En sus años escolares le decían Federica, y la prensa de derecha se refería a él, cada vez que querían desacreditar a La Barraca, la compañía teatral que fue una pieza central de la política cultural de la República Española, como Federico García Loca.
Hijo de Vicenta Lorca y Federico García Rodríguez, el que estaría llamado a convertirse en “el poeta español más leído de todos los tiempos” nació un 27 de agosto de 1897 como Federico del Sagrado Corazón de Jesús. Ya adulto, Lorca, cuya pasión por la mentira corría pareja con su pasión por la poesía, la música y el folclore, echó a correr la especie de que no había caminado hasta los cuatro años como consecuencia de una grave enfermedad.
Lo cierto fue que el niño tenía grandes pies planos y la pierna izquierda ligeramente más corta que la derecha, defectos que “con el tiempo, prestarían a su manera de andar un característico balanceo o cimbreo corporal” (Gibson, I: 45[281]).
Desde el comienzo, Lorca, que ha nacido apenas treinta años después de que por primera vez en la historia de Occidente se imprimiera la palabra “Homosexualität” en un folleto militante, marcha con su andar de pie quebrado hacia lo queer.
Toda la historia de la poesía de Lorca puede leerse como un combate contra los monstruos ctónicos y hay un compuesto indiscernible entre autoctonía, sexualidad, naturaleza y cultura que es lo que podríamos reconocer como propiamente lorquiano.
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Lábdaco (padre de Layo) quiere decir “rengo”, Layo (padre de Edipo) quiere decir “pie torcido”. Edipo quiere decir “pie hinchado”. Es en relación con esa serie de nombres prestigiosos, en los que la persistencia de la autoctonía humana se inscribe directamente en el cuerpo y el andar[282], que Lorca establece una relación de linaje. Lo ctónico se opone a lo olímpico como el inframundo se opone a lo celestial. Es posible glosar el mito de Edipo de muchas formas, pero la lectura que más conviene retener y relacionar con la obra de Lorca es la que lo reconoce como una suerte de instrumento lógico que permite articular una respuesta a la pregunta inicial: “¿se nace de uno solo, o bien de dos?”, y a la pregunta derivada: “¿lo mismo nace de lo mismo o de lo otro?”. Lo que se llama queer no es sino una etiqueta (la última) para una pregunta radical sostenida en el murmullo de los pájaros: ¿es lo Real Uno o Múltiple?
Dos figuraciones cosmológicas entran en conflicto al imaginar el origen del hombre como autóctono o como poiético. La lucha de los héroes griegos contra los monstruos ctónicos (entre los cuales las sirenas ocupan un lugar destacado) debe entenderse como el esfuerzo por escapar a la autoctonía y la imposibilidad de lograrlo. Lo mismo podría decirse de la obra de Lorca, tensionada entre lo autóctono y lo poiético o, para usar las palabras que la crítica le ha aplicado sin clemencia alguna, entre el mito y la poesía.
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En un retrato retrospectivo, Lorca ha presentado su infancia en los siguientes términos:
Siendo niño, viví en pleno ambiente de naturaleza (…). En el patio de mi casa había unos chopos. Una tarde se me ocurrió que los chopos cantaban. El viento, al pasar por entre sus ramas, producía un ruido variado en tonos, que a mí se me antojó musical. Y yo solía pasarme las horas acompañando con mi voz la canción de los chopos. Otro día me detuve asombrado. Alguien pronunciaba mi nombre, separando las sílabas como si deletreara: “Fe… de… ri… co”. Miré a todos lados y no vi a nadie. Sin embargo, en mis oídos seguía chicharreando mi nombre. Después de escuchar largo rato, encontré la razón. Eran las ramas de un chopo viejo que, al rozarse entre ellas, producían un ruido monótono, quejumbroso, que a mí me pareció mi nombre (Gibson, I: 47).
Cómo el niño-poeta ha podido alucinar en el ruido monótono y quejumbroso de unas ramas viejas su propio nombre, sería asunto de la psicología experimental o de la psiquiatría, pero lo cierto es que el relato dice una verdad: el llamado de la tierra como constitutivo de la poética lorquiana, es decir: la imaginación (poética) procede de la naturaleza, es su continuación, y el ser es ctónico o autóctono (lo vegetal es su modelo). De ahí el proyecto nunca abandonado de devenir uno con lo verde (“verdes vientos, verdes ramas”), la dificultad de ese devenir y la consecuente melancolía. El niño ya sabe que el arte no es privilegio del hombre y que constituye un geomorfismo y no un antromorfismo[283].
