A las víctimas de Cromañón
En nuestros días la idea de ciudad pareciera haberse deteriorado hasta un punto que, seguramente, era inconcebible a principios del siglo pasado. Un nuevo milenarismo se apoderó de nuestra imaginación: las grandes ciudades, aun las del Tercer Mundo, sobre todo las del Nuevo Mundo, aparecieron entonces como espacios inhabitables. Se trataba de un mito conocido: el mito (y la fascinación) por las ciudades muertas. A partir de la década del ochenta del siglo pasado, imaginar el agotamiento de las ciudades tuvo implicaciones teóricas diferentes de las que podían encontrarse en los escritos de los intelectuales europeos de la década del treinta, y consecuencias políticas concretas: la cultura llamada burguesa buscaba una nueva respuesta histórica para imponer una dominación (económica, política) renovada; por eso nos pareció que la ciudad ya no era el escenario necesario para la experiencia subjetiva ni satisfacía las demandas culturales para las que estaba prevista.
La cultura que conocemos, la cultura que llamamos burguesa, se relaciona desde su comienzo mismo con la ciudad, y la forma-ciudad se ha ido modificando con el tiempo hasta convertirse en la que hoy conocemos y de la cual, en la mayoría de los casos, abominamos. Las intervenciones urbanas de los últimos veinticinco años (en Buenos Aires, en Berlín, por citar solo dos ciudades que conozco bien) parecían destinadas a destruir el entramado urbano: eliminado el umbral-ciudad ya nada podría oponerse al poder normalizador y fascistoide del Estado (de todos, de cualquier Estado) asociado con el Capital internacional.
En Buenos Aires basta con ir a caminar y observar aves en la Reserva Ecológica para darse cuenta del avance impiadoso del Imperio (Estado + Capital)[385] sobre un espacio que alguna vez se soñó “natural”. No hay prácticamente un solo rincón de ese paseo imprevisto y sin otro diseño que el del capricho, el desperdicio, el potlatch y la inercia de las fuerzas ctónicas, desde el cual no se vea el avance del ejército de las sombras: el mal absoluto ha encarnado entre nosotros en lo que se llama la Corporación Puerto Madero. Pero no hace falta tampoco llegar tan lejos: no queda ya prácticamente una sola plaza en Buenos Aires que no haya sido prolijamente enjaulada y su uso vedado durante la noche, como si la ciudad fuera solo un apéndice más o menos elegante de los negocios que se realizan por las mañanas en la city. ¿Cómo hemos llegado a un umbral tan bajo de sensibilidad sobre todo lo que ha estado en juego en Buenos Aires en los últimos veinticinco años?[386]
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La ciudad que llamamos moderna es la ciudad barroca. La urbs barroca es el espacio del viaje, la travesía de la repetición. En ese texto urbano todo es medida, cantidad, repetición, todo es analizable y fragmentable. La teoría arquitectónica pasa a ser una teoría de determinación formal: en lugar de representar el espacio en tanto realidad previamente existente, pasa a determinarlo, es decir, se plantea a ella misma como Lebenanschauung. El espacio deja de ser un dato revelado o un recorrido y pasa a ser una práctica de control social y de dominación política[387], de modo que hay que entender que cada una de las transformaciones del espacio urbano tiende a perfeccionar esas gigantescas máquinas de disciplinamiento que hoy son las ciudades.
Las ciudades han sido realizadas, pero también han sido imaginadas. Si bien no pretendo establecer algún tipo de relación (causal o consecutiva) entre lo imaginario y lo real (porque los filósofos no han conseguido ponerse de acuerdo en este punto), doy por sentado que algún tipo de correlación existe. Mi propósito es examinar algunos momentos de esa fuerza de la imaginación tal y como puede leérsela en algunos textos literarios. Presupongo, también, que esa fuerza de la imaginación no es propiamente literaria (ni, naturalmente, propiamente arquitectónica, porque tampoco quisiera caer en el prejuicio tan extendido de que son los arquitectos quienes ejercen el monopolio de la imaginación urbana). La literatura no imagina ciudades, sino que realiza (como la política, la arquitectura o el teatro) imaginarios urbanos.
¿Qué relación puede establecerse entre el espacio urbano y el espacio textual de la modernidad? ¿Qué implicaciones mutuas, qué sistemas de reenvíos? Las investigaciones de Bajtín[388] han sido especialmente claras en ese sentido. La novela, el género literario de la modernidad es esencial y diferencialmente polifónica: da cuenta, mejor que ningún otro género, del entrecruzamiento de voces característico de la cultura urbana. Literatura, mercado, dinero, ciudad. La genealogía de la novela que Bajtín esboza deriva íntegramente de géneros ligados con la cultura urbana (panfleto político, sátira menipea, diálogos platónicos). La oposición épica/novela, característica de su teoría, coincide con la oposición entre campo y ciudad. De modo que, como se comprende a partir de estas proposiciones (ciertamente esquemáticas), el espacio urbano se correlaciona con un espacio textual y un sistema enunciativo muy característicos. Ese espacio está dominado (como la ciudad) por el entrecruzamiento de voces y lenguajes. De modo que es posible ligar la imaginación del espacio (el espacio imaginario) no solo a anclajes referenciales específicos en el campo de la representación, sino también a modos de funcionamiento textual.
