En un pasaje justamente célebre de su busca de tiempos perdidos, Marcel Proust ha proporcionado una figura definitiva del conflicto entre anestesia e hiperestesia que atraviesa la modernidad y todavía nos alcanza. Me refiero al episodio en el cual el narrador refiere todo lo que le viene de una taza de té de tilo que le ha ofrecido la madre y, antes, su Tante Leonie. Si tantas veces se ha señalado el equívoco de leer como texto memorialístico uno que no lo es en nada, es porque se pasa por alto algo en ese episodio grita con toda su fuerza: lo que la memoria involuntaria introduce como un rayo en la conciencia del narrador llega como “un décor de théâtre”. Todo sucede como en
ce jeu où les Japonais s’amusent à tremper dans un bol de porcelaine rempli d’eau, de petits morceaux de papier jusque-là indistincts qui, à peine y sont-ils plongés s’étirent, se contournent, se colorent, se différencient, deviennent desfleurs, des maisons, des personnages consistants et reconnaissables, de même maintenant toutes les fleurs de notre jardin et celles du parc de M. Swann, et les nymphéas de la Vivonne, et les bonnes gens du village et leurs petits logis et l’église et tout Combray et ses environs, tout cela qui prend forme et solidité, est sorti, ville et jardins, de ma tasse de thé[426].
En lo aparentemente informe, dice Proust, hay una forma secreta pero consistente (funciona, de hecho, en un plano de consistencia que corta el caos: es una poiesis y no una mera referencia). No se trata de una forma oculta y acechante que la conciencia metódica podría llegar a describir con paciencia y suplicio sino de una forma que está ya allí, pero incompleta. Incompleta, en primer lugar, porque responde a la dinámica de serie (en el caso concreto de Proust y su novela, se trata de una doble serie tournoyant[427]: helicoidal, y hundida en el tiempo), antes que a la de la colección de recuerdos y, en segundo término, porque a la serie virtual le falta el catalizador que la revele como tal y no como mera colección.
La lista o colección que interpela al narrador y lo arrastra hacia ella (“todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann y las ninfeas del Vivonne”), “todo eso”, en su infinitud, se muestra incompleto y fallado: en el hueco de esa falla (en la marca de esa ausencia) es donde el narrador cae (debe caer) para que se reconozcan las formas en lo informe, los planos de composición o de inmanencia que atraviesan el caos, la serie en la lista, el archivo en la colección.
No es tanto que lo Imaginario interpele al sujeto (como podría sostener una lectura memorialista del fragmento proustiano) y lo arrastre en el pozo sin fondo del recuerdo, sino que, al hacerlo, permite una revelación (en el sentido óptico, no trascendental). Es el pasaje de la colección a la serie pero, sobre todo, de la lista a la serie, o de la colección al archivo.
Antes de la articulación entre el sujeto y la colección o la serie todo es del orden de lo Imaginario (y, por lo tanto, de la máquina binaria trascendental de las identificaciones especulares: “me gusta”/ “no me gusta”). Postular una disciplina de lo Imaginario (una analítica del polvillo de sentido o del rumor de la historia), como en su momento lo hizo Roland Barthes[428], solo sería posible en la medida en que el sujeto opere en esa dimensión para transformarla en otra cosa.
Lo que nos enseña el narrador de la novela proustiana es que se llega al archivo (no al recuerdo), solo en el momento en que se encuentra el lugar (vacío, fallado) en una colección o una lista y cuando ese lugar es el lugar de la propia inscripción en tanto operador en relación con ella.
Tiene razón Giorgio Agamben cuando señala que lo que Foucault llama archivo no corresponde al archivo en sentido estricto –es decir, al depósito que cataloga las huellas de lo ya dicho para consignarlas a la memoria futura– ni a la babélica biblioteca que recoge el polvo de los enunciados para permitir su resurrección bajo la mirada del historiador[429].