El primer libro publicado por Lorca, en 1918, se llama Impresiones y paisajes y en él ya se deja leer la creciente fricción entre el celestial Sagrado Corazón de Jesús con el que ha sido marcado y su infernal cojera. Libro de poemas, de 1921, se cierra con “El macho cabrío”, fechado en 1919:
El rebaño de cabras ha pasado
junto al agua del río.
En la tarde de rosa y de zafiro,
llena de paz romántica,
yo miro
el gran macho cabrío.
¡Salve, demonio mudo!
Eres el más
intenso animal.
Místico eterno
del infierno
carnal…
¡Cuántos encantos
tiene tu barba,
tu frente ancha,
rudo Don Juan!
¡Qué gran acento el de tu mirada
mefistofélica
y pasional!
Vas por los campos
con tu manada,
hecho un eunuco
¡siendo un sultán!
Tu sed de sexo
nunca se apaga;
¡bien aprendiste
del padre Pan!
Todavía no muy lorquiano, el poema muestra la devoción por el romanticismo y el modernismo dariano de la que fatalmente participó el joven granadino, además de su evidente inclinación uranista. Más importante es notar la aparición del aker de los aquellarres. Salido del infierno, mefistofélico, el aker de Lorca abre la puerta de la fragua por donde entrará la omnipresente luz lunar (“la luna vino a la fragua/ con su polisón de nardos”). Lorca sacará a la luna de la tradición tardorromántica y modernista y la reintegrará a la tradición celtíbera: el plenilunio de la Turdetania, las comunidades imposibles, las sociedades secretas y los rituales anticristianos de regeneración del mundo son los puntos irisados que organizan la constelación de autoctonía y sexualidad, lo queer de Lorca. La luz lunar, cuyo predicado es el neutro, aparecerá reflejada en los pozos donde duermen su sueño los niños insepultos. Sacrificios en altar y sacrificios en pozo se oponen como lo olímpico y lo ctónico[284].
El último poema “estadounidense” de la extraordinaria conferencia “Un poeta en Nueva York”[285] (el libro fue publicado después del asesinato de Lorca) es precisamente “Niña ahogada en un pozo”, que opone infancia y género, es decir: el yo sexuado y el yo de la infancia. La niña de la infancia, Federica, vuelve como la Samara de The Ring a cobrar el precio del sacrificio ctónico[286]. Lo que además regresa en ese poema último de un ciclo es el estribillo, el ritornello del agua que no desemboca. Al agua fija en un punto (el pozo) se opone el agua corriente, como lo Uno de Parménides se opone a lo Múltiple de Heráclito. La niñez estancada contra la niñez que fluye hacia lo múltiple (vegetal o animal): el llamado de la naturaleza y la fuerza de la autoctonía. Así sostiene Lorca un imaginario (homo)sexual, luego de haber atravesado todas las etapas de su pensamiento y ensayado todos los estilos de escritura.
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En 1922, Lorca pronuncia una conferencia en el Centro Artístico de Granada: “El Cante Jondo. Primitivo canto andaluz”. Es, una vez más, el encuentro con la fatalidad de lo ctónico, pero elevado ahora a programa estético. La pena, dice Lorca, no es del sujeto que canta, sino del género y, por esa vía, se instaura una cosmogonía cuyo contenido (y cuya expresión, porque son indiscernibles) es la “nostalgia de lo autóctono”. Mucho más adelante, en 1931, Lorca dirá:
Yo creo que el ser de Granada me inclina a la comprensión simpática de los perseguidos. Del gitano, del negro, del judío… del morisco, que todos llevamos dentro (Gibson, I: 315).
Se trata, ya, de sostener un proceso de desidentificación que implica abrazar una causa, la causa de “los perseguidos” que son, con más precisión, los raros o fuera de clasificación. Lo que canta, lo que habla en Poema del Cante Jondo no es un individuo sino un colectivo indefinido: “el alma andaluza” de naturaleza trágica. Autoctonía y tragedia son el fondo común que encuentra Lorca en las coplas del Cante Jondo: “El Amor y la Muerte…, pero un Amor y una Muerte vistos a través de la Sibila, ese personaje tan oriental, verdadera esfinge de Andalucía” (I: 316). Es el regreso de la esfinge, el monstruo ctónico de Edipo, que vuelve para plantear el enigma de lo Múltiple en lo Uno: no una ética del desvío, sino una ética del abandono y la disidencia; no una política de la reproducción familiar, sino la pandemia del contagio.
