La familia Mann (2001, 312 min, 3 partes), el largometraje con el que Heinrich Breloer (1942) ha querido homenajear a una de las grandes familias trágicas del siglo XX, tiene una sola hipótesis y es tan trivial que conviene detenerse en ella al comienzo para poder olvidarla rápidamente con la vergüenza que nos dan las conversaciones desencaminadas en una sobremesa.
Prolija en el acopio de documentación a esta altura del partido suficientemente conocida, la película ensaya un modelo interpretativo no solo modesto sino además mezquino, con la esperanza de que sus aciertos (¡casting!, ¡ambientación!) alcancen a disimular la endeblez argumentativa que propone.
En 1860, dice el narrador en off de la película, llega a Lübeck una joven brasileña, Julia da Silva Bruhns, quien se convertirá en la esposa del senador Johann Thomas Heinrich Mann. Es el encuentro, insiste el texto de Breloer, del Norte con el Sur, del orden (alemán) con la pasión (brasileña), una contradicción que será la herencia de una familia famosa por su relación intensa con la literatura y por su tendencia a la autoaniquilación. Hasta aquí la película, que ganó en 2002 un Emmy en la categoría miniserie y espera todavía una version aun más hollywoodense (¡exijo a Jude Law en el papel de Klaus Mann!).
Es frecuente que una familia imagine su historia en relación con la historia del mundo y proponga, en consecuencia, un mito fundacional donde la biografía familiar coincide con el nacimiento de la patria (en la Argentina, son paradigmáticos en ese sentido los casos de los Borges y los Ocampo). Menos habitual es que la historia familiar se inscriba en un instante de peligro (lo que se llama “el fin de una época”). Es el caso de los Mann y el mito crepuscular que sus destinos conjuntos dibujaron. Fueron los últimos y agónicos portaestandartes de la imaginación humanista y, por eso mismo, sus víctimas más paradójicas.
Es conocida la antipatía que Bertolt Brecht sostuvo hasta el final de sus días por Thomas Mann. Nada personal en ese sentimiento, sino más bien el índice de una lógica que el comienzo del siglo XX había formulado con todas las letras posibles en todos los alfabetos del mundo: la oposición entre la imaginación humanista y la imaginación dialéctica. Si el clan Mann parece rendir tributo al final de una era, es por su incapacidad (por su sordera) para escuchar la pregunta que no se sabe todavía bien si fue la causa o la consecuencia de la ruina de la imaginación humanista, pero que es, en todo caso, su correlato más evidente: ¿cómo y para qué reproducirse?
Si la crisis del humanismo ha sido metafóricamente caracterizada por la muerte de Dios, la muerte del Hombre y el retiro de los sabios, la pregunta por la reproducción (que vista desde otro ángulo es la pregunta por la propia concepción) se escucha a gritos tanto en aquellos escritores que inscribieron sus experiencias estéticas en la imaginación dialéctica (Brecht), como en aquellos que quisieron dejarse fascinar por el espejo oscuro de la imaginación del desastre (en el arco que va de Von Hofmannsthal a Celan, pasando por el más pop de sus cultores, Franz Kafka). Separados apenas por una hipótesis historiográfica (es decir, por una sensibilidad acerca del futuro), los dialécticos y los catastróficos supieron lo que los Mann no vieron, vieron a medias o vieron sin poder sacar las conclusiones del caso: la ruina necesaria e irreversible del humanismo burgués (la última fase de una imaginación de la cual el humanismo clásico y el humanismo cristiano constituyen sus momentos de afirmación primera).
En 1926, Thomas Mann escribió: “El estilo del escritor es, en última instancia, la sublimación del dialecto de los padres”. Para Kafka, por su parte, el alemán fue la única lengua posible de todas las que tuvo a su alcance porque era la única que le permitía bloquear sus afectos, desfamiliarizar sus fantasmas. Dos de los hijos de Thomas, Monika y Klaus, recuerdan en sus memorias la sensación de aislamiento y reconcentración de la casa familiar (todos los puntos de fuga bloqueados) y la fascinación por los personajes que pasaban de largo (el judío, el gitano, el vagabundo, los actores). “¿Franz Kafka o Thomas Mann?”, habría de preguntarse Georg Lukács. A su manera, los chicos Mann se plantearon la misma pregunta, pero con un tono menos dogmático, más existencial: ¿cómo y para qué reproducirse?, ¿por qué fuimos concebidos?
Fatalmente se señala que en el clan de los Mann el humanismo (las humanidades) viene de la madre brasileña. Lo que conviene recordar es que a la muerte del senador, Julia da Silva quedó como único soporte (material e imaginario) de sus cinco hijos: Heinrich (el mayor, nacido en 1871), Thomas (el segundo, nacido en 1875), destinados ambos a convertirse en los dos más célebres escritores alemanes de su tiempo; Carla, Julia y Victor, condenados a protestar de diferente manera por su lugar subalterno en la familia. Carla y Julia se suicidaron (veneno, horca), Victor publicó en 1949 sus memorias con el título henchido de pathos Éramos cinco.
