Un martes a la noche recibimos la visita de dos queridos amigos que venían a contarnos proyectos de multiplicación biológica no convencional que, hacia los postres, habíamos aprobado no sin un dejo de envidia. En realidad, el tema surgió por la dinámica específica de la conversación alrededor de una mesa, que requiere ser alimentada con cantidades inmoderadas de “novedades” y “proyectos” y era poco lo que nosotros podíamos aportar, pero el propósito último de la reunión era prepararnos para ir al Centro Cultural del Sur, donde a la medianoche habría una celebración con motivo del comienzo del año nuevo según el calendario maya. Conociendo mi reciente inclinación hacia las cosmologías amerindias, mi redescubierta “vocación latinoamericanista”[354] y mi renovado interés por los rituales de la tierra (de la autoctonía), uno de mis amigos (quien, como Deleuze, no tiene inconvenientes en reconocer su inscripción respecto de los sistemas de pensamiento new age) consideró (sin equivocarse) que yo estaría más que dispuesto a acompañarlo, pese a la humedad recalcitrante de la noche. Allí fuimos.
El lugar, para quienes no lo conocen, es una antigua casa colonial de fines del siglo XVIII donde funcionó la Administración del Matadero del Sur y, a partir de 1863, el primer criadero de plantas de la Ciudad de Buenos Aires, inaugurado por Torcuato de Alvear. Convertido hoy en Centro Cultural (antes funcionó allí mismo el Mesón Español) conserva intactos sus patios y sus caballerizas. A partir de noviembre de 1999 se anexó un Patio de Tango fuera del primitivo recinto, con una arquitectura de dudoso gusto, que reproduce en versión fake el estilo “colonial” de la casa, con rejas estilo andaluz, farolas, tabiques de ladrillos a la vista y arcos de medio punto que, si de mí dependiera, haría saltar por los aires.
Llegamos poco después de las once de la noche y, después de recorrer las instalaciones, averiguamos nuestros signos astrales correspondientes al calendario maya. Yo participo de las características de “Mano Cósmica Azul” y, entre otras propiedades, se nos reconoce por estar “por demás identificado o apegado a los libros, cristales, cartas astrológicas, cartas del tarot”. Una de las personas que me acompañaban tuvo mucha más suerte: es “Sol Resonante Amarillo”. No importa lo que eso signifique, suena a amo y señor del universo. Me decepcionó un poco verme representado por el elemento “agua”, que nunca fue de los que más me apasionaron y que estuvo siempre ausente en otras caracterizaciones zodiacales (en el horóscopo chino soy “Chancho de Tierra”).
En defensa provisoria del sistema maya, debo decir que la muchacha que manejaba la ruedita para realizar los cálculos correspondientes parecía, a esa hora, cansada, distraída y poco propensa a precisiones. Tampoco tenía una gota de sangre maya en sus venas, a juzgar por la tonalidad naturalmente pelirroja de su pelo, su piel nívea y su escaso entusiasmo por las matemáticas astrales. Por qué se había involucrado en una celebración autóctona habría sido tema de un interesante debate, pero temí ser víctima de agresiones en masa.
Al fondo de la casa, detrás del “Patio de Tango”, había una carpa montada donde un montón de jóvenes neo-hippies bailaban al son de una música trance berretísima que unos dj patagónicos pasaban sin ton ni son. De todos modos, habíamos ido a entregarnos a la algarabía maya que concibe esa noche transicional como un momento “fuera del tiempo”. Justo es decir que el estilo arquitectónico de la casa, la variedad de los participantes del evento y el rarísimo equilibrio climático, con un cielo a punto de reventar sobre nuestras cabezas (como efectivamente sucedió al día siguiente), cooperaban para que nosotros nos sintiéramos fuera del tiempo y, también, fuera del espacio: nos sentíamos en cualquier parte del Nuevo Mundo y en cualquier hora y no en Buenos Aires un martes lluvioso de invierno. Esperábamos la medianoche con ansias.
Luego de movernos un poco sobre unos tablones de madera estratégicamente distribuidos como pista de baile sobre un suelo de pedregullo que en nada favorecía el dancing, salimos al patio de tango, donde había un grupo de jóvenes de ambos sexos que, parados sobre una alfombra, desarrollaban lo que llamábase “meditación en movimiento” acompañados por una música minimalista que salía de instrumentos vagamente andinos. Nos quedamos bajo la llovizna y la niebla mirando la belleza de sus evoluciones en slow motion que, para los desprevenidos, tenía más de danza japonesa que de cosa precolombina (sin que eso le quitara un ápice de su magnetismo). Un joven descalzo se acercaba a los espectadores y se fundía sucesivamente con ellos en un abrazo que, si el azar hubiera dispuesto que yo lo recibiera, no habría sabido despojar de lubricidad, tan definitiva era la comunión física que reclamaba.
Suponíamos que a la medianoche se anunciaría el comienzo del Año de la Luna Magnética Roja con tambores, pero no fue así. Las músicas cesaron, los equipos de amplificación comenzaron a ser guardados rápidamente (como ante la inminencia de un cataclismo o de una intervención de las fuerzas del orden), la gente comenzó a dispersarse y los pocos que quedamos nos reunimos alrededor de una fogata ante la cual unos jóvenes barbados se entregaban a una contemplación intensa, y tal vez un poco fingida, de las encantatorias llamas del fuego (sus novias, en el caso de que fueran sus novias las muchachitas que los acompañaban, estaban más preocupadas por el estado de su cabello y tenían cara de consternación porque era evidente que lo que no estaba sucediendo iba a durar un rato largo). La convocatoria que mi amigo había traído a casa decía (copio): “Convocamos a todos a participar con sus instrumentos acústicos, cantos y danza alrededor del fuego, trae tu tambor o cualquier instrumento que quieras compartir”.
El uso del “tú” debió hacerme sospechar alguna impostura, pero me dejé llevar por el entusiasmo y así fue como me encontré a la medianoche varado, con otras tres personas, alrededor de una fogata haciendo rueda con unos chicos que preferían eso a volver a su casa. Nuestro Virgilio (nuestro Deleuze) de esa noche intentó expresar su decepción, pero yo, que trato de encontrar siempre las mejores enseñanzas en todo, le dije que había sido una excelente experiencia antropológica.