La historia de las religiones está plagada de debates sobre las imágenes. Los cristianos de Roma defendieron siempre la representación de la divinidad, que el cristianismo oriental (con sede en Constantinopla) luchó por erradicar porque la consideraba una costumbre pagana (y en eso coincidía con las demás religiones monoteístas). Conocemos el resultado de ese combate: la destrucción de Constantinopla y el triunfo de la iconografía con su galería de santos, mártires, profetas, vírgenes y funcionarios de la Iglesia como objetos de adoración o fuente de placer y, también, como indicación de que había ahí modelos a seguir. No exactamente el Olimpo (ese modelo de familia disfuncional, con su corte de dioses mayores y menores a los que se sumaban diosecillos ínfimos de los lagos y los ríos, semidioses, héroes y monstruos ctónicos: las sirenas) sino una comunidad de buenos y justos que atravesaba los tiempos y las patrias para confortar allí donde hiciera falta.
Después, mucho después, llegó el star system, que algunos consideran un nuevo Olimpo y otros, un nuevo santoral. En todo caso, se trata de un sistema de imágenes que nos interpelan (desde el fondo de los tiempos) y en relación con las cuales (quién lo duda) se hicieron y deshicieron diferentes modelos de masculinidad.
Se sabe que el star system comienza con el cine sonoro (porque el cine mudo era todavía territorio de experimentaciones formales variopintas que hoy solo pueden tolerar los poetas, los académicos y los melancólicos). Antes del sonoro, apenas existe Rodolfo Valentino, el más ambiguo de todos los hombres del cine y el que pudo, gracias al romanticismo reconcentrado de su look, sobreponerse a todas las burlas de sus detractores y convertirse en el ícono de lo que un buen amante puede aspirar a ser: mitad hombre y mitad mujer, Valentino fue el primero en proponer el beso como sexo total y definitivo. Disfrazado (mal) de gaucho o (mal) de árabe en su rol más memorable (El Sheik, 1921), Valentino es la supernova y el big-bang, el momento a partir del cual empezarán a aparecer astros diferentes (distintos estilos indumentarios, distintas estrategias de seducción, distintas profundidades para cautivar los corazones femeninos). En Valentino está todo, hasta la muerte joven (murió a los 31 años de peritonitis, cuando apenas había terminado de rodar El hijo del Sheik). Cuentan que a su funeral concurrió una misteriosa dama vestida de negro con un ramo de flores acompañado de una tarjeta que decía “De Benito” (por Mussolini, claro). Tal vez la anécdota no sea tan cierta como sí lo fueron los intentos de suicidio de algunas mujeres cuando se enteraron de la desaparición del primer fantasma que el cine nos legó.
El otro de Valentino es Buster Keaton: el torpe, el perdedor, el que se extravía en las maquinaciones del mundo (todas las tramas de Keaton van a parar a una máquina capitalista, con la que el personaje se enreda), el hombre común al que siempre le sobran piernas y brazos por debajo de la ropa, a quien la ropa no le cuadra. Se dice que Buster Keaton no podía reírse por contrato, pero lo cierto es que sus personajes, ensimismados, no tienen nunca ocasión de reírse demasiado. Blanco como la nieve, perplejo, resistente (no hay forma de sacárselo de encima), Buster Keaton llamó la atención de los surrealistas precisamente por ese fondo de nada que todo el tiempo se le escapa de los ojos. Si Valentino es el complejo, Keaton es el neutro, el qualunque que hoy vuelve a ser objeto de la ética[250].
A fines de la década del 30 comienza a cristalizar un sistema (podríamos decir) de posiciones que las nuevas generaciones actorales no harán sino intentar ocupar (la mayoría de las veces, sin demasiado éxito: Brad Pitt, un muñeco de plástico que solo puede conmover a las niñas).
Está, por ejemplo, el lugar de James Stewart, que en 1939 desempeñó su segundo rol protagónico y el primero que arrancará suspiros (cuyos ecos todavía se oyen) allí donde hubiera una mujer en la platea. En Mr. Smith va a Washington, dirigida por Frank Capra, Stewart representa a Jefferson Smith, un senador idealista que defiende los valores de la Constitución contra viento y marea. La estatura, la elegancia levemente desgreñada y la finura de los movimientos de Stewart convencieron a Capra de que era el cuerpo indicado para un rol que originalmente había sido diseñado para Gary Cooper, quien por esa época estaba trabajando con el director en la trilogía sobre John Doe.