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Más allá de los episodios biográficos que desencadenaron el decisivo viaje a Nueva York de Lorca en 1929, lo que se lee en ese momento de vacilación (existencial y estética) es la pregunta sobre cómo conjugar el tradicionalismo ctónico con la destrucción dialéctica preconizada por el superrealismo. Poeta en Nueva York, El público y Así que pasen cinco años, obras póstumas, son el umbral de una transformación profunda. Desde 1925, Lorca ha venido discutiendo con el sinuoso Salvador Dalí y el infame Luis Buñuel temas de estética y, también, de política sexual.
En la “Oda a Salvador Dalí”, publicada en 1926, Lorca anota lo que constituirá una de sus obsesiones en los años siguientes:
¡Oh Salvador Dalí de voz aceitunada!
Digo lo que me dicen tu persona y tus cuadros.
No alabo tu imperfecto pincel adolescente,
Pero canto la firme dirección de tus flechas[287].
Además de algunos dibujos y cartas dirigidos a Lorca (“¿No habías pensado en lo sin herir del culo de San Sebastián?” [Gibson, I: 425][288]), Dalí le dedica en 1927 el extraordinario texto Sant Sebastià, que hace de la figura del mártir una máquina célibe y a partir de la cual desarrolla un elogio de la objetividad y la apatía estéticas, en una dirección que parece contraria a la que Lorca había apuntado en su Oda, al colocar al pintor en el lugar del arquero y a sí mismo en posición de víctima sagitaria.
En la conferencia “Un poeta en Nueva York”, Lorca escribirá, por única vez, el nombre de la figura que, en su perspectiva, sella la nueva alianza entre lo ctónico y lo poiético: “Convengamos en que una de las actitudes más hermosas del hombre es la actitud de San Sebastián”, escribe sin más aclaración y totalmente fuera de contexto[289].
Esa inesperada aparición de aquel cuyas glorias cantaron no solo los grandes pintores europeos del Renacimiento al Barroco (quiero decir: todos ellos) sino, también, Marcel Duchamp
y T. S. Eliot[290], es la clave de la articulación en la que está pensando Lorca, el fundamento de lo queer, la voz que le viene, ahora, a la vez de la tierra y del cielo. Un llamamiento simultáneo al martirologio y a la desclasificación.
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El primer poema que Lorca escribió en Nueva York fue “Oda al rey de Harlem” donde reaparece la noción de “raza maldita”, la amplificación del tema gitano, y, a partir de ese impulso de universalización de motivos autóctonos, un postulado de identificación con esas comunidades imposibles[291] en las cuales no se puede reconocer al semejante porque no hay identificaciones sino sencillamente multiplicidades.
Lorca desarrolla en el que será su último libro de poemas planeado como tal una teoría de la (homo)sexualidad natural (“un desnudo que fuera como un río”) en oposición a una (homo)sexualidad producida socialmente (“pantano oscurísimo donde sumergen a los niños”[292]), donde el agua estancada y el agua que fluye adquieren nuevas connotaciones sin desprenderse de las que ya formaban una constelación omnipresente en su obra.
En Cuba, donde se detiene luego de su período neoyorquino, escribe El público, donde se lee la sorprendente sentencia: “El ano es el fracaso del hombre, es su vergüenza y su muerte”, que, si bien es expresión de un ataque de pánico homosexual que parece continuar el diálogo con Salvador Dalí, también puede interpretarse ya como una teoría del descentramiento y la desclasificación queer en la línea en que lo planteará Severo Sarduy en sus escritos[293]. Es en Cuba donde finaliza también la “Oda a Walt Whitman”, poema didáctico-doctrinario que vuelve a superponer lo natural y lo construido, lo ctónico y lo celeste, el Sagrado Corazón y el macho cabrío, para excluir del festín de la vida (la “bacanal” de la que participan “los confundidos, los puros,/ los clásicos, los señalados, los suplicantes”) únicamente a los “maricas de las ciudades”, “esclavos de la mujer”, “perras de sus tocadores”.
Yo quisiera rescatar a Lorca de estas últimas y penosas palabras que parecen más bien pronunciadas para agradar a sus enemigos (Buñuel y la Falange) que para sostener un proyecto de vida y de arte, un arte de vivir, y de vivir juntos. Quisiera poder decir que cuando Lorca escribió “¡No haya cuartel!” y “¡¡Alerta!!” no quiso sino alertarnos contra el poder de la normalización, contra el poder de los sistemas clasificatorios que, a través de la injuria, construyen modelos de comportamiento aberrantes que solo pueden comprenderse como espejos de agua podrida. Sé que la delicadísima estructura de su obra, su agónica marcha hacia la felicidad, su confianza ciega en el llamado de la naturaleza y en la poesía como respuesta a esas voces que decían su nombre, su compasión por las niñas enterradas en los pozos y los plenilunios precristianos (prehumanistas) que él rescató de la barbarie, así lo autorizan.