El archivo es, para Foucault y también para Agamben (a quien cito):
la masa de lo no semántico inscripta en cada discurso significante como función de su enunciación, el margen oscuro que circunda y delimita cada toma concreta de palabra. Entre la memoria obsesiva de la tradición, que conoce solo lo ya dicho, y la excesiva desenvoltura del olvido, que se entrega en exclusiva a lo nunca dicho, el archivo es lo no dicho o lo decible que está inscripto en todo lo dicho por el simple hecho de haber sido enunciado, el fragmento de memoria que queda olvidado en cada momento en el acto de decir yo.[430]
Leo, en la novela proustiana, ese “sistema de relaciones entre lo no dicho” y lo dicho en el momento en que alguien sin nombre dice yo. Así, no es la palabra “Invertido” (repetida hasta la náusea a lo largo de su novela) ni la palabra “Homosexual” (que Proust consideraba germánica y pedante) la que hiere la memoria del narrador para transformarla en otra cosa, sino la palabra Tante (que Proust envidiaba del estilo vulgar de Balzac). El archivo proustiano se abre por el lado de la Tante (su posición a la vez interior y exterior, su hiperestesia, su punto de vista)[431]. Y el archivo supone la identificación de esa dimensión no semántica del lenguaje[432].
Las listas y las colecciones organizan documentos. El archivo y la serie constituyen monumentos que, por su propia consistencia, se sustraen tanto a la memoria como al olvido. Nada menos historicista que el goce del archivista[433], cuya única función es operar como revelador de una serie que lo incluye y lo arrastra en su singularidad, lo hace devenir con él: “Un monumento no conmemora, no honra algo que ocurrió, sino que susurra al oído del porvenir las sensaciones persistentes que encarna el acontecimiento”, puntualizaron Deleuze y Guattari[434]. “El acto del monumento no es la memoria, sino la fabulación”[435]. El archivo es como esas papirolas evocadas por Proust, que se abren no para revelar las viscisitudes de un mundo muerto sino un acontecimiento que retorna, sucede todo el tiempo y en esa persistencia nos arrastra.
Es inútil, pues, interrogar al monumento buscando el sentido de lo dicho porque él es la encarnación de lo decible, que queda no dicho en el acto mismo de decirlo: el afuera del lenguaje, el hecho bruto de su existencia como acto.
*
Me propongo, pues, abrir ante ustedes el archivo Copi, sobre quien Foucault planeaba un libro que no terminó de escribir y cuya dirección desconocemos de acuerdo con severas restricciones testamentarias. Más allá (o más acá) de las fabulosas hipótesis que sobre esas páginas podríamos sostener, abro el archivo Copi por la página donde se toca con el archivo Foucault. En la novela Le bal des folles (1978), el narrador (un escritor llamado Copi), hace estallar las calderas de los Baños Continental, en Place de l’Opéra, donde ha ido a refugiarse después de haber cometido varios asesinatos:
Pongo el termostato a cien, subo las escaleras lo más aprisa que puedo (…), y apenas he salido de las calderas cuando ya oigo la explosión. Al llegar al pasillo de las cabinas la puerta de vapor ya se ha venido abajo, y sale de ella un vapor tan espeso que apenas se ve nada: se oyen gritos, hay heridos con quemaduras graves. Yo avanzo lo más rápido que puedo hacia la piscina, el agua hirviendo empieza a desbordarse. Al poner el pie en el primer escalón de salida, el agua ya me llega a la suela del zapato. Varias locas descalzas empiezan a gritar. Algunas me adelantan por la escalera, con sus capuchas aún en la cabeza, pero no más de una docena, las demás todavía no se han dado cuenta del peligro. Subo las escaleras de dos en dos, perseguido por el agua hirviendo. Veo a una loca que nada tras de mí, dando grandes chillidos, logra agarrarse a la rampa de la escalera, y yo le doy la mano para ayudarla a subir, está tan caliente que estoy a punto de quemarme, pero poco importa, cuando la atraigo hacia mí me doy cuenta de que ya está muerta. La suelto, y el cadáver cae de nuevo en el hervidero de agua. Salgo por fin a la calle. Estoy en París, es mayo.[436]
“Estoy en París, es mayo”, aclara, hacia el final de un fragmento narrativo que mucho le debe a (y que puede competir con) los mejores momentos de Salambó de Flaubert, el Copi del relato. Sabemos que la escena responde a las alarmas del Dr. Michel Foucault quien, en esos mismos baños, hacia mediados de la década del setenta, habría comentado con el autor la posibilidad de un accidente semejante[437].
