoría?[105]).
No es el arte, por lo tanto, con lo que nos toparemos en una indagación de lo imaginario, sino con aquello que no lo es: figuras, fantasmas, unidades de lo imaginario como fuerzas, potencias o movimientos que están más allá o más acá de lo artístico (el plano de composición), es decir, aquello que constituye nuestra ecología, lo que se mueve (como el vestido de la ninfa, como la cabellera de las sirenas, como la tensión del atleta), lo que no tiene fin. Vuelvo a citarte a Agamben:
Otro aspecto interesante en Aristóteles es que el movimiento es un acto sin terminar, sin telos, lo que significa que el movimiento mantiene una relación esencial con una privación, una ausencia de telos. El movimiento está siempre constitutivamente en relación con esta carencia, su ausencia de fin, o de ergon, o de telos y opera. Aquello sobre lo que siempre estoy en desacuerdo con Toni es este énfasis puesto en la productividad. Aquí debemos reclamar la ausencia de opera como algo central. Esto expresa la imposibilidad de un telos y un ergon para la política. El movimiento es la indefinición y la imperfección de toda política. Siempre deja un residuo.
En esta perspectiva, el lema que cité como una regla para mí puede ser reformulado ontológicamente como esto: el movimiento es aquello que si es/está, es/está como si no fuera/estuviera, se carece a sí mismo, y que si no es/está, es/está como si fuera/estuviera, se excede a sí mismo. Es el umbral de la indeterminación entre un exceso y una deficiencia que marca el límite de toda política en su imperfección constitutiva.[106]
Medios sin fin, en la misma línea, desarrolla las siguientes proposiciones (donde perfectamente podríamos leer “fantasmagoría” donde dice “cine”):
1. A finales del siglo XIX la burguesía occidental había perdido ya definitivamente sus gestos.
2. En el cine, una sociedad que ha perdido sus gestos trata de reapropiarse de lo que ha perdido y al mismo tiempo registra su pérdida.
3. El elemento del cine es el gesto y no la imagen.
4. Al tener por centro el gesto y no la imagen, el cine pertenece esencialmente al orden de la ética y de la política (y no simplemente al de la estética).
5. La política es la esfera de los puros medios; es decir de la gestualidad absoluta e integral de los hombres.[107]
Si pienso en mí, en mis vecinos, en mis gatas, en mi familia, en la política en mi país, en acontecimientos históricos lejanos, en momentos del desarrollo del mundo (el paleolítico, la democracia ateniense, la Edad Media, el siglo XIX, ayer nomás) no puedo sino acceder a esas cosas ausentes (Sartre) sino a través de la imaginación. ¿Son esas figuras “verdaderas” o no? Digo que no me interesa saberlo, en este punto, sino describir cómo es ese imaginario que ha interferido nuestra mirada: ¿cómo hacemos para vivir en esas figuras, entre ellas, con ellas?
Nada hay de irracional en lo imaginario, sino todo lo contrario: lo imaginario es la condición de posibilidad de la razón. Nada hay de romántico en lo imaginario, por el contrario: lo imaginario es el realismo (o viceversa: el realismo es totalmente imaginario).
Saludos
Jueves, 6 de marzo de 2008, 12.42
Querida Marcela:
Muchas veces la “cuestión” filosófica es una cuestión de vocabulario. Si uno quisiera entrenarse en tal o cual tradición filosófica, debería dominar ese vocabulario, pero ese, me parece, no es nuestro problema, que sencillamente queremos leer algunas obras literarias.
Por eso mezclamos sin pudor y sin cautela en la manipulación posiciones que se corresponden con diferentes tradiciones teóricas. De todos modos, corresponde colocar nuestras preguntas bajo el título “Imaginación y libertad”: ¿somos realmente libres al imaginar o somos esclavos de lo imaginario? ¿Garantizan esos fantasmas o figuras que nos arrastran en su danza dionisíaca hacia un lugar oscuro (el bosque, la cueva, la noche: el lugar de todos los terrores) algún tipo de verdad? ¿Nos acecha un monstruo con cabeza de toro en ese laberinto y es la razón el hilo que deberíamos seguir para salir… adónde? ¿Qué clase de Odiseo creemos que somos?
Saludos
Jueves, 10 de abril de 2008, 14.06
Querida Jeaninne:
Las películas de Lars von Triers me provocan la misma fascinación y el mismo espanto… Pero dejemos esto, para no ponernos a llorar. Es verdad que “hasta parece imposible articular un discurso”. Pero después de todo, la escritura es relacionar, precisamente, lugares distantes, y ese es su desafio y su encanto. Y hacés bien en recordar la “Lección de escritura”[108] de Lévi-Strauss, que habría que situar en un contexto “clásico” de desarrollo de la etnografía.
Lévi-Strauss escribe melancólicamente sobre un dispositivo perdido y esa melancolía se lee en Tristes trópicos como la necesidad de inventar un nuevo dispositivo: el estructuralismo, según el cual todos los mitos, todos los comportamientos, todas las reglas forman parte del mismo juego. Tensando la cuerda: de la misma fantasmagoría.
Saludos
Viernes, 7 de marzo de 2008, 08.45
No, no, Susana, ningún desvío.