Y sé también que, como lo demuestra el San Sebastián pintado por Il Perugino, solo hay dos cuerpos que importan: el cuerpo de la Sagrada Familia y el cuerpo homosexual (el cuerpo sexualizado por la vía de la ascesis): y ambos se (o)ponen en pie de igualdad. Cristo, María y San Sebastián, aunque sus miradas no se crucen (o precisamente por eso) representan las tres vías de la carne. Que mire el Niño a su padre (es su destino y es su cárcel), que mire María (con infinita melancolía) la Tierra hacia la que la mirada de esos dos complotados la expulsan. San Sebastián, en cambio, mira hacia lo alto: él comprende, desde el fondo de la tortura a la que lo condenan, que es a él a quien miran (¡a quien llaman!) desde el cielo. La Sagrada Familia, lo comprendió Lorca con una intuición que no alcanzó a desarrollar antes de que lo asesinaran (y lo asesinaron, entre otras cosas, para que no alcanzara a desarrollar esa intuición), no es nada sin San Sebastián: carece de sentido[294].
Pero prefiero no poner a Lorca en el lugar de su posteridad. Lo leo en el instante en que él sabe que va a morir, como lo sabe del niño músico y poeta que fue, cuya figura de pie quebrado entrevé en un pozo de agua que no desemboca, víctima de una política de exterminio; lo leo en el instante en que elige el desorden y se ofrece como víctima de los sistemas de clasificación, en el instante en que lo queer no tiene todavía un nombre y, por eso mismo, tampoco programa ni destino:
¿Qué voy a hacer, ordenar los paisajes?
¿Ordenar los amores que luego son fotografías,
que luego son pedazos de madera y bocanadas de sangre?
No, no; yo denuncio.
Yo denuncio la conjura de estas desiertas oficinas
que no radian las agonías,
que borran los programas de la selva,
y me ofrezco a ser comido por las vacas estrujadas
cuando sus gritos llenan el valle
donde el Hudson se emborracha con aceite[295].
Las palabras de la conferencia “Poeta en Nueva York” que aquí se toman como referencia del campo simbólico de la recopilación poética que conocemos como Poeta en Nueva York encuentran su lugar en un esquema (una maqueta) de lo imaginario, construida según la propuesta de Claude Lévi-Strauss en Anthropologie structurale (1958). En ese esquema o maqueta se distinguen cuatro series (y el sentido está en la serie). En gris, lo que constituiría el núcleo de la tensión de la conferencia (y, por lo tanto, del libro): la identificación (imaginaria) o el devenir San Sebastián.
La poesía (expresión) |
El yo (contenido) |
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E. |
El teatro (Poiesis) |
C. |
Monstruo ctónico (Autoctonía) |
E. |
El espejo (Yo / Otro) |
C. |
Infancia (Yo + Otro) |
(Yo) Hablo |
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Ante mucha gente (El público) |
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Telones, Árboles pintados, fuentes de hojalata |
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Unas manos amigas |
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Un caimán (monstruo ctónico) |
El público: Un caimán |
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Poesía amarga, pero viva |
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El público: ojos cerrados Yo: El que da latigazos |
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Un poeta que soy yo |
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Espejo del día |
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Devenir menor |
Vosotros… ustedes (andalucismo) |
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Niños atrapados detrás del espejo |
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Esta sala; ilusionismo |
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Ilusionismo |
Yo: niño en su cuarto público: niños amigos |
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Verso oscuro, orejas dóciles |
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Amo/ Esclavo |
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Palabra que mana |
Sangre a los labios (sacrifico ctónico) (op. cielo a la frente) |
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Hay que ser claro |
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Yo: El que lucha cuerpo a cuerpo |
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Lectura de poesías carne mía, alegría mía y sentimiento mío |
Enorme dragón que tengo delante |
Público: masa tranquila Trescientos bostezos |
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Lucha |
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El vencido (el mártir) |
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Mi largo silencio poético |
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San Sebastián |
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No miel sino arena o cicuta o agua salada |
El duende |
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El público: criatura (niños amigos) |
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Metáforas difíciles Diseño rítmico Arquitectura del poema |
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Público: celui qui ne comprend pas (Prosas profanas) |
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Desafío |
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Yo: el que balbucea el fuego que lo quema |
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