No fue, por cierto, el único Mann del clan que pondría por escrito su versión de la genealogía familiar. Su madre Julia le había dedicado en 1903 De la infancia de Dodo (el libro fue publicado recién en 1958, gracias a la voracidad de sus derechohabientes) y prácticamente todos sus sobrinos, los hijos de Thomas, harían lo propio: la primogénita Erika (1905) publicó en 1956 sus recuerdos en El último año. Además de las novelas por las que fue medianamente célebre, Klaus (1906) publicó en 1932 un torturado Hijo de este tiempo. Golo (1909), unos Recuerdos de mi padre (1965); Monika (1910), Pasado y presente (1956), y Elizabeth (1918), un retrato titulado La mujer-mar (1993). El menor de los Mann, Michael (1919) no se suicidó sin antes poner por escrito sus pareceres en Fragmentos de una vida (publicados en 1983). La esposa de Thomas Mann, Katia Prigsheim (hija de un matemático judío), en cambio, sobrevivió al suicidio de dos de sus hijos y publicó en 1974 Mis no escritas memorias. Frido Mann, nieto de Thomas, hijo del suicida Michael, recuerda a su abuelo en El infante (1992), por citar solo algunos de los más de treinta títulos (incluidos voluminosos epistolarios) en los que la familia expuso su caso para la posteridad.
En su diario, Thomas Mann anotó el 14 de febrero de 1949 que ya sumaban nueve los parientes que escribían. “Muy cómico y fascinante”, le parecía. Antes, el 3 de julio de 1936, su hijo Klaus había consignado en su propio Tagebuch: “¡Qué peculiar familia somos! Alguna vez se escribirá sobre todos nosotros, y no solamente sobre cada uno”. No se equivocaba.
Volvamos a la protesta de Victor. Al insistir en que él era el quinto, el menor de los Mann señalaba las asfixiantes simetrías, inclusiones y exclusiones que constituyeron a su familia: los dos hermanos mayores, escritores (Heinrich, el más popular de la república de Weimar; Thomas, premio Nobel en 1929), las dos hermanas, suicidas. Pero además, como la reproducción familiar genera una imaginación del encierro (endogamia), parejas cruzadas de hermanos: Heinrich y Carla, Thomas y Julia (Lula). El pequeño Victor consideraba tíos (hermanos de la madre) a sus hermanos mayores.
El mismo esquema geminiano pasará a los hijos de Thomas: Erika y Klaus, los primogénitos, se presentaban como mellizos y eran percibidos como tíos por sus hermanos menores. Golo y Monika (soltero y viuda) terminarán sus días conviviendo en la casa paterna en Zürich. Elisabeth y Michael, los menores, también ellos un géminis partido. Cuando decidió casarse, Erika lo hizo con Gustav Gründgen, que había sido amante de Klaus. Por su parte, Klaus acarició la fantasía de casarse con Pamela Wedekind, amante de Erika.
En 1930, los hermanitos Mann deciden desempeñar los roles protagónicos de Geschwister, una adaptación de Les enfantes terribles de Jean Cocteau (la historia gira alrededor de dos hermanos incestuosos). Pareciera que, por todas partes, a esta familia obsesionada por la pregunta humanista sobre la reproducción la acechara el fantasma de la endogamia (¿cómo y para qué fuimos engendrados?) y si la única respuesta que encuentran a una pregunta semejante es el celibato o la muerte, hay que entender en la cadena de suicidios no una protesta sino un sesgado elogio de la modernidad (una forma radical de ser moderno en un más allá de la dialéctica: en el desastre).
Dos hermanas (Carla y Julia) y dos hijos (Klaus y Michael) de Thomas Mann se suicidaron. No son los únicos: Nelly, la mujer de su hermano, también murió, como se dice, “por mano propia”. Y el hijo de Hugo von Hofmannsthal (el más alemán de todos los que eligieron la imaginación del desastre), que formaba parte del entorno de los Mann. Y René Crevel (que fue amante de Klaus). Y Ricky Hallgarten (compañero de aventuras de Klaus).
¿No es, acaso, el grito de la época lo que se deja leer en esa cadena de acontecimientos funerarios? Klaus, en nota póstuma, definió el suicidio del intelectual como protesta contra la situación espiritual dominante. Se trataba, en su perspectiva, de rechazar el chantaje de la reproducción y la supervivencia (de la propia cultura, de la propia herencia genética), de negar (por la vía de la imaginación catastrófica) la imaginación humanista y su obsesión por la continuidad del sujeto, de inscribir su cuerpo en la historia con las marcas terminantes del que no acepta las desclasificaciones módicas (el célibe o el suicida).