De todos modos, yo no puedo contestar esas preguntas salvo para decir que para Sartre la libertad existe (precisamente porque somos capaces de imaginar, es decir, de negar). Pero para Lacan y para los demás estructuralistas, la “libertad” sería una unidad más del imaginario entendido como cárcel. Es como esas revistas para muchachas que se llaman Ser libre, o Sé tú misma, o Ser única o lo que fuere: al mismo tiempo que proponen la libertad de imaginarse único/a, proponen un repertorio de estereotipos a cumplir.
Según qué tradición teórica uno elija, las respuestas variarán. El único intento por sostener una verdad de lo imaginario desde lo imaginario es el del Roland Barthes, sobre todo en libros como Fragmentos de un discurso amoroso o en Roland Barthes por Roland Barthes.
Para Barthes, lo imaginario deja de ser una máscara y se convierte en una performance (“es, pues, un enamorado el que habla y dice…”) y, en tanto performance, sostiene su propia verdad. Al ponerse en el lugar del imaginario, el analista (el escritor, el teórico, me refiero a Barthes como fantasma) no hace sino crear un hiato en la calesita de los estereotipos.
Saludos
Jueves, 6 de marzo de 2008, 13.02
Querida Jeaninne:
Acabo de leer tu preciso reclamo. Caillois parece un poco al margen del debate entre el existencialismo sartreano y el estructuralismo, pero ya verás que en su enfrentamiento con Lévi-Strauss[109] no es tan así. De hecho, al postular a la imaginación como continuación de la naturaleza (de lo real-natural), también postula una conciencia imaginante no libre, sino determinada (aunque de otro modo). La discusión sobre lo imaginario fue abandonada después de Althusser: ni Foucault ni Deleuze usan la palabra (este último, lo recordarás, dice “cerebro” cada vez que tiene que referirse a algo parecido a la conciencia imaginante). Pero, calladamente, llega hasta nosotros: ¿somos libres o no?, ¿hay condiciones de habitabilidad para nosotros en lo imaginario?
Para Deleuze, “todo esto que (la ciencia) nos dice acerca de las dos clases de islas, la imaginación ya lo sabía por su cuenta y de otro modo”[110] y
Esta criatura de la isla desierta sería la propia isla desierta en cuanto que imagina y refleja su movimiento primario (…) La unidad de la isla y su habitante no es, por tanto, una unidad real, sino imaginaria, como la idea de mirar detrás de la cortina cuando no se está detrás de ella. Por lo demás, es dudoso que la imaginación individual pueda elevarse por sí sola a esta admirable identidad, veremos que se precisa la imaginación colectiva en lo que posee de más profundo, en los ritos y en las mitologías[111].
Saludos
Viernes, 7 de marzo de 2008, 08.59
Querida Susana:
El unicornio es uno de los ejemplos que trabaja Caillois[112] para demostrar que seres totalmente imaginarios fueron objeto de consideración científica. Pero lo que se deja leer es algo de mayor alcance (habrás visto las precauciones con las que Caillois pronuncia su hipótesis): lo imaginario es prehumano[113].
Las ondas mnemónicas de Warburg, en algún sentido, también lo son (porque son presubjetivas). Y los dioses son (por definición) prehumanos, así como los monstruos (algunos monstruos). ¿No son monstruosas las sirenas de Kafka que, además de todo, spannten die Krallen frei auf den Felsen (“estiraban las garras abiertas sobre las piedras”)? Sobre las piedras, en las piedras (como Prometeo, que se funde con ellas), entre las piedras (como Drummond, que se las encuentra nel mezzo del cammin), con las piedras (a las que Rubén Darío envidia: “Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo./ Y más la piedra, porque esa ya ni siente”), hacia la piedra (Pedro Páramo termina desmoronándose “como si fuera un montón de piedras”). Warburg apuntó en su agenda: “La lucha con el monstruo es el germen de la construcción lógica”[114].
No solo el lenguaje nos precede, también los monstruos y los fantasmas, ese inquieto pueblo de mestizos (como los llama Freud) que animan nuestros sueños y dominan nuestra vigilia. “Es propio de la función fabuladora inventar un pueblo. No escribimos con los recuerdos propios, salvo que pretendamos convertirlos en el origen o el destino colectivos de un pueblo venidero todavía sepultado bajo sus traiciones y renuncias”[115].
Además, creo que ya lo habías señalado, Jeaninne, no hay que pensar en la imaginación como un ejercicio necesariamente solipsista: es una fuerza presubjetiva que nos arrastra. No soy yo el que imagino, sino que me dejo llevar por una forma de imaginación, de la que participo. Las sirenas, sin seducirme, interceptan mi mirada, los fantasmas (no otra cosa quiere decir la expresión “pueblo de fantasmas”) hacen el pueblo y son el pueblo y vuelven en los momentos que experimentamos como déjà-vu, déjà-lu, déjà-fait[116]. La fantasmagoría no es un dibujo en un tapiz, es el pelo al viento de las sirenas calladas o el andar de las ninfas, lo que ni el Dios de las aguas, en su inmenso poderío, puede llegar a administrar y, lo que es más grave, apenas si ha entrevisto (so hatte er di Meere kaum gesehn[117]).
Saludos