En Conoce a John Doe (1941), la tercera de las películas de la serie, se entiende por qué Capra prefirió cambiar el cuerpo de Smith: Gary Cooper es el modelo exacto del hombre común que llega a desempeñar un papel en los dramas de la historia por la solidez de sus valores morales, lo que se nota, naturalmente, en el look que impone, menos fundado en la elegancia ligera (ese rasgo propio de Jimmy Stewart le permitió brillar incluso como comediante) que en la intensidad física y en la despreocupación por la apariencia (el hombre común lleva con dignidad la ropa de calle y a veces no tiene tiempo para afeitarse).
Comparado con sus competidores del momento (Clark Gable, Spencer Tracy, James Cagney, Humphrey Bogart), Gary Cooper podía imprimir a un cuerpo hecho para dominar sensualmente (basta ver la fuerza que emana de sus manos) una cierta intransigencia infantil a la que las señoritas de entonces no pudieron permanecer indiferentes.
Y ya que su nombre ha aparecido, conviene detenerse en el misterioso caso de Clark Gable, famoso incluso antes de desempeñar el exitosísimo rol de Rhett Butler en Lo que el viento se llevó (1939). ¿En qué se fundaba su encanto? Para nosotros, que hemos proscripto definitivamente el bigote del universo de lo posible, resulta un ejercicio de transustanciación. Pero es probable que en la época impresionaran sus maneras (y su elegancia pesada) de “señor”: ni la ambigüedad lúdica de Valentino, ni el agotamiento existencial de Buster Keaton, ni el dandysmo ligero de Stewart, ni la ardiente intensidad de Cooper, sino la solidez del hombre elegante que mantiene la casa.
La fábrica de fantasmas masculinos no solo funcionaba en relación con las mujeres (si bien es cierto que a ellas estaba destinado en primer término, porque fueron siempre las principales consumidoras de pop culture). Los hombres también miraban a los hombres en busca de modelos de identificación. Humphrey Bogart no era lindo, tenía una de las peores voces del cine, no se vestía precisamente bien y además era petiso. Y sin embargo… Es y será siempre el modelo del héroe cínico y eficiente (en El halcón maltés de 1941, como Sam Spade) o levemente sentimental, capaz de sacrificar el amor de su vida porque tiene ideales superiores. Por eso (además de la capacidad de delirio de los guionistas de la época), su sola presencia como Rick Blaine en Casablanca (1943) hizo que Ilsa Lund (Ingrid Bergman) pronunciara una de las frases más célebres de la historia del cine: “¿Eso que se oye son cañonazos o los latidos de mi corazón?”.
Otro hombre que los hombres siempre admiraron por la mezcla exacta de simpatía arrolladora, cotidiana torpeza, contención, elegancia, fuerza y sencillez fue Cary Grant, uno de los astros de Hollywood más dúctiles. Parecía, además, incapaz de envejecer o de perder el pelo. Salvo por el hoyuelo en el mentón (que hoy no conmueve), se lo ve igual de enérgico y de apuesto en The Philadelphia Story (1940) y en North by Northwest (1959) de Hitchcock (donde le arrebató el papel de Roger Thornhill a Jimmy Stewart).
De todos modos, la década del cincuenta pedía ya más que la repetición de las posiciones clásicas (dandy ligero, hombre intenso, padre protector, solterón idealista y cínico), que eran las que Grant podía ocupar. Se avecinaban los tiempos de la píldora anticonceptiva y de los antibióticos que habrían de acabar con la amenaza de las temibles enfermedades venéreas. Hacía falta carne, energía animal, fuerza bruta, Kowalski.