Copi hace el relato de la experiencia (imaginaria) que Foucault le transmite (como una peste) y es esa articulación de dos archivos lo que permite comprender la lógica de Copi, cuyo arte, todavía no muy bien comprendido, es la aplicación literal (la puesta en marcha hasta sus últimas consecuencias) de unidades (móviles) de lo Imaginario. Uno de sus más agudos comentadores, César Aira, ha insistido en que “el tránsito de Copi hacia la imagen (…) es un aumento de las velocidades, hasta «rozar lo Imaginario», y más allá”[438]. Es ese más allá de lo Imaginario lo que constituye lo propio del archivo Copi (de todo archivo), el momento en que la imaginación abandona los terrores y los anhelos de las identificaciones especulares y se vuelve acto (de escritura y de ascesis), transformación del yo y, con ella, la doble implicación: la puesta en movimiento de la serie, su aparición como una forma.
En marzo de 1970, algunos años antes de ese encuentro entre dos celebridades de la inteligentzia parisina post 68, Copi había estrenado la obra de teatro Eva Perón[439], dirigida por Alfredo Arias y protagonizada por Facundo Bo, para escándalo de sus contemporáneos, que a uno y otro lado del Atlántico saludaron el acontecimiento con amenazas de muerte. Mientras en el teatro l’Épée de Bois, en cuyas paredes apareció la leyenda “Vive le Justicialisme”[440], se provocó un incendio durante una representación, la familia de Copi tuvo que abandonar precipitadamente Buenos Aires. En un texto autobiográfico, el mismo Copi se ha referido a ese acontecimiento en relación con la escena familiar, sin la cual no se entiende cabalmente la experiencia que Copi está haciendo:
Creo haber ahogado todos mis tangos en las arenas movedizas del olvido durante los quince años en que fui bastante mal visto en los medios intelectuales, por un lado por culpa de una obra de teatro representada en París en 1969, en la que la prensa argentina creyó apropiado y útil leer un insulto a la memoria de la señora Eva Perón, mal visto, por otra parte, por el poder de aquel momento, como por todos mis hermanos, dos de los cuales viven hoy en París y otro en México.[441]
Nacido en el seno de una familia mítica en la historia cultural argentina, para Copi el asunto “Eva Perón” es un episodio de la memoria familiar:
el día mismo en que [mi hermano menor Juan Carlos] llegó de la clínica en brazos de mi madre, la policía invadió la casa y mi padre logró huir. Yo tenía seis años. Mi madre, mis dos hermanitos y yo nos exiliamos en Montevideo pocos días antes del 17 de octubre de 1945, fecha de la Revolución Peronista, cuya violencia se desató en parte contra el diario radical de mi familia, Crítica.[442]
Se trata, una vez más, de rozar lo Imaginario e ir más allá, solo que, en este caso, Copi decide atravesar (herir de muerte) dos Imaginarios: la novela familiar y el imaginario político que, en su perspectiva (como en la de Borges, la de Victoria Ocampo o la de Gertrude Stein), se intersectan todo el tiempo:
El Argentino, para quien la Historia es contemporánea de la novela, se complace recortándola en capítulos precisos de títulos redundantes como Eva Perón, las Madres de Desaparecidos, la Guerra de Malvinas, que siempre les deparan, de año en año, un lugar respetable en los periódicos del mundo entero.[443]
De modo que durante 1969, todavía bajo los efectos del mayo francés, tal vez del Cordobazo y, sin duda alguna, en relación con el ánimo que la clausura de la muestra argentina “Tucumán arde” pudo haber provocado en sus amigos que en ella intervinieron (esos “fantasmas demasiado urgentes” que ha evocado Jorge Monteleone[444]), Copi diseña un dispositivo para ahogar sus tangos en las arenas del olvido, una de cuyas primeras piezas (y una de las más importantes) es el acontecimiento Eva Perón: una obra de teatro “de título redundante”, un atentado pirómano y “un lugar respetable en los periódicos del mundo entero”.