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Comenzaré examinando un momento clásico de la narrativa argentina. Hay en Rayuela[389] dos preguntas fundamentales y que funcionan en espejo. La primera, célebre, está escrita al comienzo: ¿Encontraría a La Maga? La segunda no es tan conocida pero es igualmente importante: ¿Seguiría tocando el piano Berthe Trépat? Esa pregunta cierra el capítulo 48, que cuenta un concierto vanguardista de piano. En ese pequeñísimo sistema de preguntas especulares[390] hay una mirada ya cristalizada sobre la ciudad, entendida como escenario de alienación y poco más.
Si la primera pregunta nos introduce en temas típicos de la modernidad (discurso indirecto libre: cultura urbana, contaminación de voces), la segunda trae como tema la vanguardia estética (sabemos que Berthe Trépat representa la vanguardia: es una pianista sin público y el dispositivo de composición del que se jacta es el mismo que volvió famosa a Rayuela[391]). Entre las dos preguntas, es evidente, la novela de Cortázar expone lo que tiene de más sorprendente: esa claridad (que a veces hasta se vuelve irritantemente didáctica) para exponer y poner en cuestión los límites de las vanguardias históricas, y para interrogarse sobre los modos en que la literatura, en un momento ya dominado por el ethos de una avanzada sociedad de consumo, puede inscribirse en los grandes proyectos de la modernidad. Pese a su didactismo aplastante (o precisamente por eso), en Rayuela se deja leer el deseo por restablecer esa unidad de multiplicidades que es lo real (piensa la unidad bajo la forma de lo múltiple y lo heterogéneo). Los espacios simultáneamente abiertos y cerrados de Rayuela, sus topologías, forman un laberinto (“¿encontraría a La Maga?”), un territorio que se llama Kibbutz o Mandala o Moebius, y que carece de centro.
Podría suponerse que Rayuela habla con obsesión de las ciudades que cierta imaginación ha soñado, París y Buenos Aires. Sin embargo, un examen atento demuestra que el espacio urbano prácticamente desaparece o aparece solo bajo la forma del anacronismo o la alucinación, un mero universal abstracto. Las ciudades que Rayuela construye son ciudades muertas, restos de un pasado estético y político, las ruinas de la modernidad. Las calles, los recorridos, los personajes que La Maga y Horacio encuentran en sus vagabundeos por París están marcados por la imaginación de las vanguardias históricas: una visión de la ciudad filtrada por la imaginación surrealista. Buenos Aires, por otro lado, aparece solo bajo la versión prácticamente escenográfica de un minúsculo fragmento de barrio porteño, descripto con tal vaguedad que a partir de él sería imposible toda experiencia. La imaginación de las ciudades tal como son hacia fines de la década del cincuenta y comienzos del sesenta resultan imposibles para Rayuela.
Sabemos que es la experiencia de la muchedumbre vivida como shock lo que funda la literatura moderna. Es el horror a la anomia y a la pérdida lo que constituyó la literatura del siglo pasado. En la Argentina, ese horror tuvo dos momentos: la década del veinte y la década del cincuenta. En la década del veinte los intelectuales inventaron distintos tipos de ciudad para responder a las crisis que imaginaban, desde las versiones fascinadas y más bien abstractas de Girondo y Arlt a las anacronías concretizantes de Borges (“Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga”). A fines del cincuenta, Rayuela sufrío igualmente mal la experiencia de la muchedumbre y el temor a perderse: en Buenos Aires los personajes se encierran en un circo y en un manicomio (metáforas transparentes de un espacio sin afuera), donde pueden construir relaciones espaciales específicas. La topología siempre se organiza alrededor de un arriba y un abajo antes que el afuera/adentro que la noción de encierro permitiría suponer. Buenos Aires es en Rayuela un espacio privado, el puro afuera de la subjetividad.
En el París de Rayuela pueden verse otros terrores. El territorio París se dibuja según una lógica fantasmática: un “París fabuloso”, un “laberinto de calles”, una fuga como “el voodoo o la marihuana”, “una enorme metáfora”. París también es territorio de la subjetividad y dispositivo de aislamiento. Lo que resulta amenazante es allí el ethos de una avanzada sociedad de consumo que neutraliza las utopías de la vanguardia: reunir los lenguajes separados, anular las distancias entre el arte y la vida, cancelar la lucha por el sentido porque el sentido puede ser de libre circulación. Por eso se vuelve a la ciudad de los surrealistas: Rayuela sueña aquel mismo sueño urbano y se pregunta cómo hacer para llevarlo a cabo.