*
Entre el espectáculo teatral y el texto que lo funda hay un abismo. Las voces desencarnadas del texto encuentran su destino en tales y determinados cuerpos, una gestualidad, una manera de decir. No hay sentido que pueda pasar indemne de la letra a la dicción (la voz y no el lenguaje, como manera de reclamar el cuerpo). Consciente de las posibles catástrofes en que un casting desencaminado podía transformar sus piezas magistrales, Tennessee Williams, uno de los grandes trágicos del siglo XX, siempre estuvo atento a la elección de los actores que habrían de desempeñar sus personajes.
Famosa por muchas razones, Un tranvía llamado deseo (1951) combina un módico folclore sureño (en Nueva Orleans, comer en el mismo lugar al que Kowalski lleva a Stella es un must) con un drama truculento que no ha perdido actualidad, organizado alrededor de dos sistemas de lealtades (el amor fraternal vs. el amor conyugal), dos sensibilidades (el lirismo melancólico de una seudoaristocracia decadente vs. la brutalidad incivil de un hijo de inmigrantes) y, por supuesto, dos formas de deseo (la histeria vs. la compulsión).
Cualquier actor podría naufragar en aguas semejantes y las grandes actrices norteamericanas han aprendido a valorar el personaje de Blanche Dubois como uno de los grandes desafíos para cualquier carrera. Pero Blanche es una mujer desquiciada, lo que vuelve el desafío menos digno: se trata solo de no sobreactuar esa locura que mezcla alucinaciones y verdad en idénticas partes.
Distinto es el caso de Kowalski, un hombre que es capaz de abusar sexualmente de su cuñada desquiciada mientras su mujer da a luz a su primer hijo en el hospital. Y sin remordimientos. Ese es el personaje que Marlon Brando inmortalizó en la versión cinematográfica de la pieza de Williams. O mejor dicho: el personaje que vuelve definitivamente inmortal a Brando. Porque entre el actor y el personaje, como por uno de esos raros milagros que nos hacen confiar todavía en las artes performativas, no parece haber distancia. Brando fue, es y será el único Kowalski, y si el actor hubiera desempeñado el papel en teatro y no en el cine, la performance habría sido uno de esos mitos (como Sarah Bernhardt) de cuya potencia de verdad solo nos queda descreer. Inspirado en semejante mito, Marcel Proust somete al narrador de En busca del tiempo perdido al influjo de la Berma. La decepción del narrador y todo lo que dice de la actuación de la diva (la invisibilidad de su actuación, la intangibilidad de su arte) se aplica a Brando: jamás ha habido otro actor que se ligara tan sin esfuerzo (al menos aparente) con los caracteres que le encomendaban, incluidas las caricaturas irremediables que le propuso Coppola: Kurtz, Vito Corleone, cualquier cosa.
Si Kowalski es el punto más alto del arte de Brando es porque se trata del mejor texto que nunca tuvo que decir. Parte de su eficacia se basa en su sobrenatural belleza física, pero también es cierto que la densidad del personaje exigía una sutileza que nadie más que él hubiera podido darle: una bestia con alma, alguien atrapado entre la barbarie de la vida cotidiana y el deseo de una vida mejor, un hombre cuyo comportamiento oscila entre la demanda de amor y el deseo de estar solo. Y Brando lo hace con la misma naturalidad que interpreta a un filipino o a un emperador romano (esas macchiettas hollywoodenses). Gracias a Brando, la conciencia de Kowalski no solo permanece viva para siempre sino que, además, nos alcanza. Y gracias a Kowalski, el cuerpo, la gestualidad y la manera de decir de Brando adquieren su sentido definitivo. Ni siquiera nos hace falta ver la película. Nos basta imaginarlo, soñar sus tonos, cada vez que leemos Un tranvía llamado deseo, cada vez que el mundo nos impone sus mordazas, cada vez que decimos adiós.
La gracia de Brando, sin embargo, no se aprecia tanto en su dorada juventud (cuando tenía un sex appeal que ni antes ni después de él ningún astro cinematográfico ha alcanzado) sino en su madurez. En El último tango en París (1972) es un hombre mayor, torturado por el suicidio de su esposa y en posición de combate contra el mundo. La fuerza que emana de su caracterización alcanza para desear que, si hay que llegar a viejo, es mejor que sea de ese modo.