El 24 de febrero de 1970, pocos días antes del estreno de la pieza, Copi publicó en Le Figaro (el mismo diario que había cobijado los desvaríos diletantes de Proust) una breve entrevista a Eva Perón[445]:
COPI: –¿Cómo debería contarse la historia de Eva Perón?
EVA: –Quiero que cuente todo: mis comienzos difíciles, mi carrera de star en las pantallas latinoamericanas, mi llegada triunfal a Hollywood. En el segundo acto, el regreso a mi patria para ponerme al frente del movimiento de los pobres. En el tercer acto logro la gloria, me enfermo, pero antes de morir logro salvar a América latina del imperialismo americano y del totalitarismo ruso. En cuanto al estilo, me gusta el melodrama, pero desearía algunos números musicales para poder mostrar mi experiencia en el tip tap. Desearía un melodrama sin exageraciones, para no ofender a la crítica vanguardista.
COPI: –¿Ha sido usted feliz?
EVA: –Cuando se llega al poder con una metralleta en las manos no hay tiempo para pensar en la felicidad, y cuando se muere a los 33 años con un imperio que se escapa de las manos, tampoco se tiene tiempo de pensar en la felicidad.
COPI: –¿Qué tono desearía usted que le dé a la pieza?
EVA: –El más atroz.
Lo que sorprende del texto es su inexactitud como presentación de una obra en la cual Eva Perón no solo no muere, sino que declara a la enfermedad como una artimaña política para preservar el régimen. El cadáver no será el de la propia Eva sino el de la enfermera a la que ella misma asesina, en un rapto de “frenesí isabelino” (las palabras son de Beatriz Sarlo[446]), antes de vestirla con su vestido “presidencial”. Por supuesto, la obra tampoco tiene tres actos sino solo uno y se desentiende completamente del progreso artístico-político de Eva Duarte, a la que se ve ya convertida en mito inasible: una unidad del Imaginario político pero también de la novela familiar.
En Eva Perón no hay números musicales pero sobre todo está ausente la Evita montonera que la entrevista parece evocar. No se equivoca Beatriz Sarlo cuando insiste en que “atribuir a Copi una virulencia política en línea con las ideologías setentistas es colocarlo en un lugar donde él no se coloca”[447] y en que “su materia es la ‘leyenda negra’ del evitismo, no su leyenda revolucionaria”[448], pero esa sentencia pierde consistencia si se piensa, más allá de la pieza teatral, en el acontecimiento complejo del que forma parte. Copi convoca imaginarios completos (incluso el de la Revolución) para transformarlos y transformarse en otra cosa.
En la entrevista, Copi (que ya había terminado de escribir la pieza) entrega una imagen de Eva Perón que (más aún que en la pieza de teatro), “tiene mucho de parecido con la ópera rock de Webber y Rice”[449], pero que no desdeña el papel de capitana armada de una Revolución. La metralleta y el tip-tap, al mismo tiempo.
Ahora bien, lo que presentan en común las dos Evas de Copi es que ambas están, en 1970, vivas y sueltas por el mundo. No habitan el depósito que cataloga las huellas de lo ya dicho ni el polvo de los enunciados pasados. Eva Perón es convocada para que diga en nombre de Copi lo que de sí se sustrae, al mismo tiempo, a la memoria y al olvido, al silencio y al ruido. Copi se abre a la memoria de Eva Perón para encontrar allí los trajes que vestirá mañana.