La ciudad moderna es el espacio de combate entre la muchedumbre y los aparatos represivos. Esto lo sabe hasta La Maga, cuando señala que Horacio “tendría que haber nacido en esa época (…) en que nadie estaba intranquilo, los tranvías eran a caballo y las guerras ocurrían en el campo” (p. 83, la cursiva es mía). Lo demás es vacío de gente: una ciudad sonámbula o desierta o apestada, un laberinto de calles donde siempre es posible encontrarse porque no hay nadie que lo impida. El poder solo aparece representado como una microscopía de vecinos que se quejan de la música alta, huelen marihuana (que nadie fuma) allí donde solo hay gulash, se quejan del tráfico excesivo (que por otro lado no aparece en el texto) o de los extranjeros que no respetan las leyes.
Y sin embargo, detrás de los puentes, patios y plazoletas hay otro espacio urbano al que Rayuela mira con horror: el espacio masificado, la ciudad del capitalismo tardío, ordenada de acuerdo con las leyes del consumo: el Angst de la modernidad. Precisamente Berthe Trépat, es decir: el capítulo-espejo de toda la novela.
En ese capítulo, Horacio observa una ciudad fragmentada, donde las posiciones, los lugares sociales, funcionan como cajas de cristal, vidrieras. La ciudad como continuidad de lenguajes reificados: “Los albañiles, los estudiantes, el clochard, la vendedora de lotería, cada grupo, cada uno en su caja de vidrio, pero que un viejo cayera bajo un auto y de inmediato habría una carrera general hacia el lugar del accidente, un vehemente cambio de impresiones, de críticas, disparidades y coincidencias hasta que empezara a llover otra vez y los albañiles se volvieran al mostrador, los estudiantes a su mesa, los X a los X, los Z a los Z. Solo viviendo absurdamente se podría romper alguna vez este absurdo infinito” (p. 123). Rayuela construye un espacio textual que es solidario del espacio urbano característico de la imaginación modernista y contradictorio respecto del que le es contemporáneo (inscripto en la fuerza que hoy reconocemos como imaginación pop).
Al contar el concierto de Berthe Trépat en la Salle de Géographie[392], lo que Rayuela introduce con ironía es un tipo de experiencia cultural alienada por la yuxtaposición y la simultaneidad: efecto de cosificación producido por el montaje, llevado a escala de dispositivo social.
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Propongo que en el arco que definen textos como Rayuela (1963) y Glosa (1987) de Juan José Saer, textos posteriores a la canonización de la modernidad, se realiza un imaginario sobre la ciudad que debe mucho a la imaginación de la catástrofe. Las ciudades que Rayuela construye son ciudades muertas, restos anacrónicos de un pasado estético y político, las ruinas de la modernidad (la ruina, como la foto, es un índex).
En el otro extremo, Glosa postula una ciudad, literalmente, atravesada: el único recorrido posible (la única experiencia posible) es una línea recta cortada por la repetición de las bocacalles. El vagabundeo ensimismado de Horacio se corresponde bien con el ensimismamiento parloteado de Leto y el Matemático, para quienes las imágenes urbanas “a causa de su repetición (…) se vuelven casi abstractas” (p. 85). En Glosa la historia no viene de la ciudad que rodea a los personajes, sino de otra parte y va, también, hacia otra parte. Si “lo moderno” es la experiencia de la ansiedad, nada más desprovisto de Angst que la glosa metódica de una fiesta, durante una travesía donde lo único que aporta la ciudad es una forma de escansión (“Las siete primeras cuadras”, “Las siete cuadras siguientes”, “Las últimas siete cuadras”), un ritmo que a veces se corta por los imprevistos añadidos de “la experiencia histórica del maquinismo al proyecto excesivamente abstracto de Hipodamos” (p. 172). En la hipótesis de Saer, el fracaso de la ciudad contemporánea se remonta a los comienzos mismos de la imaginación humanista, a ese umbral, al mismo tiempo, de soberanía y de pensamiento abstracto: “Debido a que, según parece, en tiempos de Temístocles, se hizo venir a un tal Hipodamos, de Mileto pretenden, para que, como le dicen a eso, urbanizara[393] el Pireo, Leto y el Matemático, tributarios de la forma ajedrezada de nuestras ciudades, van llegando a la próxima esquina en la que la cesura transversal de la calle interrumpe la recta gris de la vereda” (p. 62).