*
El cine clásico no tuvo oportunidad de investigar hasta qué punto los placeres de la carne van de la mano de la tortura espiritual. Los nuevos fantasmas de masculinidad (los que hacían suspirar a las chicas y asentir con la cabeza a los caballeros) fueron Gregory Peck, cuya moral inclaudicable lo ponía en problemas en Matar a un ruiseñor (1962), donde su personaje, Atticus Finch, es un abogado y padre soltero que se empeña en demostrar la inocencia de su cliente, un negro acusado de violar a una muchacha blanca. Ni tan carnal como Brando, ni tan sólido como Gable, ni tan ligero como Stewart, ni tan intenso como Cooper, Gregory Peck es (además de una síntesis de todos ellos) la versión “profunda” de Cary Grant: el que no resigna nada, pero que además piensa. Y, porque piensa, su vestuario y su peinado siempre tienden a desarreglarse sin llegar a ser el revoltijo que solo Bogart pudo llevar con dignidad a lo largo de toda su carrera.
Las pasiones reconcentradas que nacen de la carne suelen consumirla. Si es cierto que la mayoría de los astros del cine clásico fueron siempre delgados, ninguno tanto (y ninguno tan torturado) como Montgomery Clift. Monty (que sufrió un accidente atroz que le desfiguró la cara) fue dueño de esa belleza volcada hacia adentro que ciertas mujeres siempre consideraron arrebatadora y ciertos hombres, un poco inquietante. En De aquí a la eternidad (1953) se lo ve tan frágil (y tan moderno) que se entiende a la perfección uno y otro punto de vista.
Algunos pensarán que lo que viene después es ya pura decadencia. Yo creo que es la algarabía de la combinación libre de rasgos tomados del panteón de los clásicos: la fábrica de monstruos. En 1962, Sean Connery aparece por primera vez como James Bond en Dr. No. Es una mezcla perfecta de distinción y grasada (la copa de bodegón que tiene en la mano en las fotos de prensa, la camisa robada del guardarropa de Travolta, el tostado excesivo y el anillo de compromiso). En 1977, John Travolta se convierte en un nuevo Valentino como Tony Manero en Fiebre del sábado por la noche. Pocos años antes, Clint Eastwood representaba a Harry Callahan en Harry, el sucio (1971): ¿no era esa una extraña síntesis del heroísmo épico de John Wayne con la reconcentrada complejidad existencial de Monty Clift y la incapacidad para lucir bien vestido de Bogart?
Cada tanto el cine revisa su pasado y se deja dominar por la sensibilidad retro y el revisionismo. En Butch Cassidy and the Sundance Kid (1969), Paul Newman y Robert Redford saquearon antiguos guardarropas para proponer dos fantasmas de la rebelión generalizada característica de los años sesenta. Como Ernesto Guevara, los personajes que representaron en la película elegían ir a morir en Bolivia, solo que en este caso con las suelas de los zapatos impecables, como corresponde a dos dandys de la revuelta.
El mundo, naturalmente, sigue. Si una catástrofe planetaria terminara con todos nuestros archivos fotográficos habría que reconstruir el Olimpo o el santoral apócrifo del star system a partir de sus actuales exponentes: la delicadeza de Jude Law como una cita simultánea de Jimmy Stewart y de Monty Clift, la complejidad espiritual de Johnny Depp como un eco de Gregory Peck, la solidez de George Clooney como la repetición (sin bigote) de Clark Gable, la densidad carnal de Ewan McGregor como un reflejo europeo y pálido de Brando (y su desparpajo, un toque valentiniano).
No se trata de meras idealizaciones o identificaciones imaginarias con el pasado sino de una obsesión tal vez más violenta y más contemporánea: en un mundo donde la marea de estilos, significados y transformaciones radicales vuelven el suelo que pisamos un tembladeral, es inevitable que estemos obsesionados con mostrar (a través del vestuario, los ademanes, las horas de gimnasio y los avances químicos y quirúrgicos desconocidos para nuestros antepasados) un este soy, y convencer(nos) de que ese este es lo que nos permite inscribir, aquí y ahora, nuestro cuerpo (ese pobre soporte del pensamiento, los afectos y las cualidades) en relación con todo lo que existe.