En su “Nota sobre la traducción” de Eva Perón, Jorge Monteleone (a quien Beatriz Sarlo corrige[450]) incluye la pieza de Copi en una “serie” de textos más o menos canónicos de la literatura argentina. La hipotética serie es, en realidad, una lista, cuyos primeros términos (cronológicos) son:
“Ella” (1953) de Juan Carlos Onetti |
“Ella”, objeto de necrofilia popular |
“El simulacro” (1960) de Borges |
“la muñeca rubia”, “Eva Duarte” |
“La señora muerta” (1963) de David Viñas |
“La señora”, “la yegua esa” |
“Esa mujer” (1965) de Rodolfo Walsh |
“Esa mujer”, objeto de deseo necrofílico |
“Eva Perón (1969-1970) de Copi |
“Eva Perón” |
“Evita vive” (1975) de Néstor Perlongher |
“Evita” |
Salvo excepciones, la crítica especializada ha aceptado con unanimidad burocrática[451] esa nómina de textos de la que falta, sin embargo, lo que revele su forma.
En la pieza de Copi, ha señalado César Aira:
Evita travesti, el sueño del mito, sobrevive para difundirse por el mundo como imagen. Esta es la primera profecía que contiene la pieza: porque efectivamente a partir de ella sobrevino la moda Evita, la comedia musical, etcétera[452].
Eso hace Copi, arranca una unidad del imaginario peronista (no importa si su posición es properonista o antiperonista, porque el imaginario político completo de los argentinos es peronista) y de la novela familiar (porque el imaginario peronista le llega por vía paterna y porque el imaginario peronista es patriarcal) y la proyecta hacia el futuro, hacia la comedia musical (como observan con pespicacia Aira y Sarlo), hacia la acción política (como casi nadie parece querer notar de la pieza de Copi), que supone una revolución, si no montonera[453], seguramente antropológica.
Varias, diríamos, son las piezas que faltan para que la lista se comporte como serie: una de ellas, naturalmente, es el propio Copi, que se deja arrastrar por una marea de la imaginación con la elegancia de quien sabe que solo así podrá ahogar todos sus tangos y que, al hacerlo, revela la forma de lo informe.
Las otras son la pieza Evita (1976) de Webber y Rice (el Bildungsroman pop que toma como fuente la diatriba The Woman with the Whip (1952) de Mary Main (María Flores), otra de las piezas faltantes, y la autobiografía que Eva Perón había firmado duchampianamente, ya enferma, con el título La razón de mi vida (1951). Allí Eva Perón explica la razón de la serie (es decir, lo infinito de lo finito, lo que ordenará para siempre la serie y el archivo):
A la doble personalidad de Perón debía corresponder una doble personalidad en mí: una, la de Eva Perón, mujer del Presidente, cuyo trabajo es sencillo y agradable, trabajo de los días de fiesta, de recibir honores, de funciones de gala; y otra, la de Evita, mujer del Líder de un pueblo que ha depositado en él toda su fe, toda su esperanza y todo su amor.
Unos pocos días al año represento el papel de Eva Perón; y en ese papel creo que me desempeño cada vez mejor, pues no me parece difícil ni desagradable.
La inmensa mayoría de los días soy en cambio Evita, puente tendido entre las esperanzas del pueblo y las manos realizadoras de Perón, primera peronista argentina, y este sí que me resulta papel difícil, y en el que nunca estoy totalmente contenta de mí.
De Eva Perón no interesa que hablemos.