Esos límites o umbrales de la imaginación (Rayuela, Glosa) definen antes un campo de problematización que un itinerario, una formación discursiva cuyas regularidades habría que describir. Solo dos ejemplos más tomados del cine: Sur (1988) y Lo que vendrá (1988) son películas que transcurren casi en su totalidad de noche y en las calles de Buenos Aires. La película de Solanas reproduce el mismo gesto de Rayuela, fijando la mirada en una ciudad anacrónica, mitologizada. No tanto por los rasgos arquetípicos que saturan la película (respuesta a cierta demanda) sino más bien por los recorridos que instaura y la solidaridad que establece entre desplazamientos de personajes y desplazamientos de cámara. La película de Solanas, verdadero pastiche de códigos de representación, se pierde irremediablemente en un complejo sistema de complicidades. Lo que vendrá, en cambio, postula otra construcción tan fantasmática como la anterior pero con rasgos opuestos. Lo que en Sur es recorrida, busca de la memoria, vagabundeo, en la película de Mosquera es mera travesía por el “hiperespacio”. Hábitat, ciudad-casa, espacio familiar (y todo lo que esto tiene de “dulzura del hogar” y de unheimlich) vs. descentramiento, repetición y continuidad infinita del espacio urbano[394]. Lo que vendrá muestra una ciudad indeseable. El deseo de Sur, por otro lado, postula a su objeto como imposible.
Si hubiera que buscar un nombre para el modo en que la literatura comprendida entre el tablero de rayuela y la glosa metódica ha imaginado la relación entre espacio urbano y persona (personaje), allí está La ciudad ausente (1992) de Ricardo Piglia, título que lo dice todo. Si el mal absoluto ha ganado la ciudad es por un retiro de la imaginación, que solo ha podido proponer figuras anacrónicas o aterradas de aquello que constituye el terreno de la experiencia (social o estética).
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¿Y nosotros? Nosotros concretizamos.
Pienso, ejemplarmente, en las novelas de Charlie Feiling, El agua electrizada (1992), Un poeta nacional (1993), El mal menor (1996) y el fragmento de La tierra esmeralda publicado póstumamente[395]. En esas novelas, pero también en los textos de César Aira, en los de Fabián Casas, en los de Washington Cucurto, incluso en los de Lucía Puenzo, en fin, en la obra de tantos otros escritores, como se dice, “actuales” (nótese que sería difícil armar sistema con ellos), la ciudad (Buenos Aires) se hace presente por el poder de la nominación, y la historia no puede ser pensada sino en relación con determinados nombres de calles, plazas, edificios, barrios, itinerarios, que son los que otorgan a la ciudad una densidad de sentido y de experimentación que hasta ahora parecía perdida. “El elegido”, el fragmento póstumo de Charlie Feiling, dice “Azcuénaga”, “Marcelo T. de Alvear”, “Ciencias sociales”, “152” (la línea de colectivo), “Riobamba”, como si se tratara de salvar a esos nombres familiares de lo concreto del horror evocado por los acontecimientos que vendrán, o de declarar que el horror nace precisamente de esos nombres, de esas esquinas, de esas configuraciones de lo urbano, y que no hay hiato posible entre la experiencia estética y la experiencia urbana, que todo pensamiento sobre lo social y toda imaginación sobre lo urbano necesariamente comienza, como se dice, con un reconocimiento del terreno, no el reconocimiento propio del topógrafo y del agente inmobiliario, sino el del estratega, porque hay guerra en la ciudad.
¿No es eso lo que dicen las novelas de Feiling, las de Aira, las de Cucurto, cuando encuentran en el bar de la esquina y en el barrio toda la fantasía necesaria para llevar adelante una experiencia de lo urbano, para sostener un imaginario donde la felicidad y el horror son el resultado de que nosotros también habitamos ese espacio?
No hay ausencia urbana en estas novelas, en el conjunto de novelas entre las cuales otorgo a las de Feiling un lugar destacado, sino todo lo contrario: la ciudad actúa, se mueve, es un organismo respecto del cual se definen las líneas de corte, de fisura, de ruptura que nos atraviesan y nos constituyen… qué digo “constituyen”, esas líneas que componen “una vida”, la nuestra, la de todos, la de cualquiera, el horizonte de nuestra felicidad, de nuestra esclavitud, de nuestra pena.
En “El elegido”, una vez más, se leen las coordenadas de una guerra por venir: “Desde allí la vista era amplia, convencionalmente agradable: a la derecha las torres nuevas, el edificio de La Nación y el río: al frente la plaza Roma y el monumento a Manzini; a la izquierda los árboles y el tráfico de la avenida Alem” (p. 488). Hace algunos años, antes de nosotros, nadie podría haber planteado “el bajo” como una línea de segmentariedad dura que parte a la ciudad en dos, nadie podría haber sospechado que la literatura iba a tener que dedicarse a imaginar a partir de la nada una ciudad entera, sus circuitos y sus itinerarios[396]. No un universal abstracto (la reificación, la alienación, la travesía), sino particulares concretos.