Arturo Carrera es de esos poetas engañosos, porque uno cree que su poesía ya debe de haber alcanzado su punto más alto y con cada libro nos demuestra que no. La inocencia (2006) fue mejor aún que Potlatch (2004) y, también, que Noche y día (2005). Y en 2008 nos regaló Las cuatro estaciones[337], un libro que, como todos sus libros anteriores (sin excepción) cita el barroco para hablar de otra cosa o, mejor dicho: articula el misterio del barroco con el misterio de la vida, de la infancia, y también de lo real.
La poesía de Arturo Carrera no puede “ser” (o no) neobarroca sino que participa (o no) del neobarroco en la medida en que el neobarroco sea comprendido como una configuración de fuerzas estéticas que definen la modernidad novomundana. Basta examinar con un poco de atención el doble centro que organiza el registro poético de Las cuatro estaciones para darse cuenta.
De un lado, el estribillo que, a lo largo del libro, marcan las citas a una sabiduría infinita considerada no tanto en su valor de uso sino como monedas, unidades doradas (y también un poco mágicas) de intercambio poético (lo que quedó dicho en Potlatch) entre la vida propia y el dudoso llamado de la naturaleza. Las cuatro estaciones se abre con (a) un despertar, es un parpadeo titubeante de la conciencia, que se pregunta:
pero,
¿llama un gallo? ¿Se dirige a cada uno
o a su comunidad de centinelas?
¿Define en la certeza alguna duda
o llena de incertidumbre el desvelo incipiente?
Entre esos dos centros de lo cierto y lo incierto (de la comunidad o su imposibilidad) sucede todo lo que importa en la poesía de Carrera: la errancia, la falla del presente y del sentido. No la unión o la conjunción de los polos opuestos (utopía que la poesía de Carrera no sería capaz de sostener), sino la in-decisión, el in-finito, el salto hacia lo in-cierto.
Pero, por otro lado, la frasecita “las cuatro estaciones” hace coincidir la cosmología barroca (la de Vivaldi, con sus contrapuntos que hacen casa, que cortan el caos con paisajes estrellados de interior-exterior) y los nombres de cuatro estaciones (de ferrocarril) de la infancia: Lartigau, Quiñihual, Pringles, Krabe. Y todo sucede en un más allá de la melancolía, porque lo que Las cuatro estaciones viene a decir es que el pasado puede recuperarse siempre, y siempre bajo nuevas formas. Así, el poema se instala en el umbral de poiesis-politikós que siempre lo caracterizó, y desdeña todo solipsismo.
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Durante el verano de 2007, Arturo Carrera estaba trabajando ya en este libro. En el curso de esa investigación sobre estaciones de ferrocarril, Carrera y quienes lo acompañaban en aquellos meses llegaron hasta Quiñihual, un lugar habitado por los fantasmas de infancia del poeta, que le dijeron al oído sus secretos anhelos y contagiaron la misma fiebre a una “comunidad de centinelas”, una pandemia que (la poesía no es sino esa fuerza de combustión y transformación de la energía en materia y la materia en energía y…), de inmediato, volvió real lo imaginario: había que crear una sociedad (llamada, por supuesto, Estación Pringles) para recuperar esa parte de nosotros que habíamos dejado que se nos escapara como arena en el viento.
Gracias a la fuerza de un deseo colectivo, lo que en principio era apenas el rumor de un poema en marcha se transformó en el tren de la historia: las antiguas estaciones de ferrocarril desmanteladas volverán a existir por (y para) el arte y por (y para) el pueblo. Una forma de descentramiento pero, sobre todo, una forma de hacer política. Los primeros funcionarios a quienes se interesó en el proyecto exclamaron: “Ah, pero ustedes quieren fundar un pueblo”. Sí. Y, de paso, devolverle al pueblo la memoria poética que le pertenece.
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¿Participa o no la poesía de Carrera (ese verdadero programa de ética futura, lo que se llama pop) de un conjunto de tensiones que (si no por Góngora, al menos por Quevedo, “Política de Dios”, y Mallarmé, “La siesta del fauno”) podríamos seguir llamando neobarroco?