Lo que ella hace aparece demasiado profusamente en los diarios y revistas de todas partes.[454]
Y sin embargo esa Eva Perón, capaz de ocupar “un lugar respetable en los periódicos del mundo entero” vuelve, con Copi, para decir lo mismo y otra cosa. Se trata de una mujer que representa el papel de Eva Perón: una personalidad escindida, un cuerpo doble que es, con diferentes nombres, ya Aparato de Estado, ya parte del imaginario popular y, lo que es de capital importancia, una parte no coincide con la otra. “Como sombra de la sombra, tales imágenes revelan la distancia de sí consigo misma que resulta inherente al propio lenguaje y al sujeto en cuanto puro semblante”[455]. Hay una falla de las identidades, cada una de las cuales supone un más allá del nombre:
Los hombres de gobierno, los dirigentes políticos, los embajadores, los hombres de empresa, profesionales, intelectuales, etc., que me visitan suelen llamarme “Señora”; y algunos incluso me dicen públicamente “Excelentísima o Dignísima Señora” y aun, a veces, “Señora Presidenta”.
Hasta la intervención de Copi en el memorial literario de Eva Perón, nadie la había llamado de ese modo, desatendiendo la razón de la serie. Antes que Copi, Borges había escrito “Eva Duarte” y “la muñeca rubia” (la niña y el cadáver). Antes y después que Borges, Juan Carlos Onetti, David Viñas y Rodolfo Walsh optaron por el no-nombre: “Ella”, “esa mujer”, “la señora”[456]. Néstor Perlongher la llama “Evita”, retomando la designación propia de los evitólatras, y Beatriz Sarlo analiza los procesos de construcción de la soberanía política a partir de su imagen designándola como “Eva” (la primera mujer, la responsable de la caída).
Copi es el primero que nombra lo innombrable: la relación de “esa mujer”, de “la señora” con el Estado. Por eso, su pieza se llama Eva Perón, aunque su personaje habla bajo la máscara de Evita (y en esa distancia se cifra el secreto de la historia). Por eso, es imposible consignar en el archivo Copi la pieza teatral llamada Eva Perón y desasignarla de la entrevista en la que hace hablar a Eva: las dos, caras de la misma moneda.
Esa figura doble, prevista por un personaje psicosomático en un texto que es a la vez su memoria y su testamento, irrumpe con toda su fuerza para desbaratar la novela familiar: no se trata de oponerse a ese relato sino de llevarlo hasta sus últimas consecuencias.
¿Qué esperaba Raúl Damonte, el padre de Copi (que se llamaba como él y como su abuelo materno: Raúl Natalio Damonte Botana), la quinta pieza que hay que incorporar a la lista para que la serie funcione (hable) por sí misma?
Su ilusión de ayudarme a emprender a su imagen una carrera política en Argentina (eso para lo cual me habían concebido) había fracasado al primer intento, como sucedió también con mis dos hermanos.[457]
Llevamos en nosotros la perplejidad de haber sido concebidos. Copi sabía (o quiso creer) que había sido concebido para la política (parlamentaria). Puesto a examinar ese destino previsto por el imaginario de su padre, se topa fatalmente con la figura de Eva Perón que, por todas partes, interpela y desbarata su novela familiar.
En su autobiografía, Copi no solo repite la historia completamente falsa que le llega de la fuga de su padre en 1945 (haber tenido que cruzar el Río de la Plata tendido en el fondo de un barco de contrabandistas, haber cambiado varias veces de pasaporte durante el viaje, usar un bigote falso que guardaba en el bolsillito del saco para componer un personaje que confundiera a los oficiales de aduana que conocían bien su foto), sino que comenta con apatía la adecuación de ese relato al Imaginario paterno: “Lo vi más distendido que nunca, casi triunfal”. Es ese triunfo del Imaginario patriarcal lo que Copi convoca para formar parte de su dispositivo.
Es verdad que Copi decide no llevar el nombre del padre (Raúl Damonte es lo que Copi no quiere ni puede ser) pero, al mismo tiempo, es evidente que decide repetir su intensa relación con el acontecimiento peronista, jugar el mismo juego.