La verdadera libertad, pensaba Klaus, es la indiferencia ante la muerte, la “muerte contenta” que Blanchot leyó en las últimas páginas de Kafka[278]), el suicida como héroe de la modernidad (porque realiza una experiencia de negación radical), tal como lo concebía Baudelaire.
Pero no es un tema solo existencial lo que se deja leer en esas muertes, porque una política de reproducción y cría constituye (como bien dejó en claro el III Reich) una biopolítica, es decir, una imaginación política sobre lo viviente y una determinada fantasía de exterminio. Hay también un tema de sexualidad que se entrecruza con el anterior. A la sexualidad inhibida (es decir, “de armario”) de su padre, Klaus opone una sexualidad desinhibida (es decir, desbocada). Cuando su hijo consigue, después de varios intentos, suicidarse, su padre considera ese acto “enfermizo, feo, odioso, regresivo e insoportable” y concluye en que “Un exceso de carácter es incorrecto. No debí ser tan tolerante”. Lo que Thomas escribe aunque no entienda el significado de sus propias palabras es que ya en su época el humanismo falla como inhibidor de las potencias del hombre y que la familia falla, por lo tanto, como instituto de producción de humanidad. El clan Mann, contra su voluntad, produce monstruos. No hay forma de seguir articulando las avenidas del deseo con las ramas de la genealogía familiar.
En esa falla (en esa ruina de la imaginación que es la misma en la que se inscribe la filosofía nacionalsocialista) la familia Mann imagina su vida, su destino y su sexualidad. Klaus, pese a su ocasional lucidez, no consigue escapar sino con su propia muerte. Klaus, que llevaba el nombre de su tío homosexual (el hermano gemelo de Katia), cuando se enamoró de un muchacho eligió llamarlo Phaidros, como había hecho antes que él, famosamente, el Prof. Aschenbach con Tadzio en la novela de su padre, La muerte en Venecia. Klaus, podría decirse, quedó preso del fantasma de su padre (homosexual de armario) hasta su muerte. Pero el Edipo es una estructura suficientemente compleja como para que los flujos del deseo atraviesen avenidas de doble dirección. También su padre estaba preso del deseo de su hijo. Thomas Mann ha escrito sobre sus pasiones homosexuales: en el colegio, el compañero Armin Manters; luego, el pintor Paul Ehrenberg; en su madurez, el adolescente Klaus (¡Klaus!) Heuser, modelo de Tadzio/Phaidros, y el único al que alguna vez besó.
Hijo de un perseguidor homosexual (el senador), Thomas pasó (se trata de contagio y no de herencia) el modelo de la sexualidad de armario que había adoptado de Friedrich Nietzsche a su hijo Golo, el célibe (quien, enamorado de Johannes Ludwig, decide sin embargo que jamás besará los labios de ningún otro, nunca).
Hay dos grandes dispositivos de individuación: uno genera humanidad a partir de la reproducción familiar y sexuada (complicando misteriosa, inútil y fatalmente los deseos con las genealogías) y el otro genera monstruosidad a partir de la reproducción por contagio (el pacto, la enfermedad, la amistad). La pregunta sobre la continuidad del sujeto que se lee en el enunciado “¿cómo y para qué reproducirse?” debería entenderse, entonces, con toda su fuerza (íntima y política): ¿qué es lo que nace con un hijo?, ¿fuerza de trabajo?, ¿procesos de identificación narcisista?, ¿el mejoramiento de la especie?
Si el clan de los Mann es una familia maldita (como las grandes familias de la tragedia griega) es precisamente por la zona de indeterminación en la que se mueve: en la falla colosal que hunde un imaginario completo en el océano de plomo de la historia. La pregunta de la época ya había sido formulada (Kafka, el célibe, decidió no reproducirse o, más bien, opuso la epidemia, la reproducción por contagio, a la filiación: no de otra cosa habla su literatura) y cuando Thomas Mann alcanzó a oírla ya era tarde. En Doktor Faustus, su novela sobre una vida intelectual ejemplar narrada por un humanista ejemplar, Mann hizo morir al niño Nepomuk (Echo) en medio de una agonía atroz causada por una meningitis viral. Conocemos la preocupación familiar alrededor del capítulo. Después de todo, el modelo de Echo era el último vástago de los Mann, Frido.
Al matar literariamente a su nieto (¡en Los Ángeles!), el último bastión de la imaginación humanista declaraba su derrota: así como los sueños de la razón, también las fábricas y los institutos de humanidad engendran monstruos.
Veinte años después, en el corazón de la imaginación pop, el último de los Buendía habría de venir al mundo con cola de cerdo para ser devorado por hormigas, y casi sesenta años después, el drama de los Mann sería presentado, en una película que reconstruye el punto de vista del humanismo burgués, como el epifenómeno de uno de los más rancios conflictos imaginados por el siglo XIX: civilización o barbarie[279].