Aquel que años después, en su autobiografía, habría de reflexionar sobre el exilio paterno en los siguientes términos:
Mi padre, que tenía el hábito del exilio, lo consideraba como el período de la vida en que los hombres se abren a la libertad. Pero mi madre y nosotros, niños, aun cuando comprendíamos que habíamos escapado de la muerte o de algo parecido, sabíamos también que una vida –la que hubiéramos vivido en Argentina– se nos escaparía para siempre. He experimentado con frecuencia ese sentimiento, a veces de manera dolorosa y en circunstancias muy distintas, como la que se siente en el escenario de un teatro en el momento de los aplausos.[458]
Ese mismo, en 1970, obligó a su familia a un segundo exilio (y este, definitivo).
Copi escribe Eva Perón con las palabras del padre, que había ficcionalizado diálogos entre Perón y Eva en uno de sus libros[459], en el que se lee, por ejemplo, que en los momentos previos al 17 de octubre de 1945, ante los titubeos del líder, “Eva lo mira con lástima” y “le escupe”: “sos un cagón”. “Levantate ‘marica’, que no te va a pasar nada”, habría dicho Eva a su marido según el alucinado relato de Damonte (padre). Como señala Beatriz Sarlo, Copi trabaja a partir de esos “discursos de infancia”: convoca una “imagen de Perón con migraña, enfermedad femenina” [460] como continuación del Perón afeminado que su padre había diseñado para divertimento de sus vástagos (ya que no había forma de incluirlos en la política parlamentaria).
No es que Copi retome y desarrolle la voz del padre y la someta a “un giro paródico, pero no para el lado de la revolución política sino hacia el lado de un populismo negro que dice: pues bien, en la Rosada hay una puta vestida por Dior, ¿y qué?”[461]. Nada más lejano a Copi que el deseo de parodiar al padre. Nada más ajeno al dispositivo de Copi que la parodia de discursos. Más bien se trata de seguirlo, de repetir sus pasos, hasta la extenuación. Si Evita, puta, vestía Dior en la sede de la soberanía, lo mismo hará Copi en muchas de sus puestas. No tanto un giro paródico como una revolución antropológica; jugar el juego del padre como forma de profanación:
El pasaje de lo sagrado a lo profano puede, de hecho, darse también a través de un uso (o, más bien, un reuso) completamente incongruente de lo sagrado. Se trata del juego. (…) El juego no solo proviene de la esfera de lo sagrado, sino que representa de algún modo su inversión.[462]
Todos los personajes de Eva Perón juegan el mismo juego: cajas, baúles, cofres, maletines, puertas que se abren y se cierran, cuyas llaves y números de combinación se buscan, se encuentran y se pierden.
Copi llega a la colección literaria (decorativa) de Evitas literarias y se inscribe en relación con ella para hacer que la serie funcione pero, sobre todo, para sacar a Eva Perón del armario en que se ha encerrado, presa ella también del Imaginario de los otros. La Madre dice: “Se encerró en el placard y no quiere salir”. Concebido como armario, placard o closet, el archivo solo puede esperar a sus asesinos. De lo que se trata es de re-usar lo que el archivo contiene y seguir el juego de las voces previas. Copi lo hizo y, al hacerlo, profanó la novela familiar y el Imaginario peronista (es decir: político).
También en esto las enseñanzas de Proust y de Copi se parecen. Para postular una teoría completa y radical de la transexualidad como la que en sus obras se deja leer hay que profanar lo sagrado[463]. Proust llamaba sadismo a esa relación; Copi, sencillamente, teatro.
En ese teatro de la transexualidad, se llega al archivo (se sale del recuerdo), solo en el momento en que se encuentra el propio lugar (vacío, fallado) en una lista, en el momento en que se aísla un elemento (digamos: Eva Perón) de la serie y se lo pone a funcionar en otra: “Mediante la transexualidad generalizada, lo humano se ha vuelto imagen”[464].
He abierto por ahí (y para mí, y para ustedes) el archivo Copi. Me extrañaría si algún día se cerrara.